miércoles, 30 de noviembre de 2016

El Papado, el Papa y el papanatismo


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por José Luis Aberasturi
Infocatolica,  26.11.16

Viene a cuento, el título, del protagonismo que, para bien o para mal -cada uno lo señala como cree más oportuno, con razón o sin ella-, ha conseguido este Papa, Francisco; lo haya pretendido o no, que no conozco sus intenciones: solo veo lo que hace, solo leo lo que escribe, y solo oigo lo que dice.

Y, sinceramente, en cada uno de los tres apartados se ha ganado a pulso ese protagonismo; también para bien o para mal de su misma persona, de lo que representa y de la misma Iglesia, de la que es Cabeza visible. Pero que “muy” visible. No creo exagerar ni pizca diciéndolo: constato un hecho evidente, sin juzgar intenciones de nadie; y menos de las suyas.

Son múltiples las críticas que recibe por ello. Y también los aplausos que recibe por lo mismo y a “sensu contrario". No hay término medio, la verdad. Ha conseguido -queriéndolo o no: sigo sin juzgar unas intenciones que no conozco- exactamente esto: que, o se le aplauda, o se le rechace. “A rabiar", si se me permite la expresión.

Las dos cosas son perfectamente constatables, pues no deja indiferente a nadie que le interese la Iglesia Católica, para bien o para mal, que las dos posturas coexisten; pero, además, se han enconado, precisamente por lo que el Papa, hace, dice y escribe…, o calla, que también: un día y otro, sí o sí. En esto hay que reconocerle que no para, y que prácticamente hace casi imposible estar al día con él.

Por esto -y por alguna razón más, que también las hay-, creo que se hace necesario clarificar un poco las cosas, saber dónde estamos, qué terreno pisamos, tener doctrina para tener criterio; no nos pase que pretendamos “ser más papistas que el Papa", o que nos convirtamos en unos “papanatas", o que, simplemente, hagamos daño a la vez que nos hacemos daño a nosotros mismos, con buena o mala intención, que de todo hay en la viña del Señor; y no hay que escandalizarse por ello.

Vamos primero con el “Papado". El Papado es la Institución, es la Dignidad, es lo que encarna en sí mismo la “cualidad” de Papa, es la Misión, es el Oficio, es la Cabeza, es el “Vice-Cristo en la tierra” -como lo llamaba santa Catalina de Siena-, es la Primacía o el Primado… Todo ello dentro de la Iglesia y para servir a la Iglesia, independientemente de la persona concreta que encarne o ejerza tal potestad. El Papado es lo permanente, siendo transitoria la persona que lo encarna en cada momento histórico.

Lo instituye Jesús mismo -de institución “divina”, por tanto, y nunca “invento humano"-, en la persona de Pedro y para todos sus Sucesores: después de la primera pesca milagrosa, cuando Pedro, reconociéndose pecador, se echa a sus pies, Jesús entonces le dice: Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18).

La RAE lo define, con acierto, como “dignidad de Papa"; también como “tiempo que dura el mandato de un Papa". Esta segunda acepción es muy secundaria, en mi opinión, y no aporta prácticamente nada al tema. La primera sí; y es la que acabo de explicar.

Esto significa, en primerísimo lugar, que es el Papado lo que “da” u “otorga” dignidad al Papa, y no al revés, porque es imposible. Ciertamente, la santidad personal de los     Papas -ha habido muchos santos entre ellos; y los que tenemos ya una cierta edad hemos conocido a varios- “demuestra” y “confirma” la insititución divina del Papado; pero un Papa “malo” -si se me permite la “licencia” o la “hipótesis"- ni le quita ni le puede quitar nada al Papado.

Del mismo modo que los muchos pecados de los hijos de la Iglesia no “consiguen” que la Iglesia Católica no sea Santa. O como los cismas tampoco logran que la Iglesia no sea Una: son ellos los que no son iglesia -por mucho que se empeñen en decirlo, o por mucho que desde fuera se les quiera conceder tal condición-, porque se han ido: son los sarmientos que se han desgajado de la Vid, y se secan; y no sirven más que para ser echados al fuego, o para arrear a las bestias (cf. Jn 15, 1-8)..

Vamos ahora con el “Papa". El Papa es la Persona que, cada vez que es históricamente necesario, sucede a Pedro: permanece la “Piedra” -siempre la misma-, siendo sucesivamente cambiante en el devenir histórico la “Persona” -el Papa- que la encarna o que la asume, como tarea y como misión: como “servicio”. Es lo que cambia, la Persona; nunca la Institución.

De ahí una consecuencia inmediata e importantísima: que las “iglesias” que quieran presentarse como tales, como “verdaderas", pero no están en comunión con el Papa, porque no asumen la Primacía ni la Función del Papado, no pueden ser la Iglesia de Cristo, no son “la” Iglesia divinamente fundada, plantada y metida en el devenir histórico de la humanidad: no son la Iglesia que “salva", no son el “Cuerpo de Cristo” porque no tienen a Jesús como Cabeza. Un cuerpo descabezado es un cadáver, un cuerpo muerto…, enterrado o a la intemperie, da lo mismo.

Pero no hay que confundir el “Papa” con el “Papado". El Papa -cada Papa- “ejerce” el Papado, lo asume, pero “no lo es". Es más: la Iglesia “sigue” incluso con “sede vacante"; precisamente para elegir al nuevo. Si Papa y Papado no se “distinguiesen", al morir el Papa “moriría” la Iglesia, cosa que evidentemente no es así. 

Por lo mismo, tampoco todo lo que hace el Papa “dice relación” con el Papado. No es lo mismo, por ejemplo, que el Papa diga que un tema -el que sea- es “un tema cerrado en la Iglesia", o que diga que tal cosa es un tema “abierto", o que diga que, en tal escrito, solo pretende dar su opinión y no definir ninguna doctrina; como no es lo mismo que hable “ex cathedra” y lo declare solemnemente así, a que no lo haga. En unos casos, el asentimiento -la obediencia- que hemos de poner por nuestra parte, Jerarquía y fieles, religiosos y laicos, es total y absoluto; en los demás casos no es así, y el Papa mismo respeta nuestra libertad de hijos de Dios en su Iglesia, que Cristo mismo nos ha ganado.

Libertad de hijos de Dios, incluso para opinar en su contra si hiciese falta. Es la libertad santa de Pablo frente a Pedro, en Antioquía (cf. Ga 2, 11-16) al que resistió en su misma cara porque se había hecho reprobable. Es la libertad santa de Catalina de Siena recordándoles a los Papas la dignidad del Papado, la dignidad de la Iglesia, y su deber de fidelidad a Cristo y de servicio a las almas. Es la misma libertad de Cardenales y obispos para entrarle a lo que ha dicho o escrito el Papa si creen en conciencia -una conciencia en la que pesa lógicamente que el Papa es el Papa- que deben elevar una consulta, como se ha hecho siempre, ante puntos que lo exigen. Es la misma libertad de los fieles laicos -caso reciente de Spaemann, padre e hijo- ante algunas cuestiones de la “Amoris laetitia” que ha levantado tantísima polvareda, y no por gusto de levantar polvo, o de tirar contra el Papa, sino porque el tema lo ha exigido. Yo mismo escribí hace meses que habrá en la Iglesia Católica un antes y un después de la Amoris laetitia. Y lo está habiendo, y mucho antes de lo que yo pensaba.

Como composición y criterio, vienen perfectamente a cuento unas líneas de una carta que Léon Bloy escribió al matrimonio Maritain, Jacques y Raïssa: “Sean cuales sean las circunstancias, poned siempre lo invisible [el Papado, en el caso que nos ocupa] por delante de lo visible [el Papa], lo Sobrenatural [el Papado] por delante de lo natural [el Papa]; si aplicáis esta regla a todos vuestros actos, estamos seguros de que estaréis investidos de fuerza e impregnados de una profunda alegría” (tomado de Card. Robert Sarah en Dios o nada, p. 321. Ediciones Palabra, Madrid 2015).

Todo esto hay que tenerlo muy claro porque, en caso contrario, aplaudir por aplaudir -aplaudir hasta con los piés- aunque no se sepa bien o no se entienda bien lo que ha dicho o escrito el Papa, sin más criterio que “es que lo ha dicho -hecho, escrito- el Papa", exactamente eso es, en mi opinión, un descriterio; y no le hace ningún servicio al Papa, ni a la Iglesia, ni a las almas, porque se antepone el Papa al Papado. Tout court. Y es una aberración.

