lunes, 20 de abril de 2020

Ratzinger, un hombre incomprendido



Hernán Olano Bogotá

El Nuevo Siglo, Abril 17, 2020

El Papa emérito cumplió ayer 93 años de edad. Sin duda el rasgo distintivo de su Pontificado y su gran legado es la fe, la que calificó como el elemento más idóneo para la inteligencia.
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Juan XXIII decía lo siguiente: “a menudo me pasa que despierto en la noche y empiezo a pensar sobre un problema serio y decidido que tengo que contárselo al Papa, después me despierto del todo y me acuerdo que soy el Papa”. Eso realmente fue lo que le pasó a Benedicto XVI, quien tuvo la gran responsabilidad de continuar con el legado de Karol Wojtyla desde el momento en el que fue nombrado Pontífice, a los 68 años, cuando algunos creían que la probabilidad de que el suyo fuese un corto ejercicio de transición a la cabeza de los mil doscientos millones de católicos romanos de todo el mundo y, en verdad lo fue, porque utilizando en latín para dar la noticia, renunció al trono de Pedro en el año 2013.

El Papa Ratzinger, incuestionablemente antes de ser pontífice, era el funcionario más poderoso de la Iglesia católica romana. Algunos estaban acostumbrados a verlo como el lobo malo de la inquisición, técnicamente vinculado ese apodo a su cargo como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pero sorprendentemente obtuvo el primado de la Iglesia el 19 de abril de 2005, con 95 de los 115 votos de los cardenales presentes en el cónclave. Su primer discurso en la plaza de San Pedro hizo referencia al Gran Papa Juan Pablo II, El Magno, y a los cardenales que lo habían elegido como un simple y humilde obrero de la viña del Señor. En sólo unos minutos el mundo quedó obsesionado con la historia del callado hombre de letras alemán que se había convertido en Papa, un hombre del cual poco se sabe de su cariño por los gatos, por el piano y por la cerveza bávara; incluso, en la famosa Taberna Bávara de Roma, dónde he tenido la oportunidad de ocupar la mesa que siempre le tenían reservada, se encuentran las cartas en la pared en las cuales el Papa agradece a los mesoneros por el menú típico alemán, que aún este jueves, día en su cumpleaños, sigue pidiendo a domicilio a ese pequeño restaurante, donde se dan cita cardenales, obispos y laicos, para degustar el menú casero favorito de este hombre sencillo, que llegaba a trabajar mínimo 12 horas seguidas sin comer o dictarle a su secretario 20 páginas sin un solo error.

Sin embargo, lo más revelador en su período pontificio fueron sus declaraciones, que eran una llamada a una nueva era de evangelización católica, una era que debía ponernos constantemente en acción y volvernos inquietos para llevar a aquellos que sufren y aquellos que dudan, la alegría de Cristo, lo cual lo llevó precisamente a escribir esa Magna historia de Jesús de Nazaret, que en tres tomos fue alabada por el propio premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa, quién siendo gnóstico, reconoce en la obra de Ratzinger las mejores letras de los escritores cristianos desde Santo Tomás de Aquino.

Ratzinger ha sido considerado también como el Mozart de la teología, porque como él mismo lo dijo, la música de Mozart no es un simple divertimento, sino que encierra todo el drama de ser hombre, dentro de lo cual se marca claramente su lucha contra la dictadura del relativismo que no reconoce nada como cierto y que tiene como meta más alta el propio ego y los propios deseos. Ha sido algo de destacar esa lucha, porque en su pontificado, bien lo dijo, tanto el Papa como los sacerdotes y los fieles, deben vincularse con obediencia a la palabra de Dios, siendo el pontífice el garante de la obediencia hacia Cristo y su Palabra. No obstante que también se refirió a otras creencias para promover contactos y entendimientos con representantes de diferentes comunidades eclesiásticas, los cuales también buscan la respuesta a las preguntas fundamentales de la vida y todavía no la encuentran. Benedicto XVI hizo que el catolicismo fuese la fuente de un compromiso abierto y sincero y no escatimó esfuerzos ni dedicación para continuar el diálogo promisorio con civilizaciones diversas, atendiendo los encuentros multicelulares y pluricelulares os que su predecesor había iniciado en Asís.

