Por Carlos Alvarez Cozzi (*)
ÍNDICE
II) La libertad religiosa en Uruguay. Breve
reseña.
I) Qué es la laicidad y qué el laicismo.
Para poder comprender el concepto de laicidad
empecemos por la definición de la misma en el “Compendio de la Doctrina Social
de la Iglesia”, No. 572, porque creemos que da un panorama exacto de ella y de
su deformación patológica que es el laicismo. Dice el Compendio: “El
principio de laicidad conlleva el respeto de cualquier confesión religiosa por
parte del Estado, “que asegura el libre ejercicio de las actividades del culto,
espirituales, culturales y caritativas de las comunidades de creyentes. En una
sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas
tradiciones espirituales y la Nación” (Juan Pablo II al Cuerpo Diplomático,
12 de enero de 2004).
Por desgracia todavía permanecen, también en las
sociedades democráticas, expresiones de un laicismo intolerante, que
obstaculiza todo tipo de relevancia política y cultural de la fe, buscando
descalificar el compromiso social y político de los cristianos sólo porque
estos se reconocen en las verdades que la Iglesia enseña y obedecen al deber
moral de ser coherentes con la propia conciencia; se llega incluso a la
negación más radical de la misma ética natural. Esta negación, que deja prever
una condición de anarquía moral, cuya consecuencia obvia es la opresión del más
fuerte sobre el débil, no puede ser acogida por ninguna forma de pluralismo
legítimo, porque mina las bases mismas de la convivencia humana. A la luz de
este estado de cosas, “la marginalización del Cristianismo….no favorecería
ciertamente el futuro de proyecto alguno de sociedad ni la concordia entre los
pueblos, sino que pondría más bien en peligro los mismos fundamentos
espirituales y culturales de la civilización” (Congregación para la Doctrina de
la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la
conducta de los católicos en la vida pública de 24 de noviembre de 2002).
Usualmente en el concepto de laicidad dice Néstor Da
Costa (“El fenómeno de la laicidad como elemento identitario. El caso
uruguayo”, “Civitas, Revista de Ciencias Sociales”, vol. 11, número
2, 2011, Pontificia Universidad Católica de Río Grande del Sur), hay dos
énfasis distintos en el concepto de laicidad: por la neutralidad de lo estatal
y lo público ante lo religioso y por otro, la neutralidad de lo estatal ante lo
político partidario o ideológico.
En Uruguay, con la separación de la Iglesia Católica
del Estado, por la Constitución de la República de 1919, se produjo un
desplazamiento de lo religioso a la esfera de lo privado, quitándolo de lo
estatal y de lo público, señala el mismo autor. Creemos que al influjo de la
masonería ese desplazamiento se agudizó y muchos hechos históricos lo abonan.
El modelo uruguayo incluso, admite Da Costa, fue más restrictivo que el
francés.
La laicidad francesa está unida a una pertenencia
ciudadana muy fuerte que desplaza a un segundo plano las adhesiones
comunitarias que ponen en riesgo la relación política (Milot, M. “La
laicidad”, 2009, pág. 15, citado por Da Costa).
Este fue el modelo de laicidad uruguaya en la que el
Estado y lo público se identifican y los ciudadanos tienen en aquel su gran
protector y proveedor de los grandes bienes necesarios para la vida (Andacht,
F., “Signos reales del Uruguay imaginario”, 1992 pág.8). Da Costa en el
trabajo citado afirma en relación a este punto que la separación entre la
Iglesia y el Estado implica y expresa neutralidad del Estado frente a lo
religioso. Esa neutralidad asume en Uruguay dos vetas interpretativas: por un
lado, como imparcialidad ante las creencias de los ciudadanos y, por otro, como
prescindencia de las mismas y esta última es la que ha sido hegemónica en el
Uruguay durante prácticamente todo el siglo XX y llega hasta nuestros días
aunque, quizá, con menos fuerza que en épocas anteriores.
Para Da Costa la neutralidad reposa sobre el supuesto
de la centralidad de los ciudadanos y el reconocimiento a éstos de sus derechos
y opciones como parte constitutiva del conjunto social.
En tanto el segundo
énfasis mencionado, el de la prescindencia, expresa Da Costa, se apoya en un
supuesto por el cual el conjunto social, encarnado en el Estado, no puede ver
lo religioso, ignorándolo, prescindiendo de él. En síntesis, concluye Da Costa:
“estas dos formas implican una distinta actitud hacia los ciudadanos: la
primera los reconoce como tales y acoge sus opciones, en tanto que la segunda
impone a los ciudadanos la necesidad de alejar de lo público (de la polis)
sus convicciones”.
Milot, en la obra citada, afirma que junto a la
separación y neutralidad, el respeto a la libertad de conciencia y de religión
constituye la base de la convivencia en sociedades plurales. No existen modelos
únicos y universales de laicidad, afirma Da Costa, porque los mismos no son
trasplantables, destacando las diferencias entre Estados Unidos, Gran Bretaña o
Dinamarca. Asimismo menciona que la influencia de la masonería en América
Latina en este tema no ha sido suficientemente estudiada.
Nosotros creemos en cambio que el
protagonismo masónico en los procesos laicizadores ha sido determinante, siendo
el caso de Uruguay uno de los más notorios en América Latina, que forzó el paso
del Estado confesional pero no a la laicidad sino lamentablemente al laicismo,
es decir, a la prescindencia o peor a la negación de lo trascendente, llevando
a la sociedad actual a la pérdida de valores, como fuera reconocido por el
presidente de la República Oriental del Uruguay mandato cumplido (2000-2005)
Jorge Batlle, aunque lamentablemente fuera en forma tardía.
El laicismo, en cambio, es la deformación de la sana laicidad que
es la única que beneficia y enriquece mutuamente al Estado y a los credos religiosos,
dándole libertad a ambos. El laicismo, por el contrario, supone no el guardar
neutralidad sino en ignorar o incluso perseguir toda expresión de pensamiento
filosófico o religioso. Cuando hay laicidad todas las expresiones tienen cabida
sin que el Estado tome parte pero cuando se padece el laicismo se prohíbe
prácticamente la expresión del pensamiento, se persigue o confina al que
manifiesta públicamente sus convicciones más profundas, se sofoca la libertad
religiosa que nuestro prócer Artigas en las Instrucciones del año XIII entendía
que junto con la civil, debían de ser promovidas “en toda su extensión
imaginable”.