Como no le hace ningún bien, al mismo Papa en primer lugar, que se diga, por ejemplo, que un texto “es magisterial” cuando él mismo ha escrito exactamente lo contrario: que ni lo es ni lo ha pretendido. Como tampoco le hace ningún servicio dar, por ejemplo, unas clases sobre la “Amoris laetitia", ocultando a la gente los puntos conflictivos -que los tiene-, y presentar esas clases como “lo que es” y da de sí esa Exhortación apostólica: tal postura ni siquiera es honrada intelectualmente hablando. Tampoco moralmente.

Esa postura es lo que llamo el “Papanatismo", tercer punto del título. Papanatismo que el Diccionario de la Lengua Española define como: “actitud que consiste en admirar algo o a alguien de manera excesiva, simple o poco crítica”. 

El “Papanatismo” es renunciar a la racionalidad y, por tanto, a la libertad, Y en el tema que nos ocupa -tema de una trascendencia que fácilmente se nos puede escapar- es moralmente insano.

Y “que cada palo aguante su vela”, como dice la sabiduría popular, que se engaña muy pocas veces.

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 18.11.16
Conexio virtutum/conexio doctrinam
A las 12:31 PM, por José Luis Aberasturi
Nuestra Madre la Iglesia Santa enseña con gran Sabiduría, hecha de Palabra de Dios, de Gracia del Espíritu Santo, de Vida de Cristo y de abundantísima experiencia humana -no hay que olvidar que la Iglesia es “experta en humanidad"-, que todas las virtudes, especialmente las virtudes cardinales y las demás virtudes morales, están interconectadas: es lo que se designa con la expresión “conexio virtutum".

Tan es así que, cuando se mejora en una de ellas, se mejora a la vez en todas; y al revés: cuando se descuida una, pierden todas las demás también. Indudablemente, quien mejora o pierde es la poseedora de todas ellas, es decir, la persona humana.

Aunque estrictamente hablando Santo Tomás reduce la “conexión entre las virtudes” a las virtudes cardinales y a las morales -no así a las virtudes llamadas “intelectuales” o a las meras virtudes humanas-, sin embargo y en mi opinión, esto es más un reduccionismo académico -más bien “escolástico", por decirlo de algún modo- que un reflejo de la realidad: en realidad, en el hombre, que es un único ser personal, todo comunica; como lo demuestra, por ejemplo y con absoluta evidencia, la intercomunión intrínseca e inseparable del cuerpo y del alma.

Viene a cuento lo de la “conexión de las virtudes” -conexio virtutum- porque me parece que, en el orden doctrinal y salvando todas las distancias, tampoco son separables los puntos que componen la Doctrina Católica; como no son separables, y se recogen de hecho en un mismo Catecismo de la Iglesia Católica, sus distintas partes: Mandamientos, Sacramentos, Artículos de la Fe y la Vida Cristiana, etc.

Solo son separables “intelectualmente” -metodológicamente, si se prefiere-, pero no en la vida práctica del cristiano -del hijo de Dios, que para vivir como tal, en plenitud de vocación, ha de vivirlas todas-; como tampoco son separables en la práctica “Doctrina y Vida", “Fe y Vida de Fe".

Del mismo modo y a fortiori, menos aún son separables Jesucristo y su Iglesia: pues realmente no se puede escoger a uno/una sin despreciar al otro/otra. Son una unidad: sin Jesucristo no hay Iglesia, porque esta ni habría existido ni puede subsistir sin Cristo.

Tampoco es católico separar “doctrina” -doxa- y “praxis” -"ortodoxia” y “ortopraxis"- como pretendía la ya casposa “teología de la liberación"; y como pretenden algunos, a día de hoy, afirmando que “no se ha tocado la doctrina", y “todo sigue igual” cuando, en la práctica, se admiten y se postulan “praxis” que la contradicen, porque la pisotean, la ningunean y la anulan: convierten la doctrina en papel mojado, en la nada inoperante, como corresponde a la propia “nada” por su ser precisamente “nada".

Por ejemplo: no se puede pretender que para comulgar hay que estar en gracia de Dios, es decir, no tener conciencia de pecado mortal -mucho menos reconocer que “se está en una situación objetiva de pecado grave"- y sostener además que, si se tiene esa conciencia de pecado grave, hay que confesarse antes de comulgar…, para luego, sin más y por mis pistolas, postular en la práctica que esas gentes accedan a la Sagrada Comunión; pretendiendo, para más inri, que esta “pastoral” -eufemismo o sarcasmo más falso que Judas- es una pastoral “católica”. Para añadir -faltaría más-, antes y después, que “no se ha cambiado ni una coma de la doctrina".

Una aclaración. Cuando hablo de “doctrina” me refiero a la doctrina “inmutable", no a si es más oportuno recibir la Confirmación a los 10 o a los 16 años, que esto puede cambiar las veces que haga falta; sino a la pretensión, si la hubiera, de desvirtuar la naturaleza del Sacramento de la Confirmación, por ejemplo. Y volvemos al hilo.

Pero, ¿en qué lógica cabe tal postura? ¿Nos hemos vuelto locos? ¿Hemos renunciado -como lo hacen los del “mundillo"- a la capacidad de nuestra razón para reconocer la realidad -la verdad de las cosas-, y enunciarla como tal? ¿Se pretende, una vez más y en línea con una pseudo filosofía -y la pseudo teología que lo asume-, que la “verdad", la pongo “yo", es decir, “mi” conciencia o “mi” voluntad?

Esto, siempre será encumbrar al “hombre” -al falso hombre, porque del hombre verdadero no queda nada en una postura así- pagando el peaje de “quitar” -no queda otra- a Dios. Y la Iglesia Católica nunca ha sido, ni es ni será una “cosa” así, porque desde su origen y hasta el final de los tiempos está al servicio del hombre, porque está “ad maiorem Dei gloriam": para la gloria de Dios.

Precisamente esto -la defensa de la Iglesia en su finalidad más sobrenatural: la salvación de las almas todas- es lo que han pretendido los cuatro cardenales con su carta al Papa; que han convertido en “carta abierta” -pública y publicada-, dado el silencio administrativo con el que se les ha contestado-; es también lo que pretendieron los bastantes más de cuatro firmantes con la carta que, con ocasión del sínodo de la familia, elevaron al Papa, por si le servía de ayuda; más la carta -ya muchísimo más numerosa en firmas- que un buen número de católicos -con ánimo firme de serlo y de seguir siéndolo- enviaron al Papa para que les aclarase las dudas y las zozobras que les había producido su última exhortación apostólica.

La Iglesia Católica, desde hace ya muchos años, se ha convertido en el último y en el único refugio que le queda al hombre para poder reconocer su dignidad, su origen y su destino. Si la Iglesia le fallase el hombre éste ya no tendría ni a dónde ir en este mundo: se convertiría en un extraño, en un paria: se desconocería a sí mismo y a los demás, por desconocer a Dios.

martes, 29 de noviembre de 2016

¿Un eclesiástico masón amenaza a los cuatro cardenales?


 Gabriel ARIZA, periodista
catolicos-on-line, 28-11-16

El decano de la Rota Romana, Pio Vito Pinto, ha amenazado a los cuatro cardenales con “perder la dignidad cardenalicia”. Vito Pinto aparece en una lista de eclesiásticos vinculados a la masonería que costó la vida al periodista Mino Pecorelli en 1979.

Los cardenales Walter Brandmüller, Raymond Burke, Carlo Caffarra y Joachim Meisner preguntaron al Santo Padre algunas dudas de la Amoris Laeitita. El papa Francisco no les respondió y los prelados hicieron pública la carta a través de los medios de comunicación, por eso forman parte de la “lista negra” de Vito Pinto, pero Vito Pinto aparece en una lista mucho menos honorable que esa, Vito Pinto aparece en la lista Pecorelli.

¿Qué es la lista Pecorelli?

Mino Pecorelli fue un periodista italiano que vivió entre 1928 y 1979, cuando falleció en circunstancias sospechosas, oficialmente asesinado por la mafia. Nadie hurgó en esa muerte hasta que en 1995, durante el proceso del dirigente democristiano Giulio Andreotti, alguien le acusó de haber ordenado el asesinato del denunciante.

Mino Pecorelli había denunciado la infiltración masónica en las alturas de la Iglesia, y llegó a publicar una lista de 116 nombres de eclesiásticos de los que, aseguraba, conocía a ciencia cierta su filiación ¿Qué es la lista Pecorelli?

 En concreto, se trataba de una lista de eclesiásticos iniciados en la Logia P2.

Los cuatro cardenales que han escrito al Papa podrían perder su cardenalato


Infocatolica, 29/11/16

Mons.Pío Vito Pinto, Decano de la máxima autoridad de la Iglesia católica en procesos de nulidad, ha pronunciado una conferencia en la Universidad Eclesiástica San Dámaso de Madrid. De manera enérgica ha dicho que los cuatro cardenales que han pedido al Papa Francisco que aclare algunas dudas sobre su exhortación apostólica Amoris Laetitia, han incurrido en un grave escándalo al publicar esta carta en los medios de comunicación.

