lunes, 25 de marzo de 2013

Homilía del Papa


 Misa por Domingo de Ramos 2013

VATICANO, 25 Mar. 13 / 09:44 am (ACI).-

1. Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos lo acompañan festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19,38).

Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo.

Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma.

Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros.

Es una bella escena, llena de luz – la luz del amor de Jesús, de su corazón –, de alegría, de fiesta.

Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas.

También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida.

Jesús es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. El que nos ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy. Y esta es la primera palabra que quisiera deciros: alegría. No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo.

Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, y ¡hay tantos!

Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, e insidiosamente nos dice su palabra. No le escuchéis. Sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro.

Y, por favor, no os dejéis robar la esperanza, no dejéis robar la esperanza. Esa que nos da Jesús.

2. Segunda palabra: ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús?

Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el sentido de ver en Jesús algo más; tiene ese sentido de la fe, que dice: Éste es el Salvador.

Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero.

Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los Cardenales: Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado.

Ese es trono de Jesús. Jesús toma sobre sí... ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios.

Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que nadie puede llevárselo consigo, lo debe dejar.

Mi abuela nos decía a los niños: El sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, al poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y también –cada uno lo sabe y lo conoce– nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación.

Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito eso que ha hecho él aquel día de su muerte.

3. Hoy están en esta plaza tantos jóvenes: desde hace 28 años, el Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y esta es la tercera palabra: jóvenes.

Queridos jóvenes, os he visto en la procesión cuando entrabais; os imagino haciendo fiesta en torno a Jesús, agitando ramos de olivo; os imagino mientras aclamáis su nombre y expresáis la alegría de estar con él.

Vosotros tenéis una parte importante en la celebración de la fe. Nos traéis la alegría de la fe y nos decís que tenemos que vivir la fe con un corazón joven, siempre: un corazón joven incluso a los setenta, ochenta años. Corazón joven. Con Cristo el corazón nunca envejece. Pero todos sabemos, y vosotros lo sabéis bien, que el Rey a quien seguimos y nos acompaña es un Rey muy especial: es un Rey que ama hasta la cruz y que nos enseña a servir, a amar.

Y vosotros no os avergonzáis de su cruz. Más aún, la abrazáis porque habéis comprendido que la verdadera alegría está en el don de sí mismo, en el don de sí, en salir de uno mismo, y en que él ha triunfado sobre el mal con el amor de Dios.

Lleváis la cruz peregrina a través de todos los continentes, por las vías del mundo. La lleváis respondiendo a la invitación de Jesús: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19), que es el tema de la Jornada Mundial de la Juventud de este año. La lleváis para decir a todos que, en la cruz, Jesús ha derribado el muro de la enemistad, que separa a los hombres y a los pueblos, y ha traído la reconciliación y la paz.

Queridos amigos, también yo me pongo en camino con vosotros, desde hoy, sobre las huellas del beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora estamos ya cerca de la próxima etapa de esta gran peregrinación de la cruz de Cristo. Aguardo con alegría el próximo mes de julio, en Río de Janeiro.

Os doy cita en aquella gran ciudad de Brasil. Preparaos bien, sobre todo espiritualmente en vuestras comunidades, para que este encuentro sea un signo de fe para el mundo entero.

Los jóvenes deben decir al mundo: Es bueno seguir a Jesús; es bueno ir con Jesús; es bueno el mensaje de Jesús; es bueno salir de uno mismo, a las periferias del mundo y de la existencia, para llevar a Jesús. Tres palabras: alegría, cruz, jóvenes.

Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Que así sea.

El Papa Francisco y el Apocalipsis




Refutación a Caponnetto por el P. José María Iraburu

InfoCatólica, 25-3-13

La elección del Papa Francisco ha ocasionado en el pueblo cristiano reacciones muy diversas. Aunque predominando ampliamente la alegría y la aceptación, la gratitud hacia Dios y el abandono confiado en su providencia, no han faltado reacciones hostiles, especialmente en el mundo católico más extremadamente «tradicionalista».

Y digo tradicionalista, en un contexto exclusivamente eclesial, no político, distinguiendo esta palabra de otra semejante, tradicional. Porque si todos los católicos vivimos la fe apoyándonos en sus tres fuentes fundamentales, Biblia, Tradición y Magisterio (Vat. II, Dei Verbum 10), todos los católicos somos bíblicos, tradicionales y dóciles al magisterio apostólico. De tal modo que quien no es tradicional, no es católico.
Internet, como siempre, ha sido el medio de comunicación más rápido a la hora de expresar esta diversidad de reacciones ante la elección del Cardenal Jorge Mario Bergoglio como Papa Francisco. Concretamente, al día siguiente de la elección, o a los dos o tres días, junto a las manifestaciones de gozo y confianza que se produjeron, ya no pocos tradicionalistas se expresaron públicamente con acentuada reticencia o con franco rechazo. Y sus escritos, como he podido comprobar, han causado en no pocos católicos una perplejidad y angustia muy graves.

Traté del problema en este blog, en mi artículo Dios proteja al Papa de los ataques de Satanás y de todos sus otros enemigos (16-III-2013). Pero veo la necesidad de insistir sobre lo mismo, procurando, con el favor de Dios, confirmar en la fe y en la paz a mis hermanos católicos perturbados. Para ello, en primer lugar, resumiré un texto que, en seguida de la elección del Papa (13-III-2013), fue escrito por Antonio Caponnetto (15-III-2013), católico argentino (1951-) que, como dice, se vió «obligado a mantener con el Cardenal Bergoglio un doloroso y sistemático disenso» en estos años pasados. Nos vale aquí como ejemplo y síntesis de los argumentos contrarios a la elección del nuevo Papa. Y en segundo lugar, trataré de analizarlo y contestarlo a la luz de la fe.


