Autor: P. Alejandro
Ortega Trillo, L.C.
Fuente: Catholic.net
La Navidad es inagotable. Después de dos mil años, sigue
ilusionando a los niños, inspirando a los artistas, arrobando a los místicos y
movilizando al mundo entero. Basta recorrer las principales avenidas y
comercios del orbe a partir de noviembre para sentir la fuerza del fenómeno. Y
esto en una cultura que es llamada ya por muchos "post-moderna"; es
decir, que dejó atrás la modernidad y se ha vuelto "ultramoderna",
sobre todo por su dominio técnico y científico, su estructuración geopolítica y
social y su configuración global.
En esta nueva edad de
la humanidad, contrasta cada vez más la celebración de la Navidad con la tradición
de la Navidad. Las
tradiciones, en general, están muy devaluadas. Se ha difundido la idea de que
son algo que se hace sólo por costumbre, inercia o imposición social o
religiosa. Muy al contrario, las tradiciones son como las mejores prácticas de
la humanidad, amasadas en forma de costumbre o recurrencia, precisamente para
que no se pierdan. Las tradiciones tienen un núcleo interior, un sentido
profundo que inspira y da significado a la celebración exterior.
La celebración de la Navidad, sin embargo, está
siendo cada vez más superficial y material. Y a medida que se va imponiendo un
modelo pagano y comercial de celebrarla, se va perdiendo su riqueza profunda y
su encanto. Hacen falta nuevos puentes entre tradición y postmodernidad. Sin
duda, hay muchos elementos que depurar en ciertas tradiciones. Pero es preciso
redescubrir el valor de las sanas tradiciones, si no queremos perder
irresponsablemente riquezas atesoradas por la humanidad a lo largo de siglos y
milenios.
La Navidad es la tradición por excelencia. Aunque
inmediatamente hay que aclarar que la Navidad es mucho más que una tradición. Es un
acontecimiento. Un evento histórico o, mejor, "metahistórico", en el
sentido de que rebasa, desborda y envuelve la historia misma, iluminándola y
dándole su pleno significado. Por eso, la Navidad jamás será obsoleta. Y por eso también
hoy tiene tanto que decirle a nuestra cultura postmoderna. Las siguientes
reflexiones son sólo un botón de muestra.
1. El secreto del burro y el buey: la
calma
La nuestra es una
sociedad apresurada. No tenemos tiempo para nada. Parecemos
"malabaristas" de la existencia: sentimos la presión de mantener
muchos roles y responsabilidades en el aire y la limitación de contar sólo con
"dos manos".
Y se nos nota: la
prisa nos apremia; y también nos maltrata. Más allá de los estragos del stress,
tan bien documentados, a veces cometemos errores muy básicos por no dedicarle a
cada cosa su tiempo. No hace mucho, al bajar del coche, por la prisa, cerré la
puerta sin estar "completamente fuera". ¿El resultado? Un dedo
"machucado" y algunas estrellas.
El burro y el buey,
siempre presentes en los nacimientos, tienen un secreto que ofrecernos: la
calma. La tradición de colocar estos dos animales junto al pesebre del Niño
Jesús no es ornamental. Tiene fundamento bíblico: "Conoce el buey a su
dueño, y el asno el pesebre de su amo", escribe el profeta Isaías (1, 3).
Recuerdo el gesto
sereno y apacible del burro y del buey del nacimiento que poníamos en casa. Dos
modelos humanos difícilmente hubieran podido expresar tanta calma. El burro y
el buey simplemente "están". No se mueven. No caminan. No se marchan.
No tienen ninguna prisa.
