miércoles, 27 de febrero de 2013

Audiencia


  



Texto íntegro de la última audiencia general de Benedicto XVI en castellano

Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, distinguidas autoridades, queridos hermanos y hermanas:

Os doy las gracias por haber acudido en tan gran número a esta mi última Audiencia general.

¡Gracias de corazón! ¡Estoy realmente emocionado! ¡Y veo a la iglesia viva! Y pienso que tenemos también que dar gracias al Creador por el buen tiempo que nos da ahora, pese a ser aún invierno.

Al igual que el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, yo también siento en mi corazón el deber, por encima de todo, de dar gracias a Dios, que guía y hace crecer a su Iglesia, que siembra su Palabra y de esta forma alimenta la fe entre su pueblo. En este instante, mi ánimo se dilata y abraza a toda la Iglesia diseminada por el mundo; y doy gracias a Dios por las «noticias» que durante estos años de ministerio petrino he podido recibir acerca de la fe en el Señor Jesucristo, de la caridad que circula realmente por el cuerpo de la Iglesia y la hace vivir en el amor, y de la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la vida en plenitud, hacia la patria celestial.

Siento que llevo a todos en mi oración, en un presente que es el de Dios,  y en el que recojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Todo y a todos recojo en la oración para encomendarlos al Señor, para que consigamos un conocimiento perfecto de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual y para que nuestra conducta sea digna del Señor y de su amor y fructifique en toda obra buena (cf. Col 1, 9-10).

En este momento hay en mí una gran confianza, porque sé y sabemos todos que la palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El Evangelio purifica y renueva, fructifica en todo lugar en el que  la comunidad de los creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y en la caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.

Cuando, el 19 de abril de hace casi ocho años, acepté asumir el ministerio petrino, tuve la firme certeza que siempre me ha acompañado: la certeza de la vida de la Iglesia que procede de la Palabra de Dios. Como ya he contado en más de una ocasión, las palabras que en aquel instante resonaron en mi corazón fueron: «Señor, ¿por qué me pides esto, y qué es lo que me pides? Es un gran peso el que colocas sobre mis hombros, pero si tú me lo pides, por tu palabra, echaré las redes, seguro de que tú me guiarás, a pesar de todas mis debilidades». Y ocho años después puedo decir que el Señor me ha guiado, que ha estado a mi lado y que he podido percibir diariamente su presencia. Ha sido un tramo del camino de la Iglesia que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles; me he sentido como San Pedro con los Apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa ligera, días en los que la pesca ha sido abundante; pero también ha habido momentos en los que las aguas estaban agitadas,  el viento era contrario —como a lo largo de toda la historia de la Iglesia— y el Señor parecía dormir. Pero siempre he sabido que en esa barca está el Señor, y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino suya. Y el Señor no permite que se hunda: es él quien la conduce, ciertamente también por medio de los hombres que ha escogido, porque así lo ha querido. Esta ha sido y es una certeza que nada puede empañar. Y por eso hoy mi corazón rebosa de gratitud a Dios porque nunca ha dejado que falten ni a toda la Iglesia ni a mí su consuelo, su luz y su amor.

Nos encontramos en el Año de la Fe, que he querido celebrar para reforzar precisamente nuestra fe en Dios en un contexto que parece relegarlo cada vez más a un segundo plano. Quisiera invitar a todos a renovar  nuestra confianza firme en el Señor, a  encomendarnos como niños a los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten caminar cada día, a pesar del cansancio. Quisiera que cada uno se sintiera amado por ese Dios que entregó a su Hijo por nosotros y que nos mostró su amor ilimitado. Quisiera que cada uno sintiera la alegría de ser cristiano. En una bonita oración que se reza cada mañana se dice: «Te adoro, Dios mío, y te amo de todo corazón. Te doy gracias de haberme creado, hecho cristiano…». Sí: estamos contentos por el don de la fe; ¡es el don más precioso, que nadie puede arrebatarnos! Demos gracias por ello al Señor cada día, con la oración y con una vida cristiana coherente. ¡Dios nos ama, pero espera que también nosotros lo amemos!

Pero no es solo a Dios a quien quiero dar las gracias en este momento. Un papa no está solo al timón de la barca de Pedro, aunque es su primer responsable. Nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino: el Señor ha puesto a mi lado a muchas personas que, con generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y han estado cerca de mí. Ante todo, vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría, vuestros consejos, vuestra amistad, han sido preciosos para mí; mis colaboradores, empezando por mi Secretario de Estado, que me ha acompañado con fidelidad durante  estos años; la Secretaría de Estado y toda la Curia Romana, así como cuantos, en sus diferentes sectores, prestan su servicio a la Santa Sede. Se trata de muchos rostros que no salen a la luz, que permanecen en la sombra, pero que precisamente en el silencio, con su dedicación diaria, con su espíritu de fe y humildad, han sido para mí un apoyo seguro y fiable. ¡Un saludo especial a la Iglesia de Roma, a mi diócesis! No puedo olvidar a mis hermanos en el episcopado y en el presbiterado, a las personas consagradas y a todo el Pueblo de Dios: en las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he percibido gran atención y profundo afecto; pero yo también he querido a todos y a cada uno, sin distinciones, con esa caridad pastoral que es el corazón de todo pastor, sobre todo del Obispo de Roma, del Sucesor del apóstol Pedro. Cada día he llevado a cada uno de vosotros en mi oración, con corazón de padre.

Después, quisiera que mi saludo y mi agradecimiento alcanzaran a todos: el corazón de un papa abarca el mundo entero. Y quisiera expresar mi gratitud al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, que representa a la gran familia de las naciones. Pienso también en cuantos trabajan con vistas a una buena comunicación, y les doy las gracias por su importante servicio.

Quisiera ahora dar las gracias de todo corazón también a todas las numerosas personas del mundo entero que durante estas últimas semanas me han enviado señales conmovedoras de atención, de amistad y de oración. Sí: el Papa nunca está solo; ahora lo experimento de nuevo, de una manera tan poderosa, que me llega al corazón. El Papa pertenece a todos, y muchísimas personas se sienten muy cercanas a él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo: de jefes de Estado, de líderes religiosos, de representantes del mundo de la cultura, etcétera; pero recibo también muchísimas cartas de personas sencillas que me escriben simplemente, de corazón, y me transmiten su afecto, que nace de su unión con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe, por ejemplo, a un príncipe o a un grande al que no se conoce; me escriben como hermanos y hermanas o como hijos e hijas, con el sentido propio de un vínculo familiar muy afectuoso. Aquí se puede palpar lo que es la Iglesia: no una organización, una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que a todos nos une. Experimentar la Iglesia de esta manera y poder casi palpar la fuerza de su verdad y de su amor es motivo de alegría en un tiempo en el que tantos hablan de su declive. ¡Bien se ve, en cambio, hasta qué punto la Iglesia está viva hoy!

Durante estos últimos meses he notado que mis fuerzas habían disminuido, y le he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me iluminara con su luz para que pudiera tomar la decisión más correcta no por mi bien, sino por el bien de la Iglesia. He dado este paso plenamente consciente de su gravedad y también de su novedad, pero con profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tomar decisiones difíciles, trabajosas, teniendo siempre presente el bien de la Iglesia, y no a uno mismo.

Permitidme aquí que vuelva una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de mi decisión ha consistido también en el hecho que desde aquel momento me encontraba comprometido siempre y para siempre por el Señor. Siempre: quien asume el ministerio petrino no tiene ya ninguna privacidad; pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia. A su vida se le quita totalmente, por así decirlo, su dimensión privada. He podido experimentar –y lo experimento precisamente ahora– que uno recibe la vida justo cuando la da. Antes he dicho que muchas personas que aman al Señor aman también al Sucesor de San Pedro y le están muy afeccionadas; que el Papa tiene realmente hermanos y hermanas, hijos e hijas en todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de vuestra comunión, porque no se pertenece ya a sí mismo, sino que pertenece a todos, y todos pertenecen a él.

