CARTA
ENCÍCLICA
CARITAS
IN VERITATE
DEL
SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
A
LOS OBISPOS
A
LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A
LAS PERSONAS CONSAGRADAS
A
TODOS LOS FIELES LAICOS
Y
A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE
EL DESARROLLO
HUMANO INTEGRAL
EN
LA CARIDAD Y
EN LA VERDAD
INTRODUCCIÓN
1. La caridad en la
verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre
todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del
auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor
—«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a
comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la
paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada
uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él,
para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y,
aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32). Por tanto, defender la
verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son
formas exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co
13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera
auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la
vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano.
Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del
amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto
de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en
la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a
nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6).
2. La caridad es la
vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las
responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la
caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da
verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es
sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia,
el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones
sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia —aleccionada por el Evangelio—, la
caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he
recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad» (Deus caritas est):
todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella
tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es
su promesa y nuestra esperanza.
Soy consciente de las
desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y sufre la caridad, con el
consiguiente riesgo de ser mal entendida, o excluida de la ética vivida y, en
cualquier caso, de impedir su correcta valoración. En el ámbito social,
jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los contextos más
expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su irrelevancia para
interpretar y orientar las responsabilidades morales. De aquí la necesidad de
unir no sólo la caridad con la verdad, en el sentido señalado por San Pablo de
la «veritas in caritate» (Ef 4,15), sino también en el sentido, inverso y complementario,
de «caritas in veritate». Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la
«economía» de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y
practicar la caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo prestaremos
un servicio a la caridad, iluminada por la verdad, sino que contribuiremos a
dar fuerza a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar y persuadir en
la concreción de la vida social. Y esto no es algo de poca importancia hoy, en
un contexto social y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien
desentendiéndose de ella, bien rechazándola.
3. Por esta estrecha
relación con la verdad, se puede reconocer a la caridad como expresión
auténtica de humanidad y como elemento de importancia fundamental en las
relaciones humanas, también las de carácter público. Sólo en la verdad
resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que
da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y
la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y
sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y
comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se
convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el
riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las
emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se
abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario. La verdad
libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de
contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su
horizonte humano y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión
personal y al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez
«Agapé» y «Lógos»: Caridad y Verdad, Amor y Palabra.
4. Puesto que está
llena de verdad, la caridad puede ser comprendida por el hombre en toda su
riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto, la verdad es «lógos» que
crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación y comunión. La verdad, rescatando a
los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas, les permite
llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas y apreciar el
valor y la sustancia de las cosas. La verdad abre y une el intelecto de los
seres humanos en el lógos del amor: éste es el anuncio y el testimonio
cristiano de la caridad. En el contexto social y cultural actual, en el que
está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la
verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es
sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena
sociedad y un verdadero desarrollo humano integral. Un cristianismo de caridad
sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos
sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales. De este
modo, en el mundo no habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la
verdad, la caridad es relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado.
Queda excluida de los proyectos y procesos para construir un desarrollo humano
de alcance universal, en el diálogo entre saberes y operatividad.
5. La caridad es amor
recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del
Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende
sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor,
por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo
(cf. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm
5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de
caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para
difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad.
La doctrina social de
la Iglesia
responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida. Es «caritas in
veritate in re sociali», anuncio de la verdad del amor de Cristo en la
sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad, pero en la verdad. La
verdad preserva y expresa la fuerza liberadora de la caridad en los
acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es al mismo tiempo verdad de la
fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los dos ámbitos
cognitivos. El desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los
graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad, necesitan esta
verdad. Y necesitan aún más que se estime y dé testimonio de esta verdad. Sin
verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y
responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses
privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad,
tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como
los actuales.
6. «Caritas in
veritate» es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que
adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral. Deseo
volver a recordar particularmente dos de ellos, requeridos de manera especial
por el compromiso para el desarrollo en una sociedad en vías de globalización:
la justicia y el bien común.
Ante todo, la justicia.
Ubi societas, ibi ius: toda sociedad elabora un sistema propio de justicia. La
caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al
otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es
«suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar»
al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le
corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos.
No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía
alternativa o paralela a la caridad: la justicia es «inseparable de la
caridad»[1], intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad o,
como dijo Pablo VI, su «medida mínima»[2], parte integrante de ese amor «con
obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol Juan. Por
un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los
legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción
de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad
supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el
perdón[3]. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de
derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de
misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios
también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo
compromiso por la justicia en el mundo.
7. Hay que tener
también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y
trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado
con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese «todos
nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en
comunidad social[4]. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las
personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden
conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y
esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien
común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de
instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida
social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto
más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a
sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su
vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía
institucional —también política, podríamos decir— de la caridad, no menos
cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra
directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis.
El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene
una valencia superior al compromiso meramente secular y político. Como todo
compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad
divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno. La acción del hombre
sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye
a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la
historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el
bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la
familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones[5], dando
así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta
medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras.
8. Al publicar en
1967 la Encíclica
Populorum progressio, mi venerado predecesor Pablo VI ha
iluminado el gran tema del desarrollo de los pueblos con el esplendor de la
verdad y la luz suave de la caridad de Cristo. Ha afirmado que el anuncio de
Cristo es el primero y principal factor de desarrollo[6] y nos ha dejado la
consigna de caminar por la vía del desarrollo con todo nuestro corazón y con
toda nuestra inteligencia[7], es decir, con el ardor de la caridad y la
sabiduría de la verdad. La verdad originaria del amor de Dios, que se nos ha
dado gratuitamente, es lo que abre nuestra vida al don y hace posible esperar
en un «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»[8], en el tránsito
«de condiciones menos humanas a condiciones más humanas»[9], que se obtiene
venciendo las dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo del
camino.
A más de cuarenta
años de la publicación de la
Encíclica, deseo rendir homenaje y honrar la memoria del gran
Pontífice Pablo VI, retomando sus enseñanzas sobre el desarrollo humano
integral y siguiendo la ruta que han trazado, para actualizarlas en nuestros
días. Este proceso de actualización comenzó con la Encíclica Sollicitudo
rei socialis, con la que el Siervo de Dios Juan Pablo II quiso conmemorar la
publicación de la Populorum
progressio con ocasión de su vigésimo aniversario. Hasta entonces, una
conmemoración similar fue dedicada sólo a la Rerum novarum. Pasados otros veinte años más,
manifiesto mi convicción de que la
Populorum progressio merece ser considerada como «la Rerum novarum de la época
contemporánea», que ilumina el camino de la humanidad en vías de unificación.
9. El amor en la
verdad —caritas in veritate— es un gran desafío para la Iglesia en un mundo en
progresiva y expansiva globalización. El riesgo de nuestro tiempo es que la
interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se corresponda con
la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la que pueda resultar
un desarrollo realmente humano. Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la
razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter
más humano y humanizador. El compartir los bienes y recursos, de lo que
proviene el auténtico desarrollo, no se asegura sólo con el progreso técnico y
con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que vence al
mal con el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del ser humano a relaciones
recíprocas de libertad y de responsabilidad.
La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer[10] y no
pretende «de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados»[11]. No
obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia
en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación.
Sin verdad se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de
elevarse sobre la praxis, porque no está interesada en tomar en consideración
los valores —a veces ni siquiera el significado— con los cuales juzgarla y
orientarla. La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la
única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo
humano integral. Por eso la
Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí
donde se manifieste. Para la
Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina
social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad
que libera. Abierta a la verdad, de cualquier saber que provenga, la doctrina
social de la Iglesia
la acoge, recompone en unidad los fragmentos en que a menudo la encuentra, y se
hace su portadora en la vida concreta siempre nueva de la sociedad de los
hombres y los pueblos[12].
CAPÍTULO PRIMERO
EL MENSAJE
DE LA POPULORUM
PROGRESSIO
10. A más de cuarenta
años de su publicación, la relectura de la Populorum progressio insta a permanecer fieles a
su mensaje de caridad y de verdad, considerándolo en el ámbito del magisterio
específico de Pablo VI y, más en general, dentro de la tradición de la doctrina
social de la Iglesia. Se
han de valorar después los diversos términos en que hoy, a diferencia de
entonces, se plantea el problema del desarrollo. El punto de vista correcto,
por tanto, es el de la
Tradición de la fe apostólica[13], patrimonio antiguo y
nuevo, fuera del cual la
Populorum progressio sería un documento sin raíces y las
cuestiones sobre el desarrollo se reducirían únicamente a datos sociológicos.
11. La publicación de
la Populorum
progressio tuvo lugar poco después de la conclusión del Concilio Ecuménico
Vaticano II. La misma Encíclica señala en los primeros párrafos su íntima
relación con el Concilio.[14] Veinte años después, Juan Pablo II subrayó en la Sollicitudo rei
socialis la fecunda relación de aquella Encíclica con el Concilio y, en
particular, con la
Constitución pastoral Gaudium et spes[15]. También yo deseo
recordar aquí la importancia del Concilio Vaticano II para la Encíclica de Pablo VI y
para todo el Magisterio social de los Sumos Pontífices que le han sucedido. El
Concilio profundizó en lo que pertenece desde siempre a la verdad de la fe, es
decir, que la Iglesia,
estando al servicio de Dios, está al servicio del mundo en términos de amor y
verdad. Pablo VI partía precisamente de esta visión para decirnos dos grandes
verdades. La primera es que toda la
Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y
actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre. Tiene
un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia o educación,
sino que manifiesta toda su propia capacidad de servicio a la promoción del
hombre y la fraternidad universal cuando puede contar con un régimen de
libertad. Dicha libertad se ve impedida en muchos casos por prohibiciones y
persecuciones, o también limitada cuando se reduce la presencia pública de la Iglesia solamente a sus
actividades caritativas. La segunda verdad es que el auténtico desarrollo del
hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus
dimensiones[16]. Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en
este mundo se queda sin aliento. Encerrado dentro de la historia, queda
expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del tener; así, la humanidad
pierde la valentía de estar disponible para los bienes más altos, para las
iniciativas grandes y desinteresadas que la caridad universal exige. El hombre
no se desarrolla únicamente con sus propias fuerzas, así como no se le puede
dar sin más el desarrollo desde fuera. A lo largo de la historia, se ha creído
con frecuencia que la creación de instituciones bastaba para garantizar a la
humanidad el ejercicio del derecho al desarrollo. Desafortunadamente, se ha
depositado una confianza excesiva en dichas instituciones, casi como si ellas
pudieran conseguir el objetivo deseado de manera automática. En realidad, las
instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es
ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente
responsabilidades por parte de todos. Este desarrollo exige, además, una visión
trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo,
o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la
auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado. Por lo
demás, sólo el encuentro con Dios permite no «ver siempre en el prójimo
solamente al otro»[17], sino reconocer en él la imagen divina, llegando así a
descubrir verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es ocuparse del otro
y preocuparse por el otro»[18].
12. La relación entre
la Populorum
progressio y el Concilio Vaticano II no representa una fisura entre el
Magisterio social de Pablo VI y el de los Pontífices que lo precedieron, puesto
que el Concilio profundiza dicho magisterio en la continuidad de la vida de la Iglesia[19]. En este
sentido, algunas subdivisiones abstractas de la doctrina social de la Iglesia, que aplican a las
enseñanzas sociales pontificias categorías extrañas a ella, no contribuyen a
clarificarla. No hay dos tipos de doctrina social, una preconciliar y otra
postconciliar, diferentes entre sí, sino una única enseñanza, coherente y al
mismo tiempo siempre nueva[20]. Es justo señalar las peculiaridades de una u
otra Encíclica, de la enseñanza de uno u otro Pontífice, pero sin perder nunca
de vista la coherencia de todo el corpus doctrinal en su conjunto[21].
Coherencia no significa un sistema cerrado, sino más bien la fidelidad dinámica
a una luz recibida. La doctrina social de la Iglesia ilumina con una luz que no cambia los
problemas siempre nuevos que van surgiendo[22]. Eso salvaguarda tanto el
carácter permanente como histórico de este «patrimonio» doctrinal[23] que, con
sus características específicas, forma parte de la Tradición siempre viva
de la Iglesia[24].