Recitencias o rechazos ante la elección del Papa Francisco

1. Una elección problemática. El Autor aludido, escribiendo a propósito del Nuevo Pontificado, afirma que «será tarea de los teólogos de la historia más eminentes, discernir con solvencia si el Cónclave que eligió al Papa Francisco estuvo iluminado y movido por la inspiración del Espíritu Santo, como la fe nos lo señala; o si por alguna razón que ahora ignoramos, los Cardenales electores fueron engañados, resultaron objeto de alguna extraña manipulación, o cerraron su entendimiento a la lumbre del Paráclito». Así pues, los cristianos no tenemos hoy conocimiento cierto sobre la elección del Papa Francisco, en tanto «los teólogos de la historia más eminentes» dictaminen sobre tan gravísimo asunto.

2. Un grave dilema nos enfrenta a dos posibilidades. «Una la presencia [en el Cónclave] del Espíritu Santo, que no osaríamos negar. Otra la recepción del mismo por parte de los electores, que pudo haber estado parcialmente eclipsada, por los motivos que la misma Escritura advierte». Este «eclipse», de suyo, es posible, ya que «las deliberaciones de los hombres son indecisas y sus resoluciones precarias» (Sab 9,14).
La duda que presenta el Autor no se refiere a la asistencia del Espíritu Santo en el Cónclave, ni tampoco a «la valía moral de quienes se aprontaban a ser movidos por Él, sino [que está] en la incertidumbre sobre la ciencia, la serenidad y la prudencia de este específico Cardenalato para signar a la persona indicada».

3. Es posible que la elección haya sido funesta. No cabe excluir esta posibilidad. «Es imposible omitir o ignorar que el hombre que acaba de llegar a la silla petrina arrastra concretos, abultados y probadísimos antecedentes que lo sindican como un enemigo de la Tradición Católica, un propulsor obsesivo de la herejía judeocristiana, un perseguidor de la ortodoxia y un adherente activo a todas las formas de sincretismo, irenismo y pseudoecumenismo crecidas al calor de la llamada mentalidad conciliar».
Y no debemos ignorar tampoco las adhesiones que su nuevo Pontificado ha suscitado en los guías del Modernismo actual, como Küng y Boff, en las sinagogas judías, en la masonería argentina. «Rabinos, cabalistas y masones están de parabienes». Son indicios muy negros.

4. Es posible, sin embargo, por milagro de Dios, que Bergoglio cambie al ser constituido Papa Francisco: «Como se ha repetido en estos días, el Cardenal Bergoglio ha muerto para dar paso al Vicario de Cristo; si Dios opera el milagro de sacar agua de las piedras y de convertir a Mastai Ferreti en el insigne Pío IX», aún hay esperanza. «Todo esto lo creemos, esperamos y rogamos».
No parece, sin embargo, que el Autor crea probable este cambio. Más bien da a entender que, al menos por ahora, Francisco sigue siendo Bergoglio. Prueba de ello, nos dice, es que cuando llamó por teléfono a su secretaria de Buenos Aires, ella le preguntó azorada cómo tenía que llamarle: «“Llámeme Padre Bergoglio”, fue la respuesta». Y el Autor comenta esta anécdota diciendo: «El primero que debe creer y aceptar que Bergoglio ha muerto para dar lugar al Santo Padre Francisco, es el mismo Cardenal Jorge Mario Bergoglio».

5. No cabe excluir tampoco la posibilidad de que el nuevo Papa sea introductor del Anticristo. «También es católico leer el Libro del Apocalipsis. Y en el capítulo trece se describe a dos fieras, del mar la una, de la tierra la otra, que a su turno, y desde ámbitos distintos aunque complementarios, coadyuvan al triunfo del Anticristo. Contestes están los hermeneutas, y citamos por lo pronto a Straubinger –quien a su vez remite a los Padres– en que esta fiera terrena tiene mucha semejanza con el pastor insensato del que habla Zacarías (Zac.11,15); en que podría tratarse de “un gran impostor que aparece con la mansedumbre de un cordero”; en que no sería otra cosa, al fin, más que un falso profeta al servicio de la Bestia».

6. Las dos posibilidades han de ser consideradas. «No estamos diciendo ni sugiriendo que el Papa Francisco sea la Fierra Terrena que columbró San Juan. Estamos diciendo que tan católico es confiar en que la Divina Providencia puede hacer de un heterodoxo al Papa del Syllabus, como tener en cuenta que, alguna vez, un Falso Profeta puede acarrear a la perdición desde un alto sitial religioso. Y que ese “alguna vez” no puede excluir nuestro presente, sólo porque nos aterre la sola idea de protagonizar el final». El Autor, a los dos días de la elección del Papa Francisco, estima lícito creer en el Papa, pero también nos permite sospechar que el Papa Francisco sea el Falso Profeta, la Fiera Terrena que se apodera de la Santa Sede, la de Pedro, la del Vicario de Cristo.
Esta terrible posibilidad ya había sido anticipada por Mons. Lefebvre, cuando dijo: «Como la Sede de Pedro y los puestos de autoridad de Roma están ocupados por anticristos, le destrucción del Reino de Nuestro Señor avanza aceleradamente» (29-VIII-1987, Ob. Tissier de Mallerais, Marcel Lefebvre, une vie, Clovis 2002, pg. 578). Y hace poco (11-XI-2012), el Ob. Bernard Fellay, Superior General de la FSSPX, volvía a la misma idea: «Las apariciones bellas, magníficas, de Notre-Dame de la Salette, de Nuestra Señora de Fátima, anuncian esta época, dolorosa, terrible. Roma vendrá a ser la sede del Anti-Cristo, Roma perderá la fe… se dice en La Salette. La Iglesia se verá eclipsada. Y no son palabras sin importancia. Dan la impresión de que es lo que ahora se está viviendo».