El «siempre» es también un «para siempre»: no hay ya vuelta a lo privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca eso. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco de manera nueva cerca del Señor crucificado. No ejerzo ya la potestad del cargo para el gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco —valga la expresión— dentro del recinto de San Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como papa, me servirá de gran ejemplo en esto. Él nos  mostró el camino de una vida que, ya sea activa o pasiva, pertenece totalmente a la obra de Dios.

Doy las gracias a todos y a cada uno también por el respeto y la comprensión con que habéis acogido tan importante decisión. Yo seguiré acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con la misma dedicación al Señor y a su Esposa que he intentado vivir hasta ahora cada día y que quisiera vivir siempre. Os ruego que me recordéis ante el Señor y, sobre todo, que recéis por los cardenales, llamados a un cometido de tanta importancia, y por el nuevo Sucesor del apóstol Pedro: que el Señor lo acompañe con la luz y la fuerza de su Espíritu.

Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; a ella nos encomendamos con profunda confianza.

Queridos amigos: Dios guía a su Iglesia y la sostiene siempre, también y sobre todo en los momentos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que es la única visión auténtica del camino de la Iglesia y del mundo. Que en nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, haya    siempre la gozosa certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, está cercano y nos envuelve con su amor.

¡Gracias!

Ecclesia, 27-2-13

lunes, 25 de febrero de 2013

Motu Proprio




EL PAPA DEJA A LOS CARDENALES LA FACULTAD DE ANTICIPAR EL CONCLAVE


Publicamos a continuación una traducción no oficial, de la Carta Apostólica en forma de Motu Proprio del Santo Padre Benedicto XVI sobre algunas modíficaciones relativas a la elección del Romano Pontífice fechada el 22 de febrero

“Con la Carta apostólica “De aliquibus mutationibus in normis de electione Romani Pontefici”, dada como Motu Proprio en Roma el 11 de junio de 2007 en el tercer año de mi pontificado, he establecido algunas normas que, abrogando las prescritas en el número 75 de la Constitución apostólica “Universi Dominici gregis” promulgadas el 22 de febrero de 1996 por mi predecesor el beato Juan Pablo II, restablecían la norma sancionada por la tradición, según la cual para la elección válida del Romano Pontífice se requiere siempre la mayoría de dos tercios de los votos de los cardenales presentes.

Considerada la importancia de asegurar el mejor funcionamiento de cuanto atañe, si bien con relieve diverso, a la elección del Romano Pontífice, en particular una interpretación y actuación mas cierta de algunas disposiciones, establezco y prescribo que algunas normas de la Constitución apostólica “Universi Dominici gregis” y cuanto yo mismo dispuse en la Carta apostólica más arriba mencionada se sustituyan con las normas que siguen:

35. Ningún Cardenal elector podrá ser excluido de la elección, activa o pasiva, por ningún motivo o pretexto, quedando en pie lo establecido en los números 40 y 75 de esta Constitución.

37.Establezco, además, que desde el momento en que la Sede Apostólica esté legítimamente vacante los Cardenales electores presentes esperen durante quince días completos a los ausentes; dejo además al Colegio de los Cardenales la facultad de anticipar el comienzo del Cónclave si consta la presencia de todos los cardenales electores, como la facultad de retrasar, si hubiera motivos graves, el comienzo de la elección algunos días.. Pero pasados al máximo veinte días desde el inicio de la Sede vacante, todos los Cardenales electores presentes están obligados a proceder a la elección.

43. Desde el momento en que se ha dispuesto el comienzo del proceso de la elección hasta el anuncio público de que se ha realizado la elección del Sumo Pontífice o, de todos modos, hasta cuando así lo ordene el nuevo Pontífice, los locales de la Domus Sanctae Marthae, como también y de modo especial la Capilla Sixtina y las zonas destinadas a las celebraciones litúrgicas, deben estar cerrados a las personas no autorizadas, bajo la autoridad del Cardenal Camarlengo y con la colaboración externa del Vice Camarlengo y del Sustituto de la Secretaría de Estado, según lo establecido en los números siguientes.

Todo el territorio de la Ciudad del Vaticano y también la actividad ordinaria de las Oficinas que tienen su sede dentro de su ámbito deben regularse, en dicho período, de modo que se asegure la reserva y el libre desarrollo de todas las actividades en relación con la elección del Sumo Pontífice. De modo particular se deberá cuidar, también con la ayuda de los Prelados Clérigos de Cámara, que nadie se acerque a los Cardenales electores durante el traslado desde la Domus Sanctae Marthae al Palacio Apostólico Vaticano.

46.,Párrafo 1.-Para satisfacer las necesidades personales y de la oficina relacionadas con el desarrollo de la elección, deberán estar disponibles y, por tanto, alojados convenientemente dentro de los límites a los que se refiere el n. 43 de la presente Constitución, el Secretario del Colegio Cardenalicio, que actúa de Secretario de la asamblea electiva; el Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias con ocho Ceremonieros y dos religiosos adscritos a la Sacristía Pontificia; un eclesiástico elegido por el Cardenal Decano, o por el Cardenal que haga sus veces, para que lo asista en su cargo.

47. Todas las personas señaladas en el num. 46 y en el num. .55, párrafo 2 de la presente Constitución que por cualquier motivo o en cualquier momento fueran informadas por quien sea sobre algo directa o indirectamente relativo a los actos propios de la elección y, de modo particular, de lo referente a los escrutinios realizados en la elección misma, están obligadas a estricto secreto con cualquier persona ajena al Colegio de los Cardenales electores; por ello, antes del comienzo del proceso de la elección, deberán prestar juramento según las modalidades y la fórmula indicada en el número siguiente.

48. Las personas señaladas en el num.46 y en el num. 55, párrafo 2 de la presente Constitución, debidamente advertidas sobre el significado y sobre el alcance del juramento que han de prestar antes del comienzo del proceso de la elección, deberán pronunciar y subscribir a su debido tiempo, ante el Cardenal Camarlengo u otro Cardenal delegado por éste, en presencia de dos Protonotarios apostólicos de Número Participantes, el juramento según la fórmula siguiente:

Yo N. N. prometo y juro observar el secreto absoluto con quien no forme parte del Colegio de los Cardenales electores, y esto perpetuamente, a menos que no reciba especiales facultades dadas expresamente por el nuevo Pontífice elegido o por sus Sucesores, acerca de todo lo que atañe directa o indirectamente a las votaciones y a los escrutinios para la elección del Sumo Pontífice.

Prometo igualmente y juro que me abstendré de hacer uso de cualquier instrumento de grabación, audición o visión de cuanto, durante el período de la elección, se desarrolla dentro del ámbito de la Ciudad del Vaticano, y particularmente de lo que directa o indirectamente de algún modo tiene que ver con las operaciones relacionadas con la elección misma.

Declaro emitir este juramento consciente de que una infracción del mismo comportaría para mí la pena de la excomunión “latae sententiae” reservada a la Sede Apostólica.

Así Dios me ayude y estos Santos Evangelios que toco con mi mano.

49. Celebradas las exequias del difunto Pontífice, según los ritos prescritos, y preparado lo necesario para el desarrollo regular de la elección, el día establecido, según lo previsto en el n. 37 de la presente Constitución, no más allá del vigésimo- los Cardenales electores se reunirán en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, o donde la oportunidad y las necesidades de tiempo y de lugar aconsejen, para participar en una solemne celebración eucarística con la Misa votiva “Pro eligendo Papa” (19) Esto deberá realizarse a ser posible en una hora adecuada de la mañana, de modo que en la tarde pueda tener lugar lo prescrito en los números siguientes de la presente Constitución.