Aunque el Papa en algún momento fue criticado por un comentario inapropiado acerca del profeta Mahoma, reconocía en el mundo islámico el reproche que le hace el occidente de tradición cristiana por la decadencia moral y la manipulación de la vida humana.



Al seminario a los 12 años

Su vida al catolicismo da inicio cuando fue bautizado en la parroquia de San Osvaldo, donde recibió el nombre de José Aloísio, e hizo parte de una sencilla familia de la región de Baviera el enclave católico alemán. Desde los 12 años, Ratzinger ingresó al seminario y fue obligado a pertenecer a la juventud hitleriana cuando la incorporación era obligatoria, prestando servicios en la unidad antiaérea y siendo desertor poco antes de la culminación de la Segunda Guerra Mundial, no obstante que estuvo preso en un campo norteamericano de prisioneros de guerra para salir en 1946 a estudiar filosofía y teología en la Universidad de Munich, Escuela Superior de Freising, siendo ordenado sacerdote el 29 de junio de 1951, cuando entró a prestar servicios como asistente de pastor en la parroquia de la Preciosa Sangre, poco antes de recibir el doctorado en teología y convertirse en profesor de fundamentos de teología y dogma en las universidades de Bonn, Freising, Munster y Tubingen.

Fruto de su labor Pastoral de aquellos años fue la conferencia titulada “Los nuevos paganos y la Iglesia” en 1959, donde pidió a las personas tener más responsabilidad de la propia existencia como creyentes y superar la incredulidad cómo fuerte estímulo para alcanzar una fe más plena. Pasó a ser el teólogo consejero del arzobispo de Colonia y, en 1969 profesor y vicepresidente de la Universidad de Regensburg, alternando el oficio académico con su participación en las sesiones del Concilio Vaticano II. El papa Pablo VI lo nombró en 1977 arzobispo de Munich y Frisinga, siendo ascendido a cardenal un mes más tarde y participando así en los cónclaves de elección de Juan Pablo I y Juan Pablo II y el suyo propio.



Ni un día sin oración

Sus homilías de la mano de Cristo, siendo cardenal y sus documentos pontificios, son muy importantes, por cuanto siempre ha afirmado que debemos tener la certeza de que para el bien de las personas y las familias para el buen funcionamiento de los asuntos ordinarios y para la salud interior de cada uno de nosotros, es esencial que no haya un día sin oración; que al empezar nuestras mañanas abramos nuestras puertas para dejar entrar a Dios y, que jamás nos despidamos de la jornada sin que le hayamos dedicado nuevamente nuestro tiempo. Si lo hacemos, sabremos quién es Dios, percibiremos su presencia e iremos aprendiendo a ser mejores unos con otros, sin envidia y sin diferencias, que lejos de unificar, lo que hacen es separar. Su crítica al comunismo calificado por Ratzinger como la Internacional de las revueltas y del odio, estaba centrada en que esa ideología únicamente lleva a estados de anarquía, de corazones de piedra y no de corazones de sangre como la había profetizado Ezequiel. El Papa lo había significado en su homilía en la iglesia de los santos Cirilo y Carlos de Roma en 1996, con ocasión de la fiesta de Santa Cecilia, cuando como músico expresó que “los hombres necesitamos cantar ante el Señor”.

Papa Benedicto XVI
Igualmente, en la fiesta de San Corbiniano en 1977, su homilía en la catedral de Frisinga cobra actualidad en este momento de pandemia mundial, cuando muchas personas se encuentran estimuladas por la ola de espiritualidad asiática e hinduista y Ratzinger decía que era hora de saber redescubrir el tesoro tradicional de la visión interior cristiana, que es lo que nos mantiene en la vida, irradia hacia el exterior y modifica el mundo con su fuerza. Esto tiene estrecha relación con sus charlas radiofónicas de 1969, cuando expresaba que el sacerdote que sólo sea un funcionario social puede ser reemplazado por psicoterapeutas y hasta charlatanes, así que es necesario que los pastores católicos deben ponerse a hacer actuar a las personas que van contra corriente, es decir, los católicos que se dejan llevar por el ateísmo práctico.