La calma supone saber
estar donde se debe estar en cada momento. Claro, supone también una buena
organización personal y claridad de prioridades. Si quieres calma -parecen
decirnos estos animales- dale prioridad a Dios. Ellos reconocieron en el Niño
Jesús a su "dueño y amo". En otras palabras, no tenían otro lugar
mejor donde estar en ese momento. Si Dios fuera siempre nuestra prioridad, y le
dedicáramos tiempo a la oración, al trato con Él, seguramente tendríamos más
calma. No por tener menos cosas que hacer, sino por hacer las que realmente
importan. Por lo demás, el tiempo no existe ni importa cuando estamos con aquellos
que amamos.
"Ustedes tienen
el reloj; nosotros tenemos el tiempo", decía un viejo beduino del desierto
a un turista. Aprendamos del burro y el buey a no dejarnos presionar tanto por
las manecillas. Y menos cuando estemos en oración. Nunca como entonces se puede
saborear la serena alegría de estar junto a Dios en plena calma.
2. El secreto de José: la providencia
Nuestra sociedad se
ha vuelto demasiado racional. El concepto viene del latín "reor,
ratum", que significa calcular. En otras palabras, hemos aprendido a ser
calculadores. Ponderamos demasiado ciertas decisiones que podrían ser más
diligentes y valientes si no miráramos tanto su precio en sacrificio o
generosidad. En el fondo, además de mezquindad, el ser calculadores supone poca
confianza en Dios. Lo prevemos y lo programamos todo para no poner en riesgo
nuestra comodidad o conveniencia.
También José habrá
hecho sus cálculos y previsiones. "Será Hijo del Altísimo", le dijo
María. Y Él concluyó en su imaginación: "Nacerá en un palacio, con los
mejores médicos. Viviremos con él en Jerusalén, la capital. Nos darán como casa
el Templo de Salomón. Y vendrán reyes y reinas de todas partes a visitarnos. Ya
no tendré que trabajar de carpintero".
Pero, ¡qué realidad
tan distinta! Un inesperado censo en Belén, el nacimiento en una cueva y la
huida a Egipto dieron al traste con sus ilusiones. Y después el regreso a
Nazaret y una larga estancia ahí, sin pena ni gloria, para terminar muriendo
carpintero. La Navidad
es una profunda lección sobre la providencia de Dios, que lleva muchas veces
nuestra vida muy al margen de nuestros cálculos y previsiones.
Confiar en la
providencia es la actitud más realista. Nadie tiene el control total de su
destino personal, matrimonial, familiar, profesional, etc. No lo tuvo José;
menos lo tendremos nosotros. Y es mejor que así sea. La apertura a la
providencia divina nos ubica en nuestra realidad de creaturas de un Dios que ve
y actúa más allá de las circunstancias prósperas y adversas, llevando siempre
las cosas en el modo que más nos conviene. Fue el caso de José; y puede ser
también el nuestro si aprendemos, como él, a confiar en la Providencia.
3. El secreto de los ángeles: la
espiritualidad
Nuestra sociedad se
ha vuelto cada vez más física. No en el sentido científico, sino corporal. Está
obsesionada por el fitness, por la "buena forma". Los gimnasios están
cerca de llegar a ser el negocio del siglo. Ahora bien, cultivar el cuerpo no
tiene nada de malo. El cuerpo es una dimensión esencial de nuestro ser. Como dijo
el filósofo Gabriel Marcel, propiamente no tenemos un cuerpo; somos nuestro
cuerpo.
Posee, por tanto, una
altísima dignidad, y merece todo cuidado y atención. Cada uno es responsable
del cuerpo que Dios le dio a modo de talento para dar fruto en esta vida. Baste
pensar que todos nuestros actos, los ordinarios y los sublimes, entran en
escena a través de nuestra corporeidad; incluso el pensar y el amar.