50. Desde la Capilla Paulina del Palacio Apostólico, donde se habrán reunido en una hora conveniente de la tarde, los Cardenales electores en hábito coral irán en solemne procesión, invocando con el canto del Veni Creator la asistencia del Espíritu Santo, a la Capilla Sixtina del Palacio Apostólico, lugar y sede del desarrollo de la elección. Participan en la procesión el Vice Camarlengo, el Auditor General de la Cámara Apostólica y dos miembros de cada uno de los Colegios de Protonotarios Apostólicos de Número Participantes, de los Prelados Auditores de la Rota Romana y de los Prelados Clérigos de Cámara.

51. Párrafo 2.- Por tanto, el Colegio Cardenalicio, que actúa bajo la autoridad y la responsabilidad del Camarlengo, ayudado por la Congregación particular de la que se habla en el num.. 7 de la presente Constitución cuidará de que, dentro de dicha Capilla y de los locales adyacentes, todo esté previamente dispuesto, incluso con la ayuda desde el exterior del Vice Camarlengo y del Sustituto de la Secretaría de Estado, de modo que se preserve la normal elección y el carácter reservado de la misma.

55.-Párrafo 3.- Si se cometiese y descubriese una infracción a esta norma, sepan los autores que estarán sujetos a la pena de excomunión “latae sententiae” reservada a la Sede Apostólica.

62. Abolidos los modos de elección llamados per acclamationem seu inspirationem y per compromissum, la forma de elección del Romano Pontífice será de ahora en adelante únicamente per scrutinium.

Establezco, por lo tanto, que para la elección válida del Romano Pontífice se requieren los dos tercios de los votos, calculados sobre la totalidad de los electores presentes y votantes

64. El procedimiento del escrutinio se desarrolla en tres fases, la primera de las cuales, que se puede llamar pre-escrutinio, comprende: 1) la preparación y distribución de las papeletas por parte de los Ceremonieros, llamados al Aula junto con el Secretario del Colegio de Cardenales y con el Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias- quienes entregan por lo menos dos o tres a cada Cardenal elector; 2) la extracción por sorteo, entre todos los Cardenales electores, de tres Escrutadores, de tres encargados de recoger los votos de los enfermos, llamados Infirmarii, y de tres Revisores; este sorteo es realizado públicamente por el último Cardenal Diácono, el cual extrae seguidamente los nueve nombres de quienes deberán desarrollar tales funciones; 3) si en la extracción de los Escrutadores, de los Infirmarii y de los Revisores, salieran los nombres de Cardenales electores que, por enfermedad u otro motivo, están impedidos de llevar a cabo estas funciones, en su lugar se extraerán los nombres de otros no impedidos. Los tres primeros extraídos actuarán de Escrutadores, los tres segundos de Infirmarii y los otros tres de Revisores.

70. Párrafo 2.- Los Escrutadores hacen la suma de todos los votos que cada uno ha obtenido, y si ninguno ha alcanzado al menos los dos tercios de los votos en aquella votación, el Papa no ha sido elegido; en cambio, si resulta que alguno ha obtenido al menos los dos tercios, se tiene por canónicamente válida la elección del Romano Pontífice.

75. Si se realizaran en vano los escrutinios que se indican en los números 72, 73 y 74 de la indicada Constitución, téngase un día dedicado a la oración, la reflexión y el diálogo; en las siguientes votaciones, observado el orden establecido en el número 74 de dicha Constitución, solamente tendrán voz pasiva los dos nombres que en el escrutinio precedente hayan obtenido la mayoría de los sufragios, sin apartarse de la norma de que también en estas votaciones para la validez de la elección se requiere la mayoría cualificada de al menos dos tercios de los sufragios de los Cardenales presentes y votantes. En estas votaciones los dos nombres que tienen voz pasiva carecen de voz activa.

87. Realizada la elección canónicamente, el último de los Cardenales Diáconos llama al aula de la elección al Secretario del Colegio de los Cardenales, al Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias y a dos Ceremonieros; después, el Cardenal Decano, o el primero de los Cardenales por orden y antigüedad, en nombre de todo el Colegio de los electores, pide el consentimiento del elegido con las siguientes palabras: ¿Aceptas tu elección canónica para Sumo Pontífice? Y, una vez recibido el consentimiento, le pregunta: ¿Cómo quieres ser llamado? Entonces el Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, actuando como notario y teniendo como testigos a dos Ceremonieros, levanta acta de la aceptación del nuevo Pontífice y del nombre que ha tomado”.

Este documento entrará en vigor inmediatamente después de su publicación en “L'Osservatore Romano”.

Esto decido y establezco, no obstante cualquier disposición contraria.

Dado en Roma, al lado de San Pedro, el día 22 de febrero, en el año 2013, octavo de mi pontificado.

Ciudad del Vaticano, 25 febrero 2013 (VIS).-

sábado, 23 de febrero de 2013

Presiones y maledicencias ante el Cónclave




Alerta de Lombardi 


   Ecclesia, 23-2-13




“Tiempo penitencial” es el título del comentario editorial del padre Federico Lombardi, portavoz de la Santa Sede, en el que alerta de presiones, maledicencias, desinformaciones y hasta calumnias en el contexto de la Sede Vacante y ante la elección del nuevo Papa

 El camino de la Iglesia en estas últimas semanas del Pontificado del Papa Benedicto, hasta la elección del nuevo Papa a través de la “Sede vacante” y del Cónclave, es muy laborioso, dada la novedad de la situación. No tenemos – y nos alegra – que  entristecernos por la muerte de un Papa amado, pero no nos ha sido ahorrada otra prueba: aquella del multiplicarse de las presiones y de las consideraciones ajenas al espíritu con el que la Iglesia quisiera vivir este tiempo de espera y de preparación.

De hecho no falta quien busca aprovecharse del momento de sorpresa y desorientación de los espíritus débiles para sembrar confusión y echar descrédito a la Iglesia y sobre su gobierno, recurriendo a instrumentos antiguos – como la maledicencia, la desinformación, a veces la misma calumnia – o ejerciendo presiones inaceptables para condicionar el ejercicio del deber de voto por parte de uno u otro miembro del Colegio de cardenales, considerado no agradable por una razón u otra.

En la mayor parte de los casos quien se coloca como juez, emitiendo graves juicios morales, no tiene en verdad autoridad alguna para hacerlo. Quien ante todo tiene en mente dinero, sexo y poder, y está acostumbrado a interpretar en estos términos las diversas realidades, no es capaz de ver otra cosa ni siquiera en la Iglesia, porque su mirada no sabe dirigirse hacia lo alto o descender en profundidad para captar las dimensiones y las motivaciones espirituales de la existencia.

De todo esto resulta una descripción profundamente injusta de la Iglesia y de tantos de sus hombres.

Pero todo aquello no cambiará la actitud de los creyentes, no mellará la fe y la esperanza con la que miran al Señor que ha prometido acompañar a su Iglesia. Queremos, según cuanto indica la tradición y la ley de la Iglesia, que este sea un tiempo de reflexión sincera sobre las expectativas espirituales del mundo y sobre la fidelidad de la Iglesia al Evangelio, de oración por la asistencia del Espíritu, de cercanía al Colegio de cardenales que se apresta al arduo servicio de discernimiento y de elección que le es pedido y que es principalmente para lo que existe.