(Religión Confidencial) En declaraciones a Religión Confidencial, Pio Vito ha puesto de manifiesto que estos cuatro cardenales, al igual que algunas otras personas dentro de la Iglesia que ponen en duda la reforma del Papa Francisco y su exhortación apostólica Amoris Laetitita, están cuestionando «dos sínodos de obispos sobre el matrimonio y la familia ¡no un sínodo sino dos! Un ordinario y otro extraordinario. No se puede dudar la acción del Espíritu Santo».

Los cardenales Walter Brandmüller, Raymond Burke, Carlo Caffarra y Joachim Meisner preguntaron al Santo Padre algunas dudas de la Amoris Laeitita. El papa Francisco no les respondió y los prelados hicieron pública la carta a través de los medios de comunicación.

«¿Qué Iglesia defienden estos cardenales? El Papa es fiel a la doctrina de Cristo. Lo que han hecho es un escándalo muy grave que incluso podría llevar al Santo Padre a retirarles el capelo cardenalicio como ya ha pasado en algún otro momento de la Iglesia», ha afirmado Pio Vito a este Confidencial.

El decano de la Rota romana matiza: «Lo cual no quiere decir que el Papa les retire su condición de cardenales, pero podría hacerlo».

Durante la conferencia, Pío Vito dejó claro a los asistentes que el Papa no les ha respondido directamente a estos cuatro cardenales, «pero indirectamente les ha dicho que ellos solo ven blanco o negro, cuando en la Iglesia hay matices de colores».

Pocos católicos piden la nulidad

Religión Confidencial preguntó también a Mons. Pío Vito si no es mejor abrir la mano a los divorciados vueltos a casar y concederles la nulidad matrimonial, para que puedan casarse por la Iglesia y así recibir la Eucaristía, antes de que reciban la comunión unidos de manera civil.

«La reforma del proceso matrimonial del Papa Francisco quiere llegar a más gente. El porcentaje de personas que piden la nulidad matrimonial es muy pequeño. El Papa ha dicho que la comunión no es solo para los buenos católicos. Francisco dice: ¿cómo llegar a las personas más excluidas? Muchas personas, con la reforma del Papa podrán pedir la nulidad, pero otros no», explicó el Decano de la Rota Romana.

En este sentido, insistió en la clave del pontificado de Francisco, recogido en el punto 4 de la Bula que escribió con motivo del Jubileo de la Misericordia: «Vuelven a la mente las palabras cargadas de significado que san Juan XXIII pronunció en la apertura del Concilio para indicar el camino a seguir: `En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad. La Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad católica, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella´».

Diferencia con los protestantes

Sobre la opinión de algunas voces de que la Iglesia podría estar abrazando la reforma protestante, el Decano de la Rota explica que «Lutero destruyó la fe católica de los apóstoles. La Iglesia católica cree que en la Eucaristía está presente Jesucristo, y el protestantismo no cree en la presencia real de Cristo en la comunión. Esta es la gran diferencia».

A este respecto y durante la conferencia, recordó que durante el sínodo de los obispos, algunos padres sinodales le pidieron al Santo Padre un nuevo tratado de teología sobre matrimonio y Francisco lo descartó puesto que dijo que los otros papás ya habían dejado muy claro la teología del matrimonio.


Recordó que el centro del mensaje del Papa Francisco es llegar a todas aquellas personas que se han sentido, o se siente, descartados o heridos por la Iglesia. Señaló también que actualmente, mucha gente comulga indiscriminadamente. «Una religiosa me dijo que hay personas divorciadas o que viven juntas que están comulgando. Y ¿qué debe hacer la Iglesia, decir tu sí y tu no? El Papa Francisco quiere una Iglesia muy cercana al pueblo».

Laicidad, laicismo y libertad religiosa en Uruguay



Por Carlos Alvarez Cozzi (*)

ÍNDICE

 
 II) La libertad religiosa en Uruguay. Breve reseña.

I) Qué es la laicidad y qué el laicismo.
Para poder comprender el concepto de laicidad empecemos por la definición de la misma en el “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”, No. 572, porque creemos que da un panorama exacto de ella y de su deformación patológica que es el laicismo. Dice el Compendio: “El principio de laicidad conlleva el respeto de cualquier confesión religiosa por parte del Estado, “que asegura el libre ejercicio de las actividades del culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades de creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la Nación” (Juan Pablo II al Cuerpo Diplomático, 12 de enero de 2004). 
Por desgracia todavía permanecen, también en las sociedades democráticas, expresiones de un laicismo intolerante, que obstaculiza todo tipo de relevancia política y cultural de la fe, buscando descalificar el compromiso social y político de los cristianos sólo porque estos se reconocen en las verdades que la Iglesia enseña y obedecen al deber moral de ser coherentes con la propia conciencia; se llega incluso a la negación más radical de la misma ética natural. Esta negación, que deja prever una condición de anarquía moral, cuya consecuencia obvia es la opresión del más fuerte sobre el débil, no puede ser acogida por ninguna forma de pluralismo legítimo, porque mina las bases mismas de la convivencia humana. A la luz de este estado de cosas, “la marginalización del Cristianismo….no favorecería ciertamente el futuro de proyecto alguno de sociedad ni la concordia entre los pueblos, sino que pondría más bien en peligro los mismos fundamentos espirituales y culturales de la civilización” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública de 24 de noviembre de 2002).

Usualmente en el concepto de laicidad dice Néstor Da Costa (“El fenómeno de la laicidad como elemento identitario. El caso uruguayo”, “Civitas, Revista de Ciencias Sociales”, vol. 11, número 2, 2011, Pontificia Universidad Católica de Río Grande del Sur), hay dos énfasis distintos en el concepto de laicidad: por la neutralidad de lo estatal y lo público ante lo religioso y por otro, la neutralidad de lo estatal ante lo político partidario o ideológico.
En Uruguay, con la separación de la Iglesia Católica del Estado, por la Constitución de la República de 1919, se produjo un desplazamiento de lo religioso a la esfera de lo privado, quitándolo de lo estatal y de lo público, señala el mismo autor. Creemos que al influjo de la masonería ese desplazamiento se agudizó y muchos hechos históricos lo abonan. El modelo uruguayo incluso, admite Da Costa, fue más restrictivo que el francés.

La laicidad francesa está unida a una pertenencia ciudadana muy fuerte que desplaza a un segundo plano las adhesiones comunitarias que ponen en riesgo la relación política (Milot, M. “La laicidad”, 2009, pág. 15, citado por Da Costa).
Este fue el modelo de laicidad uruguaya en la que el Estado y lo público se identifican y los ciudadanos tienen en aquel su gran protector y proveedor de los grandes bienes necesarios para la vida (Andacht, F., “Signos reales del Uruguay imaginario”, 1992 pág.8). Da Costa en el trabajo citado afirma en relación a este punto que la separación entre la Iglesia y el Estado implica y expresa neutralidad del Estado frente a lo religioso. Esa neutralidad asume en Uruguay dos vetas interpretativas: por un lado, como imparcialidad ante las creencias de los ciudadanos y, por otro, como prescindencia de las mismas y esta última es la que ha sido hegemónica en el Uruguay durante prácticamente todo el siglo XX y llega hasta nuestros días aunque, quizá, con menos fuerza que en épocas anteriores.
Para Da Costa la neutralidad reposa sobre el supuesto de la centralidad de los ciudadanos y el reconocimiento a éstos de sus derechos y opciones como parte constitutiva del conjunto social. 

En tanto el segundo énfasis mencionado, el de la prescindencia, expresa Da Costa, se apoya en un supuesto por el cual el conjunto social, encarnado en el Estado, no puede ver lo religioso, ignorándolo, prescindiendo de él. En síntesis, concluye Da Costa: “estas dos formas implican una distinta actitud hacia los ciudadanos: la primera los reconoce como tales y acoge sus opciones, en tanto que la segunda impone a los ciudadanos la necesidad de alejar de lo público (de la polis) sus convicciones”.
Milot, en la obra citada, afirma que junto a la separación y neutralidad, el respeto a la libertad de conciencia y de religión constituye la base de la convivencia en sociedades plurales. No existen modelos únicos y universales de laicidad, afirma Da Costa, porque los mismos no son trasplantables, destacando las diferencias entre Estados Unidos, Gran Bretaña o Dinamarca. Asimismo menciona que la influencia de la masonería en América Latina en este tema no ha sido suficientemente estudiada.