La doctrina social está construida sobre el fundamento transmitido por los
Apóstoles a los Padres de la
Iglesia y acogido y profundizado después por los grandes
Doctores cristianos. Esta doctrina se remite en definitiva al hombre nuevo, al
«último Adán, Espíritu que da vida» (1 Co 15,45), y que es principio de la
caridad que «no pasa nunca» (1 Co 13,8). Ha sido atestiguada por los Santos y
por cuantos han dado la vida por Cristo Salvador en el campo de la justicia y
la paz. En ella se expresa la tarea profética de los Sumos Pontífices de guiar
apostólicamente la Iglesia
de Cristo y de discernir las nuevas exigencias de la evangelización. Por estas
razones, la Populorum
progressio, insertada en la gran corriente de la Tradición, puede
hablarnos todavía hoy a nosotros.
13. Además de su
íntima unión con toda la doctrina social de la Iglesia, la Populorum progressio
enlaza estrechamente con el conjunto de todo el magisterio de Pablo VI y, en
particular, con su magisterio social. Sus enseñanzas sociales fueron de gran relevancia:
reafirmó la importancia imprescindible del Evangelio para la construcción de la
sociedad según libertad y justicia, en la perspectiva ideal e histórica de una
civilización animada por el amor. Pablo VI entendió claramente que la cuestión
social se había hecho mundial [25] y captó la relación recíproca entre el
impulso hacia la unificación de la humanidad y el ideal cristiano de una única
familia de los pueblos, solidaria en la común hermandad. Indicó en el
desarrollo, humana y cristianamente entendido, el corazón del mensaje social
cristiano y propuso la caridad cristiana como principal fuerza al servicio del
desarrollo. Movido por el deseo de hacer plenamente visible al hombre
contemporáneo el amor de Cristo, Pablo VI afrontó con firmeza cuestiones éticas
importantes, sin ceder a las debilidades culturales de su tiempo.
14. Con la Carta apostólica Octogesima
adveniens, de 1971, Pablo VI trató luego el tema del sentido de la política y
el peligro que representaban las visiones utópicas e ideológicas que
comprometían su cualidad ética y humana. Son argumentos estrechamente unidos
con el desarrollo. Lamentablemente, las ideologías negativas surgen
continuamente. Pablo VI ya puso en guardia sobre la ideología tecnocrática[26],
hoy particularmente arraigada, consciente del gran riesgo de confiar todo el
proceso del desarrollo sólo a la técnica, porque de este modo quedaría sin
orientación. En sí misma considerada, la técnica es ambivalente. Si de un lado
hay actualmente quien es propenso a confiar completamente a ella el proceso de
desarrollo, de otro, se advierte el surgir de ideologías que niegan in toto la
utilidad misma del desarrollo, considerándolo radicalmente antihumano y que
sólo comporta degradación. Así, se acaba a veces por condenar, no sólo el modo
erróneo e injusto en que los hombres orientan el progreso, sino también los
descubrimientos científicos mismos que, por el contrario, son una oportunidad
de crecimiento para todos si se usan bien. La idea de un mundo sin desarrollo
expresa desconfianza en el hombre y en Dios. Por tanto, es un grave error
despreciar las capacidades humanas de controlar las desviaciones del desarrollo
o ignorar incluso que el hombre tiende constitutivamente a «ser más».
Considerar ideológicamente como absoluto el progreso técnico y soñar con la
utopía de una humanidad que retorna a su estado de naturaleza originario, son
dos modos opuestos para eximir al progreso de su valoración moral y, por tanto,
de nuestra responsabilidad.
15. Otros dos
documentos de Pablo VI, aunque no tan estrechamente relacionados con la
doctrina social —la
Encíclica Humanae vitae, del 25 de julio de 1968, y la Exhortación apostólica
Evangelii nuntiandi, del 8 de diciembre de 1975— son muy importantes para
delinear el sentido plenamente humano del desarrollo propuesto por la Iglesia. Por tanto,
es oportuno leer también estos textos en relación con la Populorum progressio.
La Encíclica Humanae vitae subraya el sentido unitivo y procreador a la
vez de la sexualidad, poniendo así como fundamento de la sociedad la pareja de
los esposos, hombre y mujer, que se acogen recíprocamente en la distinción y en
la complementariedad; una pareja, pues, abierta a la vida[27]. No se trata de
una moral meramente individual: la
Humanae vitae señala los fuertes vínculos entre ética de la
vida y ética social, inaugurando una temática del magisterio que ha ido tomando
cuerpo poco a poco en varios documentos y, por último, en la Encíclica Evangelium
vitae de Juan Pablo II[28]. La
Iglesia propone con fuerza esta relación entre ética de la
vida y ética social, consciente de que «no puede tener bases sólidas, una
sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la
justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando y tolerando las más
variadas formas de menosprecio y violación de la vida humana, sobre todo si es
débil y marginada»[29].
La Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi guarda una relación
muy estrecha con el desarrollo, en cuanto «la evangelización —escribe Pablo VI—
no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el
curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta,
personal y social del hombre»[30]. «Entre evangelización y promoción humana
(desarrollo, liberación) existen efectivamente lazos muy fuertes»[31]:
partiendo de esta convicción, Pablo VI aclaró la relación entre el anuncio de
Cristo y la promoción de la persona en la sociedad. El testimonio de la caridad
de Cristo mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte de la
evangelización, porque a Jesucristo, que nos ama, le interesa todo el hombre.
Sobre estas importantes enseñanzas se funda el aspecto misionero [32] de la
doctrina social de la Iglesia,
como un elemento esencial de evangelización[33]. Es anuncio y testimonio de la
fe. Es instrumento y fuente imprescindible para educarse en ella.
16. En la Populorum progressio,
Pablo VI nos ha querido decir, ante todo, que el progreso, en su fuente y en su
esencia, es una vocación: «En los designios de Dios, cada hombre está llamado a
promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una
vocación»[34]. Esto es precisamente lo que legitima la intervención de la Iglesia en la problemática
del desarrollo. Si éste afectase sólo a los aspectos técnicos de la vida del hombre,
y no al sentido de su caminar en la historia junto con sus otros hermanos, ni
al descubrimiento de la meta de este camino, la Iglesia no tendría por qué
hablar de él. Pablo VI, como ya León XIII en la Rerum novarum[35], era
consciente de cumplir un deber propio de su ministerio al proyectar la luz del
Evangelio sobre las cuestiones sociales de su tiempo[36].
Decir que el
desarrollo es vocación equivale a reconocer, por un lado, que éste nace de una
llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse su significado último
por sí mismo. Con buenos motivos, la palabra «vocación» aparece de nuevo en
otro pasaje de la Encíclica,
donde se afirma: «No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al
Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la
vida humana»[37]. Esta visión del progreso es el corazón de la Populorum progressio y
motiva todas las reflexiones de Pablo VI sobre la libertad, la verdad y la
caridad en el desarrollo. Es también la razón principal por lo que aquella
Encíclica todavía es actual en nuestros días.
17. La vocación es
una llamada que requiere una respuesta libre y responsable. El desarrollo
humano integral supone la libertad responsable de la persona y los pueblos:
ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima
de la responsabilidad humana. Los «mesianismos prometedores, pero forjadores de
ilusiones»[38] basan siempre sus propias propuestas en la negación de la
dimensión trascendente del desarrollo, seguros de tenerlo todo a su
disposición. Esta falsa seguridad se convierte en debilidad, porque comporta el
sometimiento del hombre, reducido a un medio para el desarrollo, mientras que
la humildad de quien acoge una vocación se transforma en verdadera autonomía, porque
hace libre a la persona. Pablo VI no tiene duda de que hay obstáculos y
condicionamientos que frenan el desarrollo, pero tiene también la certeza de
que «cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se
ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso»[39]. Esta libertad
se refiere al desarrollo que tenemos ante nosotros pero, al mismo tiempo,
también a las situaciones de subdesarrollo, que no son fruto de la casualidad o
de una necesidad histórica, sino que dependen de la responsabilidad humana. Por
eso, «los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los
pueblos opulentos»[40]. También esto es vocación, en cuanto llamada de hombres
libres a hombres libres para asumir una responsabilidad común. Pablo VI
percibía netamente la importancia de las estructuras económicas y de las
instituciones, pero se daba cuenta con igual claridad de que la naturaleza de
éstas era ser instrumentos de la libertad humana. Sólo si es libre, el
desarrollo puede ser integralmente humano; sólo en un régimen de libertad
responsable puede crecer de manera adecuada.
18. Además de la
libertad, el desarrollo humano integral como vocación exige también que se
respete la verdad. La vocación al progreso impulsa a los hombres a «hacer, conocer
y tener más para ser más»[41]. Pero la cuestión es: ¿qué significa «ser más»? A
esta pregunta, Pablo VI responde indicando lo que comporta esencialmente el
«auténtico desarrollo»: «debe ser integral, es decir, promover a todos los
hombres y a todo el hombre»[42]. En la concurrencia entre las diferentes
visiones del hombre que, más aún que en la sociedad de Pablo VI, se proponen
también en la de hoy, la visión cristiana tiene la peculiaridad de afirmar y
justificar el valor incondicional de la persona humana y el sentido de su
crecimiento. La vocación cristiana al desarrollo ayuda a buscar la promoción de
todos los hombres y de todo el hombre. Pablo VI escribe: «Lo que cuenta para
nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de hombres, hasta la
humanidad entera»[43]. La fe cristiana se ocupa del desarrollo, no apoyándose
en privilegios o posiciones de poder, ni tampoco en los méritos de los
cristianos, que ciertamente se han dado y también hoy se dan, junto con sus
naturales limitaciones[44], sino sólo en Cristo, al cual debe remitirse toda
vocación auténtica al desarrollo humano integral. El Evangelio es un elemento
fundamental del desarrollo porque, en él, Cristo, «en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre»[45]. Con las enseñanzas de su Señor, la Iglesia escruta los signos
de los tiempos, los interpreta y ofrece al mundo «lo que ella posee como
propio: una visión global del hombre y de la humanidad»[46]. Precisamente
porque Dios pronuncia el «sí» más grande al hombre[47], el hombre no puede
dejar de abrirse a la vocación divina para realizar el propio desarrollo. La
verdad del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y de
todos los hombres, no es verdadero desarrollo. Éste es el mensaje central de la Populorum progressio,
válido hoy y siempre. El desarrollo humano integral en el plano natural, al ser
respuesta a una vocación de Dios creador[48], requiere su autentificación en
«un humanismo trascendental, que da [al hombre] su mayor plenitud; ésta es la
finalidad suprema del desarrollo personal»[49]. Por tanto, la vocación
cristiana a dicho desarrollo abarca tanto el plano natural como el
sobrenatural; éste es el motivo por el que, «cuando Dios queda eclipsado,
nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el “bien”,
empieza a disiparse»[50].
19. Finalmente, la
visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea la caridad. En la Encíclica Populorum
progressio, Pablo VI señaló que las causas del subdesarrollo no son
principalmente de orden material. Nos invitó a buscarlas en otras dimensiones
del hombre. Ante todo, en la voluntad, que con frecuencia se desentiende de los deberes de la solidaridad. Después, en
el pensamiento, que no siempre sabe orientar adecuadamente el deseo. Por eso,
para alcanzar el desarrollo hacen falta «pensadores de reflexión profunda que
busquen un humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse a sí
mismo»[51]. Pero eso no es todo. El subdesarrollo tiene una causa más
importante aún que la falta de pensamiento: es «la falta de fraternidad entre
los hombres y entre los pueblos»[52]. Esta fraternidad, ¿podrán lograrla alguna
vez los hombres por sí solos? La sociedad cada vez más globalizada nos hace más
cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la
igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos,
pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación transcendente
de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el
Hijo lo que es la caridad fraterna. Pablo VI, presentando los diversos niveles
del proceso de desarrollo del hombre, puso en lo más alto, después de haber
mencionado la fe, «la unidad de la caridad de Cristo, que nos llama a todos a
participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los
hombres»[53].
20. Estas
perspectivas abiertas por la
Populorum progressio siguen siendo fundamentales para dar
vida y orientación a nuestro compromiso por el desarrollo de los pueblos.