Hoy en día vemos que, ante la ausencia física de fieles en las iglesias y el retorno hacia la iglesia doméstica que es el hogar de cada cristiano, cobra vigencia su frase que “la religión vuelve a ser una iglesia de los pequeños, porque los seres humanos, a veces solitarios y en un mundo plenamente planificado, experimentarán en su absoluta y horrible pobreza humana, el poder de la oración de la pequeña comunidad de los creyentes que florece y se hace visible a los seres humanos, “como la patria que les da la vida y la esperanza más allá de la muerte”.

Para Ratzinger, el cristianismo sigue afirmando que es una religión con Cristo al centro y camino verdad y vida, unida a la fe, que para él es la forma de permanecer el hombre en toda la realidad y el alimento más idóneo para la inteligencia, e igualmente reconoció que la fe no es una ocupación para el tiempo libre y que la iglesia no es un club junto al cual existen otros parecidos.

Conocido antes del pontificado también como Il Cardinale coraggioso, expresaba que para renovar la Iglesia, lo que hace falta son Santos y que a Dios se le encuentra y se le trata en la liturgia, en la oración y en la escritura. Por eso, su lema episcopal y pontificio fueron dos palabras de la tercera epístola de San Juan “colaborador de la verdad”, lo que le permitía estar en la espontánea sintonía de la religión, donde el amor y la razón se aúnan como auténticos pilares de lo real, donde “la verdadera razón es el amor y el amor es la verdadera razón”.

Precisamente, Benedicto XVI, en sus discursos, entre otros, el recordado de Ratisbona, hizo un llamado a la colaboración y diálogo entre fe y razón, expresando que sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana.

afp
Para este pensador bávaro, también llamado “el teólogo de Ratisbona”, el mapa de sus ideas y la brújula que nos adentra en la verdad, la bondad y la belleza sobre Dios, es la lógica cristiana del amor, para aprender de nuevo la esperanza de la Iglesia en el mundo en una sociedad pluralista como la parábola que muestra al hombre sin alma y a la sociedad sin espíritu, en medio de un secularismo relativista y del individualismo que nos afecta.

Muchas deudas de agradecimiento se tienen con Benedicto XVI, como haber sido igualmente quién pidió estar más pendientes de la arquitectura que de la decoración y por eso, fue el autor del nuevo Catecismo de la Iglesia católica y del compendio de la doctrina social de la Iglesia. Pero como cada quién contribuye a su vida y a su clima mural para bien o para mal, cómo lo dijo en la fiesta la Inmaculada de 2009, Benedicto XVI no ha sido ajeno a los críticas , por los casos de pederastia encubiertos durante su pontificado y el que le precedió, así también por el escándalo de los Vatileaks I y II, cuando fue traicionado por su propio mayordomo, quién robó de su escritorio importantes papeles, que incluso se dice fueron filtrados por el propio cardenal Paolo Bertoni, su nefasto Secretario de Estado.

En pocas palabras

Haciendo finalmente un resumen de su pontificado y de su vida, sus tres grandes maestros fueron Agustín, Buenaventura y Tomás de Aquino y, entre los teólogos modernos lo influyó John Henry Newman, ese anglicano, luego católico, canonizado en 2019, que defendió la razón y la conciencia.

Los principios que rigen el pensamiento de Ratzinger son Cristo, la liturgia, la escritura, la Iglesia y María y, sus pilares: la persona, el amor, la verdad, la belleza y la esperanza. Sus dos núcleos concéntricos: Cristo y la Iglesia; sus cuatro pilares ontológicos y teológicos: amor, verdad, belleza y esperanza y, sus cuatro actitudes: razón, corazón, creación y adoración.

Entre sus obras más importantes están “Verdad y tolerancia en la eucaristía”; “El corazón de vida”; “Escatología, muerte y vida eterna”; “Construir el templo de Dios”; “Aproximación a la cristología”; “Llamado a la comunión”, etcétera y sus encíclicas Deus cáritas est de 2005, Spe salvi de 2007, Caritas in veritate de 2009 y, Lumen fidei de 2013.





Su legado como rasgo distintivo de su pontificado fue el año de la Fe. Ratzinger fue conocido también como un Papa entre una era antigua y una era nueva, a quién lo que menos le gustaba era la parte política de su ministerio pontificio. Él mismo dijo que no le dejó contento no poder tener siempre fuerza para llevar a cabo la catequesis, entre otras, parte de la motivación de su renuncia y, lamentó no haber tenido una voz vigorosa, acallada por oscuras fuerzas en el Vaticano, porque le hubiera gustado profundizar más sobre la revelación la escritura, la tradición y la teología como ciencia; por eso fue un Papa teólogo y profesor, aunque él quisiera ser conocido como un Papa pastor, manifestando que el gobierno práctico no fue lo suyo y expresando ser alguien que todos los días aprende algo nuevo y que quiere como epitafio en su lápida, únicamente tener su nombre y debajo “cooperador de la verdad”.

