Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica, 29/08/22
La Corte Suprema
de los Estados Unidos ha dado un paso de importancia mundial en la lucha contra
el «crimen abominable» del aborto. Esta calificación tan dura procede del
Concilio Vaticano II (1962-1965), que definió así a la liquidación de los niños
por nacer. Esta última expresión, designación «niño» al fruto de la concepción,
desde el embrión inicial y en cualquier grado del desarrollo intrauterino,
responde a las perspectivas abiertas por las ciencias; pienso en primer lugar
en los estudios de embrión del profesor Jerôme Lejeune. Según la doctrina
teológica, es el alma espiritual la que preside e impulsa el crecimiento de esa
criatura, que ya Platón estimaba que se mueve «desde dentro». El máximo
Tribunal norteamericano, en su actual composición debida al presidente
republicano Donald Trump, revocó el histórico fallo Roe vs. Wade, de 1973, que
establecía el derecho constitucional de eliminar al fruto de la concepción.
Millones de niños
perdieron la vida antes de nacer durante ese período de medio siglo, y el
influjo de esa política asesina se extendió a todo el mundo. Por eso, la
decisión de revocar aquel fallo tiene una dimensión histórica; ya varios
Estados del país del Norte han promulgado disposiciones antiabortistas,
entendiendo que el caso Roe vs. Wade estaba atrozmente equivocado desde el
principio. Efectivamente, no tenía base en el texto constitucional, que fue
manipulado, pues para interpretarlo se debía tomar en cuenta la conciencia que
reinaba en la sociedad y no solo lo que los constituyentes quisieron decir.
Ahora bien, en 1973 la sociedad pensaba mayoritariamente que el aborto estaba
mal. Además, aquella decisión que establecía la interrupción del embarazo como
un
Ahora, a partir de
la revocación, en Oklahoma se prohíbe el aborto después de la sexta semana.
Asimismo, la gobernadora de Dakota del Sur planea convocar una sesión
legislativa especial «para salvar vidas». Después de casi 40 años, Michigan
propone restaurar la prohibición casi total. En realidad, tratándose de un país
confederado, los Estados se encuentran fuertemente divididos ante la cuestión.
Una encuesta reciente de ABC News-Washington encontró que poco más de la mitad
de los estadounidenses apoyan el viejo fallo permisivo de 1973. Este hecho
estadístico muestra el efecto perdurable de una campaña abortista bien urdida y
de la legislación favorable; pasará un tiempo todavía para que las nuevas
medidas y el trabajo de los grupos «pro-life» modelen diversamente el alma de
la sociedad norteamericana.
El Presidente Joe
Biden lanzó durísimos ataques contra la Corte Suprema y la acusó de ejercer un
poder político que «quita las libertades y la autonomía personal». El
mandatario demócrata es un conocido abortista, aunque sea católico practicante;
esa actividad suya lo convierte en un pecador público al que debería
prohibírsele la comunión eucarística. Nancy Pelosi, Presidente de la Cámara de
Representantes, también abortista, tiene prohibido comulgar en su diócesis,
pero lo hace en otra. Este hecho muestra la ambigüedad de la posición eclesial.
El presidente Biden no se limitó a criticar a la Corte, sino que ordenó al
Fiscal General que reúna una fuerza de abogados voluntarios que defiendan a pacientes,
médicos y clínicas en todo el país, y que busquen cómo ofrecer abortos
legalmente. Es evidente que interpreta y asume la posición predominante de
sectores del Partido Demócrata.
Se ha pretendido
afirmar que la juventud quiere la libertad de abortar, y se utiliza la
influencia de ciertas figuras públicas, en particular actrices y cantantes
--mujeres sobre todo- con llegada a la actual generación, para impulsar a los
jóvenes a reclamar la aprobación de la libertad de abortar. En nuestro país,
durante la discusión previa a la promulgación de la Ley Nacional 27.610, fue
impresionante la ola de pañuelos verdes (símbolo adoptado por el sector
abortista). Daba pena ver a las alumnas de colegios católicos identificadas con
esa señal. El populismo gobernante, claramente amoral, quiso satisfacer a
quienes se plegaron a la moda, mejor aún, ha utilizado a esa parte minoritaria
de la población.