Además, la Populorum
progressio subraya reiteradamente la urgencia de las reformas[54] y pide que,
ante los grandes problemas de la injusticia en el desarrollo de los pueblos, se
actúe con valor y sin demora. Esta urgencia viene impuesta también por la
caridad en la verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas
Christi urget nos» (2 Co 5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado de
cosas, no se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y
problemas, sino de lo que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica
fraternidad. Lograr esta meta es tan importante que exige tomarla en
consideración para comprenderla a fondo y movilizarse concretamente con el
«corazón», con el fin de hacer cambiar los procesos económicos y sociales
actuales hacia metas plenamente humanas.
CAPÍTULO SEGUNDO
EL DESARROLLO
HUMANO
EN NUESTRO
TIEMPO
21. Pablo VI tenía
una visión articulada del desarrollo. Con el término «desarrollo» quiso indicar
ante todo el objetivo de que los pueblos salieran del hambre, la miseria, las
enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el punto de vista económico,
eso significaba su participación activa y en condiciones de igualdad en el
proceso económico internacional; desde el punto de vista social, su evolución
hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de
vista político, la consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar
libertad y paz. Después de tantos años, al ver con preocupación el desarrollo y
la perspectiva de las crisis que se suceden en estos tiempos, nos preguntamos
hasta qué punto se han cumplido las expectativas de Pablo VI siguiendo el
modelo de desarrollo que se ha adoptado en las últimas décadas. Por tanto,
reconocemos que estaba fundada la preocupación de la Iglesia por la capacidad
del hombre meramente tecnológico para fijar objetivos realistas y poder
gestionar constante y adecuadamente los instrumentos disponibles. La ganancia
es útil si, como medio, se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el
modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo exclusivo del beneficio,
cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin último, corre el riesgo de
destruir riqueza y crear pobreza. El desarrollo económico que Pablo VI deseaba
era el que produjera un crecimiento real, extensible a todos y concretamente
sostenible. Es verdad que el desarrollo ha sido y sigue siendo un factor
positivo que ha sacado de la miseria a miles de millones de personas y que,
últimamente, ha dado a muchos países la posibilidad de participar efectivamente
en la política internacional. Sin embargo, se ha de reconocer que el desarrollo
económico mismo ha estado, y lo está aún, aquejado por desviaciones y problemas
dramáticos, que la crisis actual ha puesto todavía más de manifiesto. Ésta nos
pone improrrogablemente ante decisiones que afectan cada vez más al destino
mismo del hombre, el cual, por lo demás, no puede prescindir de su naturaleza.
Las fuerzas técnicas que se mueven, las interrelaciones planetarias, los
efectos perniciosos sobre la economía real de una actividad financiera mal
utilizada y en buena parte especulativa, los imponentes flujos migratorios,
frecuentemente provocados y después no gestionados adecuadamente, o la
explotación sin reglas de los recursos de la tierra, nos induce hoy a
reflexionar sobre las medidas necesarias para solucionar problemas que no sólo
son nuevos respecto a los afrontados por el Papa Pablo VI, sino también, y
sobre todo, que tienen un efecto decisivo para el bien presente y futuro de la
humanidad. Los aspectos de la crisis y sus soluciones, así como la posibilidad
de un nuevo desarrollo futuro, están cada vez más interrelacionados, se
implican recíprocamente, requieren nuevos esfuerzos de comprensión unitaria y
una nueva síntesis humanista. Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad
de la situación económica actual, pero hemos de asumir con realismo, confianza
y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un
mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de
valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La crisis nos
obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas
formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar
las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y
proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en
esta clave, de manera confiada más que resignada.
22. Hoy, el cuadro
del desarrollo se despliega en múltiples ámbitos. Los actores y las causas,
tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son múltiples, las culpas y los
méritos son muchos y diferentes. Esto debería llevar a liberarse de las
ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad, y
a examinar con objetividad la dimensión humana de los problemas. Como ya señaló
Juan Pablo II[55], la línea de demarcación entre países ricos y pobres ahora no
es tan neta como en tiempos de la
Populorum progressio. La riqueza mundial crece en términos
absolutos, pero aumentan también las desigualdades. En los países ricos, nuevas
categorías sociales se empobrecen y nacen nuevas pobrezas. En las zonas más
pobres, algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y
consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de
miseria deshumanizadora. Se sigue produciendo «el escándalo de las disparidades
hirientes»[56]. Lamentablemente, hay corrupción e ilegalidad tanto en el
comportamiento de sujetos económicos y políticos de los países ricos, nuevos y
antiguos, como en los países pobres. La falta de respeto de los derechos
humanos de los trabajadores es provocada a veces por grandes empresas multinacionales
y también por grupos de producción local. Las ayudas internacionales se han
desviado con frecuencia de su finalidad por irresponsabilidades tanto en los
donantes como en los beneficiarios. Podemos encontrar la misma articulación de
responsabilidades también en el ámbito de las causas inmateriales o culturales
del desarrollo y el subdesarrollo. Hay formas excesivas de protección de los
conocimientos por parte de los países ricos, a través de un empleo demasiado
rígido del derecho a la propiedad intelectual, especialmente en el campo
sanitario. Al mismo tiempo, en algunos países pobres perduran modelos
culturales y normas sociales de comportamiento que frenan el proceso de
desarrollo.
23. Hoy, muchas áreas
del planeta se han desarrollado, aunque de modo problemático y desigual,
entrando a formar parte del grupo de las grandes potencias destinado a jugar un
papel importante en el futuro. Pero se ha de subrayar que no basta progresar
sólo desde el punto de vista económico y tecnológico. El desarrollo necesita
ser ante todo auténtico e integral. El salir del atraso económico, algo en sí
mismo positivo, no soluciona la problemática compleja de la promoción del
hombre, ni en los países protagonistas de estos adelantos, ni en los países
económicamente ya desarrollados, ni en los que todavía son pobres, los cuales
pueden sufrir, además de antiguas formas de explotación, las consecuencias
negativas que se derivan de un crecimiento marcado por desviaciones y
desequilibrios.
Tras el derrumbe de
los sistemas económicos y políticos de los países comunistas de Europa Oriental
y el fin de los llamados «bloques contrapuestos», hubiera sido necesario un
replanteamiento total del desarrollo. Lo pidió Juan Pablo II, quien en 1987
indicó que la existencia de estos «bloques» era una de las principales causas
del subdesarrollo[57], pues la política sustraía recursos a la economía y a la
cultura, y la ideología inhibía la libertad. En 1991, después de los
acontecimientos de 1989, pidió también que el fin de los bloques se
correspondiera con un nuevo modo de proyectar globalmente el desarrollo, no
sólo en aquellos países, sino también en Occidente y en las partes del mundo
que se estaban desarrollando[58]. Esto ha ocurrido sólo en parte, y sigue
siendo un deber llevarlo a cabo, tal vez aprovechando precisamente las medidas
necesarias para superar los problemas económicos actuales.
24. El mundo que
Pablo VI tenía ante sí, aunque el proceso de socialización estuviera ya
avanzado y pudo hablar de una cuestión social que se había hecho mundial,
estaba aún mucho menos integrado que el actual. La actividad económica y la
función política se movían en gran parte dentro de los mismos confines y podían
contar, por tanto, la una con la otra. La actividad productiva tenía lugar predominantemente
en los ámbitos nacionales y las inversiones financieras circulaban de forma
bastante limitada con el extranjero, de manera que la política de muchos
estados podía fijar todavía las prioridades de la economía y, de algún modo,
gobernar su curso con los instrumentos que tenía a su disposición. Por este
motivo, la Populorum
progressio asignó un papel central, aunque no exclusivo, a los «poderes
públicos»[59].
En nuestra época, el
Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su
soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional,
caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales financieros
y los medios de producción materiales e inmateriales. Este nuevo contexto ha
modificado el poder político de los estados.
Hoy, aprendiendo
también la lección que proviene de la crisis económica actual, en la que los
poderes públicos del Estado se ven llamados directamente a corregir errores y
disfunciones, parece más realista una renovada valoración de su papel y de su
poder, que han de ser sabiamente reexaminados y revalorizados, de modo que sean
capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas
modalidades de ejercerlos. Con un papel mejor ponderado de los poderes
públicos, es previsible que se fortalezcan las nuevas formas de participación
en la política nacional e internacional que tienen lugar a través de la
actuación de las organizaciones de la sociedad civil; en este sentido, es de
desear que haya mayor atención y participación en la res publica por parte de
los ciudadanos.
25. Desde el punto de
vista social, a los sistemas de protección y previsión, ya existentes en
tiempos de Pablo VI en muchos países, les cuesta trabajo, y les costará todavía
más en el futuro, lograr sus objetivos de verdadera justicia social dentro de
un cuadro de fuerzas profundamente transformado. El mercado, al hacerse global,
ha estimulado, sobre todo en países ricos, la búsqueda de áreas en las que
emplazar la producción a bajo coste con el fin de reducir los precios de muchos
bienes, aumentar el poder de adquisición y acelerar por tanto el índice de
crecimiento, centrado en un mayor consumo en el propio mercado interior.
Consiguientemente, el mercado ha estimulado nuevas formas de competencia entre
los estados con el fin de atraer centros productivos de empresas extranjeras,
adoptando diversas medidas, como una fiscalidad favorable y la falta de
reglamentación del mundo del trabajo. Estos procesos han llevado a la reducción
de la red de seguridad social a cambio de la búsqueda de mayores ventajas
competitivas en el mercado global, con grave peligro para los derechos de los
trabajadores, para los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad
en las tradicionales formas del Estado social. Los sistemas de seguridad social
pueden perder la capacidad de cumplir su tarea, tanto en los países pobres,
como en los emergentes, e incluso en los ya desarrollados desde hace tiempo. En
este punto, las políticas de balance, con los recortes al gasto social, con
frecuencia promovidos también por las instituciones financieras
internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos
y nuevos; dicha impotencia aumenta por la falta de protección eficaz por parte
de las asociaciones de los trabajadores. El conjunto de los cambios sociales y
económicos hace que las organizaciones sindicales tengan mayores dificultades
para desarrollar su tarea de representación de los intereses de los
trabajadores, también porque los gobiernos, por razones de utilidad económica,
limitan a menudo las libertades sindicales o la capacidad de negociación de los
sindicatos mismos. Las redes de solidaridad tradicionales se ven obligadas a
superar mayores obstáculos. Por tanto, la invitación de la doctrina social de la Iglesia, empezando por la Rerum novarum[60], a dar
vida a asociaciones de trabajadores para defender sus propios derechos ha de
ser respetada, hoy más que ayer, dando ante todo una respuesta pronta y de
altas miras a la urgencia de establecer nuevas sinergias en el ámbito
internacional y local.
La movilidad laboral,
asociada a la desregulación generalizada, ha sido un fenómeno importante, no
exento de aspectos positivos porque estimula la producción de nueva riqueza y
el intercambio entre culturas diferentes. Sin embargo, cuando la incertidumbre
sobre las condiciones de trabajo a causa de la movilidad y la desregulación se
hace endémica, surgen formas de inestabilidad psicológica, de dificultad para
abrirse caminos coherentes en la vida, incluido el del matrimonio. Como
consecuencia, se producen situaciones de deterioro humano y de desperdicio
social. Respecto a lo que sucedía en la sociedad industrial del pasado, el paro
provoca hoy nuevas formas de irrelevancia económica, y la actual crisis sólo
puede empeorar dicha situación. El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la
dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, mina la libertad y
la creatividad de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con graves
daños en el plano psicológico y espiritual. Quisiera recordar a todos, en
especial a los gobernantes que se ocupan en dar un aspecto renovado al orden
económico y social del mundo, que el primer capital que se ha de salvaguardar y
valorar es el hombre, la persona en su integridad: «Pues el hombre es el autor,
el centro y el fin de toda la vida económico-social»[61].
26. En el plano
cultural, las diferencias son aún más acusadas que en la época de Pablo VI.