Nosotros creemos en cambio que el protagonismo masónico en los procesos laicizadores ha sido determinante, siendo el caso de Uruguay uno de los más notorios en América Latina, que forzó el paso del Estado confesional pero no a la laicidad sino lamentablemente al laicismo, es decir, a la prescindencia o peor a la negación de lo trascendente, llevando a la sociedad actual a la pérdida de valores, como fuera reconocido por el presidente de la República Oriental del Uruguay mandato cumplido (2000-2005) Jorge Batlle, aunque lamentablemente fuera en forma tardía.

El laicismo, en cambio, es la deformación de la sana laicidad que es la única que beneficia y enriquece mutuamente al Estado y a los credos religiosos, dándole libertad a ambos. El laicismo, por el contrario, supone no el guardar neutralidad sino en ignorar o incluso perseguir toda expresión de pensamiento filosófico o religioso. Cuando hay laicidad todas las expresiones tienen cabida sin que el Estado tome parte pero cuando se padece el laicismo se prohíbe prácticamente la expresión del pensamiento, se persigue o confina al que manifiesta públicamente sus convicciones más profundas, se sofoca la libertad religiosa que nuestro prócer Artigas en las Instrucciones del año XIII entendía que junto con la civil, debían de ser promovidas “en toda su extensión imaginable”.

II) La libertad religiosa en Uruguay. Breve reseña.
El Uruguay, nació como un Estado confesional católico en la Constitución de 1830.
Ya el prócer José Artigas, en las Instrucciones del año 1813, había proclamado “la defensa de la libertad religiosa en toda su extensión imaginable”. Y ello estaba en perfecta sintónía con que el Estado reconociera que la enorme mayoría de la población pertenecía a la religión católica.
Luego, llegó el racionalismo positivista al país y con el mismo la actitud típica anticlerical, que terminó de originar la separación del Estado de la Iglesia, lo que aconteció con la Constitución del año 1919, a influjo del presidente José Batlle y Ordóñez, de origen católico, pero que, ante su situación personal matrimonial y el influjo del racionalismo y el positivismo reinantes, sin que pesara la religión mayoritaria del pueblo, se produjo tal separación.
La que en verdad fue muy buena tanto para el Estado, como para la Iglesia Católica, porque sus integrantes, en particular sus obispos, ganaron en libertad para la proclamación del Evangelio de Jesucristo. Iglesia pobre pero libre.

La coexistencia fue pacífica, a tal punto que la enseñanza católica se desarrolló normalmente, con el justo y permanente reclamo de los obispos hasta el presente, que la libertad religiosa protegida constitucionalmente no es real, en tanto los padres que desean educar a sus hijos en un colegio privado católico deben pagar dichos estudios sin ninguna ayuda estatal, siendo que los mismos también pagan los impuestos que van a la educación pública, de cuyos hijos no son usuarios.
Esto a nivel primario y secundario porque a nivel universitario, fue recién en 1984 que se creó y luego fue reconocida por el Estado que tenía el monopolio de la misma, la Universidad Catolica del Uruguay, Monseñor Dámaso Antonio Larrañaga, que paradojalmente en el S.XIX había sido fundador de la estatal Universidad de la República, antes de la separación de Estado e Iglesia.
Uruguay es reconocido por su libertad de cultos, donde coexisten cristianos católicos, protestantes, evangélicos, judíos, musulmanes y otras religiones, sin problemas de convivencia, claro, en el país más secularizado de América Latina.


III) El proceso laicizador uruguayo.
Siguiendo la muy buena relación de hechos que sobre el punto hace Da Costa (ob.cit), diremos que la Iglesia Católica en la Banda Oriental y luego en la República fue de implantación tardía y débil, dado que nuestro territorio no ofrecía mucho atractivo a los colonizadores por no tener muchas riquezas propias. La fundación de la misma ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo es bastante tardía con respecto al resto de la realidad americana. Esa debilidad original se extendió en el tiempo con un clero nacional escaso y disperso y la tardía también erección de la diócesis de Montevideo, a la sazón la única del territorio.
Los primeros escarceos entre la Iglesia local y el Estado se produjeron a fines del siglo XIX y principios del XX en que el naciente poder reclamaba para sí el control de la vida colectiva, desplazando a la Iglesia que controlaba espacios propios del Estado como el registro civil o la educación pública. Además en esa pugna se suman contra la Iglesia Católica, la masonería y los protestantes (Caetano G. y Geymonat R., “La secularización uruguaya 1859-1919)”, 1997).

En 1861 el cura párroco de la Catedral negó la sepultura canónica a un conocido masón lo que generó la llamada “secularización de los cementerios” a favor de la administración estatal. Ello fue en ascenso hasta que en 1863 el obispo de Montevideo fue desterrado por el gobierno. Da Costa (ob.cit.) refiere también a que entre 1865 y 1878 tuvo lugar en Montevideo sobre todo “el conflicto intelectual”, que fue el enfrentamiento por los medios de comunicación de centros de pensamiento liberales y católicos. En 1877 se había aprobado la Ley de Educación que desconfesionalizó la educación pública, lo que en los hechos significó la expulsión de Dios de los centros de enseñanza oficiales, lo que perdura hasta nuestros días. En la misma línea, en 1879 se sancionó la Ley de Registro de Estado Civil, quedando en manos estatales el monopolio del mismo. 
A su vez, en 1885 recuerda Da Costa (ob.cit.) que se aprobó la Ley de Conventos. Por la misma se declaraba sin existencia legal en el país a todos los conventos y casas de oración así como se prohibió el ingreso de religiosos extranjeros al país. También en 1885 se aprobó la Ley de Matrimonio Civil que estableció la obligación de contraer matrimonio civil antes de celebrar el religioso. Lo que perdura hasta el presente a diferencia de muchos otros países en que se puede celebrar directamente el matrimonio religioso y éste despliega efectos civiles, si cumple con los requisitos legales. Los obispos del Uruguay recientemente se han manifestado otra vez acerca de modificar la normativa legal para posibilitar que se pueda celebrar tanto el matrimonio civil como el religioso pero desplegando este último también efectos civiles.

Ante la ofensiva anticlerical expresada fue normal que la comunidad católica se organizara en Centros católicos, (Club Católico) producto de los Congresos Católicos, de los cuales emergieron las históricas tres uniones: la Unión Social, la Unión Económica y la Unión Cívica como partido político. Fue también que se desarrollaron sindicatos, instituciones de ayuda mutua como bancos cooperativos y mutualistas como el Círculo Católico de Obreros del Uruguay, aún superviviente. 

Funcionaron como enclaves de resistencia ante los embates anticatólicos sobre todo perpetrados por el Estado. En 1906, en pleno gobierno de José Batlle y Ordóñez, se aprobó la absurda ley de los crucifijos que obligaba a retirarlos de los hospitales, en clara y franca violación de la laicidad que supone respetar todas las expresiones filosóficas y religiosas. En 1907 se suprimió también por ley el juramento de los cargos parlamentarios por los legisladores sobre los Santos Evangelios. En ese mismo año, relaciona Da Costa, (ob.cit.) y como uno de los primeros países en aprobarla, se sanciona la ley de divorcio previendo como una de las causales la sola voluntad de la mujer, la que permanece hasta nuestros días.

Como un paso más adelante, en la reforma constitucional de 1919, se produce la separación de la Iglesia Católica del Estado, conforme al art. 5º de la Carta Magna. En ese mismo año, se sanciona la ridícula secularización de los feriados por la que el día de Navidad se le denomina “Día de la Familia”, el 6 de enero en lugar de Reyes es el “Día de los Niños” y la Semana Santa se define peculiarmente como “Semana de Turismo”, ininteligible en cualquier parte del mundo, aún del no cristiano.

En esa misma época se procedió a cambiar los nombres de varias localidades del país que tenían apelativos de santos, como por ejemplo Santa Isabel que pasó a denominarse Tacuarembó o San Fernando que pasó a llamarse Maldonado.
El enfrentamiento del lado liberal llegó a dislates tales como los llamados “banquetes de la promiscuidad”, en que destacados liberales los viernes santos (en que la Iglesia observa ayuno y abstinencia), organizaban parrilladas opíparas con gran consumo de carne vacuna y achuras. Y ello tenía lugar –para provocar claramente- nada menos que en la esquina de la Catedral en Ciudad Vieja y también en la proximidad de otros importantes templos.