7. ¿Estamos en sede vacante? El Autor no lo afirma, pero sugiere la posibilidad. Si realmente la Iglesia pasa por ese misterioso «Eclipse» que señala como posible, si la Sede de Pedro ha caído bajo el poder del Anticristo, eso significa que la Cátedra romana está sede vacante, pues un Papa hereje no es verdaderamente el Papa.
El aludido Mons. Lefebvre ya muy pronto puso en duda la verdadera identidad de Pablo VI como Papa: «¿Cómo un sucesor de Pedro ha podido en tan poco tiempo causar más destrozos en la Iglesia que la Revolución del 89?… ¿Tenemos verdaderamente un papa o un intruso sentado en la sede de Pedro?» (8-XI-1979; Tissier 533).

8. Hacerse hoy esta pregunta es un deber de conciencia de cualquier católico responsable. «Tanto se peca contra la mirada sub specie aeternitatis si nos negamos a considerar que la gracia de estado puede hacer prodigios, aún en un hombre contrahecho; como si nos negamos a considerar que la revelación divina contenida en el Apocalipsis es tema que no nos compete aquí y ahora». Así pues, piense el pueblo católico con toda piedad y responsabilidad: ¿Será el Papa Francisco el verdadero Papa, puesto por Dios a través de la decisión del Cónclave, o será «la Fiera Terrena, que columbró San Juan» en el Apocalipsis, aquel Pastor falso que por el mysterium iniquitatis llega a apoderarse de la Sede de Pedro?

9. Los primeros gestos del Papa Francisco son muy alarmantes. Al considerar al Papa Francisco, sigue diciendo el Autor, no sólo hemos de tener en cuenta sus antecedentes bergoglianos, que lo muestran como propulsor de herejías y enemigo de la ortodoxia, sino también las palabras y gestos que en estos dos días (en estos dos días) primeros de su Pontificado confirman las sospechas negativas.

Es cierto que la presentación primera del Papa Francisco parece humilde y sencilla. Pero «no debe confundirse la virtud de la humildad con su parodia». No ayuda la elevación de las almas realizar «ademanes gratos a las tribunas aplaudidoras». «En nada se analogan el abajamiento ascético y el plebeyismo gestual». Por ejemplo, «calzar por humildad zapatos ordinarios de calle, cuando hasta ayer se usaron otros en consonancia con los colores litúrgicos y la dignidad del Divino Peregrino a quien esos pies representan en la tierra, es ofender, o al menos poner en duda, precisamente por contraste, la humildad de quien hasta hace instantes calzó de ese modo». Simplificar el necesario homenaje de Cardenales y fieles en la investidura es también «suprimir el ceremonial tradicional y digno, con sus signos, sus gestos, sus pasos demarcados y significativos, porque dicha supresión no comporta incremento de la humildad sino abolición de los ritos y de los símbolos. La Iglesia no es la limusina ni los uniformes de los guardas suizos. Pero bien ha explicado Guardini la pervivencia del espíritu eclesial en los signos sagrados. Si en nombre de la austeridad quedasen abolidas o relegadas todas aquellas hierofanías que comporta el canto, la museta, la estola o la bendición melismática [cantada en gregoriano], el Papado no habrá ganado en pobreza evangélica.

Se habrá vaciado de mytos […], se habrá inmanentizado y rebajado, para hablar sin metáforas». El Papa desaconsejó a los argentinos viajar a su entronización en la Sede pontificia. Pero «querer viajar a la Ciudad Eterna para postrarse ante el Vicario de Cristo, no es un dolo que deba reprimirse, dando el monto del pasaje a los pobres, sino una virtud llamada magnificencia»; y alude la escena de María ungiendo a Jesús con un costoso perfume, y el comentario de Judas (Jn 12,1-11).

10. Es inevitable una cierta bicefalía en la Iglesia. Éstos y otros gestos igualmente lamentables justifican el dolor y la sospecha que ya tuvo el Autor cuando Benedicto XVI anunció su dimisión: «guste o no guste, la Iglesia, en la práctica, quedará sujeta a una bicefalía. Tanto más si, como está a la vista, el heredero del Cardenal Ratzinger parece querer diferenciarse de él, y de sus predecesores».

11. No faltan, sin embargo, fundamentos para la esperanza. Dice el Autor: «En esa espera tensa nos acompaña una promesa, un pedido y un ejemplo. La promesa es de Nuestro Señor Jesucristo. “Yo rezaré por tí para que no desfallezca tu fe”, le dijo a su primer vicario, y en él a todos sus sucesores […] Recemos recíprocamente para sostenernos en estos tiempos, tal vez apocalípticos, sin el uso hiperbólico sino estricto de la palabra; y elevemos en común la plegaria a la Trinidad Santa para que nos permita discernir […] Si fuera la hora de la luz, que nos dejemos envolver por ella, olvidándonos de las tenebrosidades del pasado. Si en cambio éstas persistieran, que no desertemos de la luz».
Hasta aquí el Autor.