Entonces, las culturas estaban generalmente bien definidas y tenían más posibilidades
de defenderse ante los intentos de hacerlas homogéneas. Hoy, las posibilidades
de interacción entre las culturas han aumentado notablemente, dando lugar a
nuevas perspectivas de diálogo intercultural, un diálogo que, para ser eficaz,
ha de tener como punto de partida una toma de conciencia de la identidad
específica de los diversos interlocutores. Pero no se ha de olvidar que la
progresiva mercantilización de los intercambios culturales aumenta hoy un doble
riesgo. Se nota, en primer lugar, un eclecticismo cultural asumido con
frecuencia de manera acrítica: se piensa en las culturas como superpuestas unas
a otras, sustancialmente equivalentes e intercambiables. Eso induce a caer en
un relativismo que en nada ayuda al verdadero diálogo intercultural; en el
plano social, el relativismo cultural provoca que los grupos culturales estén
juntos o convivan, pero separados, sin diálogo auténtico y, por lo tanto, sin
verdadera integración. Existe, en segundo lugar, el peligro opuesto de rebajar
la cultura y homologar los comportamientos y estilos de vida. De este modo, se
pierde el sentido profundo de la cultura de las diferentes naciones, de las
tradiciones de los diversos pueblos, en cuyo marco la persona se enfrenta a las
cuestiones fundamentales de la existencia[62]. El eclecticismo y el bajo nivel
cultural coinciden en separar la cultura de la naturaleza humana. Así, las
culturas ya no saben encontrar su lugar en una naturaleza que las
transciende[63], terminando por reducir al hombre a mero dato cultural. Cuando
esto ocurre, la humanidad corre nuevos riesgos de sometimiento y manipulación.
27. En muchos países
pobres persiste, y amenaza con acentuarse, la extrema inseguridad de vida a
causa de la falta de alimentación: el hambre causa todavía muchas víctimas
entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa del rico
epulón, como en cambio Pablo VI deseaba[64]. Dar de comer a los hambrientos
(cf. Mt 25,35.37.42) es un imperativo ético para la Iglesia universal, que
responde a las enseñanzas de su Fundador, el Señor Jesús, sobre la solidaridad
y el compartir. Además, en la era de la globalización, eliminar el hambre en el
mundo se ha convertido también en una meta que se ha de lograr para
salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta. El hambre no depende tanto de
la escasez material, cuanto de la insuficiencia de recursos sociales, el más
importante de los cuales es de tipo institucional. Es decir, falta un sistema
de instituciones económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga acceso al
agua y a la comida de manera regular y adecuada desde el punto de vista
nutricional, como de afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades
primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales, provocadas por
causas naturales o por la irresponsabilidad política nacional e internacional.
El problema de la inseguridad alimentaria debe ser planteado en una perspectiva
de largo plazo, eliminando las causas estructurales que lo provocan y
promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres mediante
inversiones en infraestructuras rurales, sistemas de riego, transportes,
organización de los mercados, formación y difusión de técnicas agrícolas
apropiadas, capaces de utilizar del mejor modo los recursos humanos, naturales
y socio-económicos, que se puedan obtener preferiblemente en el propio lugar,
para asegurar así también su sostenibilidad a largo plazo. Todo eso ha de
llevarse a cabo implicando a las comunidades locales en las opciones y
decisiones referentes a la tierra de cultivo. En esta perspectiva, podría ser
útil tener en cuenta las nuevas fronteras que se han abierto en el empleo
correcto de las técnicas de producción agrícola tradicional, así como las más
innovadoras, en el caso de que éstas hayan sido reconocidas, tras una adecuada
verificación, convenientes, respetuosas del ambiente y atentas a las
poblaciones más desfavorecidas. Al mismo tiempo, no se debería descuidar la
cuestión de una reforma agraria ecuánime en los países en desarrollo. El
derecho a la alimentación y al agua tiene un papel importante para conseguir
otros derechos, comenzando ante todo por el derecho primario a la vida. Por
tanto, es necesario que madure una conciencia solidaria que considere la
alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres
humanos, sin distinciones ni discriminaciones[65]. Es importante destacar,
además, que la vía solidaria hacia el desarrollo de los países pobres puede ser
un proyecto de solución de la crisis global actual, como lo han intuido en los últimos
tiempos hombres políticos y responsables de instituciones internacionales.
Apoyando a los países económicamente pobres mediante planes de financiación
inspirados en la solidaridad, con el fin de que ellos mismos puedan satisfacer
las necesidades de bienes de consumo y desarrollo de los propios ciudadanos, no
sólo se puede producir un verdadero crecimiento económico, sino que se puede
contribuir también a sostener la capacidad productiva de los países ricos, que
corre peligro de quedar comprometida por la crisis.
28. Uno de los
aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema del
respeto a la vida, que en modo alguno puede separarse de las cuestiones
relacionadas con el desarrollo de los pueblos. Es un aspecto que últimamente está
asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el concepto de pobreza
[66] y de subdesarrollo a los problemas vinculados con la acogida de la vida,
sobre todo donde ésta se ve impedida de diversas formas.
La situación de
pobreza no sólo provoca todavía en muchas zonas un alto índice de mortalidad
infantil, sino que en varias partes del mundo persisten prácticas de control
demográfico por parte de los gobiernos, que con frecuencia difunden la
contracepción y llegan incluso a imponer también el aborto. En los países
económicamente más desarrollados, las legislaciones contrarias a la vida están
muy extendidas y han condicionado ya las costumbres y la praxis, contribuyendo
a difundir una mentalidad antinatalista, que muchas veces se trata de transmitir
también a otros estados como si fuera un progreso cultural.
Algunas
organizaciones no gubernamentales, además, difunden el aborto, promoviendo a
veces en los países pobres la adopción de la práctica de la esterilización,
incluso en mujeres a quienes no se pide su consentimiento. Por añadidura,
existe la sospecha fundada de que, en ocasiones, las ayudas al desarrollo se
condicionan a determinadas políticas sanitarias que implican de hecho la
imposición de un fuerte control de la natalidad. Preocupan también tanto las
legislaciones que aceptan la eutanasia como las presiones de grupos nacionales
e internacionales que reivindican su reconocimiento jurídico.
La apertura a la vida
está en el centro del verdadero desarrollo. Cuando una sociedad se encamina
hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la
motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero
bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una
nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la
vida social[67]. La acogida de la vida forja las energías morales y capacita
para la ayuda recíproca. Fomentando la apertura a la vida, los pueblos ricos
pueden comprender mejor las necesidades de los que son pobres, evitar el empleo
de ingentes recursos económicos e intelectuales para satisfacer deseos egoístas
entre los propios ciudadanos y promover, por el contrario, buenas actuaciones
en la perspectiva de una producción moralmente sana y solidaria, en el respeto
del derecho fundamental de cada pueblo y cada persona a la vida.
29. Hay otro aspecto
de la vida de hoy, muy estrechamente unido con el desarrollo: la negación del
derecho a la libertad religiosa. No me refiero sólo a las luchas y conflictos
que todavía se producen en el mundo por motivos religiosos, aunque a veces la
religión sea solamente una cobertura para razones de otro tipo, como el afán de
poder y riqueza. En efecto, hoy se mata frecuentemente en el nombre sagrado de
Dios, como muchas veces ha manifestado y deplorado públicamente mi predecesor
Juan Pablo II y yo mismo[68]. La violencia frena el desarrollo auténtico e
impide la evolución de los pueblos hacia un mayor bienestar socioeconómico y
espiritual. Esto ocurre especialmente con el terrorismo de inspiración
fundamentalista[69], que causa dolor, devastación y muerte, bloquea el diálogo
entre las naciones y desvía grandes recursos de su empleo pacífico y civil. No
obstante, se ha de añadir que, además del fanatismo religioso que impide el
ejercicio del derecho a la libertad de religión en algunos ambientes, también
la promoción programada de la indiferencia religiosa o del ateísmo práctico por
parte de muchos países contrasta con las necesidades del desarrollo de los
pueblos, sustrayéndoles bienes espirituales y humanos. Dios es el garante del
verdadero desarrollo del hombre en cuanto, habiéndolo creado a su imagen, funda
también su dignidad trascendente y alimenta su anhelo constitutivo de «ser
más». El ser humano no es un átomo perdido en un universo casual[70], sino una
criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado
desde siempre. Si el hombre fuera fruto sólo del azar o la necesidad, o si
tuviera que reducir sus aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones en
que vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y el hombre no tuviera
una naturaleza destinada a transcenderse en una vida sobrenatural, podría
hablarse de incremento o de evolución, pero no de desarrollo. Cuando el Estado
promueve, enseña, o incluso impone formas de ateísmo práctico, priva a sus
ciudadanos de la fuerza moral y espiritual indispensable para comprometerse en
el desarrollo humano integral y les impide avanzar con renovado dinamismo en su
compromiso en favor de una respuesta humana más generosa al amor divino[71]. Y
también se da el caso de que países económicamente desarrollados o emergentes
exporten a los países pobres, en el contexto de sus relaciones culturales,
comerciales y políticas, esta visión restringida de la persona y su destino.
Éste es el daño que el «superdesarrollo»[72] produce al desarrollo auténtico,
cuando va acompañado por el «subdesarrollo moral»[73].
30. En esta línea, el
tema del desarrollo humano integral adquiere un alcance aún más complejo: la
correlación entre sus múltiples elementos exige un esfuerzo para que los
diferentes ámbitos del saber humano sean interactivos, con vistas a la
promoción de un verdadero desarrollo de los pueblos. Con frecuencia, se cree
que basta aplicar el desarrollo o las medidas socioeconómicas correspondientes
mediante una actuación común. Sin embargo, este actuar común necesita ser
orientado, porque «toda acción social implica una doctrina»[74]. Teniendo en
cuenta la complejidad de los problemas, es obvio que las diferentes disciplinas
deben colaborar en una interdisciplinariedad ordenada. La caridad no excluye el
saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca
es sólo obra de la inteligencia. Ciertamente, puede reducirse a cálculo y
experimentación, pero si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la
luz de los primeros principios y de su fin último, ha de ser «sazonado» con la
«sal» de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin
el amor. En efecto, «el que está animado de una verdadera caridad es ingenioso
para descubrir las causas de la miseria, para encontrar los medios de
combatirla, para vencerla con intrepidez»[75]. Al afrontar los fenómenos que
tenemos delante, la caridad en la verdad exige ante todo conocer y entender,
conscientes y respetuosos de la competencia específica de cada ámbito del
saber. La caridad no es una añadidura posterior, casi como un apéndice al
trabajo ya concluido de las diferentes disciplinas, sino que dialoga con ellas
desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El
saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no podrán
indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre
hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad[76]. Pero ir más
allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir
sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor
rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor.
31. Esto significa
que la valoración moral y la investigación científica deben crecer juntas, y
que la caridad ha de animarlas en un conjunto interdisciplinar armónico, hecho
de unidad y distinción. La doctrina social de la Iglesia, que tiene «una
importante dimensión interdisciplinar»[77], puede desempeñar en esta
perspectiva una función de eficacia extraordinaria. Permite a la fe, a la
teología, a la metafísica y a las ciencias encontrar su lugar dentro de una
colaboración al servicio del hombre. La doctrina social de la Iglesia ejerce
especialmente en esto su dimensión sapiencial. Pablo VI vio con claridad que
una de las causas del subdesarrollo es una falta de sabiduría, de reflexión, de
pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora[78], y que requiere «una
clara visión de todos los aspectos económicos, sociales, culturales y
espirituales»[79]. La excesiva sectorización del saber[80], el cerrarse de las
ciencias humanas a la metafísica[81], las dificultades del diálogo entre las
ciencias y la teología, no sólo dañan el desarrollo del saber, sino también el
desarrollo de los pueblos, pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza la visión de
todo el bien del hombre en las diferentes dimensiones que lo caracterizan. Es
indispensable «ampliar nuestro concepto de razón y de su uso»[82] para
conseguir ponderar adecuadamente todos los términos de la cuestión del
desarrollo y de la solución de los problemas socioeconómicos.
32. Las grandes novedades
que presenta hoy el cuadro del desarrollo de los pueblos plantean en muchos
casos la exigencia de nuevas soluciones. Éstas han de buscarse, a la vez, en el
respeto de las leyes propias de cada cosa y a la luz de una visión integral del
hombre que refleje los diversos aspectos de la persona humana, considerada con
la mirada purificada por la caridad. Así se descubrirán singulares
convergencias y posibilidades concretas de solución, sin renunciar a ningún
componente fundamental de la vida humana.
La dignidad de la
persona y las exigencias de la justicia requieren, sobre todo hoy, que las
opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y moralmente
inaceptable las desigualdades [83] y que se siga buscando como prioridad el
objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan. Pensándolo
bien, esto es también una exigencia de la «razón económica». El aumento
sistémico de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y
entre las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de
la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar la cohesión social y, de este
modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto
negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del «capital social»,
es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las
normas, que son indispensables en toda convivencia civil.