II) La libertad religiosa en
Uruguay. Breve reseña.
El Uruguay, nació como un Estado confesional católico
en la Constitución de 1830.
Ya el prócer José Artigas, en las Instrucciones del
año 1813, había proclamado “la defensa de la libertad religiosa en toda su
extensión imaginable”. Y ello estaba en perfecta sintónía con que el Estado
reconociera que la enorme mayoría de la población pertenecía a la religión
católica.
Luego, llegó el racionalismo positivista al país y con
el mismo la actitud típica anticlerical, que terminó de originar la separación
del Estado de la Iglesia, lo que aconteció con la Constitución del año 1919, a
influjo del presidente José Batlle y Ordóñez, de origen católico, pero que,
ante su situación personal matrimonial y el influjo del racionalismo y el
positivismo reinantes, sin que pesara la religión mayoritaria del pueblo, se
produjo tal separación.
La que en verdad fue muy buena tanto
para el Estado, como para la Iglesia Católica, porque sus integrantes, en
particular sus obispos, ganaron en libertad para la proclamación del Evangelio
de Jesucristo. Iglesia pobre pero libre.
La coexistencia fue pacífica, a tal punto que la
enseñanza católica se desarrolló normalmente, con el justo y permanente reclamo
de los obispos hasta el presente, que la libertad religiosa protegida
constitucionalmente no es real, en tanto los padres que desean educar a sus
hijos en un colegio privado católico deben pagar dichos estudios sin ninguna
ayuda estatal, siendo que los mismos también pagan los impuestos que van a la
educación pública, de cuyos hijos no son usuarios.
Esto a nivel primario y secundario porque a nivel universitario,
fue recién en 1984 que se creó y luego fue reconocida por el Estado que tenía
el monopolio de la misma, la Universidad Catolica del Uruguay, Monseñor Dámaso
Antonio Larrañaga, que paradojalmente en el S.XIX había sido fundador de la
estatal Universidad de la República, antes de la separación de Estado e
Iglesia.
Uruguay es reconocido por su
libertad de cultos, donde coexisten cristianos católicos, protestantes,
evangélicos, judíos, musulmanes y otras religiones, sin problemas de
convivencia, claro, en el país más secularizado de América Latina.
III) El proceso laicizador uruguayo.
Siguiendo la muy buena relación de hechos que sobre el
punto hace Da Costa (ob.cit), diremos que la Iglesia Católica en la Banda
Oriental y luego en la República fue de implantación tardía y débil, dado que
nuestro territorio no ofrecía mucho atractivo a los colonizadores por no tener
muchas riquezas propias. La fundación de la misma ciudad de San Felipe y
Santiago de Montevideo es bastante tardía con respecto al resto de la realidad
americana. Esa debilidad original se extendió en el tiempo con un clero
nacional escaso y disperso y la tardía también erección de la diócesis de
Montevideo, a la sazón la única del territorio.
Los primeros escarceos entre la Iglesia local y el
Estado se produjeron a fines del siglo XIX y principios del XX en que el
naciente poder reclamaba para sí el control de la vida colectiva, desplazando a
la Iglesia que controlaba espacios propios del Estado como el registro civil o
la educación pública. Además en esa pugna se suman contra la Iglesia Católica,
la masonería y los protestantes (Caetano G. y Geymonat R., “La
secularización uruguaya 1859-1919)”, 1997).
En 1861 el cura párroco de la Catedral negó la
sepultura canónica a un conocido masón lo que generó la llamada “secularización
de los cementerios” a favor de la administración estatal. Ello fue en ascenso
hasta que en 1863 el obispo de Montevideo fue desterrado por el gobierno. Da
Costa (ob.cit.) refiere también a que entre 1865 y 1878 tuvo lugar en Montevideo
sobre todo “el conflicto intelectual”, que fue el enfrentamiento por los medios
de comunicación de centros de pensamiento liberales y católicos. En 1877 se
había aprobado la Ley de Educación que desconfesionalizó la educación pública,
lo que en los hechos significó la expulsión de Dios de los centros de enseñanza
oficiales, lo que perdura hasta nuestros días. En la misma línea, en 1879 se
sancionó la Ley de Registro de Estado Civil, quedando en manos estatales el
monopolio del mismo.
A su vez, en 1885 recuerda Da Costa (ob.cit.) que se
aprobó la Ley de Conventos. Por la misma se declaraba sin existencia legal en
el país a todos los conventos y casas de oración así como se prohibió el
ingreso de religiosos extranjeros al país. También en 1885 se aprobó la Ley de
Matrimonio Civil que estableció la obligación de contraer matrimonio civil
antes de celebrar el religioso. Lo que perdura hasta el presente a diferencia
de muchos otros países en que se puede celebrar directamente el matrimonio
religioso y éste despliega efectos civiles, si cumple con los requisitos
legales. Los obispos del Uruguay recientemente se han manifestado otra vez
acerca de modificar la normativa legal para posibilitar que se pueda celebrar
tanto el matrimonio civil como el religioso pero desplegando este último
también efectos civiles.
Ante la ofensiva anticlerical expresada fue normal que
la comunidad católica se organizara en Centros católicos, (Club Católico)
producto de los Congresos Católicos, de los cuales emergieron las históricas
tres uniones: la Unión Social, la Unión Económica y la Unión Cívica como
partido político. Fue también que se desarrollaron sindicatos, instituciones de
ayuda mutua como bancos cooperativos y mutualistas como el Círculo Católico de
Obreros del Uruguay, aún superviviente.
Funcionaron como enclaves de
resistencia ante los embates anticatólicos sobre todo perpetrados por el
Estado. En 1906, en pleno gobierno de José Batlle y Ordóñez, se aprobó la
absurda ley de los crucifijos que obligaba a retirarlos de los hospitales, en
clara y franca violación de la laicidad que supone respetar todas las
expresiones filosóficas y religiosas. En 1907 se suprimió también por ley el
juramento de los cargos parlamentarios por los legisladores sobre los Santos
Evangelios. En ese mismo año, relaciona Da Costa, (ob.cit.) y como uno de los
primeros países en aprobarla, se sanciona la ley de divorcio previendo como una
de las causales la sola voluntad de la mujer, la que permanece hasta nuestros
días.