Da Costa (ob. cit.) entiende que el enfrentamiento se acentuó por “la intransigencia de la Iglesia Católica”, lo cual no es cierto porque en los temas fundamentales de la fe la Iglesia no puede “disponer” del tesoro de la revelación sino que es simplemente su custodio.
La consecuencia de esa embestida fue que lo religioso fue desplazado al ámbito de lo privado o familiar, con la pretensión imposible de conseguir en su totalidad, de desplazar la fe de lo estatal pero también del ámbito público. Con ello la Iglesia pareció conformarse con su retracción de la vida pública hasta que en la década del 60 del siglo XX, la del Concilio Vaticano II, la jerarquía católica, con el “aggiornamento” posconciliar y con su figura más destacada de la época, Mons. Carlos Parteli, Arzobispo de Montevideo de 1966 hasta 1985, volvió a tratar en sus cartas pastorales temas de relevancia pública como la tenencia de la tierra o los excesos del capitalismo, pero, a nuestro juicio, sin cuidar de la debida ortodoxia, lo que luego desembocó lamentablemente en la adopción de la llamada teología de la liberación por varios sacerdotes que cometieron claras desviaciones doctrinarias y de ética clerical y otros que además dejaron el ministerio. Algunos de los cuales asistieron a subversivos y por ello debieron de ser sometidos a la justicia de la época.

Es interesante no obstante referir que la secularización no llevó siempre a la privatización de la religión o de la fe, que ello no obedece a una tendencia estructural moderna constante sino que se da solo en determinadas situaciones, afirma José Casanova en “Religiones públicas en el mundo moderno”, Madrid, 2000. Pero esa fue la consecuencia inmediata ocurrida en Uruguay hasta la reacción de muchos cristianos que no se conformaron ni se conformarán con ser ciudadanos “de segunda” por tener fe.
IV)) Laicidad y espacio público en Uruguay.
Dice Da Costa (ob cit.) y coincidimos, que “el tipo de laicidad que se construyó en Uruguay pone un fuerte énfasis en la ausencia de lo religioso en lo público”. En efecto, existen pocos símbolos religiosos en los espacios públicos uruguayos. Uno de los más importantes es la Cruz del Papa, que recuerda la misa que Juan Pablo II presidió en ese lugar céntrico de Montevideo, la capital de la República. Una vez que finalizó la visita, y se desmontó el altar construido al efecto, el presidente de la República de la época, el agnóstico Julio María Sanguinetti, propuso que la cruz quedara instalada allí en recuerdo de la primera visita de un romano pontífice al país. Incluso como demostración de tolerancia lo proponía el Jefe de Estado. 
Bastó la iniciativa para que sectores de la izquierda opositora alzaran su voz afirmando que era una violación de la laicidad dejar un símbolo religioso en un lugar público. Otros sectores de pensamiento también se sumaran a la crítica. La Conferencia Episcopal del Uruguay había ya donado a la Intendencia de Montevideo la cruz. El tema para los que se oponían no era la cruz sí o la cruz no, sino más bien querer imponer un concepto de laicidad que no es tal porque justamente la laicidad debe permitir la expresión de todas las creencias sin que el Estado adopte por sí una, sino de laicismo militante y del más rancio, que pretende quitar de la vida no sólo estatal sino pública toda referencia a lo trascendente, como si la dimensión espiritual o de “religamento” que el hombre tiene con Dios sencillamente no existiese. En forma indignante el legislativo de Montevideo resolvió devolver la cruz a la Iglesia Católica y quitar el monumento. Ante ello, tomó cartas en el asunto el Legislativo Nacional y se aprobó por ley que la cruz se mantuviera en el lugar emplazado, donde felizmente aún permanece, como homenaje y recuerdo de la primera visita de un Papa al Uruguay. 

No obstante en el debate parlamentario nacional hubo voces que se opusieron al mantenimiento de la cruz calificando de oscurantismo a la creencia religiosa, y que su solo mantenimiento produciría agravio a los no creyentes. Otro dijo que un país liberal y laico no debía de permitir que el monumento quedase en la vía pública. Estas expresiones nos demuestran efectivamente que en Uruguay no se pasó de un Estado confesional a la laicidad sino al laicismo y de los peores. Porque no es laicidad prohibir manifestaciones religiosas sino al contrario, permitirlas todas sin que el Estado adopte una como suya propia y es expresión de laicismo en cambio lo que se intentó, es decir, negar la dimensión espiritual, y nada menos que del símbolo que representa la religión de la enorme mayoría de los habitantes del país. Y esto, que claramente está dirigido en Uruguay por la masonería sobre todo contra la Iglesia Católica, no se evidenció cuando la Intendencia de Montevideo colocó en la rambla de la ciudad una estatua a “Iemanjá”, ¡del culto afro umbandista! Al contrario, se aprobó rápidamente. Entonces está muy claro para qué se usa el discurso de presunta laicidad en Uruguay (en realidad como vimos, del más puro cuño laicista y masónico), como sucede también en muchos otros países: para confinar la fe católica a lo íntimo y privado, como si los cristianos fueran ciudadanos de segunda.

Tan es así que Da Costa (ob. cit.) concluye: “El rechazo de los símbolos religiosos en lo público o la expresión de las iglesias en los asuntos públicos, o la expresión pública de la fe de las personas, es parte del modelo hegemónico de “laicidad” uruguaya”. Con la salvedad que creemos que eso no es laicidad sino laicismo y con la de que algunos otros monumentos como el de “Iemanjá” (es decir no católico) no despertó resistencia alguna, sino al contrario, podemos aceptar la conclusión del autor multicitado.

Recientemente, en 2016, se vió como la Junta Departamental de Montevideo, órgano legislativo del Departamento donde está la capital del país, negó la instalación en la rambla de Montevideo, de una imagen de la Virgen María, solicitada por un grupo de laicos católicos. Increíblemente se volvieron a expresar pretensos argumentos del pasado, los que carecen de todo fundamento, en tanto en la misma ciudad, como vimos, en espacios públicos, hay monumentos de otros símbolos religiosos.

V) Laicidad en la educación en Uruguay. Dos visiones históricas enfrentadas: Varela y Vera.
El fenómeno que analizamos al ver el proceso laicizador en Uruguay de fines del siglo XIX y principios del XX tuvo su manifestación también en el ámbito educativo.
Ese período, marcado por esa transformación espiritual e ideológica, es el tiempo en que coinciden en el país dos figuras relevantes: José Pedro Varela (1845-1879), autor de la reforma educativa de la época y Mons. Jacinto Vera (1813-1881), Vicario Apostólico y luego primer Obispo del Uruguay.
Dice José Gabriel González Merlano en su obra “Varela y Vera, dos visiones sobre la religión en la escuela”, 2011, pág 16, que “la educación, como dimensión fundamental de la vida social, no podía quedar relegada en medio de esta transformación ideológica, más aún cuando constituye el vínculo privilegiado para la formación de las personas desde la misma infancia. De ahí, el amplio debate que se abre, en este contexto de cambio de paradigmas, acerca de la enseñanza de la religión en la escuela pública; donde se va a hacer presente la postura de Varela y la postura de Vera”.
José Pedro Varela fue sociólogo y periodista y había recibido el influjo del político y escritor argentino Domingo Faustino Sarmiento, a quien conoció en Estados Unidos de América. Su obra “La Educación del Pueblo” de 1874 lo llevó a que en el gobierno del dictador Latorre se le ofreciera el cargo de Director General de Instrucción Pública, desde el que elaboró un proyecto de ley sobre la enseñanza escolar universal, laica, gratuita y obligatoria. Varela había expuesto ya en “La Educación del Pueblo”, que la educación es necesaria para el ejercicio de la ciudadanía y para ello es necesario separar la religión del Estado. En esto se plasma en verdad el deísmo spenceriano del que Varela era tributario. Esa cuestión será la antesala de lo que en la Constitución de 1919 supondrá la separación de la Iglesia del Estado. 

Ambas posturas son irreconciliables, dice González Merlano (ob cit., pág. 19) porque la verdad revelada se deberá enfrentar al positivismo que conlleva el laicismo y la libertad de conciencia como bandera. Esta concepción filosófica invadirá la educación y más allá de las aulas impregnará  la institucionalidad estatal toda, definiendo de acuerdo a su particular visión del hombre, nuestro ser social y cultural. Dice Jaime Monestier en forma bien gráfica (“El combate laico”, Montevideo, 1992) que “El púlpito, el club, la cátedra, la sala de conferencias, la mesa familiar: nadie permaneció ajeno al debate que, en resumidas cuentas, y en términos de simplificación, no fue sino un plebiscito a favor o en contra de la supremacía de la Iglesia en la enseñanza”.
No forma parte de este artículo analizar en detalle en qué consistió la reforma educativa vareliana, sino precisar los verdaderos alcances de la misma en relación al tema de la obra colectiva en el que este artículo se inserta: la laicidad. Y muchos intereses en Uruguay existen para hacerle decir a Varela y a la reforma lo que aquél ni esta establecieron. Porque si bien es cierto que la reforma consagra un sistema público, laico, gratuito y obligatorio, en cambio no destierra de los planes de estudio toda referencia a lo trascendente y basta para ello ver lo que el mismo reformador afirma. “La escuela laica responde fielmente al principio de la separación de la Iglesia y del Estado (“La Educación del Pueblo”, 108), lo cual no significa excluir de la enseñanza lo referente al fenómeno religioso, ya que esto no es posible, desde el momento que bajo diferentes formas “el sentimiento religioso vivirá siempre en el hombre, y el misterio de lo desconocido solicitará activamente los impulsos del alma humana”. Pero la transmisión de las verdades reveladas, el dogma, corresponde a la Iglesia, y “de ese modo se armonizan las exigencias del individuo, como ser religioso, y las de la Iglesia” (Varela, “La Educación del Pueblo”, 117,118.) De manera que es muy claro que Varela no decretó el destierro de lo trascendente de la educación pública sino que fueron sus interesados intérpretes quienes quisieron hacerle decir al reformador lo que éste no dijo. Es más, Varela llegó a plantear que fuera del horario de clase era bueno que en los locales de enseñanza los alumnos que quisieran pudieran recibir formación religiosa, lo que luego en los hechos, ante la ignorancia y prescindencia del tema de parte de los programas oficiales, tal necesidad fue cubierta por la formación que dan las parroquias católicas o los templos o colegios de otras denominaciones religiosas.