La ciencia económica
nos dice también que una situación de inseguridad estructural da origen a
actitudes antiproductivas y al derroche de recursos humanos, en cuanto que el
trabajador tiende a adaptarse pasivamente a los mecanismos automáticos, en vez
de dar espacio a la creatividad. También sobre este punto hay una convergencia
entre ciencia económica y valoración moral. Los costes humanos son siempre
también costes económicos y las disfunciones económicas comportan igualmente
costes humanos.
Además, se ha de
recordar que rebajar las culturas a la dimensión tecnológica, aunque puede
favorecer la obtención de beneficios a corto plazo, a la larga obstaculiza el
enriquecimiento mutuo y las dinámicas de colaboración. Es importante distinguir
entre consideraciones económicas o sociológicas a corto y largo plazo. Reducir
el nivel de tutela de los derechos de los trabajadores y renunciar a mecanismos
de redistribución del rédito con el fin de que el país adquiera mayor
competitividad internacional, impiden consolidar un desarrollo duradero. Por
tanto, se han de valorar cuidadosamente las consecuencias que tienen sobre las personas
las tendencias actuales hacia una economía de corto, a veces brevísimo plazo.
Esto exige «una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía
y de sus fines»[84], además de una honda revisión con amplitud de miras del
modelo de desarrollo, para corregir sus disfunciones y desviaciones. Lo exige,
en realidad, el estado de salud ecológica del planeta; lo requiere sobre todo
la crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas son evidentes en todas
las partes del mundo desde hace tiempo.
33. Más de cuarenta
años después de la Populorum
progressio, su argumento de fondo, el progreso, sigue siendo aún un problema
abierto, que se ha hecho más agudo y perentorio por la crisis
económico-financiera que se está produciendo. Aunque algunas zonas del planeta
que sufrían la pobreza han experimentado cambios notables en términos de
crecimiento económico y participación en la producción mundial, otras viven
todavía en una situación de miseria comparable a la que había en tiempos de
Pablo VI y, en algún caso, puede decirse que peor. Es significativo que algunas
causas de esta situación fueran ya señaladas en la Populorum progressio,
como por ejemplo, los altos aranceles aduaneros impuestos por los países
económicamente desarrollados, que todavía impiden a los productos procedentes
de los países pobres llegar a los mercados de los países ricos. En cambio,
otras causas que la
Encíclica sólo esbozó, han adquirido después mayor relieve.
Este es el caso de la valoración del proceso de descolonización, por entonces
en pleno auge. Pablo VI deseaba un itinerario autónomo que se recorriera en paz
y libertad. Después de más de cuarenta años, hemos de reconocer lo difícil que
ha sido este recorrido, tanto por nuevas formas de colonialismo y dependencia
de antiguos y nuevos países hegemónicos, como por graves irresponsabilidades
internas en los propios países que se han independizado.
La novedad principal
ha sido el estallido de la interdependencia planetaria, ya comúnmente llamada
globalización. Pablo VI lo había previsto parcialmente, pero es sorprendente el
alcance y la impetuosidad de su auge. Surgido en los países económicamente
desarrollados, este proceso ha implicado por su naturaleza a todas las
economías. Ha sido el motor principal para que regiones enteras superaran el
subdesarrollo y es, de por sí, una gran oportunidad. Sin embargo, sin la guía
de la caridad en la verdad, este impulso planetario puede contribuir a crear
riesgo de daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la familia
humana. Por eso, la caridad y la verdad nos plantean un compromiso inédito y
creativo, ciertamente muy vasto y complejo. Se trata de ensanchar la razón y
hacerla capaz de conocer y orientar estas nuevas e imponentes dinámicas,
animándolas en la perspectiva de esa «civilización del amor», de la cual Dios
ha puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura.
CAPÍTULO TERCERO
FRATERNIDAD,
DESARROLLO ECONÓMICO
Y SOCIEDAD
CIVIL
34. La caridad en la
verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad
está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida
debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la
utilidad. El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla
su dimensión trascendente. A veces, el hombre moderno tiene la errónea
convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es
una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede —por
decirlo con una expresión creyente— del pecado de los orígenes. La sabiduría de
la Iglesia ha
invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en
la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la
sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal,
da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la
acción social y de las costumbres»[85]. Hace tiempo que la economía forma parte
del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del
pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba evidente. Creerse autosuficiente y
capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a
confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar
material y de actuación social. Además, la exigencia de la economía de ser
autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de carácter moral, ha llevado al
hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva.
Con el pasar del tiempo, estas posturas han desembocado en sistemas económicos,
sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los
organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de
asegurar la justicia que prometían. Como he afirmado en la Encíclica Spe salvi,
se elimina así de la historia la esperanza cristiana[86], que no obstante es un
poderoso recurso social al servicio del desarrollo humano integral, en la
libertad y en la justicia. La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para
orientar la voluntad[87]. Está ya presente en la fe, que la suscita. La caridad
en la verdad se nutre de ella y, al mismo tiempo, la manifiesta. Al ser un don
absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo que no es
debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don supera
el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra propia alma como
signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus expectativas para con
nosotros. La verdad que, como la caridad es don, nos supera, como enseña San
Agustín[88]. Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia personal,
ante todo, nos ha sido «dada». En efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no
es producida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como
el amor, «no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se
impone al ser humano»[89].
Al ser un don
recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la
comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines. La
comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser
sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a superar
las fronteras, o convertirse en una comunidad universal. La unidad del género
humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de
Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva, hemos de
precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia ni se
yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento y, por otro, que
el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser
auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de
fraternidad.
35. Si hay confianza
recíproca y generalizada, el mercado es la institución económica que permite el
encuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato
como norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de consumo
para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado está sujeto a los
principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la
relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca
de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social
para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y
político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve.
En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia
del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión
social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de
solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su
propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta
pérdida de confianza es algo realmente grave.
Pablo VI subraya
oportunamente en la
Populorum progressio que el sistema económico mismo se habría
aventajado con la práctica generalizada de la justicia, pues los primeros
beneficiarios del desarrollo de los países pobres hubieran sido los países
ricos[90]. No se trata sólo de remediar el mal funcionamiento con las ayudas.
No se debe considerar a los pobres como un «fardo»[91], sino como una riqueza
incluso desde el punto de vista estrictamente económico. No obstante, se ha de
considerar equivocada la visión de quienes piensan que la economía de mercado
tiene necesidad estructural de una cuota de pobreza y de subdesarrollo para
funcionar mejor. Al mercado le interesa promover la emancipación, pero no puede
lograrlo por sí mismo, porque no puede producir lo que está fuera de su
alcance. Ha de sacar fuerzas morales de otras instancias que sean capaces de
generarlas.
36. La actividad
económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la
lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es
responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener
presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente
producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la
justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios.
La Iglesia sostiene siempre que la actividad económica no debe
considerarse antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe convertirse en el
ámbito donde el más fuerte avasalle al más débil. La sociedad no debe
protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto la
muerte de las relaciones auténticamente humanas. Es verdad que el mercado puede
orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una
cierta ideología que lo guía en este sentido. No se debe olvidar que el mercado
no existe en su estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo
concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas, al ser
instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo referencias
egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos
en perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del
hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches al
medio o instrumento sino al hombre, a su conciencia moral y a su
responsabilidad personal y social.
La doctrina social de
la Iglesia
sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de
sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad
económica y no solamente fuera o «después» de ella. El sector económico no es
ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad
del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada
éticamente.
El gran desafío que
tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este tiempo de
globalización y agravado por la crisis económico-financiera actual, es mostrar,
tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se
pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social,
como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las
relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como
expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad
económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual,
pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la
verdad al mismo tiempo.
37. La doctrina social
de la Iglesia
ha sostenido siempre que la justicia afecta a todas las fases de la actividad
económica, porque en todo momento tiene que ver con el hombre y con sus
derechos. La obtención de recursos, la financiación, la producción, el consumo
y todas las fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones
morales. Así, toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral. Lo
confirman las ciencias sociales y las tendencias de la economía contemporánea.
Hace algún tiempo, tal vez se podía confiar primero a la economía la producción
de riqueza y asignar después a la política la tarea de su distribución. Hoy
resulta más difícil, dado que las actividades económicas no se limitan a
territorios definidos, mientras que las autoridades gubernativas siguen siendo
sobre todo locales. Además, las normas de justicia deben ser respetadas desde
el principio y durante el proceso económico, y no sólo después o
colateralmente. Para eso es necesario que en el mercado se dé cabida a
actividades económicas de sujetos que optan libremente por ejercer su gestión
movidos por principios distintos al del mero beneficio, sin renunciar por ello
a producir valor económico. Muchos planteamientos económicos provenientes de
iniciativas religiosas y laicas demuestran que esto es realmente posible.
En la época de la
globalización, la economía refleja modelos competitivos vinculados a culturas
muy diversas entre sí. El comportamiento económico y empresarial que se
desprende tiene en común principalmente el respeto de la justicia conmutativa.
Indudablemente, la vida económica tiene necesidad del contrato para regular las
relaciones de intercambio entre valores equivalentes. Pero necesita igualmente
leyes justas y formas de redistribución guiadas por la política, además de
obras caracterizadas por el espíritu del don. La economía globalizada parece
privilegiar la primera lógica, la del intercambio contractual, pero directa o
indirectamente demuestra que necesita a las otras dos, la lógica de la política
y la lógica del don sin contrapartida.
38. En la Centesimus annus, mi
predecesor Juan Pablo II señaló esta problemática al advertir la necesidad de
un sistema basado en tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad
civil[92]. Consideró que la sociedad civil era el ámbito más apropiado para una
economía de la gratuidad y de la fraternidad, sin negarla en los otros dos
ámbitos. Hoy podemos decir que la vida económica debe ser comprendida como una
realidad de múltiples dimensiones: en todas ellas, aunque en medida diferente y
con modalidades específicas, debe haber respeto a la reciprocidad fraterna. En
la época de la globalización, la actividad económica no puede prescindir de la
gratuidad, que fomenta y extiende la solidaridad y la responsabilidad por la
justicia y el bien común en sus diversas instancias y agentes. Se trata, en
definitiva, de una forma concreta y profunda de democracia económica. La
solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos[93];
por tanto no se la puede dejar solamente en manos del Estado. Mientras antes se
podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía
después como un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se
alcanza ni siquiera la justicia. Se requiere, por tanto, un mercado en el cual
puedan operar libremente, con igualdad de oportunidades, empresas que persiguen
fines institucionales diversos. Junto a la empresa privada, orientada al
beneficio, y los diferentes tipos de empresa pública, deben poderse establecer
y desenvolver aquellas organizaciones productivas que persiguen fines
mutualistas y sociales. De su recíproca interacción en el mercado se puede
esperar una especie de combinación entre los comportamientos de empresa y, con
ella, una atención más sensible a una civilización de la economía. En este
caso, caridad en la verdad significa la necesidad de dar forma y organización a
las iniciativas económicas que, sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá
de la lógica del intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí
mismo.
39. Pablo VI pedía en
la Populorum
progressio que se llegase a un modelo de economía de mercado capaz de incluir,
al menos tendencialmente, a todos los pueblos, y no solamente a los
particularmente dotados. Pedía un compromiso para promover un mundo más humano
para todos, un mundo «en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el
progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros»[94].
Así, extendía al plano universal las mismas exigencias y aspiraciones de la Rerum novarum, escrita como
consecuencia de la revolución industrial, cuando se afirmó por primera vez la
idea —seguramente avanzada para aquel tiempo— de que el orden civil, para
sostenerse, necesitaba la intervención redistributiva del Estado. Hoy, esta
visión de la Rerum
novarum, además de puesta en crisis por los procesos de apertura de los
mercados y de las sociedades, se muestra incompleta para satisfacer las
exigencias de una economía plenamente humana. Lo que la doctrina de la Iglesia ha sostenido
siempre, partiendo de su visión del hombre y de la sociedad, es necesario
también hoy para las dinámicas características de la globalización.