Pero una cosa es
cultivar el cuerpo y otra muy diferente es dar culto al cuerpo. El cuerpo nunca
ha de ser idolatrado. Porque nadie debe idolatrarse a sí mismo. Hoy cabría
hablar de un cierto narcisismo corporal. Narcisismo condenado de raíz, como en
el caso de la fábula, a una profunda frustración. El tiempo pasa y deja su
indeleble huella de desgaste y debilitamiento sobre el cuerpo, por más que uno
se afane en conservarlo intacto. Ninguna cirugía, ningún procedimiento, ninguna
técnica -por mucho avance que haya en la materia- es capaz de evitar el
envejecimiento. Y quienes van más allá de lo razonable en este campo, en lugar
de envejecer con naturalidad -que es la manera "bella" de envejecer-
envejecen como monstruos.
Contra esta tendencia
"idolátrica" del cuerpo, los ángeles de la Navidad nos revelan su
secreto: el de la espiritualidad. Ellos, que son espíritus puros, nos enseñan a
valorar y a gozar la vida espiritual. A buscar no sólo una buena
"condición física"; también espiritual. Después de todo, el espíritu
nunca envejece. "Cada uno tiene la edad de su corazón", solía repetir
el beato Juan Pablo II. Y tal vez por eso, a pesar de los achaques de su vejez
corporal, mantuvo siempre un espíritu joven. Basta ver con qué facilidad
conectaba con los jóvenes en las Jornadas Mundiales que él mismo protagonizaba.
A veces podemos
sentir que la vida espiritual es aburrida, monótona. El canto de los ángeles en
Navidad nos recuerda que la vida espiritual es siempre bella, emocionante
minuto a minuto, cualquiera que sea la condición del cuerpo. No está mal
cultivar la buena forma, cuidar la salud del cuerpo. Pero también -y con mayor
razón- hay que cultivar el alma. Después de todo, como dice una antigua frase
latina, "los rasgos del alma siempre serán más bellos que los del
cuerpo".
4. El secreto de María: el silencio
Dos necesidades
básicas nos definen: hablar y ser escuchados. Con el añadido hoy de la
tecnología -celulares, redes sociales, blogs, chateo, etc.- la ecuación queda
así: tendencia natural a hablar + tecnología = sociedad hiperparlante. Supongo
que más de alguno habrá ya querido gritar desde algún punto del planeta:
"¡Basta; cállense todos!".
María tiene un
secreto para nuestra ruidosa sociedad: su silencio. Ella, la gran
coprotagonista de la Navidad;
la que tendría tanto que decir, tanto que contar, guarda silencio, medita.
Según la narración evangélica del nacimiento de Jesús, en esos momentos María
no dijo una sola palabra. Su silencio fue el mejor modo de acompañar el
acontecimiento más grande de la historia. Ningún sonido, ninguna melodía
hubiera estado a la altura del momento. Por eso, bien se ha dicho, nada es más
solemne que el silencio.
Ahora bien, el
silencio de María no fue estéril ni superficial. Fue el espacio fecundo para
reflexionar, profundizar y contemplar: "María, por su parte, guardaba
todas estas cosas, y las meditaba en su corazón" (Lc. 2, 19). Ella
entendió por anticipado lo que un psiquiatra español diría siglos más tarde: en
ciertas ocasiones "la palabra es plata y el silencio es oro".
El silencio tiene capas.
Hay un silencio "exterior". Importantísimo. Consiste en saber
"apagar" los estímulos sensoriales. Cuánto bien nos haría a todos
tener al menos 30 minutos de este silencio al día. No siempre es posible. Pero
habría que saber encontrar algún remanso así a lo largo del día. Los silencios
más profundos son los de la memoria, para evitar malos recuerdos y purificar el
pasado; los de la imaginación, para no anticipar desgracias; los de la
susceptibilidad, para no "atar demasiados cabos" y sentirnos víctimas
de todo mundo, etc., etc. Adquirir la disciplina del silencio no es fácil, pero
el fruto bien vale la pena. El silencio es, en cualquier caso, un guardián del
alma.
5. El secreto del pueblo judío: la
esperanza
Nuestra sociedad
tiende al pesimismo. No sin razón. Basta hojear cualquier periódico para
lamentar lo mal que están las cosas. Y así, a fuerza de tragedias y
decepciones, han bajado mucho nuestras reservas de optimismo.