Ante la aprobación de la ley de educación, consagratoria de la reforma vareliana Mons. Jacinto Vera emitió una Carta Pastoral sobre la Educación en la que expuso la visión católica sobre el tema criticando el nacimiento de una especie de “religión pura” o “moral independiente”, distanciadas de los valores antes identificados con la moral católica. En su Carta Pastoral para argumentar acerca de la necesidad de la religión en la educación, Mons. Vera, expresa: “No voy a citar católicos, la autoridad de los Padres y Doctores de la Iglesia, ese conjunto de hermosas lumbreras con que Dios ha querido honrar al catolicismo: vosotros ya sabéis su doctrina. Os voy a citar autoridades profanas, que aceptan también los enemigos de la Iglesia”, (Carta, No. 32). “¿No es una burla ridícula decir a un pueblo católico que su moral y su religión sublime no sirve para la enseñanza porque, siendo positiva, puede ser un error como tantos otros que existen y que así es mejor apelar decidida y exclusivamente a lo que se llama la moral y la religión pura, racional? Pero, católicos; además de que por lo mismo que nuestra religión es positiva, esto es, revelada por Dios, es divina, ¿no podríamos volver el argumento contra los libre-pensadores y decirles: la religión católica es única, invariable, pero la moral y la religión independiente es tan varia como sistemas morales y filosóficos existen? (Carta cit. No.37).

Y el Obispo, con razón, continúa en forma demoledora: “Si no es posible asemejar ninguna otra moral ni religión con la moral y religión de Jesucristo, se ha intentado hipócritamente oponer por los enemigos de la enseñanza religiosa, el principio de la libertad de conciencia, como incompatible con ella. Pero esto, fieles amados, es falsear la cuestión, es abusar del buen sentido. Se trata de una enseñanza religiosa que no es obligatoria, que se da quien la quiere; y hasta ahora quien la quiere es la inmensa mayoría de los orientales, es la nación, la que no ha conferido a los libre-pensadores el mandato de representarlo en sus creencias religiosas que son sagradas; ni mucho menos les ha delegado poder para decidir de la verdad y divinidad de la religión católica” (Carta Pastoral, No.10). La natural defensa del confesionalismo de Mons. Vera es de gran altura porque a la vez de saludar la enseñanza establecida por la norma como obligatoria respeta lo establecido en el art. 18, que establece la no obligatoriedad de la enseñanza religiosa para lo que no profesen religión. 

Aunque a continuación expresa que “considera una iniquidad y tiranía que existiendo una religión de la mayoría absoluta de la población, como la católica, la autoridad se empeñe en contrariar los sentimientos religiosos de las familias, que con sus tributos costean la enseñanza”; con lo cual este argumento del sostenimiento económico es visto desde una óptica muy diferente a la de Varela. “Porque la Dirección General de Instrucción Pública, como los maestros no se representan a sí mismos, sino a las familias y a la Nación, y no son el tribunal que debe decidir sobre el valor de las doctrinas e imponer sus creencias”, insiste Mons. Vera señala González Merlano en ob. Cit., pág.35. Y concluye: “Esto sería un despotismo que no podría tolerarse por un Gobierno que sienta el noble orgullo de representar a la nación, antes que bajarse a servir de instrumento a dogmatizadores arbitrarios que no profesan la religión nacional”. La misión y deber del Estado es “tutelar la moral, la religión y las instituciones de la nación por la cual existe y en cuyo nombre e interés y con cuyo espíritu gobierna” (Carta Pastoral, No.42). La Carta Pastoral de Mons. Vera, como vemos “no iba dirigida contra la ley, ni el Estado, ni la modernización de éste, ni la reforma escolar, sino a lo que propugnaban y querían imponer la prohibición de la enseñanza religiosa, en un país en que el 99% de la gente era católica. Lo que se defendían eran los derechos del pueblo, la libertad de los padres”, dice Alberto Sanguinetti Montero en “Manuscrito para la “Positio” de la causa de canonización del Siervo de Dios Jacinto Vera”, versión 2008, Cap. XV). González Merlano en la ob.cit. señala, y coincidimos  plenamente, que el problema más allá de la ley era la intención de impregnar una orientación positivista y liberal a ultranza. Lo que fue lesivo para la Iglesia no fue la ley en sí misma sino la campaña orquestada o su aplicación excediendo el propio marco de la norma.
En esta lucha titánica en defensa de la enseñanza religiosa acompañaron a Mons. Vera dos lumbreras católicas de nuestra sociedad, de ilustrísima memoria, como lo fueron el Dr. Juan Zorrilla de San Martín, -político y poeta-, desde la dirección de “El Bien Público” y el Dr. Francisco Bauzá, -abogado, historiador y escritor-, desde el Parlamento. Naturalmente que también acompañó a Mons. Vera el sacerdote y luego obispo Mariano Soler por medio de varios de sus escritos, consigna González Merlano en ob.cit.

Como conclusión de toda esta cuestión de la educación González Merlano acierta cuando afirma:
1º.) Que todo el pasaje a la laicidad además de cuestionar y al final excluir la enseñanza del dogma supuso el extender la educación a todas las clases sociales, sin distinciones de credo, se transformó en los hechos en un explícito laicismo, negador de toda realidad de tipo religioso. Es decir, se pasó rápidamente del confesionalismo al laicismo, sin una experiencia de laicidad. Y no hay duda que ninguno de esos extremos era querido por Varela; si bien se oponía al dogma, reconocía también, como vimos, el valor humano y cultural de la religión para los pueblos, y defendía explícitamente que la escuela no puede ser antirreligiosa o atea. Lo que Varela no quiso en los hechos fue lo que se impuso hasta nuestros días con las secuelas consiguientes de falta de valores: la exclusión en los programas de enseñanza oficiales de toda referencia al hecho religioso. Con lo que la laicidad mudó en laicismo y del peor. De mantener la neutralidad el Estado en el tema se pasó sin solución de continuidad, desde el inicio, en los hechos a la prescindencia o peor a la negación de lo trascendente como expresión de una rancia ideología laicista, empobrecedora de la formación educativa y del alma humana de los educandos.
2º.) Que en los hechos se desconoció la libertad religiosa que está amparada constitucionalmente en la Carta Magna. Cercenándose así el derecho de los credos religiosos a ejercer libremente su tarea educativa mediante la imposición de una escuela única, texto único y maestro único, egresado de centros estatales, se impone a la fuerza un modelo de educación laicista y no verdaderamente laica, donde como vimos, lo religioso es excluido sistemáticamente, tronchando así a los educandos de una dimensión fundamental de la vida humana.
Porque una cosa es que el Estado haya dejado como tal de profesar religión alguna con la Constitución de 1919 y otra muy distinta es que en los hechos esa presunta neutralidad se transforme en negación de todo el pensamiento trascendente, el cristiano y todo otro pero que lo que claramente busca, dada la gran mayoría de cristianos que tiene en su población el país, es afectar claramente a ese colectivo. Con el agravante que los padres cristianos pagan sus impuestos como ciudadanos pero si quieren que sus hijos reciban formación religiosa deben pagar además un colegio privado o contentarse con la pobre formación cristiana que siempre ofrecieron las parroquias. Es claramente una discriminación en un solo sentido. Lo justo sería que el Estado, con los impuestos, que pagamos todos, permitiera, con un bono escolar, que el hijo de un creyente reciba educación estatal en el colegio que realmente elijan los padres y no en el que lo fuerza a asistir a la escuela pública oficial. Esto es como señala González Merlano en ob.cit. , pág. 47 que “el Estado debería cumplir con su tarea de ordenar la educación para el bien común, sin imponer ninguna orientación filosófica, política, ideológica o económica”. Y si de verdad quisiera contribuir con la libertad educativa y religiosa constitucional, lo que debería de hacer es distribuir los fondos públicos del área entre los colegios de diferentes orientaciones para que los padres tengan el efectivo derecho de elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos y no imponiendo un monopolio estatal laicista. Naturalmente que las escuelas para recibir los fondos deberían de cumplir con las reglas que el Estado fije con ecuanimidad para asegurar el nivel de enseñanza.