Cuando la lógica del
mercado y la lógica del Estado se ponen de acuerdo para mantener el monopolio
de sus respectivos ámbitos de influencia, se debilita a la larga la solidaridad
en las relaciones entre los ciudadanos, la participación, el sentido de
pertenencia y el obrar gratuitamente, que no se identifican con el «dar para
tener», propio de la lógica de la compraventa, ni con el «dar por deber»,
propio de la lógica de las intervenciones públicas, que el Estado impone por
ley. La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo en la mejora de
las transacciones basadas en la compraventa, o en las transferencias de las
estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre todo en la apertura
progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizada
por ciertos márgenes de gratuidad y comunión. El binomio exclusivo
mercado-Estado corroe la sociabilidad, mientras que las formas de economía
solidaria, que encuentran su mejor terreno en la sociedad civil aunque no se
reducen a ella, crean sociabilidad. El mercado de la gratuidad no existe y las
actitudes gratuitas no se pueden prescribir por ley. Sin embargo, tanto el
mercado como la política tienen necesidad de personas abiertas al don
recíproco.
40. Las actuales
dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por graves distorsiones y
disfunciones, requieren también cambios profundos en el modo de entender la
empresa. Antiguas modalidades de la vida empresarial van desapareciendo,
mientras otras más prometedoras se perfilan en el horizonte. Uno de los mayores
riesgos es sin duda que la empresa responda casi exclusivamente a las expectativas
de los inversores en detrimento de su dimensión social. Debido a su continuo
crecimiento y a la necesidad de mayores capitales, cada vez son menos las
empresas que dependen de un único empresario estable que se sienta responsable
a largo plazo, y no sólo por poco tiempo, de la vida y los resultados de su
empresa, y cada vez son menos las empresas que dependen de un único territorio.
Además, la llamada deslocalización de la actividad productiva puede atenuar en
el empresario el sentido de responsabilidad respecto a los interesados, como
los trabajadores, los proveedores, los consumidores, así como al medio ambiente
y a la sociedad más amplia que lo rodea, en favor de los accionistas, que no
están sujetos a un espacio concreto y gozan por tanto de una extraordinaria
movilidad. El mercado internacional de los capitales, en efecto, ofrece hoy una
gran libertad de acción. Sin embargo, también es verdad que se está extendiendo
la conciencia de la necesidad de una «responsabilidad social» más amplia de la empresa.
Aunque no todos los planteamientos éticos que guían hoy el debate sobre la
responsabilidad social de la empresa son aceptables según la perspectiva de la
doctrina social de la Iglesia,
es cierto que se va difundiendo cada vez más la convicción según la cual la
gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus
propietarios, sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la
vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de los diversos
elementos de producción, la comunidad de referencia. En los últimos años se ha
notado el crecimiento de una clase cosmopolita de manager, que a menudo
responde sólo a las pretensiones de los nuevos accionistas de referencia
compuestos generalmente por fondos anónimos que establecen su retribución. Pero
también hay muchos managers hoy que, con un análisis más previsor, se percatan
cada vez más de los profundos lazos de su empresa con el territorio o
territorios en que desarrolla su actividad. Pablo VI invitaba a valorar seriamente
el daño que la trasferencia de capitales al extranjero, por puro provecho
personal, puede ocasionar a la propia nación[95]. Juan Pablo II advertía que
invertir tiene siempre un significado moral, además de económico[96]. Se ha de
reiterar que todo esto mantiene su validez en nuestros días a pesar de que el
mercado de capitales haya sido fuertemente liberalizado y la moderna mentalidad
tecnológica pueda inducir a pensar que invertir es sólo un hecho técnico y no
humano ni ético. No se puede negar que un cierto capital puede hacer el bien
cuando se invierte en el extranjero en vez de en la propia patria. Pero deben
quedar a salvo los vínculos de justicia, teniendo en cuenta también cómo se ha
formado ese capital y los perjuicios que comporta para las personas el que no
se emplee en los lugares donde se ha generado[97]. Se ha de evitar que el
empleo de recursos financieros esté motivado por la especulación y ceda a la
tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato, en vez de la
sostenibilidad de la empresa a largo plazo, su propio servicio a la economía
real y la promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas económicas
también en los países necesitados de desarrollo. Tampoco hay motivos para negar
que la deslocalización, que lleva consigo inversiones y formación, puede hacer
bien a la población del país que la recibe. El trabajo y los conocimientos
técnicos son una necesidad universal. Sin embargo, no es lícito deslocalizar
únicamente para aprovechar particulares condiciones favorables, o peor aún,
para explotar sin aportar a la sociedad local una verdadera contribución para
el nacimiento de un sólido sistema productivo y social, factor imprescindible
para un desarrollo estable.
41. A este respecto,
es útil observar que la iniciativa empresarial tiene, y debe asumir cada vez
más, un significado polivalente. El predominio persistente del binomio
mercado-Estado nos ha acostumbrado a pensar exclusivamente en el empresario
privado de tipo capitalista por un lado y en el directivo estatal por otro. En
realidad, la iniciativa empresarial se ha de entender de modo articulado. Así
lo revelan diversas motivaciones metaeconómicas. El ser empresario, antes de
tener un significado profesional, tiene un significado humano[98]. Es propio de
todo trabajo visto como «actus personae»[99] y por eso es bueno que todo
trabajador tenga la posibilidad de dar la propia aportación a su labor, de modo
que él mismo «sea consciente de que está trabajando en algo propio»[100]. Por eso,
Pablo VI enseñaba que «todo trabajador es un creador»[101]. Precisamente para
responder a las exigencias y a la dignidad de quien trabaja, y a las
necesidades de la sociedad, existen varios tipos de empresas, más allá de la
pura distinción entre «privado» y «público». Cada una requiere y manifiesta una
capacidad de iniciativa empresarial específica. Para realizar una economía que
en el futuro próximo sepa ponerse al servicio del bien común nacional y
mundial, es oportuno tener en cuenta este significado amplio de iniciativa
empresarial. Esta concepción más amplia favorece el intercambio y la mutua
configuración entre los diversos tipos de iniciativa empresarial, con transvase
de competencias del mundo non profit al profit y viceversa, del público al propio
de la sociedad civil, del de las economías avanzadas al de países en vía de
desarrollo.
También la autoridad
política tiene un significado polivalente, que no se puede olvidar mientras se
camina hacia la consecución de un nuevo orden económico-productivo, socialmente
responsable y a medida del hombre. Al igual que se pretende cultivar una
iniciativa empresarial diferenciada en el ámbito mundial, también se debe
promover una autoridad política repartida y que ha de actuar en diversos
planos. El mercado único de nuestros días no elimina el papel de los estados,
más bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca más estrecha. La
sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar apresuradamente la desaparición
del Estado. Con relación a la solución de la crisis actual, su papel parece
destinado a crecer, recuperando muchas competencias. Hay naciones donde la
construcción o reconstrucción del Estado sigue siendo un elemento clave para su
desarrollo. La ayuda internacional, precisamente dentro de un proyecto
inspirado en la solidaridad para solucionar los actuales problemas económicos,
debería apoyar en primer lugar la consolidación de los sistemas
constitucionales, jurídicos y administrativos en los países que todavía no
gozan plenamente de estos bienes. Las ayudas económicas deberían ir acompañadas
de aquellas medidas destinadas a reforzar las garantías propias de un Estado de
derecho, un sistema de orden público y de prisiones respetuoso de los derechos
humanos y a consolidar instituciones verdaderamente democráticas. No es
necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los sitios:
el fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede ir acompañado
perfectamente por el desarrollo de otras instancias políticas no estatales, de
carácter cultural, social, territorial o religioso. Además, la articulación de
la autoridad política en el ámbito local, nacional o internacional, es uno de
los cauces privilegiados para poder orientar la globalización económica. Y
también el modo de evitar que ésta mine de hecho los fundamentos de la
democracia.
42. A veces se
perciben actitudes fatalistas ante la globalización, como si las dinámicas que
la producen procedieran de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras
independientes de la voluntad humana[102]. A este respecto, es bueno recordar
que la globalización ha de entenderse ciertamente como un proceso
socioeconómico, pero no es ésta su única dimensión. Tras este proceso más
visible hay realmente una humanidad cada vez más interrelacionada; hay personas
y pueblos para los que el proceso debe ser de utilidad y desarrollo[103],
gracias a que tanto los individuos como la colectividad asumen sus respectivas
responsabilidades. La superación de las fronteras no es sólo un hecho material,
sino también cultural, en sus causas y en sus efectos. Cuando se entiende la
globalización de manera determinista, se pierden los criterios para valorarla y
orientarla. Es una realidad humana y puede ser fruto de diversas corrientes
culturales que han de ser sometidas a un discernimiento. La verdad de la
globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la
unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que
esforzarse incesantemente para favorecer una orientación cultural personalista
y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración
planetaria.
A pesar de algunos
aspectos estructurales innegables, pero que no se deben absolutizar, «la
globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de
ella»[104]. Debemos ser sus protagonistas, no las víctimas, procediendo
razonablemente, guiados por la caridad y la verdad. Oponerse ciegamente a la
globalización sería una actitud errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar
un proceso que tiene también aspectos positivos, con el riesgo de perder una
gran ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades de desarrollo que
ofrece. El proceso de globalización, adecuadamente entendido y gestionado,
ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala
planetaria como nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede
incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con una crisis a
todo el mundo. Es necesario corregir las disfunciones, a veces graves, que
causan nuevas divisiones entre los pueblos y en su interior, de modo que la
redistribución de la riqueza no comporte una redistribución de la pobreza, e
incluso la acentúe, como podría hacernos temer también una mala gestión de la
situación actual. Durante mucho tiempo se ha pensado que los pueblos pobres
deberían permanecer anclados en un estadio de desarrollo preestablecido o
contentarse con la filantropía de los pueblos desarrollados. Pablo VI se
pronunció contra esta mentalidad en la Populorum progressio. Los recursos materiales
disponibles para sacar a estos pueblos de la miseria son hoy potencialmente
mayores que antes, pero se han servido de ellos principalmente los países
desarrollados, que han podido aprovechar mejor la liberalización de los movimientos
de capitales y de trabajo. Por tanto, la difusión de ámbitos de bienestar en el
mundo no debería ser obstaculizada con proyectos egoístas, proteccionistas o
dictados por intereses particulares. En efecto, la participación de países
emergentes o en vías de desarrollo permite hoy gestionar mejor la crisis. La
transición que el proceso de globalización comporta, conlleva grandes
dificultades y peligros, que sólo se podrán superar si se toma conciencia del
espíritu antropológico y ético que en el fondo impulsa la globalización hacia
metas de humanización solidaria. Desgraciadamente, este espíritu se ve con
frecuencia marginado y entendido desde perspectivas ético-culturales de
carácter individualista y utilitarista. La globalización es un fenómeno multidimensional
y polivalente, que exige ser comprendido en la diversidad y en la unidad de
todas sus dimensiones, incluida la teológica. Esto consentirá vivir y orientar
la globalización de la humanidad en términos de relacionalidad, comunión y
participación.
CAPÍTULO CUARTO
DESARROLLO DE
LOS PUEBLOS,
DERECHOS Y DEBERES,
AMBIENTE
43. «La solidaridad
universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un
deber».[105] En la actualidad, muchos pretenden pensar que no deben nada a
nadie, si no es a sí mismos. Piensan que sólo son titulares de derechos y con
frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo
integral propio y ajeno. Por ello, es importante urgir una nueva reflexión
sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se
convierten en algo arbitrario[106]. Hoy se da una profunda contradicción.
Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos, de carácter
arbitrario y superfluo, con la pretensión de que las estructuras públicas los
reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y fundamentales que
se ignoran y violan en gran parte de la humanidad[107]. Se aprecia con
frecuencia una relación entre la reivindicación del derecho a lo superfluo, e
incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades opulentas, y la
carencia de comida, agua potable, instrucción básica o cuidados sanitarios
elementales en ciertas regiones del mundo subdesarrollado y también en la
periferia de las grandes ciudades. Dicha relación consiste en que los derechos
individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido
profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente
ilimitada y carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al
olvido de los deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un
marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y
así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los
derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al
servicio del bien. En cambio, si los derechos del hombre se fundamentan sólo en
las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en
cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el
deber de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos
internacionales pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no
disponibles» de los derechos. Cuando esto sucede, se pone en peligro el
verdadero desarrollo de los pueblos[108]. Comportamientos como éstos
comprometen la autoridad moral de los organismos internacionales, sobre todo a
los ojos de los países más necesitados de desarrollo. En efecto, éstos exigen
que la comunidad internacional asuma como un deber ayudarles a ser «artífices
de su destino»[109], es decir, a que asuman a su vez deberes. Compartir los
deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos.