En el fondo, hemos
perdido esperanza. Y tal vez por eso nos hemos vuelto más superficiales. La
superficialidad es la enfermedad de los que no esperan nada. De los que viven
en un mundo sin profundidad, sin relieve, sin montañas que conquistar ni
misterios que penetrar. J.P. Sartre escribió: "La vida es una derrota,
nadie sale victorioso, todo el mundo resulta vencido; todo ha ocurrido para mal
siempre y la mayor locura del mundo es la esperanza". Pues precisamente,
esa locura del mundo, la esperanza, fue por siglos el gran secreto del mundo
antes de Cristo; el que lo puso en una sana tensión, en una espera de Dios que
no fue defraudada.
Cuando esperamos algo
nos polarizamos, nos cargamos de ilusión. La esperanza mete un centro de
gravedad en nuestra vida, y así nos saca de la superficialidad. La espera de
Cristo ha sido la más grande que el mundo ha tenido y tiene, pues ahora
esperamos su segunda venida. La
Navidad nos lo recuerda cada año. S. Grygiel definió la
esperanza como la memoria del futuro. Conviene recordar siempre que lo mejor
está por venir; que Cristo está por venir. Es el núcleo del mensaje del
Adviento litúrgico.
El optimismo
cristiano no es una vana ilusión; es una educación del alma. El optimista es
quien ha sabido educar su mirada para descubrir lo positivo que se asoma a su
alrededor. Y si la crónica del mundo no camina por donde quisiéramos, no es más
que una invitación a mirar más alto. Después de todo, como diría Lacordaire, la
adversidad descubre al alma luces que la prosperidad no llega a percibir.
6. El secreto de las estrellas: la
humildad
El glamur, según el
Diccionario de la Real
Academia Española, es un "encanto sensual que
fascina". En nuestra sociedad equivale a una preocupación excesiva por la
buena apariencia, por el look más llamativo. En un sentido más amplio, el
glamur está presente en casi todos los sectores. Hay un glamur de los negocios,
del deporte, del espectáculo, de la vida social. En todos los casos, el
objetivo es brillar, impresionar, ser el centro de atención.
A esta sociedad
glamurosa, las estrellas de la noche de Navidad tienen un secreto que
ofrecerle: el de la humildad. Las estrellas sólo brillan en la oscuridad. Cada
una brilla con su tamaño y su fulgor propio, sin complejos ni tontas
comparaciones. Las estrellas brillan siempre, independientemente de si las
miramos o no. Las mira Dios, y eso les basta. "No eres más porque te
alaben, ni eres menos porque te desprecien; lo que eres a los ojos de Dios, eso
eres", escribía Tomás de Kempis en el siglo XV.
Aquella noche de
Navidad, las estrellas debieron brillar maravillosas, sin envidia de la gran
estrella posada sobre la cueva de Belén. Cada una brilló lo mejor que pudo, sin
sentirse menos. De haberla mirado con envidia, se habrían opacado. Porque la
envidia es la polilla del talento (Campoamor). Ellas, en cambio, por su
humildad preservaron su talento. Y por eso hoy, sobre una sociedad ávida de
reflectores, de relumbrón y de flashazos, ellas siguen siendo, sin pretenderlo,
las verdaderas estrellas.
7. El secreto del pesebre: la pobreza
Una nota novedosa de
nuestra sociedad postmoderna es la ambición. Sin duda, ciertas ambiciones son
legítimas. El problema es la ambición que se torna insaciable. El gran secreto
del pesebre fue la pobreza espiritual, el desprendimiento interior.