Aceptación católica del Papa Francisco

1. Escritos como éste, a propósito del Nuevo Pontificado, están causando graves daños entre sus lectores. Repito lo que dije en mi anterior artículo glosando el texto de un lefebvriano: con textos como éste se procura «el siniestro objetivo de dificultar al máximo a los fieles católicos tradicionales y a los tradicionalistas la aceptación del nuevo Papa Francisco en fe y confianza, caridad y obediencia». Y aunque sea en contra de la intención de sus Autores, de hecho, «colaboran con el Enemigo, que disfruta destruyendo el amor al Papa y a la Iglesia en el corazón de los fieles».

2. Es inadmisible afirmar que el Cardenal Bergoglio era un promotor de herejías, y que hará falta un milagro para que sea un buen Papa Francisco. Aunque el Autor, en varias ocasiones, afirma su fe en la acción del Espíritu Santo en el Cónclave, difunde públicamente su convicción de que hará falta un milagro para hacer del Papa Francisco un auténtico Sucesor de Pedro, fiel Vicario de Cristo. Y eso es una falsedad intolerable.
Hago notar de paso que los tradicionalistas más extremos han de dar muchas gracias a Dios porque hoy la Iglesia no mantiene algunas sanciones que durante muchos siglos, es decir, tradicionalmente, se aplicaron con frecuencia, como las excomuniones. Si esa tradición concreta hoy se mantuviera, muchos de ellos habrían sido ya fulminantemente excomulgados. Si el que «atenta físicamente» contra el Papa queda automáticamente excomulgado (Código c.1370,1), considérese la sanción que merece quien «atenta espiritualmente» contra él, denigrándolo públicamente y difundiendo su personal convicción de que es un amigo de herejes y un perseguidor de la ortodoxia.

3. La Iglesia no pasa por un eclipse. No hace falta ningún milagro para que el Papa Francisco sea un fiel Vicario de Cristo en la tierra, pues éste es justamente el don de gracia que Simón recibió de Jesús hace unos días para venir a ser Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16,18). Y vinculada a esa promesa de Jesús va esta otra: «Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumaciónde los siglos» (Mt 28,20). Dentro de la economía normal de la gracia está que Cristo, eligiendo a Simón como cabeza del colegio apostólico, lo transforme en Pedro.
Por eso mismo, no se necesita tampoco que el pueblo cristiano haga un discernimiento acerca de la autenticidad del Papa Francisco. Es bastante que lo reciba simplemente con fe y esperanza, con amor y obediencia. Cuando el Autor dice que «será tarea de los teólogos de la historia más eminentes, discernir si el Cónclave» acertó o erró, está afirmando una gran falsedad. Si fuera ésta una exigencia verdadera, tendría que decirnos cuántos años habrá de esperar el pueblo cristiano a que se produzca ese discernimiento «histórico» fidedigno. Y qué debe hacer mientras tanto.

4. La oración de Cristo y de su Iglesia Esposa tiene un poder irresistible. El Papa está «sujeto» a la verdad y al bien por la oración de Cristo y de toda la Iglesia celestial y militante. Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, sentado a la derecha del Padre, «vive siempre para interceder por nosotros» (Heb 7,25), los cristianos, y su intercesión es especialísima en favor del Sucesor de Pedro: «Simón, Simón, Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22,32). Simón, por sí mismo, es impulsivo, carnal, temeroso: no quiere en absoluto la cruz para Cristo, piensa como los hombres, no como Dios, y niega tres veces a Jesús. Es Cristo quien transforma a Simón al elegirle y establecerle como Primado del colegio apostólico. Es su gracia la que cambia a Simón en Pedro, en la Roca sobre la que edificará su Iglesia. El Papa, al ser investido como Vicario de Cristo y Sucesor de Pedro, recibe «una gracia de estado» permanente que, por supuesto, no lo exime de todo error o pecado, ni lo hace infalible en todos y cada uno de sus actos y palabras, pero que sí opera en él cambios muy profundos.

Y con Cristo orante, toda la Iglesia ora por el Papa Francisco: los ángeles y los santos del cielo, las parroquias y capillas de la tierra, los conventos y monasterios, los hogares cristianos. Toda la Iglesia está orando continuamente por el Papa, por el Papa Francisco. Cuando Pedro fue encarcelado, «la Iglesia oraba insistentemente por él» (Hch 12,5). Y ahora, en el año 2013, toda la Iglesia, todos los días, en todas los cientos de miles de Misas, en todo el mundo, ora continuamente «por el Papa Francisco». En la Misa, en la oración de los fieles, al final de Rosario, pide «por el Papa y sus intenciones».
Bien hace el Papa Francisco en decir con frecuencia «rezad por mí». Pero lo haríamos igual sin su ruego. La oración por el Papa y los Obispos está situada en el centro de la Eucaristía y del corazón del pueblo cristiano. Y estamos absolutamente seguros –sin necesidad de hacer discernimiento prudencial alguno– de que el Señor nos escucha y nos concede lo que le pedimos, porque así lo ha prometido: «lo que pidiereis [al Padre] en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13).