Debe recordarse que la Carta Magna establece la libertad de enseñanza limitándose el Estado a fijar las condiciones de “moralidad e higiene”. Letra que es muerta con el sistema laicista monopólico establecido en los hechos. El Estado uruguayo pone a disposición medios económicos solo a un tipo de escuela, violando así en forma flagrante lo establecido por el art. 68 de la vigente Constitución de la República. Además el art.40 de la misma Carta establece la obligación estatal de “velar por la estabilidad material y moral de la familia” “para la mejor formación de los hijos dentro de la sociedad”. Norma última que no se cumple si efectivamente los padres de familia carecen de la libertad práctica de elegir la clase de educación que desean para sus hijos.
3º.) En lo atinente a la objeción de conciencia, que exige una especial atención en relación a la libertad religiosa y de conciencia, y que debe existir también en el ámbito educativo, no existe previsión alguna en la normativa legal. Temas tales como actividades escolares los días sábados, juramento y reverencia a símbolos patrios, determinados contenidos educativos que los padres no quieren que sus hijos reciban, etc. El racionalismo de entonces -que originó la “religión positiva”- está junto con el positivismo absolutamente en crisis, por lo que se advierte que lo que se presentaba como modernidad frente al “oscurantismo religioso” la misma historia ha demostrado su fracaso. Ante dicha crisis derivada de que la “moral independiente” de aquel momento, que erosionó los valores humanos y por tanto cristianos, hoy se ha transformado, -observa González Merlano con mucha precisión, y lo compartimos totalmente- en la moral relativista, subjetivista, hedonista, marcadamente individualista. 

Tan esto ha sido así en Uruguay que el entonces presidente Tabaré Vázquez (2005-2010), en su discurso en la sede de la Gran Logia de la Masonería del Uruguay, el 14 de julio de 2005, dijo: “La laicidad es un marco de relación en el que los ciudadanos podemos entendernos desde la diversidad pero en igualdad….la laicidad es factor de democracia…Desde esa perspectiva, la laicidad no inhibe el factor religioso. ¡Cómo va a inhibirlo, si, al fin y al cabo, el hecho religioso es la consecuencia del ejercicio de derechos consagrados en tantas declaraciones universales y en tantos textos constitucionales! La laicidad no es incompatible con la religión; simplemente no confunde lo secular y lo religioso… La laicidad no es la indiferencia del que no toma partido. Y en esa misma línea, como indicamos antes, el presidente uruguayo Jorge Batlle (2000-2005), refiriéndose a la propuesta de valores en la escuela dijo muy gráficamente: “El laicismo nos ha llevado a decir lo que el laicismo (debió aquí decir laicidad) no quiere decir. Nos ha llevado a decir, que, como no podemos ser hinchas de Peñarol, Nacional, Wanderers ni Bella Vista, el fútbol no existe, entonces la bolilla fútbol no existe porque somos laicos. Grave error. Los valores morales, los valores éticos tienen que estar en la base de la enseñanza de los seres humanos” (Conferencia en el Foro de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE), Montevideo, 7 de marzo de 2001).

En su trabajo González Merlano, mirando hacia el presente del Uruguay concluye en este tema afirmando que “si se pretende ser coherente con la propuesta vareliana de educación, al acordar los valores a trasmitir, para el engrandecimiento de la persona y el desarrollo de la sociedad, de ninguna manera podría quedar fuera de los planes y programas de estudio la consideración de la dimensión religiosa y trascendente de la realidad, que constituye la plenitud de lo humano, como lo defendía Vera”. Coincidimos totalmente con dicha conclusión aunque con el gobierno actual de Uruguay y la vigente nueva Ley de Educación, la misma deberá seguir esperando a un gobierno de otro signo porque la izquierda ha sido en este tema la continuadora del batllismo estatizante, (a pesar de lo expuesto por el Dr. Vázquez), partidarios ambos del laicismo y no de la laicidad, no obstante la “mea culpa” tardía citada del ex presidente Batlle
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VI) Laicidad y política en Uruguay.
Como vimos, la laicidad se aplica en relación a la enseñanza pero también a lo político. En Uruguay este punto es de singular relevancia ya que el Estado debe mantener neutralidad en ese sentido porque los funcionarios públicos lo son de la Nación y no de partido político o facción alguna dice la Constitución de la República. Por tanto, a lo largo de la historia, las varias violaciones a este principio, en gobierno de partidos fundacionales o de la izquierda más recientemente, tuvieron repercusiones y en trabajo inédito que cita Da Costa en ob, cit. de M. Natalevich “Hechos y denuncias de violación de laicidad 2003-2010”, se detallan algunas de ellas.
Pero antes queremos destacar que durante muchos años en Uruguay la izquierda sostuvo en forma falaz, -y así se enseña lamentablemente en muchos centros de estudio y se estampó en publicaciones-, que la subversión izquierdista (con robos, secuestros, asesinatos) había comenzado para combatir la dictadura. Cuando es un hecho histórico innegable que los tupamaros y otros movimientos subversivos arrancaron a fines de la década del 50 del siglo XX, en plena democracia, y no luego de junio de 1973, fecha del golpe de Estado cívico-militar. Quizás confiando en aquella máxima fascista de que una mentira repetida mil veces se convierte en realidad, de realismo mágico tal vez. (Álvarez Cozzi, Carlos: “Laicidad o laicismo en Uruguay”). Recuperada la democracia también hubo los episodios que a continuación elencamos.
El 19 de junio de 2003 el ex presidente Luis Alberto Lacalle reivindicó su gestión presidencial en un acto oficial en una escuela agraria del sistema público de enseñanza.
Convocado al Parlamento junto con el ministro de Educación de la época el presidente de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP), éste expresó que dentro de la educación está lleno de casos reales y serios de violación de la laicidad por parte de los docentes de izquierda y que sobre ello se guarda silencio. Y especificó que eso sucede en enseñanza secundaria y en formación docente.

En octubre de 2004, el Consejo de Educación Secundaria investigó denuncias de padres de alumnos por casos de violación de la laicidad en relación a lo político provenientes de docentes que en clase expresaron a sus alumnos sus preferencias político-partidarias.
En 2006, el ministro de Educación del gobierno de izquierda fue citado al Parlamento por la oposición por manifestaciones político partidarias realizadas por un diputado frenteamplista  en un liceo público, referidas a acciones militares llevadas a cabo por los Tupamaros antes de la dictadura.
En 2009 sucedió un caso más grave de violación de la laicidad esta vez en una escuela pública en que la maestra organizó un simulacro de elecciones internas de los partidos políticos para que los niños votaran. En la votación general fue mayoritariamente preferido José Mujica, (actualmente presidente de la República), tanto en la interna de su coalición como por encima de los candidatos de los otros partidos políticos, lo que mereció un “festejo” con baile organizado por la maestra.
Pero se han dado otros casos recientes de evidente violación de la laicidad cuando el presidente Mujica se ha referido en forma pública a cuestiones políticas internas del Frente Amplio (solicitud de sanciones para los jerarcas del gobierno que no estén al día con el pago de aportes a la coalición de izquierda) o ha participado de un acto político partidario chavista en Venezuela y no de la asunción del último mandato de Hugo Chávez porque sencillamente éste no podía hacerlo por estar internado gravemente enfermo en Cuba, cuando todo ello la Constitución se lo tiene expresamente vedado.