Siempre he tratado de
imaginar la historia del pesebre; una historia que, sin duda, fue de más a
menos. Empezó siendo un tambo limpísimo, idóneo para almacenar agua, aceite o
vino. Más tarde fue contenedor de combustible o de lejía. Después lo destaparon
para llenarlo de grano trigo, garbanzo o maíz. Un poco más rodado y abollado,
se convirtió en tambo de basura. Muchos golpes después, picado y maltratado,
cuando ya no servía para otra cosa, lo pasaron por la sierra y, partido por la
mitad, dejó de ser tambo y empezó a ser pesebre, en el que colocaron paja para
vacas y bueyes.
Quizá nunca imaginó,
rodando por la pendiente de la humillación, que llegaría a ser el primer
sagrario de la historia, después de María. El pesebre nos recuerda que muchas
veces se es más feliz y afortunado siendo menos que más; que el camino de la
ambición no lleva a ninguna parte; y que las predilecciones de Dios tienen muy
poco que ver con nuestros méritos.
8. El secreto de los Reyes Magos: la
docilidad
Nuestra sociedad
presume, con razón, de independencia. Pero una mal entendida libertad puede
llegar a ser una falsa autonomía, que raya en la ilusión, en la pérdida de
referentes morales y de criterios rectos y claros. Ciertas corrientes de
pensamiento han postulado un falso humanismo, que consiste en borrar a Dios del
horizonte para que el hombre pueda ser plenamente hombre. Su tesis, en resumen,
podría enunciarse así: "Si Dios es, el hombre no puede ser".
Esta postura, sin
embargo, constituye un verdadero drama, que inspiró el título de un libro del
teólogo Henri de Lubac: El drama del humanismo ateo. Años más tarde, el
Concilio Vaticano II resumía admirablemente su esencia: "La criatura sin
el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura
queda oscurecida" (Gaudium et spes, 36).
En otras palabras,
cuando el hombre deja de tener por referente a Dios, se extravía en un
laberinto sin salida. Es aquí donde los Reyes Magos tienen un secreto
maravilloso que ofrecernos: el de la docilidad a Dios. Ellos se dejaron guiar.
Fueron verdaderamente sabios al no fiarse de sí mismos, de su autonomía; al
buscar fuera de sí mismos, en el cielo, la verdadera razón de su vida y el
camino a seguir. Cierto, el camino fue largo y muchas veces oscuro. Pero en
premio a su docilidad, encontraron al mismísimo Dios, que se hizo carne para
ser hallado.
Su docilidad es una
lección de sensibilidad a los auténticos valores y a las inspiraciones de lo
alto. Dios nos manda señales; nos sugiere, nos invita, nos muestra estrellas
que seguir. El corazón rebelde se ciega y endurece; se enferma de lo que la Biblia llama
"esclerocardía" -dureza de corazón-. En cambio, el corazón sensible
tiene ojos; y el dócil, pies. Así puede descubrir las "señales de
arriba" y seguirlas con paciencia, sabiendo que tarde o temprano le
llevarán al mejor de los hallazgos: Dios mismo.
9. El secreto de los pastores: la fe
A nuestra sociedad
cada día le cuesta más creer. Es cierto, muchas certezas se han derrumbado;
muchas confianzas han sido defraudadas, sobre todo en los últimos años. Por
eso, más de alguno me ha dicho: "Ya no sé en qué creer".
El secreto de los
pastores fue su fe. Una fe sencilla, pero viva, operante y alegre. Ellos eran,
muy probablemente, hombres sin educación, sin formación, sin grandes lecturas.
Pero aquella noche de Navidad fueron los hombres más iluminados de la historia.
Dice el Evangelio: "Había en la misma comarca unos pastores, que dormían
al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el
Angel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz" (Lc. 2, 8 -
9). Eso es la fe: una luz envolvente, que todo lo ilumina: no sólo la noche,
también la vida; no sólo el entorno, también el corazón.
La suya fue una fe
sin cuestionamientos. Inmediatamente, sin mayor deliberación, los pastores se
levantaron y se pusieron en camino. "Y sucedió que cuando los ángeles,
dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos,
pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha
manifestado" (Lc. 2, 15).