5. El Autor considera con gran dureza, haciendo no pocos juicios temerarios, los gestos iniciales del Papa Francisco (9). Pero en cuestiones prudenciales, el Papa puede perfectamente modificar o eliminar tradiciones pontificias con la suprema Autoridad apostólica de que está revestido. Y siempre se han producido esos cambios, en mayor o menor medida, al paso de los siglos. Si miramos, por ejemplo, la evolución de la indumentaria de los Papas en los últimos cien o doscientos años, podríamos comprobar muy numerosos cambios. Entre San Pío X y Pío XII, entre Juan XXIII y Juan Pablo II, entre Benedicto XVI y el Papa Francisco, los ha habido, como todos sabemos, y seguirá habiéndolos sin que por eso se desmorone la Roca de Pedro. Incluso en un mismo Papa, como Benedicto XVI, algunos intentos de cambio –la recuperación del gorro «camauro» o del sombrero «saturno»– no prosperaron, y renunció a ellos. El Papa Francisco tiene, pues, perfectísimo derecho a presentarse por primera vez en la loggia de la Basílica de San Pedro sin muceta y sin estola, para recibir luego ésta, a la hora de bendecir los fieles. Y aunque no se sirva de otras «hierofanías», como dice el Autor, en nada disminuye ante el pueblo católico su excelsa dignidad de Romano Pontífice. Las críticas hechas por el Autor sobre estas cuestiones son crueles y falsas, y sólo sirven para denigrar al Papa Francisco gratuitamente.
Cuando Pío XII, en un momento de la II Guerra Mundial, para detener el peligro inminente en que se veía la Ciudad Eterna, se pone a orar en medio de la muchedumbre con los brazos en cruz y mirando al cielo, no está haciendo ningún gesto teatral, sino expresando su oración al modo que le es más propio. Y el Papa Francisco, realizando entre los fieles algunos gestos que podrían parecer populistas, no está haciendo ejercicios de campechanía para ganar el aplauso del pueblo, sino que está expresando con toda sinceridad su modo de ser. Alvaro d’Ors decía que «cuando el enfático habla con énfasis, está hablando con naturalidad». Ni Pío XII ni el Papa Francisco están haciendo teatro.

6. La dignidad sagrada del Romano Pontífice puede expresarse y se ha expresado históricamente en modos muy diversos. Hace poco precisamente escribía yo en este blog sobre el valor y la necesidad de los signos sagrados (210) y lamentaba grandemente las pésimas consecuencias que trae la secularización del sacerdocio ministerial, también en su apariencia exterior (212). Pero con la misma convicción hay que afirmar la licitud, y la necesidad incluso, de una cierta evolución en la forma concreta de los signos sagrados. La tiara, la silla gestatoria, acompañada de flabelos, la capa magna con una cola de cuatro o cinco metros, sostenida por un caudatario, el besapiés del Papa, y tantos y tantos otros modos y gestos tradicionales en la vida de la Iglesia pueden y deben cambiar o eliminarse en el tiempo histórico oportuno. Interpretar esos cambios como atropellos a la majestad de la liturgia o del Papa es un abuso inadmisible.

En ocasiones, por otra parte, formas relativamente modernas, como las casullas en forma de guitarra, son exigidas por los tradicionalistas como signo de fidelidad a la tradición; cuando lo cierto es que ese estilo de casulla, la que deja los brazos descubiertos, fue desconocida antes del XVI, y es por tanto relativamente moderna. Mucha más tradicional es la casulla antigua y medieval, que cubre al sacerdote completamente como una casita (casula) o una capa (casubla). De modo semejante, las mitras episcopales altisimas, a veces hoy usadas, no son en absoluto tradicionales, aunque algunos las exijan como si lo fueran. Las mitras usadas en la antigüedad y en la Edad Media, según se nos representan en mosaicos, sepulcros, imágenes y capiteles, eran bastante más bajas.

7. El Papa Francisco, como bastantes Papas lo han hecho, puede introducir en cuestiones formales cambios considerables, quitando y poniendo, según la Iglesia y las circunstancias del mundo se lo aconsejen. Asistido por el Espíritu Santo y por toda la Iglesia, permanecerá absolutamente en la doctrina católica de fe y costumbres, e incluso mantendrá también en cuestiones menores una continuidad espiritual con las mejores tradiciones de la Iglesia. Pero los cambios que estime convenientes de ningún modo han de producir la «bicefalía» profetizada por el Autor.
Puede el Papa cambiar el lugar tradicional para el Cónclave, saliéndose de la Capilla Sixtina, si es que llegara a considerarla como una explosión grandiosa del espíritu sensual y neopagano del Renacimiento, y si es que prefiriese para el Cónclave la inmensa majestad de las sobrias Basílicas romanas. Puede el Papa suprimir las Jornadas Mundiales de la Juventud, o puede transformarlas en Continentales, o incluso Nacionales, evitando que cientos de miles de jóvenes tengan que viajar periódicamente a sitios lejanísimos –¡a Australia!–, gastando en ello mucho trabajo, tiempo y dinero. Puede restablecer la muy venerable tradición de los diezmos, para que el pueblo cristiano exprese mejor el amor de la Iglesia a las misiones y a los misioneros, a los templos y a los sacerdotes, a los pobres y a los países pobres. Puede ordenar que se niegue el sacramento del matrimonio a parejas de bautizados no practicantes, para evitar una previsible profanación habitual del vínculo conyugal. Y todas éstas y tantas otras determinaciones posibles, en el caso de que las decidiera, las tomará asistido por la Iglesia, especialmente por el Colegio apostólico de los Obispos y por las propias Congregaciones de la Santa Sede por él constituidas, y con una asistencia especial, aunque no infalible, del Espíritu Santo.