Como un paso más adelante, en la reforma
constitucional de 1919, se produce la separación de la Iglesia Católica del
Estado, conforme al art. 5º de la Carta Magna. En ese mismo año, se sanciona la
ridícula secularización de los feriados por la que el día de Navidad se le
denomina “Día de la Familia”, el 6 de enero en lugar de Reyes es el “Día de los
Niños” y la Semana Santa se define peculiarmente como “Semana de Turismo”,
ininteligible en cualquier parte del mundo, aún del no cristiano.
En esa misma época se procedió a cambiar los nombres
de varias localidades del país que tenían apelativos de santos, como por
ejemplo Santa Isabel que pasó a denominarse Tacuarembó o San Fernando que pasó
a llamarse Maldonado.
El enfrentamiento del lado liberal llegó a dislates
tales como los llamados “banquetes de la promiscuidad”, en que destacados
liberales los viernes santos (en que la Iglesia observa ayuno y abstinencia),
organizaban parrilladas opíparas con gran consumo de carne vacuna y achuras. Y
ello tenía lugar –para provocar claramente- nada menos que en la esquina de la
Catedral en Ciudad Vieja y también en la proximidad de otros importantes
templos.
Da Costa (ob. cit.) entiende que el enfrentamiento se
acentuó por “la intransigencia de la Iglesia Católica”, lo cual no es cierto
porque en los temas fundamentales de la fe la Iglesia no puede “disponer” del
tesoro de la revelación sino que es simplemente su custodio.
La consecuencia de esa embestida fue que lo religioso
fue desplazado al ámbito de lo privado o familiar, con la pretensión imposible
de conseguir en su totalidad, de desplazar la fe de lo estatal pero también del
ámbito público. Con ello la Iglesia pareció conformarse con su retracción de la
vida pública hasta que en la década del 60 del siglo XX, la del Concilio
Vaticano II, la jerarquía católica, con el “aggiornamento” posconciliar
y con su figura más destacada de la época, Mons. Carlos Parteli, Arzobispo de
Montevideo de 1966 hasta 1985, volvió a tratar en sus cartas pastorales temas
de relevancia pública como la tenencia de la tierra o los excesos del
capitalismo, pero, a nuestro juicio, sin cuidar de la debida ortodoxia, lo que
luego desembocó lamentablemente en la adopción de la llamada teología de la
liberación por varios sacerdotes que cometieron claras desviaciones
doctrinarias y de ética clerical y otros que además dejaron el ministerio.
Algunos de los cuales asistieron a subversivos y por ello debieron de ser
sometidos a la justicia de la época.
Es interesante no obstante referir que la
secularización no llevó siempre a la privatización de la religión o de la fe,
que ello no obedece a una tendencia estructural moderna constante sino que se
da solo en determinadas situaciones, afirma José Casanova en “Religiones
públicas en el mundo moderno”, Madrid, 2000. Pero esa fue la consecuencia inmediata
ocurrida en Uruguay hasta la reacción de muchos cristianos que no se
conformaron ni se conformarán con ser ciudadanos “de segunda” por tener fe.
IV)) Laicidad y espacio público en Uruguay.
Dice Da Costa (ob cit.) y coincidimos, que “el tipo de
laicidad que se construyó en Uruguay pone un fuerte énfasis en la ausencia de
lo religioso en lo público”. En efecto, existen pocos símbolos religiosos en
los espacios públicos uruguayos. Uno de los más importantes es la Cruz del
Papa, que recuerda la misa que Juan Pablo II presidió en ese lugar céntrico de
Montevideo, la capital de la República. Una vez que finalizó la visita, y se
desmontó el altar construido al efecto, el presidente de la República de la
época, el agnóstico Julio María Sanguinetti, propuso que la cruz quedara
instalada allí en recuerdo de la primera visita de un romano pontífice al país.
Incluso como demostración de tolerancia lo proponía el Jefe de Estado.
Bastó la
iniciativa para que sectores de la izquierda opositora alzaran su voz afirmando
que era una violación de la laicidad dejar un símbolo religioso en un lugar
público. Otros sectores de pensamiento también se sumaran a la crítica. La
Conferencia Episcopal del Uruguay había ya donado a la Intendencia de
Montevideo la cruz. El tema para los que se oponían no era la cruz sí o la cruz
no, sino más bien querer imponer un concepto de laicidad que no es tal porque
justamente la laicidad debe permitir la expresión de todas las creencias sin
que el Estado adopte por sí una, sino de laicismo militante y del más rancio,
que pretende quitar de la vida no sólo estatal sino pública toda referencia a
lo trascendente, como si la dimensión espiritual o de “religamento” que el
hombre tiene con Dios sencillamente no existiese. En forma indignante el legislativo
de Montevideo resolvió devolver la cruz a la Iglesia Católica y quitar el
monumento. Ante ello, tomó cartas en el asunto el Legislativo Nacional y se
aprobó por ley que la cruz se mantuviera en el lugar emplazado, donde
felizmente aún permanece, como homenaje y recuerdo de la primera visita de un
Papa al Uruguay.
No obstante en el debate parlamentario nacional hubo voces que
se opusieron al mantenimiento de la cruz calificando de oscurantismo a la
creencia religiosa, y que su solo mantenimiento produciría agravio a los no
creyentes. Otro dijo que un país liberal y laico no debía de permitir que el
monumento quedase en la vía pública. Estas expresiones nos demuestran
efectivamente que en Uruguay no se pasó de un Estado confesional a la laicidad
sino al laicismo y de los peores. Porque no es laicidad prohibir
manifestaciones religiosas sino al contrario, permitirlas todas sin que el
Estado adopte una como suya propia y es expresión de laicismo en cambio lo que
se intentó, es decir, negar la dimensión espiritual, y nada menos que del
símbolo que representa la religión de la enorme mayoría de los habitantes del
país. Y esto, que claramente está dirigido en Uruguay por la masonería sobre
todo contra la Iglesia Católica, no se evidenció cuando la Intendencia de
Montevideo colocó en la rambla de la ciudad una estatua a “Iemanjá”, ¡del culto
afro umbandista! Al contrario, se aprobó rápidamente. Entonces está muy claro
para qué se usa el discurso de presunta laicidad en Uruguay (en realidad como
vimos, del más puro cuño laicista y masónico), como sucede también en muchos
otros países: para confinar la fe católica a lo íntimo y privado, como si los
cristianos fueran ciudadanos de segunda.