En esto nos acompaña ante todo el ejemplo y la rectitud espiritual del Papa Benedicto, que ha querido dedicar a la oración del inicio de Cuaresma este último tramo de su Pontificado. Un camino penitencial de conversión hacia el gozo de Pascua. Así lo estamos viviendo y lo viviremos: conversión y esperanza.

jueves, 21 de febrero de 2013

Declaración




Una oportunidad perdida. Recomencemos el 26 de febrero



en vista a las elecciones políticas italianas del 24 y 25 de febrero de 2013



+ S.E. Mons. Giampaolo Crepaldi

Presidente Osservatorio Internazionale Cardinale Van Thuân


Ante el compromiso cívico, moral e incluso religioso de participar en la votación electoral de las próximas elecciones del 24 y 25 de febrero de 2013, muchos católicos tienen sentimientos de confusión y desaliento. Como nunca antes, en estas elecciones el elector católico, consciente de lo que está en juego y con el deseo de aplicar las enseñanzas de la Iglesia, se encuentra perdido ante un escenario político que no le satisface, y en el que los principios fundamentales en los que él cree pueden perderse. El desaliento es un sentimiento humano que en ciertas situaciones es comprensible, pero que debe ser superado por la fe, la esperanza y la caridad cristianas. Queremos hacer aquí algunas observaciones y tomar nota de las razones profundas de este malestar, y así encontrar una forma de recomenzar desde el 26 de febrero próximo.

Con el inicio del gobierno provisional encabezado por Mario Monti, en noviembre de 2011 pudo comenzar objetivamente un periodo de asentamiento político. Fue un buen momento para comenzar un trabajo de esclarecimiento doctrinal y de reorganización práctica en el mundo católico, con el fin de hacer frente a la siguiente elección de fin de legislatura con una visión práctica y no desorientada.

La urgencia de este camino se hizo evidente por dos grandes dinámicas. Por un lado, la agudización de la crisis financiera y económica, que dio origen al gobierno de Monti y la inusual práctica institucional que lo había constituido, lo que requería de parte de la cultura católica la convicción en la Doctrina Social de la Iglesia como un esfuerzo original de reflexión. Por otro lado, la clara percepción, apoyada en importantes pronunciamientos del Magisterio, que el origen de la crisis es antropológico, y se hacía necesario insistir en la centralidad de los principios no negociables. A nivel cultural fue una ocasión muy oportuna para conseguir una propuesta cultural orgánica centrada en los principios no negociables, y demostrar también su capacidad de iluminar aspectos de política económica y social necesarios para hacer frente al grave peligro de la recesión y el desempleo.

Esto, desafortunadamente, no se ha realizado, y esta carencia es la fuente de la confusión y la decepción de muchos católicos.

Tenemos que preguntarnos si faltó la guía del Magisterio y el pensamiento necesario, si han faltado oportunidades o si ha faltado la voluntad. Hay que reconocer que en ocasiones no se han presentado las orientaciones magisteriales. Las oportunidades se han desperdiciado en tácticas limitadas.

Con la convocatoria de Todi 1 (17 octubre 2011) se inició, tal vez no de la mejor manera, pero se inició un proceso de reflexión, que luego siguió Todi 2 (21-22 de octubre de 2012) y, finalmente, terminó lamentablemente con la cancelación del planeado Todi 3. Las ocasiones, como se puede ver, sí se han producido.

En cuanto al Magisterio, además del gran patrimonio del más reciente magisterio pontificio, en este difícil periodo no han faltado las orientaciones precisas del Cardenal Bagnasco, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana. Sólo para Todi 1 pronunció un discurso formidable que, incluso él solo, podría haber sido la base de inicio para un camino común de esclarecimiento ante las elecciones del final de la legislatura. Entre otras cosas, el cardenal Bagnasco dijo que el bien común no es una gran cantidad de valores y principios sin un orden intrínseco. Hay unos que son de primordial importancia, y que sirven para dar luz a todos los demás por su carácter medular. Estos principios son los llamados "principios no negociables". Debemos reconocer que este importante discurso del cardenal no se ha tomado como punto de partida y de referencia para el trabajo posterior y las mismas conclusiones de Todi 1 se centraron en los problemas políticos del momento, sobre todo en la transición hacia el nuevo gobierno provisional. Un trabajo más profundo se realizó en Todi 2 el cual está expresado en la declaración "Una buena política para regresar al crecimiento" que tuvo adhesiones importantes. 

Pero en Todi 2 el panorama se vio comprometido debido a que ya eran evidentes los resultados de límites que emergieron con mayor fuerza a medida que la situación política se reducía a las elecciones. Los llamados principios no negociables no fueron considerados como "principios", sino como "valores" y se colocaron luego en una cesta al mismo nivel que los demás valores políticos. De esta manera, ellos perdieron su capacidad de iluminar todo el proyecto político y, sobre todo, perdieron su valor de discriminar y señalar al compromiso político que podría llamarse católico y al que no, se redujeron a valores que podrían estar o no estar allí y que podrían combinarse o intercambiarse con otros valores. No estando claro el marco teórico, las tensiones políticas se hicieron más ásperas, e incluso el panorama de adhesiones a la propuesta de Todi comenzó a quebrarse ante la proximidad de Todi 3.

Las orientaciones magisteriales no han faltado en esta etapa que va desde el juramento del gobierno de Monti hasta el fin de la legislatura, incluso en la más reciente fase preelectoral se ha demostrado el alto valor del discurso del cardenal Bagnasco al Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal Italiana del 28 de enero 2013. Aquí el Cardenal no sólo reitera la doctrina de los principios no negociables, sino que también ofrece una articulación ético-política muy útil para aclarar la urgencia del momento. Sin embargo, la lectura de este discurso no puede dejar de hacer notar su distanciamiento con la práctica concreta de muchos políticos católicos que estuvieron alineados políticamente de manera muy diferente a las orientaciones del cardenal Bagnasco.

Hemos visto una amplia gama de comportamientos sorprendentes: quien fue candidato en un partido que contenía en su programa planteamientos que sin duda atentaban contra la ley moral natural y la propia salvaguarda de la identidad de la persona; quien ha utilizado los encuentros de Todi para forjarse una posición política personal; quién de inmediato ha abandonado los principios no negociables tan pronto ha visto la posibilidad de unirse a un grupo donde estaban presentes también fuerzas laicas o laicistas con las que era necesario aliarse; quién ha iniciado una lucha contra otros católicos presentes en su propio partido; quién ha utilizado la pertenencia a movimientos eclesiales para lanzarse a la política dentro de agrupaciones que habrían llevado adelante propuestas contrarias a la inspiración original del movimiento eclesial. Esto ha ocasionado un panorama confuso y decepcionante.

En el plano teórico hubo quien dijo que los principios no negociables son importantes pero no urgentes, quien dijo que no deberían estar presentes en un programa de gobierno, pero deben ser abordados en el Parlamento, quien negó que exista una "doctrina" de los principios no negociables, quien ha puesto en duda que exista una lista detallada de estos principios, quien pasó a llamarlos "valores", quién ha añadido, a los enumerados por Benedicto XVI, otros de su propio cuño, quien ha sostenido que estos principios limitan la autonomía de los laicos en la política y entonces serían incluso contrarios al Vaticano II, quién ha dicho que no respetan la laicidad de la política, quien ha dicho que no existen principios no negociables porque el anuncio cristiano ha de hacerse siempre dentro de un contexto, quien ha dicho que a lo sumo éstos sirven para una convergencia de los católicos en el Parlamento pero no son significativos para la elección de la afiliación a un partido; y así sucesivamente.