Yo, acerca de la conveniencia o inoportunidad de los ejemplos aludidos, no tengo ni la menor idea. Lo mismo que mis lectores, podré tener ciertas opiniones –y a veces ni eso–, pero careceré de ideas que sean probablemente prudentes. Pero el Romano Pontífice sí tiene esa gracia como Pastor universal de la Iglesia. Nadie, pues, cuando el Papa Francisco realice los cambios que estime prudentes, venga a calificarlos de atropellos a la Tradición o de ofensivos distanciamientos de su predecesores. Y menos lo haga a priori, antes de que inicie su guía pastoral de la Santa Iglesia. «La Primera Sede por nadie puede ser juzgada» (Código c.1404).

8. Recibamos al Papa Francisco como un don de Dios providente. El Obispo brasileño Mons. Fernando Arêas Rifan, en carta a sus sacerdotes, exhorta después del Cónclave con una doctrina que, ésta sí, es verdaderamente tradicional: «Hago mías las palabras de Dom Antonio de Castro Meyer, cuando era Obispo diocesano de Campos, refiriéndose al Beato Juan Pablo II: “Como fieles católicos, en nuestras relaciones con el Papa debemos dejarnos guiar por un vivo espíritu de fe. Y ver siempre en el Papa al Vicario de Cristo en la tierra. Sus palabras, en el ejercicio de su ministerio, deben ser recibidas como palabras del mismo Señor. Por eso debemos al Papa respeto, veneración y dócil obediencia, evitando todo espíritu de crítica destructiva. Es necesario que nuestro proceder refleje la convicción de nuestra fe, que muestra al Papa como Vicario del mismo Jesucristo” (Veritas, abril-maio de 1980)».
En el salmo interleccional de la misa de hoy, sábado de la V semana de Cuaresma, toda la Iglesia, unánimemente, con la absoluta firmeza de la esperanza, hemos confesado una y otra vez:
«El Señor nos guardará como pastor a su rebaño» (Jer 31,10).

José María Iraburu, sacerdote


domingo, 24 de marzo de 2013

Próxima reunión de análisis de Temas Políticos

La segunda reunión del Programa de Difusión de la Doctrina Social de la Iglesia, se realizará el sábado 27 de abril, desde las 10 horas, en nuestra sede de Av. Colón 1067. 
En la oportunidad, se analizarán los dos documentos cuyo textos completos se pueden leer desde aquí, para facilitar el trabajo conjunto de los asistentes:



miércoles, 20 de marzo de 2013

Primera Misa como Pontífice



Queridos hermanos y hermanas

Doy gracias al Señor por poder celebrar esta Santa Misa de comienzo del ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de significado, y es también el onomástico de mi venerado Predecesor: le estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud.
Saludo con afecto a los hermanos Cardenales y Obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos. Agradezco por su presencia a los representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los representantes de la comunidad judía y otras comunidades religiosas.
Dirijo un cordial saludo a los Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático.

Hemos escuchado en el Evangelio que “José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer” (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan Pablo II: “Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo” (Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1).
¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad y total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor.

Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús.
¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio; y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu.

Y José es “custodio” porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas.
En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, salvaguardar la creación.

Pero la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos.
Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón.
Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres.

Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios.
Y cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen “Herodes” que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.

Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos “custodios” de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro.
Pero, para “custodiar”, también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.

Y aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.
Hoy, junto a la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas.

Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar.

En la segunda Lectura, san Pablo habla de Abraham, que “apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza” (Rm 4,18). Apoyado en la esperanza, contra toda esperanza.
También hoy, ante tantos cúmulos de cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza. Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una mirada de ternura y de amor; es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; es llevar el calor de la esperanza.
Y, para el creyente, para nosotros los cristianos, como Abraham, como san José, la esperanza que llevamos tiene el horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, está fundada sobre la roca que es Dios.

Custodiar a Jesús con María, custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres, custodiarnos a nosotros mismos; he aquí un servicio que el Obispo de Roma está llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.
Imploro la intercesión de la Virgen María, de san José, de los Apóstoles san Pedro y san Pablo, de san Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos vosotros os digo: Orad por mí. Amen.

lunes, 18 de marzo de 2013

El Escudo Papal











El Escudo

En los trazos esenciales el Papa Francisco decidió conservar el mismo emblema que mantuvo desde su consagración episcopal, particularmente caracterizado por la sencillez.

El escudo azul aparece coronado por los símbolos de la dignidad pontificia iguales a aquellos elegidos por su predecesor Benedicto XVI, a saber: la mitra colocada al centro y en alto con las llaves entrecruzadas, una representada con el color del oro y la otra con el de la plata, unidas (en la parte baja de la imagen) por un lazo rojo. En alto, aparece el emblema de la orden religiosa de proveniencia del Papa, la Compañía de Jesús: un sol radiante con, al centro y letras rojas, la inscripción IHS, el monograma de Cristo. Sobre la letra H se apoya la cruz, en punta, con los tres clavos en negro colocados a la base.

En la parte inferior se percibe la estrella y la flor de nardo. La estrella, siguiendo la antigua tradición heráldica, simboliza a la Santísima Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia; mientras la flor de nardo evoca la figura de San José, el patrono de la Iglesia universal. En efecto, en la tradición iconográfica hispánica San José aparece representado con un ramo de flor de nardo en la mano. Al colocar en su escudo estas imágenes, el Papa ha querido expresar su propia y particular devoción hacia la Virgen Santísima y San José.