Tan es así que Da Costa (ob. cit.) concluye: “El
rechazo de los símbolos religiosos en lo público o la expresión de las iglesias
en los asuntos públicos, o la expresión pública de la fe de las personas, es
parte del modelo hegemónico de “laicidad” uruguaya”. Con la salvedad que
creemos que eso no es laicidad sino laicismo y con la de que algunos otros
monumentos como el de “Iemanjá” (es decir no católico) no despertó resistencia
alguna, sino al contrario, podemos aceptar la conclusión del autor multicitado.
Recientemente, en 2016, se vió como la Junta
Departamental de Montevideo, órgano legislativo del Departamento donde está la
capital del país, negó la instalación en la rambla de Montevideo, de una imagen
de la Virgen María, solicitada por un grupo de laicos católicos. Increíblemente
se volvieron a expresar pretensos argumentos del pasado, los que carecen de
todo fundamento, en tanto en la misma ciudad, como vimos, en espacios públicos,
hay monumentos de otros símbolos religiosos.
V) Laicidad en la educación en Uruguay. Dos visiones
históricas enfrentadas: Varela y Vera.
El fenómeno que analizamos al ver el proceso
laicizador en Uruguay de fines del siglo XIX y principios del XX tuvo su
manifestación también en el ámbito educativo.
Ese período, marcado por esa transformación espiritual
e ideológica, es el tiempo en que coinciden en el país dos figuras relevantes:
José Pedro Varela (1845-1879), autor de la reforma educativa de la época y
Mons. Jacinto Vera (1813-1881), Vicario Apostólico y luego primer Obispo del
Uruguay.
Dice José Gabriel González Merlano en su obra “Varela
y Vera, dos visiones sobre la religión en la escuela”, 2011, pág 16, que
“la educación, como dimensión fundamental de la vida social, no podía quedar
relegada en medio de esta transformación ideológica, más aún cuando constituye
el vínculo privilegiado para la formación de las personas desde la misma
infancia. De ahí, el amplio debate que se abre, en este contexto de cambio de
paradigmas, acerca de la enseñanza de la religión en la escuela pública; donde
se va a hacer presente la postura de Varela y la postura de Vera”.
José Pedro Varela fue sociólogo y periodista y había
recibido el influjo del político y escritor argentino Domingo Faustino
Sarmiento, a quien conoció en Estados Unidos de América. Su obra “La
Educación del Pueblo” de 1874 lo llevó a que en el gobierno del dictador
Latorre se le ofreciera el cargo de Director General de Instrucción Pública,
desde el que elaboró un proyecto de ley sobre la enseñanza escolar universal,
laica, gratuita y obligatoria. Varela había expuesto ya en “La Educación del
Pueblo”, que la educación es necesaria para el ejercicio de la ciudadanía y
para ello es necesario separar la religión del Estado. En esto se plasma en
verdad el deísmo spenceriano del que Varela era tributario. Esa cuestión será
la antesala de lo que en la Constitución de 1919 supondrá la separación de la
Iglesia del Estado.
Ambas posturas son irreconciliables, dice González Merlano
(ob cit., pág. 19) porque la verdad revelada se deberá enfrentar al positivismo
que conlleva el laicismo y la libertad de conciencia como bandera. Esta
concepción filosófica invadirá la educación y más allá de las aulas
impregnará la institucionalidad estatal toda, definiendo de acuerdo a su
particular visión del hombre, nuestro ser social y cultural. Dice Jaime
Monestier en forma bien gráfica (“El combate laico”, Montevideo, 1992)
que “El púlpito, el club, la cátedra, la sala de conferencias, la mesa
familiar: nadie permaneció ajeno al debate que, en resumidas cuentas, y en
términos de simplificación, no fue sino un plebiscito a favor o en contra de la
supremacía de la Iglesia en la enseñanza”.
No forma parte de este artículo analizar en detalle en
qué consistió la reforma educativa vareliana, sino precisar los verdaderos
alcances de la misma en relación al tema de la obra colectiva en el que este
artículo se inserta: la laicidad. Y muchos intereses en Uruguay existen para
hacerle decir a Varela y a la reforma lo que aquél ni esta establecieron.
Porque si bien es cierto que la reforma consagra un sistema público, laico,
gratuito y obligatorio, en cambio no destierra de los planes de estudio toda
referencia a lo trascendente y basta para ello ver lo que el mismo reformador
afirma. “La escuela laica responde fielmente al principio de la separación de
la Iglesia y del Estado (“La Educación del Pueblo”, 108), lo cual no
significa excluir de la enseñanza lo referente al fenómeno religioso, ya que
esto no es posible, desde el momento que bajo diferentes formas “el sentimiento
religioso vivirá siempre en el hombre, y el misterio de lo desconocido solicitará
activamente los impulsos del alma humana”. Pero la transmisión de las verdades
reveladas, el dogma, corresponde a la Iglesia, y “de ese modo se armonizan las
exigencias del individuo, como ser religioso, y las de la Iglesia” (Varela, “La
Educación del Pueblo”, 117,118.) De manera que es muy claro que Varela no
decretó el destierro de lo trascendente de la educación pública sino que fueron
sus interesados intérpretes quienes quisieron hacerle decir al reformador lo
que éste no dijo. Es más, Varela llegó a plantear que fuera del horario de
clase era bueno que en los locales de enseñanza los alumnos que quisieran
pudieran recibir formación religiosa, lo que luego en los hechos, ante la
ignorancia y prescindencia del tema de parte de los programas oficiales, tal
necesidad fue cubierta por la formación que dan las parroquias católicas o los
templos o colegios de otras denominaciones religiosas.