44. La concepción de
los derechos y de los deberes respecto al desarrollo, debe tener también en
cuenta los problemas relacionados con el crecimiento demográfico. Es un aspecto
muy importante del verdadero desarrollo, porque afecta a los valores
irrenunciables de la vida y de la familia[110]. No es correcto considerar el aumento
de población como la primera causa del subdesarrollo, incluso desde el punto de
vista económico: baste pensar, por un lado, en la notable disminución de la
mortalidad infantil y el aumento de la edad media que se produce en los países
económicamente desarrollados y, por otra, en los signos de crisis que se
perciben en la sociedades en las que se constata una preocupante disminución de
la natalidad. Obviamente, se ha de seguir prestando la debida atención a una
procreación responsable que, por lo demás, es una contribución efectiva al
desarrollo humano integral. La
Iglesia, que se interesa por el verdadero desarrollo del
hombre, exhorta a éste a que respete los valores humanos también en el
ejercicio de la sexualidad: ésta no puede quedar reducida a un mero hecho
hedonista y lúdico, del mismo modo que la educación sexual no se puede limitar
a una instrucción técnica, con la única preocupación de proteger a los
interesados de eventuales contagios o del «riesgo» de procrear. Esto
equivaldría a empobrecer y descuidar el significado profundo de la sexualidad,
que debe ser en cambio reconocido y asumido con responsabilidad por la persona
y la comunidad. En efecto, la responsabilidad evita tanto que se considere la
sexualidad como una simple fuente de placer, como que se regule con políticas
de planificación forzada de la natalidad. En ambos casos se trata de
concepciones y políticas materialistas, en las que las personas acaban
padeciendo diversas formas de violencia. Frente a todo esto, se debe resaltar
la competencia primordial que en este campo tienen las familias[111] respecto
del Estado y sus políticas restrictivas, así como una adecuada educación de los
padres.
La apertura
moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica. Grandes
naciones han podido salir de la miseria gracias también al gran número y a la
capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones en un tiempo florecientes
pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de decadencia,
precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un problema crucial para las
sociedades de mayor bienestar. La disminución de los nacimientos, a veces por
debajo del llamado «índice de reemplazo generacional», pone en crisis incluso a
los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del
ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las
inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye
la reserva de «cerebros» a los que recurrir para las necesidades de la nación. Además,
las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de empobrecer
las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son
situaciones que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de fatiga
moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso económica,
seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del
matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la
dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a
establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la
familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula
primordial y vital de la sociedad[112], haciéndose cargo también de sus problemas
económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza relacional.
45. Responder a las
exigencias morales más profundas de la persona tiene también importantes
efectos beneficiosos en el plano económico. En efecto, la economía tiene
necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética
cualquiera, sino de una ética amiga de la persona. Hoy se habla mucho de ética
en el campo económico, bancario y empresarial. Surgen centros de estudio y
programas formativos de business ethics; se difunde en el mundo desarrollado el
sistema de certificaciones éticas, siguiendo la línea del movimiento de ideas
nacido en torno a la responsabilidad social de la empresa. Los bancos proponen
cuentas y fondos de inversión llamados «éticos». Se desarrolla una «finanza
ética», sobre todo mediante el microcrédito y, más en general, la
microfinanciación. Dichos procesos son apreciados y merecen un amplio apoyo.
Sus efectos positivos llegan incluso a las áreas menos desarrolladas de la
tierra. Conviene, sin embargo, elaborar un criterio de discernimiento válido,
pues se nota un cierto abuso del adjetivo «ético» que, usado de manera
genérica, puede abarcar también contenidos completamente distintos, hasta el
punto de hacer pasar por éticas decisiones y opciones contrarias a la justicia
y al verdadero bien del hombre.
En efecto, mucho
depende del sistema moral de referencia. Sobre este aspecto, la doctrina social
de la Iglesia
ofrece una aportación específica, que se funda en la creación del hombre «a
imagen de Dios» (Gn 1,27), algo que comporta la inviolable dignidad de la
persona humana, así como el valor trascendente de las normas morales naturales.
Una ética económica que prescinda de estos dos pilares correría el peligro de
perder inevitablemente su propio significado y prestarse así a ser
instrumentalizada; más concretamente, correría el riesgo de amoldarse a los
sistemas económico-financieros existentes, en vez de corregir sus disfunciones.
Además, podría acabar incluso justificando la financiación de proyectos no éticos.
Es necesario, pues, no recurrir a la palabra «ética» de una manera
ideológicamente discriminatoria, dando a entender que no serían éticas las
iniciativas no etiquetadas formalmente con esa cualificación. Conviene
esforzarse —la observación aquí es esencial— no sólo para que surjan sectores o
segmentos «éticos» de la economía o de las finanzas, sino para que toda la
economía y las finanzas sean éticas y lo sean no por una etiqueta externa, sino
por el respeto de exigencias intrínsecas de su propia naturaleza. A este
respecto, la doctrina social de la
Iglesia habla con claridad, recordando que la economía, en
todas sus ramas, es un sector de la actividad humana[113].
46. Respecto al tema
de la relación entre empresa y ética, así como de la evolución que está
teniendo el sistema productivo, parece que la distinción hasta ahora más
difundida entre empresas destinadas al beneficio (profit) y organizaciones sin
ánimo de lucro (non profit) ya no refleja plenamente la realidad, ni es capaz
de orientar eficazmente el futuro. En estos últimos decenios, ha ido surgiendo
una amplia zona intermedia entre los dos tipos de empresas. Esa zona intermedia
está compuesta por empresas tradicionales que, sin embargo, suscriben pactos de
ayuda a países atrasados; por fundaciones promovidas por empresas concretas;
por grupos de empresas que tienen objetivos de utilidad social; por el amplio
mundo de agentes de la llamada economía civil y de comunión. No se trata sólo
de un «tercer sector», sino de una nueva y amplia realidad compuesta, que
implica al sector privado y público y que no excluye el beneficio, pero lo
considera instrumento para objetivos humanos y sociales. Que estas empresas
distribuyan más o menos los beneficios, o que adopten una u otra configuración
jurídica prevista por la ley, es secundario respecto a su disponibilidad para
concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar objetivos de
humanización del mercado y de la sociedad. Es de desear que estas nuevas formas
de empresa encuentren en todos los países también un marco jurídico y fiscal
adecuado. Así, sin restar importancia y utilidad económica y social a las
formas tradicionales de empresa, hacen evolucionar el sistema hacia una
asunción más clara y plena de los deberes por parte de los agentes económicos.
Y no sólo esto. La misma pluralidad de las formas institucionales de empresa es
lo que promueve un mercado más cívico y al mismo tiempo más competitivo.
47. La potenciación
de los diversos tipos de empresas y, en particular, de los que son capaces de
concebir el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos de
humanización del mercado y de la sociedad, hay que llevarla a cabo incluso en
países excluidos o marginados de los circuitos de la economía global, donde es
muy importante proceder con proyectos de subsidiaridad convenientemente
diseñados y gestionados, que tiendan a promover los derechos, pero previendo
siempre que se asuman también las correspondientes responsabilidades. En las
iniciativas para el desarrollo debe quedar a salvo el principio de la
centralidad de la persona humana, que es quien debe asumirse en primer lugar el
deber del desarrollo. Lo que interesa principalmente es la mejora de las
condiciones de vida de las personas concretas de una cierta región, para que
puedan satisfacer aquellos deberes que la indigencia no les permite observar
actualmente. La preocupación nunca puede ser una actitud abstracta. Los
programas de desarrollo, para poder adaptarse a las situaciones concretas, han
de ser flexibles; y las personas que se beneficien deben implicarse
directamente en su planificación y convertirse en protagonistas de su
realización. También es necesario aplicar los criterios de progresión y
acompañamiento —incluido el seguimiento de los resultados—, porque no hay
recetas universalmente válidas. Mucho depende de la gestión concreta de las
intervenciones. «Constructores de su propio desarrollo, los pueblos son los
primeros responsables de él. Pero no lo realizarán en el aislamiento»[114].
Hoy, con la consolidación del proceso de progresiva integración del planeta,
esta exhortación de Pablo VI es más válida todavía. Las dinámicas de inclusión
no tienen nada de mecánico. Las soluciones se han de ajustar a la vida de los
pueblos y de las personas concretas, basándose en una valoración prudencial de
cada situación. Al lado de los macroproyectos son necesarios los microproyectos
y, sobre todo, es necesaria la movilización efectiva de todos los sujetos de la
sociedad civil, tanto de las personas jurídicas como de las personas físicas.
La cooperación
internacional necesita personas que participen en el proceso del desarrollo
económico y humano, mediante la solidaridad de la presencia, el acompañamiento,
la formación y el respeto. Desde este punto de vista, los propios organismos
internacionales deberían preguntarse sobre la eficacia real de sus aparatos
burocráticos y administrativos, frecuentemente demasiado costosos. A veces, el
destinatario de las ayudas resulta útil para quien lo ayuda y, así, los pobres
sirven para mantener costosos organismos burocráticos, que destinan a la propia
conservación un porcentaje demasiado elevado de esos recursos que deberían ser
destinados al desarrollo. A este respecto, cabría desear que los organismos
internacionales y las organizaciones no gubernamentales se esforzaran por una
transparencia total, informando a los donantes y a la opinión pública sobre la
proporción de los fondos recibidos que se destina a programas de cooperación,
sobre el verdadero contenido de dichos programas y, en fin, sobre la distribución
de los gastos de la institución misma.
48. El tema del
desarrollo está también muy unido hoy a los deberes que nacen de la relación
del hombre con el ambiente natural. Éste es un don de Dios para todos, y su uso
representa para nosotros una responsabilidad para con los pobres, las
generaciones futuras y toda la humanidad. Cuando se considera la naturaleza, y
en primer lugar al ser humano, fruto del azar o del determinismo evolutivo,
disminuye el sentido de la responsabilidad en las conciencias. El creyente
reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora
de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus
legítimas necesidades —materiales e inmateriales— respetando el equilibrio
inherente a la creación misma. Si se desvanece esta visión, se acaba por
considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de
ella. Ambas posturas no son conformes con la visión cristiana de la naturaleza,
fruto de la creación de Dios.
La naturaleza es
expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos precede y nos ha sido
dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del Creador (cf. Rm 1,20) y de su
amor a la humanidad. Está destinada a encontrar la «plenitud» en Cristo al
final de los tiempos (cf. Ef 1,9-10; Col 1,19-20). También ella, por tanto, es
una «vocación»[115]. La naturaleza está a nuestra disposición no como un
«montón de desechos esparcidos al azar»,[116] sino como un don del Creador que
ha diseñado sus estructuras intrínsecas para que el hombre descubra las
orientaciones que se deben seguir para «guardarla y cultivarla» (cf. Gn 2,15).
Pero se ha de subrayar que es contrario al verdadero desarrollo considerar la
naturaleza como más importante que la persona humana misma. Esta postura
conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del hombre no
puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente
naturalista. Por otra parte, también es
necesario refutar la posición contraria, que mira a su completa tecnificación,
porque el ambiente natural no es sólo materia disponible a nuestro gusto, sino
obra admirable del Creador y que lleva en sí una «gramática» que indica
finalidad y criterios para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario.
Hoy, muchos perjuicios al desarrollo provienen en realidad de estas maneras de
pensar distorsionadas. Reducir completamente la naturaleza a un conjunto de
simples datos fácticos acaba siendo fuente de violencia para con el ambiente,
provocando además conductas que no respetan la naturaleza del hombre mismo.
Ésta, en cuanto se compone no sólo de materia, sino también de espíritu, y por
tanto rica de significados y fines trascendentes, tiene un carácter normativo
incluso para la cultura. El hombre interpreta y modela el ambiente natural
mediante la cultura, la cual es orientada a su vez por la libertad responsable,
atenta a los dictámenes de la ley moral. Por tanto, los proyectos para un
desarrollo humano integral no pueden ignorar a las generaciones sucesivas, sino
que han de caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional,
teniendo en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico, el jurídico, el
económico, el político y el cultural[117].