El Lema

El lema del Santo Padre Francisco está tomado de las Homilías de San Beda el Venerable sacerdote (Hom. 21; CCL 122, 149-151), quien, comentando el episodio evangélico de la vocación de San Mateo, escribe “Vidit ergo lesus publicanum et quia miserando atque eligendo vidit, ait illi Sequere me“, que evoca el siguiente pasaje: «Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado ante la mesa de cobro de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano, y lo vio con misericordia y eligiéndolo, (miserando atque eligendo), y le dijo Sígueme, “Sígueme”, que quiere decir: “Imítame”. Le dijo “Sígueme”, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que está siempre en Cristo debe andar de continuo como él y anduvo».

La homilía de San Beda el Venerable, presbítero es un homenaje a la misericordia divina y aparece reproducida en la Liturgia de las Horas en la fiesta de San Mateo que además reviste un significado particular en la vida y en el itinerario espiritual del Papa. En la fiesta de San Mateo del año 1953, el joven Jorge Mario Bergoglio experimentó –a la edad de 17 años- en un modo del todo particular, la presencia amorosa de Dios en su vida. Después y tras una confesión, se sintió tocado en el corazón y advirtió que sobre sí mismo descendía la misericordia de Dios, quien con mirada de tierno amor, lo llamaba a la vida religiosa, siguiendo el ejemplo de San Ignacio de Loyola.

Una vez elegido Obispo, S. E. Mons. Bergoglio, en recuerdo de este particular momento de su vida que lo marcó profundamente desde los inicios de su total consagración a Dios en Su Iglesia, decidió elegir, como lema y programa de vida, la expresión de San Beda “miserando atque eligendo” “Lo miró con misericordia y lo eligió”, que ha querido reproducir también el propio escudo pontificio.

Ecclesia, 18-3-13

Benedicto XVI, lo sagrado y lo santo





Stefano Fontana

La dolorosa decisión de Benedicto XVI de dejar el pontificado fue desde el principio interpretada de muchas maneras. Una de ellas es la versión de-sacralizante: según la cual el papado se estaría convirtiendo en un cargo como todos los demás, laicizado, temporal y con una finalidad funcional. El Papa "uno de nosotros". Nuesto Observatorio ha sido advertido por estas interpretaciones, sin embargo, se han difundido mucho, incluso dentro de la Iglesia, y especialmente en la base, a través de semanarios diocesanos.

En estos días un teólogo ha escrito: "Después de todo el cristianismo ha desacralizado la religión: Jesús haciéndose carne ha cerrado la brecha con los hombres. Para nosotros los cristianos la grandeza es la santidad, no la sacralidad: la sacralidad indica distancia, a diferencia de la santidad”. El gesto del Papa se ha visto, entonces, como el abandono de la sacralidad para pasar a la santidad.

A mi modo de ver en la vida de la Iglesia hay tanto lo santo como lo sagrado. Sin duda, las personas no son sagradas, pero si acaso santas. Cada fiel está llamado no a sacralizarse a sí mismo sino a santificarse. Pero esto no quiere decir que no existe también lo sagrado, como depósito objetivo de la gracia a que recurrir para ser santos. La Sagrada Escritura es sagrada. Los sacramentos son sagrados. La Eucaristía es sagrada. El Sagrario y la iglesia como lugar, son sagrados. María es sin duda Santísima, pero también es sagrada porque es Sagrario viviente. La Iglesia es santa pero también sagrada en cuanto Misterio. El sacerdote puede ser más o menos santo, pero es sin duda sagrado, como sagrada es la consagración que él hace en el altar. Nuestro cuerpo tiene su sacralidad porque es templo del espíritu Santo. El Papa y los obispos pueden ser más o menos santos como fieles, pero también son sagrados, como sucesores de Pedro y de los apóstoles.

Cristo ha desacralizado la religión pagana, en cuanto se ha opuesto a la sacralización del mito y ha enseñado a adorar al Padre “en espíritu y verdad”. Él se ha hecho carne, pero no se ha reducido a la carne. Se ha hecho uno de nosotros, pero no se ha reducido a uno de nosotros. Se ha presentado a sí mismo como el Templo y ha dicho que puede ser adorado también fuera de los lugares destinados para ello. Sin embargo, sigue dejándose encontrar en la sacralidad de la Gracia divina y en todas las ocasiones sagradas en que la Iglesia lo celebra y lo anuncia.

Hablar de santidad cortando los puentes con lo sagrado, o incluso presentar la santidad como lo anti-sagrado, como el abandono de lo sagrado, es una posición que tiene, en mi opinión, muchos errores. Significa entregarse a la secularización, que es a menudo una de-sacralización y no por ello conduce a alguna santificación.

Regresando a Benedicto XVI, él ha querido continuar viviendo en el “recinto de San Pedro”, considerándolo evidentemente un lugar sagrado. Ha dicho, utilizando una imagen evangélica, que quiere retirarse “al monte”, que bíblicamente es el lugar sagrado por excelencia. Ha dicho que permanecerá unido a la Iglesia en la sacralidad de la oración. No se ha convertido en "uno de nosotros”, no ha dejado su vestimenta blanca y no se ha retirado a la vida privada. No es más el Papa, pero tampoco se ha jubilado. Después de esta dimisión, el Papa no se convierte en un empleado del Estado Vaticano, santo, quizá, pero no más sagrado.