Ante la aprobación de la ley de educación,
consagratoria de la reforma vareliana Mons. Jacinto Vera emitió una Carta
Pastoral sobre la Educación en la que expuso la visión católica sobre el tema
criticando el nacimiento de una especie de “religión pura” o “moral
independiente”, distanciadas de los valores antes identificados con la moral
católica. En su Carta Pastoral para argumentar acerca de la necesidad de la
religión en la educación, Mons. Vera, expresa: “No voy a citar católicos, la
autoridad de los Padres y Doctores de la Iglesia, ese conjunto de hermosas
lumbreras con que Dios ha querido honrar al catolicismo: vosotros ya sabéis su
doctrina. Os voy a citar autoridades profanas, que aceptan también los enemigos
de la Iglesia”, (Carta, No. 32). “¿No es una burla ridícula decir a un
pueblo católico que su moral y su religión sublime no sirve para la enseñanza
porque, siendo positiva, puede ser un error como tantos otros que existen y que
así es mejor apelar decidida y exclusivamente a lo que se llama la moral y la
religión pura, racional? Pero, católicos; además de que por lo mismo que
nuestra religión es positiva, esto es, revelada por Dios, es divina, ¿no
podríamos volver el argumento contra los libre-pensadores y decirles: la
religión católica es única, invariable, pero la moral y la religión
independiente es tan varia como sistemas morales y filosóficos existen? (Carta
cit. No.37).
Y el Obispo, con razón, continúa en forma demoledora:
“Si no es posible asemejar ninguna otra moral ni religión con la moral y
religión de Jesucristo, se ha intentado hipócritamente oponer por los enemigos
de la enseñanza religiosa, el principio de la libertad de conciencia, como
incompatible con ella. Pero esto, fieles amados, es falsear la cuestión, es
abusar del buen sentido. Se trata de una enseñanza religiosa que no es
obligatoria, que se da quien la quiere; y hasta ahora quien la quiere es la
inmensa mayoría de los orientales, es la nación, la que no ha conferido a los
libre-pensadores el mandato de representarlo en sus creencias religiosas que
son sagradas; ni mucho menos les ha delegado poder para decidir de la verdad y
divinidad de la religión católica” (Carta Pastoral, No.10). La natural
defensa del confesionalismo de Mons. Vera es de gran altura porque a la vez de
saludar la enseñanza establecida por la norma como obligatoria respeta lo
establecido en el art. 18, que establece la no obligatoriedad de la enseñanza
religiosa para lo que no profesen religión.
Aunque a continuación expresa que
“considera una iniquidad y tiranía que existiendo una religión de la mayoría
absoluta de la población, como la católica, la autoridad se empeñe en
contrariar los sentimientos religiosos de las familias, que con sus tributos
costean la enseñanza”; con lo cual este argumento del sostenimiento económico
es visto desde una óptica muy diferente a la de Varela. “Porque la Dirección
General de Instrucción Pública, como los maestros no se representan a sí
mismos, sino a las familias y a la Nación, y no son el tribunal que debe
decidir sobre el valor de las doctrinas e imponer sus creencias”, insiste Mons.
Vera señala González Merlano en ob. Cit., pág.35. Y concluye: “Esto sería un
despotismo que no podría tolerarse por un Gobierno que sienta el noble orgullo
de representar a la nación, antes que bajarse a servir de instrumento a
dogmatizadores arbitrarios que no profesan la religión nacional”. La misión y
deber del Estado es “tutelar la moral, la religión y las instituciones de la
nación por la cual existe y en cuyo nombre e interés y con cuyo espíritu
gobierna” (Carta Pastoral, No.42). La Carta Pastoral de Mons. Vera, como
vemos “no iba dirigida contra la ley, ni el Estado, ni la modernización de
éste, ni la reforma escolar, sino a lo que propugnaban y querían imponer la
prohibición de la enseñanza religiosa, en un país en que el 99% de la gente era
católica. Lo que se defendían eran los derechos del pueblo, la libertad de los
padres”, dice Alberto Sanguinetti Montero en “Manuscrito para la “Positio”
de la causa de canonización del Siervo de Dios Jacinto Vera”, versión 2008,
Cap. XV). González Merlano en la ob.cit. señala, y coincidimos
plenamente, que el problema más allá de la ley era la intención de impregnar
una orientación positivista y liberal a ultranza. Lo que fue lesivo para la
Iglesia no fue la ley en sí misma sino la campaña orquestada o su aplicación
excediendo el propio marco de la norma.
En esta lucha titánica en defensa de la enseñanza
religiosa acompañaron a Mons. Vera dos lumbreras católicas de nuestra sociedad,
de ilustrísima memoria, como lo fueron el Dr. Juan Zorrilla de San Martín,
-político y poeta-, desde la dirección de “El Bien Público” y el Dr.
Francisco Bauzá, -abogado, historiador y escritor-, desde el Parlamento.
Naturalmente que también acompañó a Mons. Vera el sacerdote y luego obispo
Mariano Soler por medio de varios de sus escritos, consigna González Merlano en
ob.cit.
Como conclusión de toda esta cuestión de la educación
González Merlano acierta cuando afirma:
1º.) Que todo el pasaje a la laicidad además de cuestionar
y al final excluir la enseñanza del dogma supuso el extender la educación a
todas las clases sociales, sin distinciones de credo, se transformó en los
hechos en un explícito laicismo, negador de toda realidad de tipo religioso. Es
decir, se pasó rápidamente del confesionalismo al laicismo, sin una experiencia
de laicidad. Y no hay duda que ninguno de esos extremos era querido por Varela;
si bien se oponía al dogma, reconocía también, como vimos, el valor humano y
cultural de la religión para los pueblos, y defendía explícitamente que la
escuela no puede ser antirreligiosa o atea. Lo que Varela no quiso en los hechos
fue lo que se impuso hasta nuestros días con las secuelas consiguientes de
falta de valores: la exclusión en los programas de enseñanza oficiales de toda
referencia al hecho religioso. Con lo que la laicidad mudó en laicismo y del
peor. De mantener la neutralidad el Estado en el tema se pasó sin solución
de continuidad, desde el inicio, en los hechos a la prescindencia o peor a la
negación de lo trascendente como expresión de una rancia ideología laicista,
empobrecedora de la formación educativa y del alma humana de los educandos.
2º.) Que en los hechos se desconoció la libertad religiosa
que está amparada constitucionalmente en la Carta Magna. Cercenándose así el
derecho de los credos religiosos a ejercer libremente su tarea educativa
mediante la imposición de una escuela única, texto único y maestro único,
egresado de centros estatales, se impone a la fuerza un modelo de educación
laicista y no verdaderamente laica, donde como vimos, lo religioso es excluido
sistemáticamente, tronchando así a los educandos de una dimensión fundamental
de la vida humana.