Dos libros de preguntas y respuestas produjo con el periodista Peter Seewald, el primero de ellos “Dios y el mundo” en el año 2005 y, el segundo libro “Últimas conversaciones” en el año 2016, donde expresó que “creer, no es otra cosa que en la noche del mundo tocar la mano de Dios y así, en el silencio, escuchar la palabra y ver el amor”. Allí mismo, a la pregunta ¿qué le pediría al todopoderoso al estar frente a Él? Contestó: “que sea indulgente con mi insignificancia”.

*Vicerrector Universidad La Gran Colombia

jueves, 9 de abril de 2020

El lavatorio de los pies



por Joseph Ratzinger

INFOVATICANA | 09 abril, 2020

Les ofrecemos una meditación de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, sobre el ‘lavatorio delos pies’, que se conmemora hoy en la liturgia del Jueves Santo. El texto fue publicado en el libro El camino pascual (BAC, 1990) y en internet por Mercaba.


En esta meditación quisiera interpretar un aspecto de la visión del misterio pascual que hallamos en el Evangelio de Juan. Muchos exegetas actuales se hallan de acuerdo en que el Evangelio de Juan se divide en dos partes:
a) un libro de los signos: c.2-12;
b) un libro de la gloria: c.13-21.

En esta distribución, sin duda, se acentúa con fuerza el misterio de los tres días, el misterio pascual. Los signos anuncian e interpretan anticipadamente la realidad de estos días, cuyo contenido principal se indica con la palabra «gloria».

1. En esta estructura, el capítulo 13 tiene una importancia particular. La primera parte del mismo expone, a través del gesto simbólico del lavatorio de los pies, el significado de la vida y de la muerte de Jesús. En esta visión desaparece la frontera entre la vida y la muerte del Señor, las cuales se presentan como un acto único, en el que Jesús, el Hijo, lava los pies sucios del hombre. El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el trabajo más humilde, el más bajo quehacer del mundo, a fin de hacernos dignos de sentarnos a la mesa, de abrirnos a la comunicación entre nosotros y con Dios, para habituarnos al culto, a la familiaridad con Dios.

El lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye el sentido de la vida entera de Jesús: el levantarse de la mesa, el despojarse de las vestiduras de gloria, el inclinarse hacia nosotros en el misterio del perdón, el servicio de la vida y de la muerte humanas. La vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la otra; únicamente en la muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el verdadero contenido de su vida. Vida y muerte se hacen transparentes y revelan el acto de amor que llega hasta el extremo, un amor infinito, que es el único lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio capaz de prepararle para la comunión con Dios, es decir, capaz de hacerle libre. El contenido del relato del lavatorio de los pies puede, por tanto, resumirse del modo siguiente:  compenetrarse, incluso por el camino del sufrimiento, con el acto divino-humano del amor, que por su misma esencia es purificación, es decir, liberación del hombre. Esta visión que nos ofrece San Juan contiene, además, algunos aspectos complementarios:

a) Si las cosas son así, la única condición de la salvación es el «sí» al amor de Dios, que se hace posible en Jesús. Esta afirmación no expresa en modo alguno una idea de apokatástasis general, que caería en el error de hacer de Dios una especie de mago y que destruiría la responsabilidad y la dignidad del hombre. El hombre es capaz de rechazar el amor liberador; el Evangelio nos muestra dos tipos de un rechazo semejante. El primero es el de Judas. Judas representa al hombre que no quiere ser amado, al hombre que piensa sólo en poseer, que vive únicamente para las cosas materiales. Por esta razón, San Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3,5), y Jesús nos enseña que no es posible servir a dos señores. El servicio de Dios y el de las riquezas se excluyen entre sí; el camello no pasa por el hondón de la aguja (Mc 10,25).

b) Pero hay otro tipo de rechazo de Dios; además del rechazo del materialista, se da también el del hombre religioso, representado aquí por Pedro. Existe el peligro que San Pablo llamó «judaísmo» y que es duramente criticado en las cartas paulinas; consiste este peligro en que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no quiera aceptar que también él tiene necesidad del perdón, que también sus pies están sucios. El peligro que corre el devoto consiste en pensar que no tiene necesidad alguna de la bondad de Dios, en no aceptar la gracia; es el riesgo a que se halla expuesto el hijo mayor en la parábola del hijo pródigo, el riesgo de los obreros de la primera hora (Mt 20,1-16), el peligro de aquellos que murmuran y sienten envidia porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser cristiano significa dejarse lavar los pies o, en otras palabras, creer.