La fe no es sólo
"creer" con la mente. Es un dinamismo interior que nos pone "en
movimiento". La fe cambia la vida. Nunca es estática. Porque nuestro
corazón tampoco lo es; siempre busca un horizonte ilimitado. Las solas
expectativas de esta vida le quedan chicas; y sus motivaciones, también.
La fe de los
pastores, por lo demás, tampoco contradijo su razón. Sólo la iluminó. La llevó
mucho más lejos. La abrió a una revelación que venía de lo alto. Porque, en
definitiva, la fe es más una respuesta que una búsqueda. Los pastores no buscaron
a Dios; sólo se dejaron encontrar por Él.
La fe desemboca en un
gran sentido de lo esencial. Aquella noche, los pastores descubrieron que ya
nada importaba, que sólo una cosa era necesaria: estar junto al Recién Nacido.
Quien posee el sentido de lo esencial capta lo importante, busca lo único
necesario, y así simplifica muchísimo su vida. Fue lo que años después diría
Cristo a Marta: "Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas;
y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor
parte, que no le será quitada" (Lc. 10, 41-42).
10. El secreto de la noche de Navidad: la paz
Se diría que éste
último secreto de la Navidad
es la síntesis de todos los anteriores: la paz. San Agustín la definió como la
"tranquilidad del orden". Según los historiadores, durante la noche
de Navidad cesaron las guerras, se hermanaron los pueblos, se reunieron las
familias, y parece que todo el cosmos se puso en paz. El Martirologio romano
subraya este hecho cuando dice que Cristo nació "mientras reinaba la paz
en toda la Tierra".
La paz es un
resultado. Algo que encontramos al final del esfuerzo. Quien renuncia a la
prisa, confía en la
Providencia, se ejercita en la espiritualidad, vive el
silencio, madura su esperanza, forja su humildad y pobreza, su docilidad y su
fe, seguramente hallará paz.
Parecen demasiados
pasos. En realidad, el camino no es tan largo. Porque todos estos esfuerzos son
vasos comunicantes. Quien trabaja en un aspecto, termina por crecer también en
los demás. No hay hombre que ore sin ejercitar su fe, su abandono en Dios, su
pobreza y humildad. Por eso, más que ver una lista de tareas, tomemos al menos
un secreto de la Navidad
y empecemos a vivirlo con empeño e interés. Cualquiera de ellos tiene toda la
virtualidad para cambiarnos la vida y mejorarla notablemente.
Y no olvidemos que el
verdadero centro de la Navidad
es Jesús mismo. Él es el Príncipe de la
Paz, como lo llama la Iglesia. En Él y sólo en Él encontraremos la paz.
En Él posemos nuestra mirada, confiada y segura. Quizá el "mundo
feliz" que algunos han profetizado no es tan utópico como pareciera.
Porque en realidad no se necesita quién sabe qué nivel de desarrollo científico
y técnico para clonar a la gente y diseñar una perfecta ingeniería social. Si
queremos una sociedad postmoderna "feliz" -hasta donde es posible en
esta vida-, sólo hay que redescubrir algunos secretos esenciales, poner a
Cristo al centro de cada familia y dejarlo reinar.
Después de todo, Dios
sigue siendo el Señor de la vida y de la historia, aunque no lo parezca. Su
victoria sobre el mal -en cualquiera de sus formas- es ya una realidad. Y, si
lo acogemos, su victoria será también nuestra. O para decirlo de forma más
poética, con un himno de la
Liturgia de las Horas, "derrotados la muerte y el
pecado, es de Dios toda historia y su final; esperad con confianza su venida;
no temáis, con vosotros él está. Volverán encrespadas tempestades para hundir
vuestra fe y vuestra verdad, es más fuerte que el mal y que su embate el poder
del Señor, que os salvará".