Porque una cosa es que el Estado haya dejado como tal
de profesar religión alguna con la Constitución de 1919 y otra muy distinta es
que en los hechos esa presunta neutralidad se transforme en negación de todo el
pensamiento trascendente, el cristiano y todo otro pero que lo que claramente
busca, dada la gran mayoría de cristianos que tiene en su población el país, es
afectar claramente a ese colectivo. Con el agravante que los padres cristianos
pagan sus impuestos como ciudadanos pero si quieren que sus hijos reciban
formación religiosa deben pagar además un colegio privado o contentarse con la
pobre formación cristiana que siempre ofrecieron las parroquias. Es claramente
una discriminación en un solo sentido. Lo justo sería que el Estado, con los
impuestos, que pagamos todos, permitiera, con un bono escolar, que el hijo de
un creyente reciba educación estatal en el colegio que realmente elijan los
padres y no en el que lo fuerza a asistir a la escuela pública oficial. Esto es
como señala González Merlano en ob.cit. , pág. 47 que “el Estado debería
cumplir con su tarea de ordenar la educación para el bien común, sin imponer
ninguna orientación filosófica, política, ideológica o económica”. Y si de
verdad quisiera contribuir con la libertad educativa y religiosa
constitucional, lo que debería de hacer es distribuir los fondos públicos del
área entre los colegios de diferentes orientaciones para que los padres tengan
el efectivo derecho de elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos y
no imponiendo un monopolio estatal laicista. Naturalmente que las escuelas para
recibir los fondos deberían de cumplir con las reglas que el Estado fije con
ecuanimidad para asegurar el nivel de enseñanza.
Debe recordarse que la Carta Magna establece la
libertad de enseñanza limitándose el Estado a fijar las condiciones de
“moralidad e higiene”. Letra que es muerta con el sistema laicista monopólico
establecido en los hechos. El Estado uruguayo pone a disposición medios económicos
solo a un tipo de escuela, violando así en forma flagrante lo establecido por
el art. 68 de la vigente Constitución de la República. Además el art.40 de la
misma Carta establece la obligación estatal de “velar por la estabilidad
material y moral de la familia” “para la mejor formación de los hijos dentro de
la sociedad”. Norma última que no se cumple si efectivamente los padres de
familia carecen de la libertad práctica de elegir la clase de educación que
desean para sus hijos.
3º.) En lo atinente a la objeción de conciencia, que exige
una especial atención en relación a la libertad religiosa y de conciencia, y
que debe existir también en el ámbito educativo, no existe previsión alguna en
la normativa legal. Temas tales como actividades escolares los días sábados,
juramento y reverencia a símbolos patrios, determinados contenidos educativos
que los padres no quieren que sus hijos reciban, etc. El racionalismo de
entonces -que originó la “religión positiva”- está junto con el positivismo
absolutamente en crisis, por lo que se advierte que lo que se presentaba como
modernidad frente al “oscurantismo religioso” la misma historia ha demostrado
su fracaso. Ante dicha crisis derivada de que la “moral independiente” de aquel
momento, que erosionó los valores humanos y por tanto cristianos, hoy se ha
transformado, -observa González Merlano con mucha precisión, y lo compartimos
totalmente- en la moral relativista, subjetivista, hedonista, marcadamente
individualista.
Tan esto ha sido así en Uruguay que el entonces presidente
Tabaré Vázquez (2005-2010), en su discurso en la sede de la Gran Logia de la
Masonería del Uruguay, el 14 de julio de 2005, dijo: “La laicidad es un marco
de relación en el que los ciudadanos podemos entendernos desde la diversidad
pero en igualdad….la laicidad es factor de democracia…Desde esa perspectiva, la
laicidad no inhibe el factor religioso. ¡Cómo va a inhibirlo, si, al fin y al
cabo, el hecho religioso es la consecuencia del ejercicio de derechos
consagrados en tantas declaraciones universales y en tantos textos
constitucionales! La laicidad no es incompatible con la religión; simplemente
no confunde lo secular y lo religioso… La laicidad no es la indiferencia del
que no toma partido. Y en esa misma línea, como indicamos antes, el presidente
uruguayo Jorge Batlle (2000-2005), refiriéndose a la propuesta de valores en la
escuela dijo muy gráficamente: “El laicismo nos ha llevado a decir lo que el
laicismo (debió aquí decir laicidad) no quiere decir. Nos ha llevado a decir,
que, como no podemos ser hinchas de Peñarol, Nacional, Wanderers ni Bella
Vista, el fútbol no existe, entonces la bolilla fútbol no existe porque somos
laicos. Grave error. Los valores morales, los valores éticos tienen que estar
en la base de la enseñanza de los seres humanos” (Conferencia en el Foro de
la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE), Montevideo, 7 de
marzo de 2001).
En su trabajo González Merlano, mirando hacia el
presente del Uruguay concluye en este tema afirmando que “si se pretende ser coherente
con la propuesta vareliana de educación, al acordar los valores a trasmitir,
para el engrandecimiento de la persona y el desarrollo de la sociedad, de
ninguna manera podría quedar fuera de los planes y programas de estudio la
consideración de la dimensión religiosa y trascendente de la realidad, que
constituye la plenitud de lo humano, como lo defendía Vera”. Coincidimos
totalmente con dicha conclusión aunque con el gobierno actual de Uruguay y la
vigente nueva Ley de Educación, la misma deberá seguir esperando a un gobierno
de otro signo porque la izquierda ha sido en este tema la continuadora del
batllismo estatizante, (a pesar de lo expuesto por el Dr. Vázquez), partidarios
ambos del laicismo y no de la laicidad, no obstante la “mea culpa” tardía
citada del ex presidente Batlle
.
VI) Laicidad y política en Uruguay.
Como vimos, la laicidad se aplica en relación a la
enseñanza pero también a lo político. En Uruguay este punto es de singular
relevancia ya que el Estado debe mantener neutralidad en ese sentido porque los
funcionarios públicos lo son de la Nación y no de partido político o facción
alguna dice la Constitución de la República. Por tanto, a lo largo de la
historia, las varias violaciones a este principio, en gobierno de partidos
fundacionales o de la izquierda más recientemente, tuvieron repercusiones y en
trabajo inédito que cita Da Costa en ob, cit. de M. Natalevich “Hechos y
denuncias de violación de laicidad 2003-2010”, se detallan algunas de
ellas.