También repercutieron sobre esta situación, los habituales grandes temas teológicos que dividen desde hace tiempo al mundo católico, aunque el magisterio pontificio ya los ha explicado, pero cuyas aclaraciones enfrentan dificultades para penetrar en el cuerpo eclesial a causa de una sorda oposición. Los instrumentos de información católica, como por ejemplo el Settimanali diocesani, a menudo han dado voz a todas las posiciones, pero otros se han abstenido de esta tarea y se han limitado a subrayar el deber del voto o ha pedir "diálogo, cordialidad y sobriedad" y de este modo han reforzado la desorientación de los fieles.

En estos últimos meses numerosos Estados se han dirigido decididamente por el camino de leyes trágicamente lesivas a la dignidad de la persona, del matrimonio y la familia. El reconocimiento jurídico del "matrimonio homosexual" es un hecho perjudicial porque abre la posibilidad de tener hijos, no sólo mediante la adopción, sino sobre todo mediante la inseminación artificial. Aquellos que aprovecharán estas leyes serán una minoría pero el cambio cultural será arrollador: se corre el riesgo de perder el sentido de la paternidad y la maternidad y de considerar a los hijos como un hecho técnico que abre el camino a formas de violencia sin precedentes. Pues bien, mientras esta avalancha abrumadora golpea la naturaleza humana, los católicos italianos están divididos en tácticas de pequeño cabotaje, han dejado de lado las orientaciones del magisterio, no han sabido identificar la verdadera emergencia y han ideado los sofismas más sutiles.

Existe la posibilidad real de que en el próximo Parlamento los católicos sean pocos y divididos, y que haga falta un núcleo, aunque sea pequeño, que pueda ser el punto de referencia reconocible para la defensa de los principios relacionados con la naturaleza humana. También existe la posibilidad real de que en pocos meses, en la próxima legislatura, sean aprobadas a bombardeo leyes que traigan a Italia la devastada situación de Inglaterra o de Francia: que el límite de los tres embriones previsto por la Ley 40 se rompa, que sea posible divorciarse con un mail; que la píldora abortiva RU486 se ponga en manos de las niñas como si fueran aspirinas; que un niño pueda tener 6 padres, que sea posible la maternidad de alquiler, que el juez decida confiar un bebé a dos homosexuales, y así sucesivamente.

Ante este panorama probable, qué difícil es no hablar de las graves deficiencias de los católicos italianos en esta última etapa de la vida política italiana.

Esta fase que debía ser de asentamiento en la política y debía favorecer la convergencia de los católicos fue desperdiciada. La desorientación y la decepción expresan la percepción generalizada de haber perdido esta oportunidad. No queda más que pensar en el 26 de febrero, el día después de las elecciones. Será preciso volver a comenzar a trabajar en un sentido muy distinto. Para ello será útil el análisis de este último período, para que así pueda surgir del 26 de febrero algo realmente nuevo. Nuestro Observatorio está dispuesto a colaborar con quien quiera unirse a nosotros en este esfuerzo.


Osservatorio Internazionale Cardinale Van Thuân, 21-2-13

martes, 19 de febrero de 2013

Análisis de Messori



Messori señala luces y sombras de la Iglesia y sugiere un programa al nuevo Papa: confirmar en la fe.

Vittorio Messori 
/ Corriere della Sera 

Dicen que no fue en Sicilia, sino en Torbole, en el Lago di Garda, donde a Goethe le surgieron del alma los famosos versos: «¿Conoces la tierra donde florecen los limones (...) donde un viento suave sopla del cielo azul?».

La mañana del lunes 11 de febrero, pensaba un poco irónicamente en Goethe —y en algún talibán del «calentamiento global»—, mirando por la ventana de mi estudio, en la milenaria abadía benedictina, cómo la nieve descendía por los olivos, los cipreses, los laureles. No era aquel un día como los demás —ni para la Iglesia entera, menos aún para mí—: la liturgia recordaba la primera aparición de la Virgen Inmaculada, en Lourdes, a una pequeña y miserable analfabeta, hija de un molinero fracasado que había estado también en prisión. El Dios del Evangelio visita con gusto a los pobres, los ignorantes, los despreciados. Saboreaba el día que tenía por delante, libre de cualquier trabajo externo, y gozaba con la perspectiva de la soledad, también envuelta por el silencio del manto de nieve ya alto. De hecho, contaba con continuar —curiosamente— la redacción de un segundo libro de Lourdes, después del de Bernadette publicado hace pocos meses. ¿Qué día podía ser más propicio que un 11 de febrero?

Parecía una bravuconada...
A mi lado suena el teléfono móvil, el único vínculo con el mundo que había admitido en la abadía. Era mi mujer, desconcertada: «¡En la televisión aparece un titular, dice que el Papa ha anunciado su dimisión!». Lo confieso: al principio pensé en una bravuconada de hackers que habían entrado en las frecuencias televisivas. No era el único que dudaba: en aquellos mismos momentos, en los cinco continentes, a 117 cardenales, incluidos los más cercanos a Benedicto XVI, les costaba trabajo creer que tendrían que participar en un cónclave en poco tiempo.

Un móvil que no para de sonar
Terminé la llamada, pidiéndole obviamente que me informara en caso de una poco probable confirmación. Pero no tuve necesidad de ello: el móvil comenzó a sonar y no cesó durante un par de días y de noches; cuando llegué a casa (con trabajo, la nieve continuaba cayendo), al sonido incesante del móvil se añadió el constante timbre de la línea fija y el ordenador comenzó a descargar sin pausa mensajes del mundo entero que pedían entrevistas, intervenciones y artículos al cronista del que era bien conocida su cercanía a Joseph Ratzinger y el conocimiento concorde a su pensamiento.

¿Por qué contar esto? ¿Por qué esta concesión al testimonio personal? Pues porque yo mismo fui sorprendido por el inmediato, arrollador y planetario tsunami mediático provocado por unas pocas palabras leídas en latín por sorpresa, en voz baja, como si fueran rutinarias, por un viejo, rodeado de otros viejos, en una sala vaticana aún más vieja e inaccesible. Un ciclón que llegó instantáneamente a todos; incluso a mí, aislado entre la nieve en un rincón de la provincia, desbaratando toda mi programación del día.

Un interés por la Iglesia
Haciendo clic en el elenco de «favoritos», en las páginas web de los periódicos más importantes del mundo, constataba la extraordinaria importancia que se había dado al Pope resigning from his charge (El Papa renuncia a su cargo, N. de la T.) expresado en cada idioma. En casos como éste, es donde se manifesta una singular paradoja: a la disminución progresiva, que lleva ocurriendo décadas, del número de practicantes católicos (al menos en Occidente) y de la influencia social, moral y política de la Iglesia romana, parece corresponder un aumento del interés por ella, por sus vicisitudes, por su Pontífice.

Nadie renuncia a tener un vaticanista
Al mismo tiempo que los medios de comunicación internacionales, también los nuevos periódicos nacidos en Internet no renuncian a tener un «vaticanista» o, al menos, algún experto no de cuestiones religiosas, sino específicamente católicas. ¿Habrían tenido el éxito que conocemos las novelillas de Dan Brown o de sus infinitos imitadores si no tuvieran como fondo la Iglesia, precisamente la que tiene su centro en El Vaticano? Una Iglesia, por añadidura, no como residuo arqueológico, como pintoresco set histórico, del tipo de la abadía de Umberto Ecco, sino viva, presente, intrigante. Quizá embrollona o incluso asesina: pero, también por ello, peligrosa porque es todavía potente.

La imagen, aunque a menudo deformada, de la Catholica et Apostolica fascina o inquieta al imaginario de la humanidad. Y su Jefe, con vestidura blanca, es la única autoridad moral escuchada siempre y en todo lugar: para aceptar o para rechazar, para amar o para detestar.