¿El papado es fuerte porque es humano, como titulaba algún periódico? No, gracias. El papado es fuerte porque es divino.

 vanthuanobservatory.org, 18-3-13


Stefano Fontana

sábado, 16 de marzo de 2013

Lo que va de Jorge a Francisco




Bruno Moreno Ramos

Ayer, hablando del nombramiento del nuevo Papa, se planteó un tema en los comentarios que me pareció especialmente interesante: si es posible o no predecir cómo será un Papa a partir de su actuación anterior. En este caso y a diferencia de Benedicto XVI, al tratarse de un Papa venido de uno de los “extremos” del mundo, resulta en gran medida desconocido para casi todos, excepto para los de su propio país, que pueden pensar que ya saben todo lo que hay que saber sobre él.

A este respecto, un comentarista, Luis, decía: “Como la muerte, el papado no hace mejores ni peores a las personas, que dependen de la gracia santificante para ello". Aunque hay parte de verdad en esta afirmación, yo creo que deberíamos matizarla mucho. A grandes rasgos, se me ocurren siete grandes cambios que se producen en general cuando un cardenal es elegido Papa y que pueden suponer una amplia brecha entre ambos (brecha que será mayor o menor según las personas, claro). Algunos son sobrenaturales, pero otros son meramente humanos:


- La gracia de estado. Dios da una gracia especial para cada misión en la Iglesia, que se puede aceptar o rechazar. La gracia de estado para un papa es muy especial, por la gran relevancia y la gran dificultad que tiene su misión y conlleva una iluminación específica del Espíritu Santo. Esta gracia es nueva para el elegido y no es posible prever sus efectos.

- Las gracias gratis datae garantizadas por Dios. Es decir, en el caso del Papa, la infalibilidad en las condiciones correspondientes, su autoridad sobre toda la Iglesia, el carisma de ser vínculo de caridad, etc. La fe nos dice que estas gracias están garantizadas por Dios y no pueden faltar. Aunque las gracias gratis datae se dan en favor de otros (como sucede con el poder de perdonar los pecados en un sacerdote, por ejemplo), el contacto con esas gracias es una gran ayuda para el sujeto, a poca sensibilidad cristiana que tenga, ya que percibe de primera mano cómo Cristo perdona, se ofrece al Padre, enseña la Verdad infaliblemente, etc. a través de él.

- Las oraciones de toda la Iglesia. El papa es probablemente la persona por la que más se reza del mundo. En todas las misas, en los rosarios, día y noche siempre hay miles de personas rezando por él… Subestimar la fuerza de esa oración constante de todos los miembros de la Iglesia es pensar como hombres sin fe.

- La “gracia” natural de un nuevo comienzo. A menudo sucede que, desde el punto de vista meramente humano, una nueva etapa en la vida, una nueva ocupación, un nuevo cargo constituyen una oportunidad favorable de renovación existencial. Esto, que nos sucede a todos, a fortiori tiene que pasarle al Papa cuando es elegido.

- La conciencia evidente de las graves consecuencias que tienen los propios actos. El Papa no puede ignorar que sus decisiones afectan a todos los católicos y a toda la humanidad. Hasta los signos litúrgicos le recuerdan que tiene la autoridad suprema en la Iglesia y no puede trasladar los problemas a una instancia superior. En una persona buena y sinceramente cristiana, como han sido todos los papas de los últimos siglos, eso supone una clara conciencia de la grandísima responsabilidad que tienen sus actos.

- La oportunidad de contar con los mejores consejeros de la Tierra. Un cardenal tiene que trabajar con el clero de su diócesis, a lo sumo unos cientos de sacerdotes. El Papa, en cambio, puede elegir sus colaboradores entre los mil millones de católicos que hay en la tierra. Puede traer junto a sí al confesor más santo de la Iglesia, elegir cardenales a los mejores obispos y teólogos del mundo, nombrar como responsables de las diversas Congregaciones vaticanas a las personas más preparadas. Es decir, puede contar y a menudo cuenta con los mejores consejeros de la Tierra.

- El escrutinio de toda la Iglesia y del mundo entero. Pocas personas habrá en la Tierra cuyos actos sean más examinados y criticados que el Papa. Para la gran mayoría de las personas, exceptuando quizá a los santos y a los locos, el hecho de saber que sus acciones serán medidas, criticadas y evaluadas por todo el mundo influye bastante.

Todos estos factores, y otros que podrían añadirse, hacen que piense que es bastante arriesgado prejuzgar a un Papa por su historia anterior. Yo personalmente no me atrevería a hacerlo. Sin duda, habrá muchos puntos de continuidad, pero las diferencias pueden también ser muy grandes.

En este sentido, me permito aconsejar a los lectores que consigan y lean la obra de teatro Becket o el Honor de Dios, del gran dramaturgo francés Jean Anouilh. Es una obra magistral, tanto desde el punto de vista literario como desde el punto de vista de la fe.

Se centra, precisamente, en el gran cambio que se produce en Tomás Becket. Siendo un amigo fiel del rey, que le apoya en todo, Becket es nombrado Arzobispo de Canterbury por decisión del propio rey… y ya nada es igual. El celo por el Honor de Dios transforma a Becket y le lleva a enfrentarse al rey hasta la muerte, literalmente.

Y, en cualquier caso, recemos todos por nuestro Papa Francisco, caballero del Honor de Dios.

Infocatolica, 16-3-13