Pero antes queremos destacar que durante muchos años
en Uruguay la izquierda sostuvo en forma falaz, -y así se enseña
lamentablemente en muchos centros de estudio y se estampó en publicaciones-,
que la subversión izquierdista (con robos, secuestros, asesinatos) había
comenzado para combatir la dictadura. Cuando es un hecho histórico innegable
que los tupamaros y otros movimientos subversivos arrancaron a fines de la
década del 50 del siglo XX, en plena democracia, y no luego de junio de 1973,
fecha del golpe de Estado cívico-militar. Quizás confiando en aquella máxima
fascista de que una mentira repetida mil veces se convierte en realidad, de
realismo mágico tal vez. (Álvarez Cozzi, Carlos: “Laicidad o laicismo en
Uruguay”). Recuperada la democracia también hubo los episodios que a
continuación elencamos.
El 19 de junio de 2003 el ex presidente Luis Alberto
Lacalle reivindicó su gestión presidencial en un acto oficial en una escuela
agraria del sistema público de enseñanza.
Convocado al Parlamento junto con el ministro de
Educación de la época el presidente de la Administración Nacional de Educación
Pública (ANEP), éste expresó que dentro de la educación está lleno de casos
reales y serios de violación de la laicidad por parte de los docentes de
izquierda y que sobre ello se guarda silencio. Y especificó que eso sucede en
enseñanza secundaria y en formación docente.
En octubre de 2004, el Consejo de Educación Secundaria
investigó denuncias de padres de alumnos por casos de violación de la laicidad
en relación a lo político provenientes de docentes que en clase expresaron a
sus alumnos sus preferencias político-partidarias.
En 2006, el ministro de Educación del gobierno de
izquierda fue citado al Parlamento por la oposición por manifestaciones
político partidarias realizadas por un diputado frenteamplista en un
liceo público, referidas a acciones militares llevadas a cabo por los Tupamaros
antes de la dictadura.
En 2009 sucedió un caso más grave de violación de la
laicidad esta vez en una escuela pública en que la maestra organizó un
simulacro de elecciones internas de los partidos políticos para que los niños
votaran. En la votación general fue mayoritariamente preferido José Mujica,
(actualmente presidente de la República), tanto en la interna de su coalición
como por encima de los candidatos de los otros partidos políticos, lo que
mereció un “festejo” con baile organizado por la maestra.
Pero se han dado otros casos recientes de evidente
violación de la laicidad cuando el presidente Mujica se ha referido en forma
pública a cuestiones políticas internas del Frente Amplio (solicitud de
sanciones para los jerarcas del gobierno que no estén al día con el pago de
aportes a la coalición de izquierda) o ha participado de un acto político
partidario chavista en Venezuela y no de la asunción del último mandato de Hugo
Chávez porque sencillamente éste no podía hacerlo por estar internado
gravemente enfermo en Cuba, cuando todo ello la Constitución se lo tiene
expresamente vedado.
Otro hecho innegable de violación de la laicidad ha
sido la aprobación en Uruguay de la Ley de Salud Sexual y Reproductiva que da
base normativa a la llamada “ideología de género”, promovida internacionalmente
por conocidas ONGs -que propugnan una reingeniería social antinatural- que como
es sabido niega la realidad natural de los sexos y considera al género como
construcción social. Porque establece en forma insólita que el Estado
garantizará el derecho al goce de la sexualidad como vínculo de placer antes
que para la reproducción. Nos preguntamos cómo el Estado garantizará ello por ejemplo
a quien no tenga una pareja, ¿se la proporcionará? De solo plantearlo surge
claro que la ley viola la laicidad porque no tiene el derecho de imponer desde
el Estado una ideología que es además totalmente falsa, de colonización
cultural y antinatural. Y forman parte también de ese impulso la ley de cambio
de sexo registral, la adopción de niños por parejas homosexuales y la ley de
matrimonio entre personas del mismo sexo. Todo lo cual muy gráficamente
Benedicto XVI ha denominado como la “dictadura del relativismo”. Es decir, que
quienes aseguran que todo es relativo pretendan en forma contradictoria a su
propia máxima, que ella sea absoluta. Que lleva consigo ínsita la persecución
autoritaria de todo aquel que disienta con su visión relativista, incluyendo
persecución privada y pública.
VII) Énfasis de la laicidad.
Milot (ob. cit) clasifica la laicidad en separatista,
anticlerical, autoritaria, de fe cívica y de reconocimiento, según donde ponen
el acento los sectores sociales que las propugnan. La laicidad separatista
refiere a la brecha que debe existir entre las la vida privada y la pública en
lo referente a valores a defender. La anticlerical refiere a la separación que
se considera principal para asegurar el proceso laicizador. La de fe cívica, es
la que según Milot permite la formación de valores sociales comunes en la
sociedad. La de reconocimiento es la de autonomía de pensamiento de la que cada
ciudadano es considerado portador. Da Costa en ob. cit. entiende que son todas
con excepción de la última, las modalidades de la laicidad que tuvieron lugar
en Uruguay, porque entiende que las primeras están referidas a los factores
culturales y sociales y no a los aspectos jurídicos de la misma.
Da
Costa, citando a Rama -sociólogo uruguayo contemporáneo que ha trabajado mucho
en el tema educativo-, entiende que el proceso uruguayo está vinculado a la
histórica hiperintegración de las oleadas de inmigrantes, basada en la
imposición de un mismo idioma, en la escuela pública, en la túnica blanca y la
moña azul de sus escolares, en la propia grisura de sus edificios públicos, y
que la misma ha negado las diferencias, con un fin disciplinador y
centralizador del Estado como principal matriz de la sociedad uruguaya.
Finalmente Da Costa agrega como conclusión de su trabajo que “la laicidad
uruguaya se encuentra ante el desafío de reexpresarse en códigos culturales
distintos a los de su construcción como valor identitario propio”.
Nosotros compartimos la misma porque entendemos que
primero el batllismo estatizante y luego la izquierda, como continuadora de ese
proceso, buscaron igualar para abajo, achatando la pirámide, sin reconocer las
diferencias en los talentos y virtudes, como manda la Constitución en el art. 8
luego de establecer la igualdad de las personas ante la ley. Y ello llevó en
forma totalmente antinatural y forzada a un achatamiento del nivel cultural, a
no favorecer la iniciativa privada ni el talento de los uruguayos, a considerar
el éxito personal casi como un pecado, a que la figura del emprendedor o empresario
sea socialmente mal mirada, a seguir esperando todo del Estado a pesar que el
estado de bienestar hace tiempo que feneció, en lugar de no esperar más del
Estado y de la sociedad que lo que éstos pueden darle al individuo que debe ser
hijo de la superación personal por su propio esfuerzo, al hábito de trabajo y
al cumplimiento de la palabra empeñada. Por eso propugnamos una laicidad
verdaderamente tal que es posible y no un laicismo como el uruguayo que ha
empobrecido a las personas y a la sociedad.