¿Debacle católica?
Y aún así, en realidad suena sarcástico el adjetivo «catolicísima», unido durante siglos a España, a Irlanda, a Austria; y, dentro de poco tiempo, quizá no sea tampoco adecuado ni siquiera para Polonia, que parece querer recuperar a grandes pasos el «retraso» hacia el laicismo liberal.

Ahora se han convertido en multicines, outlets, estudios de arquitectos, salas de juego o, en algún caso, sex-shops, buena parte de las iglesias de Holanda, hasta hace un tiempo mitad católica y famosa por el devoto fervor de los feligreses. Precisamente, en los Países Bajos existe un gigantesco almacén que es una especie de signo concreto —y es duro, para un creyente, visitar su sitio web— de la debacle católica, no sólo en la Europa nórdica, sino en todo el continente: aquellos cobertizos son un amasijo (malvendido a precios ridículos, vista la exigüidad de la demanda) del contenido de lugares de culto abandonados o transformados.

Es un trágico cúmulo de estatuas, de cuadros edificantes, de Vía Crucis, de tabernáculos, de campanas o campanillas, de fuentes bautismales, de altares enteros, de custodias, de candelabros, de confesionarios, de reclinatorios, de vidrieras, de muebles de sacristía, de vestimentas litúrgicas.

Un vertedero para clientes católicos
A los improbables compradores se les ofrece incluso las veneradas reliquias de santos, encerradas en artísticas cornisas. En resumen, un vertedero para todo aquello que fue «católico», donde los clientes parecen ser escenógrafos cinematográficos o teatrales, o excéntricos interioristas en búsqueda de la pieza perfecta para alguna blasfema decoración de bares, discotecas, garçonnières.

¿Agotamiento a un tipo de devoción?
No es casualidad que quien ha tenido la idea de este depósito haya elegido un nombre latino para su tienda: Fluminalis. Como un río, es decir, que se lleva los escombros del catolicismo. Aunque cabe preguntarse si se trata realmente del fin de un catolicismo; del adiós a una fe, o sólo del agotamiento de un modo de devoción vinculado a un tiempo que ya ha terminado.

Antes del Cónclave
Pero, ¿qué Iglesia es, realmente, ésta que durante ocho años ha presidido Benedicto XVI y a cuyo peso, unido al de la edad, ha cedido finalmente? ¿Qué es, a día de hoy, esta Iglesia católica, apostólica, romana, que será «guiada» (el verbo parece quizá, en la situación actual, un poco pretencioso) por quien será elegido en el Cónclave de marzo?

Descripción del "cuadro" del catolicismo actual
El espacio nos obliga sólo a realizar unas pinceladas, una pequeña luz sobre la situación objetiva: claramente sería necesario más tiempo para un cuadro completo. Un cuadro que —siendo claros— no solamente tiene los puntos de conflicto que aquí señalamos, sino que presenta también no pocos aspectos positivos, lugares de resistencia, sólidas renovaciones, fundados motivos de esperanza.

La doble naturaleza, al mismo tiempo humana y divina de la Iglesia (a imagen de su Señor: Dios y hombre; crucificado y resucitado) provoca siempre que, a lo largo de los siglos, haya aparecido sufriente, cuando no agonizante; y quizá siempre, al mismo tiempo, llena de vida, aunque a veces sólo visto con ojos de la fe.

Una energía vital capaz de manifestarse y de reanimarla incluso en el fondo de las peores crisis. Jamás, ni siquiera en los siglos más oscuros, jamás esta Iglesia ha dejado de ser madre de santos, nunca le han faltado —a pesar de todo— hombres y mujeres que han hecho del Evangelio carne y sangre de su vida.

Santos que aparecen en momentos de crisis
El Papa Borgia es contemporáneo del más penitente y austero de todos los santos, Francesco da Paola, que fue apreciado por aquel Pontífice, símbolo de la mayor decadencia eclesial, y que aprobó su durísima Regla.

Tempestades que parecían señalar el final, como aquellas que siguieron a la Reforma o a la Revolución Francesa, la era napoleónica, la ocupación italiana de Roma, fueron superadas más que por el valor de jerarcas y fieles, por la imprevisible aparición de una formación de santos.

Prudencia para juzgar a la institución más antigua
El estudioso serio sabe que es necesaria una gran prudencia a la hora de juzgar la institución más antigua, vasta y abigarrada de la Historia: ya existía cuando el Imperio romano estaba en su apogeo, sus visicitudes han recorrido veinte siglos, han visto surgir y morir todos los reinos y desvanecerse a todos los potentes y, a pesar de todo, ha llegado a nosotros, y no tiene intención alguna de despedirse del mundo.

Su pueblo y sus pastores —cardenales y obispos— pertenecen a todas las estirpes y todas las culturas, como no sucede en ninguna otra parte ni lugar. Último Estado teocrático, última Monarquía absoluta, es al mismo tiempo el lugar más democrático: todo seminarista, por pobre y oscuro que sea, sabe que tendrá en su alforja de sacerdote una posibilidad de ser papa, o al menos cardenal u obispo.

El más oscuro de los bautizados tiene —en el interior de sus muros espirituales— los derechos y los deberes del más rico o potente de la tierra entera. Es más, en la óptica que sirve aquí, su posición es privilegiada. La última entre los últimos, aquella Bernadette ignorante, enferma, miserable sobre la que estaba escribiendo aquella mañana, tendrá la gloria de los altares, retratos venerados en todo el mundo, una estatua de mármol en la nave misma de San Pedro, peregrinaciones ininterrumpidas a su tumba de Nevers.

Las «sombras de gris»
Quede claro, por tanto: las «sombras de gris» que aquí apuntamos, con su debido realismo, conviven con amplios espacios por los que se filtra la luz. No olvidemos lo que el mismo Benedicto XVI nos ha recordado, también con su despedida: sólo quien no comprenda que la Iglesia no es nuestra, sino de Cristo, puede preocuparse por ella, por su futuro.

Un balsa con pobre gente
A los fieles, el Papa incluido, no se les pide más que realizar, cada uno en su lugar, el propio deber: el resto no es asunto de los hombres. La barca, en cualquier caso, llegará al puerto del fin de la historia, aunque si fuese reducida a una miserable balsa cargada sólo de pobre gente. No pudiendo alargarnos al mundo entero, concentrémonos, como hemos comenzado antes, en la Europa que, a pesar de todo, es y seguirá siendo el centro, y no sólo porque el Papa es el obispo de Roma.

Las comunidades católicas de los demás continentes son todas sus hijas, han sido fundadas por misioneros españoles, portugueses, franceses, holandeses, austríacos, bavareses, italianos, y aún llevan este signo indeleble. E, incluso a día de hoy, a pesar de que el centro de gravedad numérica de los bautizados se haya trasladado al otro lado del Atlántico, es de Europa de donde llegan las orientaciones, también culturales, para la Iglesia entera. Sólo un pobre simple puede creer, por ejemplo, que la más conocida de las teologías «exóticas», la llamda «de la liberación», haya nacido por el sufrimiento y el anhelo de los explotados en la América que habla español y portugués. En realidad, ha sido elaborada en los laboratorios teológicos de Francia y Alemania, con una robusta aportación holandesa: por tanto, por los mismos hombres y por los mismos círculos que han inspirado y guiado, en los hechos, el Vaticano II. Concilio más de teológos que de obispos. Todos europeos. La misma superpotencia económica y militar de los Estados Unidos no ha dado todavía a la catolicidad ningún santo realmente popular ni tampoco una idea original al pensamiento eclesial, salvo por aquel «americanismo», una aplicación un poco naif del pragmatismo yanki al Evangelio, que León XIII se apresuró a condenar en 1899.