2. Vemos así que, a través de la escena del lavatorio de los pies, el evangelista interpreta no sólo la cristología y la soteriología, sino también la antropología cristiana. Para ilustrar esta afirmación quisiera esbozar ahora tres puntos.
a) Además de la vida y de la muerte de Jesús, esta visión comprende también los sacramentos del bautismo y de la penitencia, que nos sumergen en las aguas del amor de Jesús: la vida y la muerte de Jesús, el bautismo y la penitencia, constituyen juntamente el lavatorio divino, que nos abre el camino de la libertad y nos permite acceder a la mesa de la vida.
b) En esta escena se interpreta también el contenido espiritual del bautismo: el «sí» constante al amor, la fe como acto central de la vida del espíritu.
c) De estos dos puntos se desprende una eclesiología y una ética cristianas. Aceptar el lavatorio de los pies significa tomar parte en la acción del Señor, compartirla nosotros mismos, dejarnos identificar con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros» (13,14). Estas palabras no son una simple aplicación moral del hecho dogmático, sino que pertenecen al centro cristológico mismo. El amor se recibe únicamente amando.

Según el Evangelio de Juan, el amor fraterno se halla entrañado en el amor trinitario. Este es el «mandato nuevo, no en el sentido de un mandamiento exterior, sino como estructura íntima de la esencia cristiana. En este contexto, no carece de interés poner de relieve que San Juan no habla nunca de un amor universal entre todos los hombres, sino únicamente del amor que ha de vivirse en el interior de la comunidad de los hermanos, es decir, de los bautizados. Jn/A-H: No faltan teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y hablan de una limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida de universalidad. Es cierto que existe aquí un peligro y que se hace necesario acudir a textos complementarios, como la parábola del samaritano y la del juicio final. A-H/C: Pero, entendido en el contexto de todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una verdad muy importante: el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el mundo si no hunde sus raíces en comunidades concretas, construidas sobre el amor fraterno. La civilización del amor sólo se construye partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar por lo concreto y singular para llegar a lo universal. La construcción de espacios de fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de San Juan o de San Benito. Con la fundación de la fraternidad de los monjes, San Benito se nos revela como el verdadero arquitecto de la Europa cristiana; él fue quien construyó los modelos de la nueva ciudad, inspirados en la fraternidad de la fe.

Volviendo al Evangelio, podemos afirmar que el relato del lavatorio de los pies tiene un contenido muy concreto: la estructura sacramental implica la estructura eclesial, la estructura de la fraternidad. Esta estructura significa que los cristianos han de estar siempre dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y que únicamente de este modo podrán realizar la revolución cristiana y construir la nueva ciudad.

3. Quisiera añadir a esta meditación dos exégesis de San Agustín a propósito del lavatorio de los pies; con estas interpretaciones, el Obispo de Hipona explica la tensión de su vida entre contemplación y servicio cotidiano.

a) En una primera consideración, san Agustín reflexiona sobre estas palabras del Señor: “Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio» (/Jn/13/10). El Santo se pregunta qué quiere decir: si uno se ha bañado, es decir, bautizado, todo él está limpio; ¿por qué y en qué sentido tiene necesidad de lavarse los pies? ¿Qué puede significar este lavatorio de los pies, siempre necesario después de haberse bañado, después del bautismo? Así responde el Santo Doctor: sin duda, el bautismo nos ha limpiado enteramente, incluso los pies.