VIII) Desafíos actuales para la libertad de expresión
en relación a la laicidad en Uruguay.
Creemos que actualmente en la sociedad uruguaya la
libertad constitucional de expresión de los que disienten con el modelo
laicista, no de verdadera laicidad, está seriamente afectada. Resulta arduo
muchas veces que un medio de prensa recoja una expresión de crítica del
laicismo llevado adelante en el país. Tanto cuando se enfoca el tema desde el
punto de vista político como filosófico. Hay una especie de temor de molestar a
los poderosos, del gobierno o del sistema en general. Porque si existiera de
verdad laicidad, lo normal sería que todas las expresiones pudieran realizarse,
porque la laicidad solamente veda al Estado de tomar partido por alguna de
ellas pero no debe prohibir la expresión de ninguna.
En la cita del ex presidente Jorge Batlle,
recientemente fallecido, que figura en este trabajo, creemos que se sintetiza
muy bien la cuestión: no es negando que una realidad exista que aseguramos la
laicidad, porque eso se convierte en el laicismo que lamentablemente ha sido
moneda corriente en nuestro país. No es quitando la cruz del Papa que se
protege la laicidad sino al contrario, es dejándola que se asegura el
pluralismo en una sociedad democrática y moderna. No es negando la realidad de
lo trascendente en la enseñanza pública que se asegura la laicidad sino que se
cae invariablemente en el laicismo que dice que no existe realidad trascendente
alguna, como si negándola, por arte de magia ella desapareciera. Y entonces,
los educandos quedan tronchados en la formación de una dimensión fundamental
para la estructura de la conciencia, la cultura y la propia personalidad.
Toda esta situación ha repercutido, como decíamos, en
la propia libertad de expresión en Uruguay. Con autocensura del que expone o
directamente muchas veces con la imposibilidad de expresar en un medio público
cualquier pensamiento que pueda ser interpretado como atentatoria del laicismo “made
in Uruguay”.
Ese modelo debe ser cambiado en forma urgente en
nuestro país para avanzar realmente hacia una sociedad pluralista y
democrática, respetuosa de todos los pensamientos con la sola neutralidad (que
no quiere decir negación o prescindencia) por parte del Estado.
Del análisis de todos los elementos expuestos en este
trabajo creemos que se imponen las siguientes conclusiones:
1) La laicidad correctamente
entendida y aplicada es buena para una sociedad porque permite la libre
expresión de todos los pensamientos sin que el Estado adopte uno como propio.
Ello es básico para el ejercicio real del constitucional derecho a la libertad
religiosa que el Uruguay defiende, practica y nunca estuvo en duda su vigencia.
2) En Uruguay, no obstante, como
afirman algunos de los autores citados, se pasó de la confesionalidad del
Estado hasta 1919 al laicismo directamente, sin experiencia alguna de verdadera
laicidad.
3) Ello determinó la negación y no
la neutralidad del Estado, tanto en la educación como en la sociedad, del
pensamiento trascendente, filosófico o religioso, que sistemáticamente deben
ser acallados cuando éstos llegan al espacio público, ni hablamos del estatal.
4) Que ello fue pergeñado desde fuera del país y desde
dentro, tomando al Uruguay como la Holanda de América, porque hay pruebas históricas
de las mismas, innegables y referidas por autores insospechados de ser
religiosos.
5) Que ese laicismo originó la
pérdida de valores, porque ellos no fueron trasmitidos en la educación, por
entender mal la verdadera laicidad, engendrando así muchas generaciones de
alumnos, algunos de los cuales luego fueron maestros, que a su vez enseñaron a
otros alumnos, siempre con el temor de trasmitir valores por la imposición del
laicismo estatista y por temor a su transgresión.
6) Por todo ello no es casualidad para nosotros que el
proceso de aumento de la delincuencia de mayores, baja del nivel de enseñanza,
separaciones matrimoniales, drogadicción juvenil, delincuencia juvenil,
embarazos precoces, deserción y repetición escolar y lineal, baja en el nivel
universitario constado por índices internacionales, baja de la cultura en
general con expresiones soeces en forma privada y en medios públicos, groserías
de algún presidente de la República y de otros jerarcas públicos, baja en la
calidad del nivel técnico de la producción legislativa, aumento de casos de
mala praxis profesional, etc. se hayan verificado en Uruguay. Estamos
convencidos que entre las causas de ese conjunto de síntomas está el laicismo
analizado.
7) Por esto es realmente grave tratar de revertir ese
modelo nefasto a la vez que reconocer quienes han sido los responsables
históricos de la imposición del mismo: los llamados “liberales” de “religión
positiva” que en verdad más que ello eran contrarios al pensamiento
trascendente, los masones, enquistados en todos los estamentos del país,
y a nivel político cabe identificar históricamente como responsables al Partido
Colorado, -que gobernó casi un siglo entero al país- antes y después del
batllismo, con la salvedad como vimos del Dr. Francisco Bauzá, y al Frente
Amplio actualmente gobernante, continuador del estatismo laicista en
Uruguay. Esa pretendida panacea de la “religión positiva o pura” se alimentó
de racionalismo positivista que luego mudó al relativismo y al hedonismo, que
demostraron su total falsedad. Los pocos gobiernos que hubo del Partido
Nacional no alcanzaron lamentablemente a revertir ese estado de cosas tan
enquistado culturalmente en el país. Deberá de surgir imperiosamente de
próximos gobiernos nacionales y de la sociedad civil, la conciencia sobre este
tema para corregir rumbos en bien de las personas, la sociedad y el país y
colocar nuevamente el fiel de la balanza en el centro, abandonando el laicismo
para ir a la laicidad, como antes se abandonó la confesionalidad pero no
justamente para consagrar la laicidad en la práctica.
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(*) Carlos Álvarez Cozzi, es uruguayo, Doctor en
Derecho y Ciencias Sociales, Catedrático
universitario de Derecho,
y Consultor Jurídico