Por tanto, como pertenece a Euorpa, umbilicus Ecclesiae, la situación no parece, humanamente, tranquilizadora: la disminución, a menudo desaparición de las vocaciones al sacerdocio secular, podrá disolver en breve buena parte de la milenaria red de diócesis y parroquias, por falta de persional eclesiástico. Ahora mismo ya, en Francia, en el área alemana y en otros lugares, las unificaciones son la norma, pero cada vez son menos necesarias. En cuanto a las vocaciones a la vida religiosa, muchas congregaciones (sobre todo femeninas, aunque no sólo) están predestinadas estadísticamente a la extinción: en el mercado de la venta inmobiliaria de Roma están apareciendo las sedes, a menudo imponentes, de las Casas Generalicias ahora desiertas. Los colegios que fueron para los novicios se han transformado hoy en asilos para los religiosos ancianos y enfermos: muchas congregaciones establecen acuerdos para unir a sus inválidos, no teniendo ya personal ni fondos suficientes para hacerlo solos. La esperanza de llenar los vacíos europeos con los jóvenes africanos y asiáticos se ha mostrado a menudo ilusioria o, al menos excesiva. Son demasiadas las diferencias culturales, demasiada la distancia de mentalidad, demasiadas las motivaciones sospechosas en el ingreso en seminarios e institutos. Ciertamente, no son sólidas tantas «vocaciones» tercermundistas determinadas por (como un tiempo en la Europa de los campos miserables) razones de supervivencia, o de búsqueda de ascendencia social. No todos los casos, gracias a Dios, terminan como el de monseñor Milingo, el prelado negro que tantas simpatías y esperanzas había suscitado; no faltan buenos éxitos, pero muy por debajo —al menos cuantitativamente— de lo que esperaban los obispos diocesanos y los superiores generales de las congregaciones.

Una creciente «cristianofobia»
En cuanto a los laicos, el abandono en masa de la práctica incluso solamente dominical, ha llevado a algunos a la indiferencia y a la lejanía, y para otros se ha transformado en hostilidad, tanto como para empujar a los sociólogos a acuñar un triste neologismo: «cristianofobia». Nadie es más rencoroso que un «ex» decepcionado.

¿Un cisma silencioso?
A pesar de la alternancia de gobiernos de izquierda y derecha en europa, una tendencia histórica que parece por ahora irrefrenable conduce a costumbres morales, antes o después reconocidas por las leyes estatales, que contrastan frontalmente con la ética católica. Y esto incluso entre los aún practicantes, tanto es así que alguno ha hablado de «cisma silencioso»: es decir, una práctica de vida, que no tiene en cuenta (aún sin proclamación externa y, al parecer, sin crisis de conciencia) los preceptos eclesiales.

A día de hoy, incluso entre aquellos que se definen como católicos y que se acercan a los sacramentos, ¿quien se plantearía excluir de su vida conyugal los anticonceptivos; o disuadir al pariente divorciado de casarse; o advertir al amigo gay practicante; o prohibir a la hija que se acueste con su novio; o disuadir a las parejas de convivir antes del matrimonio, animándoles a casarse? Parece que se pueden verificar también fuertes desavenencias con respecto al aborto y la eutanasia. El practicante católico medio europeo parece coincidir, en la praxis moral, con el laico medio de la posmodernidad, sin diferencias relevantes.

Los sacerdotes: tanto los diocesanos como los religiosos
No hay que creer (lo han denunciado muchas veces tanto Benedicto XVI como Juan Pablo II, pero las advertencias comenzaron ya con Pablo VI) que la enseñanza de teólogos y biblistas, en los seminarios que aún quedan y en los ateneos que aún se hacen llamar «católicos», sea siempre respetuosa con las indicaciones que vienen de Roma. A menudo, al clero que sale de ellos le falta, más que las nociones, aquello que los alemanes —todavía durante la juventud de Joseph Ratzinger- llamaban die Katholischeweltanschauung, la perspectiva, el punto de vista católico.

No es raro que a menudo la óptica de cierta parte del clero y de cierta parte de la prensa confesional parezca ser la de la ideología hegemónica en ese momento: durante más de veinte años después del Vaticano II, fue el amasijo —con diferentes dosis dependiendo de los lugares y de los teólogos— entre cristianismo y marxismo.

Se ha infiltrado lo políticamente correcto
Ahora bien, se ha infiltrado profundamente el relativismo liberal, el liberalismo ético, y sobre todo la political correctness, esta ideología diabólica porque, con apariencia casi cristiana, está fundada sobre lo que Cristo detesta más: la hipocresía, el eufemismo rufián, la manipulación de las palabras para esconder la realidad en su verdad.

El hábito del sacerdote
A propósito de clero, de disciplina, de la que fue hace tiempo la virtud de la obediencia: hablemos de un aspecto que parece menor —el del hábito eclesiástico—, pero que en realidad tiene un significado ejemplar.

El nuevo Código de Derecho Canónico, reescrito según las indicaciones del Vaticano II, recita, en el cánon 284: «Los clérigos han de vestir un traje eclesiástico digno, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal del lugar». Y, para los miembros de órdenes y congregaciones, prescribe en el cánon 669: «Los religiosos deben llevar el hábito de su instituto, hecho de acuerdo con la norma del derecho propio, como signo de su consagración y testimonio de pobreza».

El Concilio mismo había advertido de no abandonar este «signo» de consagración sobre el cual, por cierto, Juan XXIII era rigurosísimo, imponiendo a su clero, en el Sínodo Romano que precedió al Vaticano II, el hábito talar negro y prohibiendo incluso el clergyman. Pues bien: primero Pablo VI, después Juan Pablo II, finalmente Benedicto XVI, han multiplicado las exhortaciones, las invitaciones, las órdenes, las reprimentdas, pero el resultado es siempre la Armada Brancaleone (película italiana de los años sesenta, N. de la T.) de los sacerdotes (obispos incluidos, y no raramente) vestidos cada uno según su antojo. Del traje completo de manager, al abrigo de mecánico, hasta llegar a los trapos bien estudiados de mendigo-filósofo: siempre indistinguibles de los laicos igualmente.

La recomendación de un Concilio Ecuménico y las repetidas disposiciones disciplinarias de cuatro papas no han conseguido obtener ninguna escucha, a menudo ni siquiera por parte de la jerarquía episcopal. La cuestión parece secundaria, pero no lo es: detrás del rechazo al hábito religioso existe una teología, existe la negación protestante de un sacerdocio «sacro», que distinga al sacerdote del creyente común; existe el rechazo a la perspectiva católica que, con el sacramento del orden, convierte a un bautizado en alguien «diverso», «aparte». El sacerdote no como testigo de lo Sagrado, no como «atleta de Dios» (la imagen es de san Pablo) luchando por la salvación de la propia alma y de la de sus hermanos contra las Potencias del mal, sino más bien como de un hombre como los demás, distinto si acaso por su mayor empeño socio-político.