 Estamos «limpios»; pero, mientras vivimos aquí abajo, nuestros pies pisan la tierra de este mundo. «Pues los mismos afectos humanos, sin los cuales no hay vida en esta nuestra condición mortal, son como los pies, con los cuales entramos en contacto con las realidades humanas; y estas realidades nos alcanzan de tal manera, que si dijéramos que estamos libres de pecado nos engañaríamos a nosotros mismos» (AUGUSTINUS, Tract. in Johan, LVI 4; C. Chr. XXXVI 468). Pero el Señor está en presencia de Dios y, en virtud de su intercesión, nos lava los pies día tras día en el momento en que nuestros labios pronuncian la oración: perdona nuestras deudas. Todos los días, cuando rezamos el Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una toalla y nos lava los pies.

b) San Agustín reflexiona inmediatamente después sobre otro texto de la Escritura, tomado del Cantar de los Cantares, en el que encuentra unos versículos -a primera vista enigmáticos, según él- sobre el tema del lavatorio de los pies. En el capítulo 5 del Cantar hallamos la siguiente escena: la esposa se encuentra en el lecho y duerme, pero su corazón vela. De pronto, un rumor la despierta; el amado llama: «¡Abreme, hermana mía!» La esposa se resiste: «Ya me he quitado la túnica. ¿Cómo volver a vestirme? Ya me he lavado los pies. ¿Cómo volver a ensuciarlos?»

Aquí comienza la reflexión del Santo Doctor. El amado que llama a la puerta de la esposa es Cristo, el Señor. La esposa es la Iglesia, son las almas que aman al Señor. Pero -dice San Agustín- ¿cómo pueden ensuciarse los pies si salen al encuentro del Señor, si van a abrirle la puerta? ¿Cómo podría ensuciarnos los pies el camino que conduce a Cristo, el camino que lava nuestros pies? Ante semejante paradoja, San Agustín descubre algo decisivo para su vida de pastor, para resolver el dilema entre su deseo de oración, de silencio, de intimidad con Dios y las exigencias del trabajo administrativo, de las reuniones, de la vida pastoral. El obispo dice: la esposa que se resiste a abrir son los contemplativos que buscan el retiro perfecto, se apartan por completo del mundo y quieren vivir exclusivamente para la belleza de la verdad y de la fe, dejando que el mundo siga su camino. Pero llega Cristo, resuenan sus pasos, despierta al alma, llama a la puerta y dice: «Tu vives entregada a la contemplación, pero me cierras la puerta. Tú buscas la felicidad para unos pocos, mientras fuera crece la iniquidad y el amor de la multitud se enfría…»  Llama, pues, el Señor para sacar de su reposo a los santos ociosos y grita: «Aperi mihi, aperi mihi et praedica me!» A decir verdad, cuando abrimos las puertas, cuando acudimos al trabajo apostólico, nos ensuciamos inevitablemente los pies. Pero los ensuciamos por la causa de Cristo, porque aguarda fuera la multitud y no hay otro modo de llegar a ella que metiéndonos en la inmundicia del mundo, en medio de la cual se encuentra (Ibid. LVII. 2-6 p.  470ss)

Así interpreta San Agustín su propia situación. Después de la conversión quiso fundar un monasterio, abandonar definitivamente el mundo y vivir con sus amigos dedicado por entero a la verdad, a la contemplación. Pero en el 391, cuando fue ordenado sacerdote en contra de sus deseos el Señor vino a desbaratar este reposo, llamó a su puerta y desde entonces no había día que no llamara; no le dejaba en paz: «¡Abreme y predica mi Nombre». Agustín llegaría a comprender que esta llamada que escuchaba a diario era realmente la voz de Jesús, que Jesús le impulsaba a ponerse en contacto con las miserias de la gente (por aquel tiempo, el Santo Obispo hacía también las funciones de Khadi, de juez civil) y que, por paradójico que esto pudiera resultar, era precisamente así como caminaba hacia Jesús, como se acercaba al Señor. «¡Abreme y predica mi Nombre!» Ante la generosa respuesta de San Agustín sobra todo comentario: 
«Y he aquí que me levanto y abro. ¡Oh, Cristo, lava nuestros pies: perdona nuestras deudas, porque nuestro amor no se ha extinguido, porque también nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te predicamos, pisamos la tierra para abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos si somos reprendidos, y si alabados, nos hinchamos de orgullo. Lava nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han ensuciado al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta (Ibid. LVII, 6, p.472).


Joseph Ratzinger

EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990. Págs. 114-120
Publicado por Mercaba.org.