Otro hecho innegable de violación de la laicidad ha sido la aprobación en Uruguay de la Ley de Salud Sexual y Reproductiva que da base normativa a la llamada “ideología de género”, promovida internacionalmente por conocidas ONGs -que propugnan una reingeniería social antinatural- que como es sabido niega la realidad natural de los sexos y considera al género como construcción social. Porque establece en forma insólita que el Estado garantizará el derecho al goce de la sexualidad como vínculo de placer antes que para la reproducción. Nos preguntamos cómo el Estado garantizará ello por ejemplo a quien no tenga una pareja, ¿se la proporcionará? De solo plantearlo surge claro que la ley viola la laicidad porque no tiene el derecho de imponer desde el Estado una ideología que es además totalmente falsa, de colonización cultural y antinatural. Y forman parte también de ese impulso la ley de cambio de sexo registral, la adopción de niños por parejas homosexuales y la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo. Todo lo cual muy gráficamente Benedicto XVI ha denominado como la “dictadura del relativismo”. Es decir, que quienes aseguran que todo es relativo pretendan en forma contradictoria a su propia máxima, que ella sea absoluta. Que lleva consigo ínsita la persecución autoritaria de todo aquel que disienta con su visión relativista, incluyendo persecución privada y pública.
VII) Énfasis de la laicidad.
Milot (ob. cit) clasifica la laicidad en separatista, anticlerical, autoritaria, de fe cívica y de reconocimiento, según donde ponen el acento los sectores sociales que las propugnan. La laicidad separatista refiere a la brecha que debe existir entre las la vida privada y la pública en lo referente a valores a defender. La anticlerical refiere a la separación que se considera principal para asegurar el proceso laicizador. La de fe cívica, es la que según Milot permite la formación de valores sociales comunes en la sociedad. La de reconocimiento es la de autonomía de pensamiento de la que cada ciudadano es considerado portador. Da Costa en ob. cit. entiende que son todas con excepción de la última, las modalidades de la laicidad que tuvieron lugar en Uruguay, porque entiende que las primeras están referidas a los factores culturales y sociales  y no a los aspectos jurídicos de la misma. 

Da Costa, citando a Rama -sociólogo uruguayo contemporáneo que ha trabajado mucho en el tema educativo-, entiende que el proceso uruguayo está vinculado a la histórica hiperintegración de las oleadas de inmigrantes, basada en la imposición de un mismo idioma, en la escuela pública, en la túnica blanca y la moña azul de sus escolares, en la propia grisura de sus edificios públicos, y que la misma ha negado las diferencias, con un fin disciplinador y centralizador del Estado como principal matriz de la sociedad uruguaya. Finalmente Da Costa agrega como conclusión de su trabajo que “la laicidad uruguaya se encuentra ante el desafío de reexpresarse en códigos culturales distintos a los de su construcción como valor identitario propio”.
Nosotros compartimos la misma porque entendemos que primero el batllismo estatizante y luego la izquierda, como continuadora de ese proceso, buscaron igualar para abajo, achatando la pirámide, sin reconocer las diferencias en los talentos y virtudes, como manda la Constitución en el art. 8 luego de establecer la igualdad de las personas ante la ley. Y ello llevó en forma totalmente antinatural y forzada a un achatamiento del nivel cultural, a no favorecer la iniciativa privada ni el talento de los uruguayos, a considerar el éxito personal casi como un pecado, a que la figura del emprendedor o empresario sea socialmente mal mirada, a seguir esperando todo del Estado a pesar que el estado de bienestar hace tiempo que feneció, en lugar de no esperar más del Estado y de la sociedad que lo que éstos pueden darle al individuo que debe ser hijo de la superación personal por su propio esfuerzo, al hábito de trabajo y al cumplimiento de la palabra empeñada. Por eso propugnamos una laicidad verdaderamente tal que es posible y no un laicismo como el uruguayo que ha empobrecido a las personas y a la sociedad.

VIII) Desafíos actuales para la libertad de expresión en relación a la laicidad en Uruguay.
Creemos que actualmente en la sociedad uruguaya la libertad constitucional de expresión de los que disienten con el modelo laicista, no de verdadera laicidad, está seriamente afectada. Resulta arduo muchas veces que un medio de prensa recoja una expresión de crítica del laicismo llevado adelante en el país. Tanto cuando se enfoca el tema desde el punto de vista político como filosófico. Hay una especie de temor de molestar a los poderosos, del gobierno o del sistema en general. Porque si existiera de verdad laicidad, lo normal sería que todas las expresiones pudieran realizarse, porque la laicidad solamente veda al Estado de tomar partido por alguna de ellas pero no debe prohibir la expresión de ninguna.

En la cita del ex presidente Jorge Batlle, recientemente fallecido, que figura en este trabajo, creemos que se sintetiza muy bien la cuestión: no es negando que una realidad exista que aseguramos la laicidad, porque eso se convierte en el laicismo que lamentablemente ha sido moneda corriente en nuestro país. No es quitando la cruz del Papa que se protege la laicidad sino al contrario, es dejándola que se asegura el pluralismo en una sociedad democrática y moderna. No es negando la realidad de lo trascendente en la enseñanza pública que se asegura la laicidad sino que se cae invariablemente en el laicismo que dice que no existe realidad trascendente alguna, como si negándola, por arte de magia ella desapareciera. Y entonces, los educandos quedan tronchados en la formación de una dimensión fundamental para la estructura de la conciencia, la cultura y la propia personalidad.
Toda esta situación ha repercutido, como decíamos, en la propia libertad de expresión en Uruguay. Con autocensura del que expone o directamente muchas veces con la imposibilidad de expresar en un medio público cualquier pensamiento que pueda ser interpretado como atentatoria del laicismo “made in Uruguay”.
Ese modelo debe ser cambiado en forma urgente en nuestro país para avanzar realmente hacia una sociedad pluralista y democrática, respetuosa de todos los pensamientos con la sola neutralidad (que no quiere decir negación o prescindencia) por parte del Estado.

IX) Conclusiones.
Del análisis de todos los elementos expuestos en este trabajo creemos que se imponen las siguientes conclusiones:
1) La laicidad correctamente entendida y aplicada es buena para una sociedad porque permite la libre expresión de todos los pensamientos sin que el Estado adopte uno como propio. Ello es básico para el ejercicio real del constitucional derecho a la libertad religiosa que el Uruguay defiende, practica y nunca estuvo en duda su vigencia.
2) En Uruguay, no obstante, como afirman algunos de los autores citados, se pasó de la confesionalidad del Estado hasta 1919 al laicismo directamente, sin experiencia alguna de verdadera laicidad.
3) Ello determinó la negación y no la neutralidad del Estado, tanto en la educación como en la sociedad, del pensamiento trascendente, filosófico o religioso, que sistemáticamente deben ser acallados cuando éstos llegan al espacio público, ni hablamos del estatal.
4) Que ello fue pergeñado desde fuera del país y desde dentro, tomando al Uruguay como la Holanda de América, porque hay pruebas históricas de las mismas, innegables y referidas por autores insospechados de ser religiosos.
5) Que ese laicismo originó la pérdida de valores, porque ellos no fueron trasmitidos en la educación, por entender mal la verdadera laicidad, engendrando así muchas generaciones de alumnos, algunos de los cuales luego fueron maestros, que a su vez enseñaron a otros alumnos, siempre con el temor de trasmitir valores por la imposición del laicismo estatista y por temor a su transgresión.
6) Por todo ello no es casualidad para nosotros que el proceso de aumento de la delincuencia de mayores, baja del nivel de enseñanza, separaciones matrimoniales, drogadicción juvenil, delincuencia juvenil, embarazos precoces, deserción y repetición escolar y lineal, baja en el nivel universitario constado por índices internacionales, baja de la cultura en general con expresiones soeces en forma privada y en medios públicos, groserías de algún presidente de la República y de otros jerarcas públicos, baja en la calidad del nivel técnico de la producción legislativa, aumento de casos de mala praxis profesional, etc.  se hayan verificado en Uruguay. Estamos convencidos que entre las causas de ese conjunto de síntomas está el laicismo analizado.
7) Por esto es realmente grave tratar de revertir ese modelo nefasto a la vez que reconocer quienes han sido los responsables históricos de la imposición del mismo: los llamados “liberales” de “religión positiva” que en verdad más que ello eran contrarios al pensamiento trascendente, los masones, enquistados en todos los estamentos del país, y a nivel político cabe identificar históricamente como responsables al Partido Colorado, -que gobernó casi un siglo entero al país- antes y después del batllismo, con la salvedad como vimos del Dr. Francisco Bauzá, y al Frente Amplio actualmente gobernante, continuador del estatismo laicista en Uruguay. Esa pretendida panacea de la “religión positiva o pura” se alimentó de racionalismo positivista que luego mudó al relativismo y al hedonismo, que demostraron su total falsedad. Los pocos gobiernos que hubo del Partido Nacional no alcanzaron lamentablemente a revertir ese estado de cosas tan enquistado culturalmente en el país. Deberá de surgir imperiosamente de próximos gobiernos nacionales y de la sociedad civil, la conciencia sobre este tema para corregir rumbos en bien de las personas, la sociedad y el país y colocar nuevamente el fiel de la balanza en el centro, abandonando el laicismo para ir a la laicidad, como antes se abandonó la confesionalidad pero no justamente para consagrar la laicidad en la práctica.
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(*) Carlos Álvarez Cozzi, es uruguayo, Doctor en Derecho y Ciencias Sociales, Catedrático  universitario de Derecho,
y Consultor Jurídico