¿Una ONG de filántropos?
Existe aquí quizás la mayor de las deformaciones actuales, insidiosa por su apariencia meritoria: es decir, la Iglesia como la mayor de las ONG, una organización de voluntarios, de filántropos dedicados a socorrer a aquellos que tienen necesidad de asistencia material y, al mismo tiempo, a denunciar con tono profético injusticias, disparidades, violaciones de los derechos humanos. Sacerdotes y monjas como militantes socialistas y como sindicalistas, unidos en la lucha, sin diferencias de religión, a todo hombre de buena voluntad. Un ideal noble, reconozcámoslo, pero que no puede ser suficiente para un cristiano. Aunque generoso, en este esfuerzo por ayudar que es sólamente humano existe una inversión radical de la perspectiva de la fe: el «cristianismo secundario» —el del trabajo social y político— no puede ni debe ser antepuesto al «primario» que es el anuncio del Evangelio de la salvación eterna, es la «caridad de la verdad» antes incluso de aquella (aunque loable, derivada) del pan, la administración de los sacramentos que sostienen en la fe y conducen hacia la meta más allá de la muerte, la oración individual, pero más aún aquella pública, incesante, renovada cada día, de la liturgia. La fe sin titubeos en la verdad del Evangelio y el anuncio de éste a los hermanos (el kerygma) es el prius, la caridad material no es sino su consecuencia lógica, instintiva pero subordinada, al anuncio de que «Jesús es el Cristo». Aquel renovado Código Canónico que decíamos, esta colección de leyes que rigen la institución eclesial, al final muestra el fundamento de siempre, la razón misma de ser de la Comunidad cristiana: Salus animarum suprema lex Ecclesiae esto, que la suprema ley de la Iglesia (y de todo hombre de Iglesia) sea la salvación de las almas. La Iglesia existe por esto: para anunciar al Vida más allá de la vida y para acompañar a los hombres hacia este objetivo final. No es espiritualismo desencarnado, al contrario, es conciencia de la palabra de Cristo, por el cual «no sólo de pan vive el hombre» y por el cual no hay vida humana sin una perspectiva de eternidad. Aquel Jesús que predicaba la Palabra que salva y después, solamente después, después de haber nutrido a las almas, las mentes, los corazones, pensaba en los panes y en los peces para saciar también los cuerpos. Aquel Jesús que miró con agradecido afecto a Marta que se afanaba por la casa «atareada en muchos quehaceres», como escribe Lucas. Pero que le recordó que era su hermana, María, recostada en silencio a sus pies, quien «había escogido la mejor parte, que no le será arrebatada». Es decir, la parte de quien da el primer lugar a la escucha de la Palabra de Dios, a la meditación, a la oración, que es el trabajo más valioso incluso socialmente, incluso aunque sus efectos concretos se escapen a menudo ante nuestra miopía. 

No es casualidad que la Iglesia siempre haya aprobado, animado y bendecido a las familias religiosas de «vida activa», dedicadas sobre todo a la caridad corporal, pero siempre ha considerado más elevadas —por tanto, más raras— las vocaciones a la «vida contemplativa», en el silencio y en el aislamiento del claustro.

Conceptos que en su momento eran elementales para un católico y, sin embargo, parecen escapárseles a muchos, también entre los mismos fieles. No es coincidencia que Benedicto XVI haya vuelto a dar un ejemplo: en su deseo de continuar sirviendo a la Iglesia, ha escogido el ministerio de la oración en la soledad y el silencio, es decir, el compromiso más concreto que, no obstante, sólo la fe puede comprender.

¿Qué hacer?
Pero, ¿qué tendría que hacer el Papa que saldrá del próximo cónclave, a la luz de los puntos de crisis que se ha tratado de indicar, aun con pocos, poquísimos ejemplos? Nosotros no somos Hans Küng que, desde hace décadas se ha nominado anti-papa y que, en una entrevista durante estos días, rayaba lo grotesco: alababa la renovación de la Iglesia, quería que los ancianos desaparecieran del mapa, decía que su colega Ratzinger había esperado demasiado para irse. No recordaba al lector que, sin embargo, con sus 85 años, es coetáneo de Benedicto XVI (apenas unos pocos meses menos), y aún así no parece querer dejar los encargos adquiridos. ¡Que se jubilen los Papas, qué diablos, no los anti-papas! Pero, sobre todo, nosotros no somos Küng porque nos parece un delirio egocéntrico, de negación de toda perspectiva cristiana la respuesta a la pregunta «¿Qué espera del próximo Cónclave?».

Respuesta que, por desgracia, suena así: «El Cónclave podrá dar un impulso sólo si los cardinales aceptasen el análisis expuesto en mi libro Salvemos la Iglesia».

Porque, como ya se sabe, en una perspectiva de fe es el Espíritu Santo quien inspira a los electores en la Sixtina, y el Paráclito tendrá que darse prisa: es necesario hacerse con dicho libro y estudiárselo bien para encauzar a los cardinales no como Dios manda, sino como el profesor Küng manda. El Espíritu, en el Cónclave, no es más que un transmisor del Mensaje redentor, el que está sobre las mesas de bronce, con incisiones en caracteres góticos, de Salvemos la Iglesia, escrito por aquel a quien le fue prohibido llamarse «teólogo católico».

«Mi programa es no tener programas»
Analizando las cosas con menos seriedad, nosotros creemos que la Iglesia, el Cuerpo mismo de Cristo, Su propiedad exclusiva, está ya salvada, sin necesidad de nuestros análisis y nuestros libros que, más bien, corren el riesgo de almidonar la abundancia de vida del Evangelio en un esquema ideológico muerto. «Mi programa es no tener programas», dijo Benedicto XVI en su discurso de inicio del Pontificado.

Si es lícito, sin embargo, un auspicio, es el de que el Papa que saldrá del próximo Cónclave asuma como prioritario un compromiso. Aquel que me resumió, en una entrevista que hizo mucho ruido que tuvo mucho eco, Hans Urs von Balthasar, uno de los mayores teólogos del siglo pasado, que no llegó a cardenal por su improvisada muerte. Me dijo: «Tout d’abord, il faut remettre le christianisme debout», por encima de todo, es necesario poner el cristianismo en pie. Es decir, es necesario, volver a ponerlo derecho sobre la base en la roca de la fe: una fe firme, como fuente originaria y primaria, de la que todo derive. De este modo, continua con el trabajo de quien deja ahora el pontificado.

En efecto, la herencia más significativa que Benedicto XVI nos deja es la del Año de la fe, para el que nos ha dado también el texto de referencia: aquellos tres libros, aparentemente divulgativos, en realidad calibrados palabra por palabra, fruto de una vida entera de reflexión, que nos muestran como Jesús es el protagonista de una historia verdadera, no de un oscuro mito judaico-helenístico. Como docente primero y después obispo, más tarde como Prefecto de la Doctrina de la Fe, y finalmente como Papa, Joseph Ratzinger ha querido siempre y solamente darnos testimonio de que tomar en serio los Evangelios, apostar nuestra vida y nuestra muerte a su autenticidad es todavía posible, no es ingenuidad o carencia de información. Creer que Jesús es realmente Cristo puede hacerlo también el especialista más informado, más astuto (como Ratzinger) en cuanto a la exégesis y a la teología más reciente. En definitiva, para decirlo rapidamente: confirmar al pueblo de Dios que le chrétien n’est pas un crétin (el cristiano no es un cretino, N. de la T.). 
Ha escrito en el texto con el que convocó el Año de la fe: «Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común».

Pues bien —aún convencidos de que la decisión de la Sixtina será de todos modos la mejor si los venerados electores se consideran sólo los instrumentos de Alquien que está por encima de ellos—, nuestro auspicio es para un Papa consciente de que la Iglesia no tiene más que un problema: confirmarse y confirmarnos en la fe, volver a recitar el Credo con convicción, reforzar (también con el redescubrimiento de una apologética adecuada) las razones para creer.

El resto surgirá por sí mismo y muchos puntos de conflicto se desharán. La única y verdadera crisis eclesial ha consistido, en estos decenios, en el debilitamiento de la certeza en la Esperanza que el Evangelio nos anuncia. El Papa Ratzinger era bien consciente, igual que lo era el Papa Wojtyla.

La esperanza es que su Sucesor, sea quien sea, esté igualmente convencido de ello.

(Traducción: Sara Martín)

19/2/13

ReligiónenLibertad

PUBLICO TOMAS MORO EL 19 DE FEBRERO DE 2013