La nueva posición
de la Corte Suprema norteamericana despertó también en la Argentina a muchos
jóvenes y les permitió percibir el mecanismo engañoso empleado por el gobierno
para cubrir y ocultar las verdaderas necesidades económicas y educativas, y las
cada vez más escasas posibilidades de futuro que se ofrece a la juventud. Es
muy triste comprobar cuántos, si pueden, emigran. El reclamo a favor del aborto
fue una agitación de la burguesía y de mujeres ideologizadas, universitarias
especialmente; llama la atención la incomprensión de los partidos de izquierda
y es patético verlos apoyando una posición capitalista. Los pobres, las mujeres
pobres, que suelen ser víctimas de la presión social y de la propaganda, no
fueron consultados.
El actual
presidente argentino es un confeso abortista. Estimo que se considera católico,
aunque no parece ser practicante. Hace un par de años, con ocasión de una
visita al Sumo Pontífice, participó en Roma de una misa celebrada por un
arzobispo argentino, y junto con su actual pareja (Primera Dama, como lo
anunciaba antes el ceremonial), recibió la Sagrada Eucaristía. Por varias
razones habría que aconsejarle que no lo vuelva a intentar, explicándole
claramente el por qué. Es de esperar que no se considere obligado por el mito
que hace de la Argentina un país católico. El artículo 2º de la Constitución
Nacional prescribe al gobierno federal sostener el culto católico. Pero esa
sabia decisión de los constituyentes de 1853, que felizmente ha sido mantenida
por las sucesivas reformas, no obliga a los presidentes a practicar este culto,
menos ahora, que se ha despojado al cargo presidencial de la obligación de la
catolicidad personal del mandatario. Estas ambigüedades son las propias de una
confusa identidad nacional; así vamos todavía, a los tumbos.
La lucha contra la
amenaza de una ley abortista fue llevada adelante por las instituciones y
grupos pro-life, que proclamaron la necesidad de que se dé a todos la
posibilidad de vivir; el derecho a la vida es el fundamento de los demás
derechos humanos. En agosto de 2018 fracasó el intento de imponer la
autorización a interrumpir la vida de los niños en gestación, gracias a la
intensa campaña a favor de «las dos vidas», los hijos y sus madres. En la
sesión del Senado nacional del 9 de agosto, el proyecto de muerte fue rechazado
por 38 votos contra 31. Pero dos años después, el debate sobre lo que debía ser
indebatible se impuso y se concretó en la Ley Nacional 27.610, que autoriza lo
que eufemísticamente se llama «interrupción legal del embarazo».
En el primer año
de vigencia de esta medida se practicaron 64.164 abortos, más del doble de la
mítica cifra de 30 mil presuntos «desaparecidos» durante la dictadura militar
(1976-1983). Solo que nadie hizo
duelo por esos argentinos asesinados antes de nacer. Recuerdo aquella jornada
final, mientras se aguardaba la decisión final del Senado, que debía definir
sobre la media sanción favorable de la Cámara de Diputados. Fue una noche de
fervor esperanzado en la que se destacaba la presencia entusiasta de miles de
jóvenes y de familias, identificados con el color celeste, que era el símbolo
distintivo de la posición a favor de la vida. Señalo la presencia de un grupo
de pastores evangélicos, con los cuales tuve ocasión de departir, que se
destacaron con gran lucidez y valentía en la discusión previa para evitar el
paso mortal que la politiquería hizo dar a la legislación argentina.
Ahora estamos en
condiciones de nuevo. Así como en Estados Unidos se ha enmendado aquel fallo
fatal de 1973, ¿por qué no se podrá lograr que el Congreso, o la Justicia en su
máxima instancia, revoquen una ley anticonstitucional y contraria a los
hallazgos seguros de las ciencias y a los tratados internacionales que
establecen las condiciones personal del embrión y su derecho a la vida? Las
buenas noticias que proceden de Washington repican como campanas en Buenos
Aires, convocando a renovar la militancia a favor del derecho a la vida desde
la concepción y contra la legalización de lo que el Concilio Vaticano II llamó,
junto con el infanticidio, crimen abominable.
La triste
situación de la derrota no debe paralizar el compromiso de lucha, que impone la
ambición de crear en la sociedad la conciencia de la gravedad de lo que se
encuentra en juego. La democracia electoralista y mendaz que se practica en la
Argentina y que mantiene casi a la mitad de la población en la pobreza, debería
exigir que los candidatos se definan claramente antes de cualquier elección:
que se atrevan a decir: «yo soy partidario del aborto», o bien «yo me
comprometo a luchar por la derogación de la ley abortista». ¡Basta de
hipocresía!
En la nueva etapa
habrá que aprontar los mejores argumentos al servicio de la verdad. Es preciso
exponer en lenguaje sencillo las indiscutibles afirmaciones de las ciencias
biológicas, como también la realidad del síndrome post-aborto que conocen muy
bien psicólogos y psiquiatras, lo mismo que los consejeros religiosos y los
confesores, en relación con la condición femenina y su vocación de apertura a
la comunicación de la vida. Tampoco hay que descuidar la problemática social y
demográfica. Sobre esta última dimensión existen ejemplos notables.
Un país abortista
como Francia, busca ahora incrementar los nacimientos, como un medio para
aliviar la grave cuestión de todo orden que plantea el envejecimiento de la
población. Igualmente China ha abandonado la política del hijo único: el
incremento de la población nacional es un problema político: es imprescindible
para sostener el crecimiento de la sociedad y la grandeza nacional. Este
aspecto de la cuestión debería ser de importancia estratégica en un país
despoblado como el nuestro; según el censo reciente la proporción poblacional
es de 17 habitantes por kilómetro cuadrado. Aunque parezca mentira, el aborto
es contrario al patriotismo.
La situación de la
mujer debe ser una preocupación fundamental, especialmente las que viven en
condiciones desfavorables o atraviesan un embarazo vulnerable. Existe una Red
Nacional de Acompañamiento, que tiende una mano amiga en circunstancias de
peligro; los grupos pro-life deben incorporar este aspecto de la cuestión de
manera que por ejemplo las jóvenes que cursan un embarazo no deseado reciban la
ayuda necesaria para llegar al nacimiento de su bebé. En relación con estas
situaciones, es preciso simplificar los trámites para la adopción, de modo que
siempre pueda ofrecerse esta solución. El respeto y el amor a la vida son
sentimientos que encuentran su lugar en una cultura verdaderamente humana.
El Episcopado
Argentino persevera en la posición que yo llamo críticamente «extremismo de
centro». Lamentablemente no se puede esperar de él una reacción ante la
oportunidad que se abre a partir del cambio producido en Norteamérica. Es
lamentable que los obispos no apoyen a los movimientos que trabajan para salvar
«las dos vidas»; desconfían de ellos. Militar conta el aborto es considerado
«extremismo de derecha». Claro, es la visión propia de otro extremismo, el «de
centro». No descarto que puedan darse exageraciones en la posición entusiasta a
favor de los niños por nacer. Lo que correspondería en esos casos es comprender
y corregir pastoralmente. Finalmente, la actitud reticente y aun contraria del
episcopado resulta de una desviación ideológica que menoscaba la doctrina
tradicional de la Iglesia; expuesta reiteradamente por San Juan Pablo II.
En cambio,
considero que los cristianos evangélicos pueden plegarse masivamente a la lucha
que propongo. No tenemos nada que perder, al contrario; la peor batalla es la
que no se empeña. El problema del aborto es primeramente científico y no
religioso; sin embargo a él se aplica el mandato bíblico «no matarás». Si bien
el primer planteo de la cuestión ha de ser científico y sociológico, la
dimensión religiosa viene a reforzar los otros argumentos y resulta decisiva
para los creyentes y para muchísimas personas de buena voluntad.
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