49. Hoy, las
cuestiones relacionadas con el cuidado y salvaguardia del ambiente han de tener
debidamente en cuenta los problemas energéticos. En efecto, el acaparamiento
por parte de algunos estados, grupos de poder y empresas de recursos
energéticos no renovables, es un grave obstáculo para el desarrollo de los
países pobres. Éstos no tienen medios económicos ni para acceder a las fuentes
energéticas no renovables ya existentes ni para financiar la búsqueda de
fuentes nuevas y alternativas. La acumulación de recursos naturales, que en
muchos casos se encuentran precisamente en países pobres, causa explotación y
conflictos frecuentes entre las naciones y en su interior. Dichos conflictos se
producen con frecuencia precisamente en el territorio de esos países, con
graves consecuencias de muertes, destrucción y mayor degradación aún. La
comunidad internacional tiene el deber imprescindible de encontrar los modos
institucionales para ordenar el aprovechamiento de los recursos no renovables,
con la participación también de los países pobres, y planificar así
conjuntamente el futuro.
En este sentido, hay
también una urgente necesidad moral de una renovada solidaridad, especialmente
en las relaciones entre países en vías de desarrollo y países altamente
industrializados[118]. Las sociedades tecnológicamente avanzadas pueden y deben
disminuir el propio gasto energético, bien porque las actividades
manufactureras evolucionan, bien porque entre sus ciudadanos se difunde una
mayor sensibilidad ecológica. Además, se debe añadir que hoy se puede mejorar
la eficacia energética y al mismo tiempo progresar en la búsqueda de energías
alternativas. Pero es también necesaria una redistribución planetaria de los
recursos energéticos, de manera que también los países que no los tienen puedan
acceder a ellos. Su destino no puede dejarse en manos del primero que llega o
depender de la lógica del más fuerte. Se trata de problemas relevantes que,
para ser afrontados de manera adecuada, requieren por parte de todos una
responsable toma de conciencia de las consecuencias que afectarán a las nuevas
generaciones, y sobre todo a los numerosos jóvenes que viven en los pueblos
pobres, los cuales «reclaman tener su parte activa en la construcción de un
mundo mejor»[119].
50. Esta
responsabilidad es global, porque no concierne sólo a la energía, sino a toda
la creación, para no dejarla a las nuevas generaciones empobrecida en sus
recursos. Es lícito que el hombre gobierne responsablemente la naturaleza para
custodiarla, hacerla productiva y cultivarla también con métodos nuevos y
tecnologías avanzadas, de modo que pueda acoger y alimentar dignamente a la
población que la habita. En nuestra tierra hay lugar para todos: en ella toda
la familia humana debe encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente,
con la ayuda de la naturaleza misma, don de Dios a sus hijos, con el tesón del
propio trabajo y de la propia inventiva. Pero debemos considerar un deber muy
grave el dejar la tierra a las nuevas generaciones en un estado en el que
puedan habitarla dignamente y seguir cultivándola. Eso comporta «el compromiso
de decidir juntos después de haber ponderado responsablemente la vía a seguir,
con el objetivo de fortalecer esa alianza entre ser humano y medio ambiente que
ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual
caminamos»[120]. Es de desear que la comunidad internacional y cada gobierno
sepan contrarrestar eficazmente los modos de utilizar el ambiente que le sean
nocivos. Y también las autoridades competentes han de hacer los esfuerzos necesarios
para que los costes económicos y sociales que se derivan del uso de los
recursos ambientales comunes se reconozcan de manera transparente y sean
sufragados totalmente por aquellos que se benefician, y no por otros o por las
futuras generaciones. La protección del entorno, de los recursos y del clima
requiere que todos los responsables internacionales actúen conjuntamente y
demuestren prontitud para obrar de buena fe, en el respeto de la ley y la
solidaridad con las regiones más débiles del planeta[121]. Una de las mayores
tareas de la economía es precisamente el uso más eficaz de los recursos, no el
abuso, teniendo siempre presente que el concepto de eficiencia no es
axiológicamente neutral.
51. El modo en que el
hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y
viceversa. Esto exige que la sociedad actual revise seriamente su estilo de
vida que, en muchas partes del mundo, tiende al hedonismo y al consumismo,
despreocupándose de los daños que de ello se derivan[122]. Es necesario un
cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a adoptar nuevos estilos de vida,
«a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así
como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común sean los
elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las
inversiones»[123]. Cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo produce
daños ambientales, así como la degradación ambiental, a su vez, provoca
insatisfacción en las relaciones sociales. La naturaleza, especialmente en
nuestra época, está tan integrada en la dinámica social y cultural que
prácticamente ya no constituye una variable independiente. La desertización y
el empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas son también fruto del
empobrecimiento de sus habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el
desarrollo económico y cultural de estas poblaciones, se tutela también la
naturaleza. Además, muchos recursos naturales quedan devastados con las
guerras. La paz de los pueblos y entre los pueblos permitiría también una mayor
salvaguardia de la naturaleza. El acaparamiento de los recursos, especialmente
del agua, puede provocar graves conflictos entre las poblaciones afectadas. Un
acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede salvaguardar la naturaleza
y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades interesadas.
La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y
la debe hacer valer en público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra,
el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos. Debe
proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo. Es necesario
que exista una especie de ecología del hombre bien entendida. En efecto, la
degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela
la convivencia humana: cuando se respeta la «ecología humana»[124] en la
sociedad, también la ecología ambiental se beneficia. Así como las virtudes
humanas están interrelacionadas, de modo que el debilitamiento de una pone en
peligro también a las otras, así también el sistema ecológico se apoya en un
proyecto que abarca tanto la sana convivencia social como la buena relación con
la naturaleza.
Para salvaguardar la
naturaleza no basta intervenir con incentivos o desincentivos económicos, y ni
siquiera basta con una instrucción adecuada. Éstos son instrumentos
importantes, pero el problema decisivo es la capacidad moral global de la
sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte natural, si se
hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del hombre, si se
sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia común acaba
perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología ambiental.
Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente
natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a sí
mismas. El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que
concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones
sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que
tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la
persona considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden
exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la
praxis actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña a la
sociedad.
52. La verdad, y el
amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su última
fuente no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y
Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para el desarrollo,
en cuanto que ni la Verdad
ni el Amor pueden ser sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo
de las personas y de los pueblos no se fundamenta en una simple deliberación
humana, sino que está inscrita en un plano que nos precede y que para todos
nosotros es un deber que ha de ser acogido libremente. Lo que nos precede y
constituye —el Amor y la Verdad
subsistentes— nos indica qué es el bien y en qué consiste nuestra felicidad.
Nos señala así el camino hacia el verdadero desarrollo.
CAPÍTULO QUINTO
LA
COLABORACIÓN
DE LA
FAMILIA HUMANA
53. Una de las
pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad.
Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del
aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son
provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia original de
cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser autosuficiente, o bien un mero
hecho insignificante y pasajero, un «extranjero» en un universo que se ha
formado por casualidad. El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de
la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento[125]. Toda la
humanidad está alienada cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos, a
ideologías y utopías falsas[126]. Hoy la humanidad aparece mucho más
interactiva que antes: esa mayor vecindad debe transformarse en verdadera comunión.
El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan como parte
de una sola familia, que colabora con verdadera comunión y está integrada por
seres que no viven simplemente uno junto al otro[127].
Pablo VI señalaba que
«el mundo se encuentra en un lamentable vacío de ideas»[128]. La afirmación
contiene una constatación, pero sobre todo una aspiración: es preciso un nuevo
impulso del pensamiento para comprender mejor lo que implica ser una familia;
la interacción entre los pueblos del planeta nos urge a dar ese impulso, para
que la integración se desarrolle bajo el signo de la solidaridad[129] en vez
del de la marginación. Dicho pensamiento obliga a una profundización crítica y
valorativa de la categoría de la relación. Es un compromiso que no puede
llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que requiere la aportación
de saberes como la metafísica y la teología, para captar con claridad la
dignidad trascendente del hombre.
La criatura humana,
en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones
interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura
también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose
sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la importancia
de dichas relaciones es fundamental. Esto vale también para los pueblos.
Consiguientemente, resulta muy útil para su desarrollo una visión metafísica de
la relación entre las personas. A este respecto, la razón encuentra inspiración
y orientación en la revelación cristiana, según la cual la comunidad de los
hombres no absorbe en sí a la persona anulando su autonomía, como ocurre en las
diversas formas del totalitarismo, sino que la valoriza más aún porque la
relación entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro todo[130]. De la
misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno a las personas que
la componen, y la Iglesia
misma valora plenamente la «criatura nueva» (Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el
bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así también la unidad de la familia
humana no anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que
los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima
diversidad.
54. El tema del
desarrollo coincide con el de la inclusión relacional de todas las personas y
de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana, que se
construye en la solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la
justicia y la paz. Esta perspectiva se ve iluminada de manera decisiva por la
relación entre las Personas de la
Trinidad en la única Sustancia divina. La Trinidad es absoluta
unidad, en cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura. La
transparencia recíproca entre las Personas divinas es plena y el vínculo de una
con otra total, porque constituyen una absoluta unidad y unicidad. Dios nos
quiere también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como
nosotros somos uno» (Jn 17,22). La
Iglesia es signo e instrumento de esta unidad[131]. También
las relaciones entre los hombres a lo largo de la historia se han beneficiado
de la referencia a este Modelo divino. En particular, a la luz del misterio
revelado de la Trinidad,
se comprende que la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga, sino
compenetración profunda. Esto se manifiesta también en las experiencias humanas
comunes del amor y de la verdad. Como el amor sacramental une a los esposos
espiritualmente en «una sola carne» (Gn 2,24; Mt 19,5; Ef 5,31), y de dos que
eran hace de ellos una unidad relacional y real, de manera análoga la verdad
une los espíritus entre sí y los hace pensar al unísono, atrayéndolos y
uniéndolos en ella.
55. La revelación
cristiana sobre la unidad del género humano presupone una interpretación metafísica
del humanum, en la que la relacionalidad es elemento esencial. También otras
culturas y otras religiones enseñan la fraternidad y la paz y, por tanto, son
de gran importancia para el desarrollo humano integral. Sin embargo, no faltan
actitudes religiosas y culturales en las que no se asume plenamente el
principio del amor y de la verdad, terminando así por frenar el verdadero
desarrollo humano e incluso por impedirlo. El mundo de hoy está siendo
atravesado por algunas culturas de trasfondo religioso, que no llevan al hombre
a la comunión, sino que lo aíslan en la búsqueda del bienestar individual,
limitándose a gratificar las expectativas psicológicas. También una cierta
proliferación de itinerarios religiosos de pequeños grupos, e incluso de personas
individuales, así como el sincretismo religioso, pueden ser factores de
dispersión y de falta de compromiso. Un posible efecto negativo del proceso de
globalización es la tendencia a favorecer dicho sincretismo[132], alimentando
formas de «religión» que alejan a las personas unas de otras, en vez de hacer
que se encuentren, y las apartan de la realidad. Al mismo tiempo, persisten a
veces parcelas culturales y religiosas que encasillan la sociedad en castas
sociales estáticas, en creencias mágicas que no respetan la dignidad de la
persona, en actitudes de sumisión a fuerzas ocultas. En esos contextos, el amor
y la verdad encuentran dificultad para afianzarse, perjudicando el auténtico
desarrollo.
Por este motivo,
aunque es verdad que, por un lado, el desarrollo necesita de las religiones y
de las culturas de los diversos pueblos, por otro lado, sigue siendo verdad
también que es necesario un adecuado discernimiento. La libertad religiosa no
significa indiferentismo religioso y no comporta que todas las religiones sean
iguales[133]. El discernimiento sobre la contribución de las culturas y de las
religiones es necesario para la construcción de la comunidad social en el
respeto del bien común, sobre todo para quien ejerce el poder político. Dicho
discernimiento deberá basarse en el criterio de la caridad y de la verdad.
Puesto que está en juego el desarrollo de las personas y de los pueblos, tendrá
en cuenta la posibilidad de emancipación y de inclusión en la óptica de una
comunidad humana verdaderamente universal. El criterio para evaluar las
culturas y las religiones es también «todo el hombre y todos los hombres». El
cristianismo, religión del «Dios que tiene un rostro humano»[134], lleva en sí
mismo un criterio similar.
56. La religión
cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo solamente si
Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica referencia a la
dimensión cultural, social, económica y, en particular, política. La doctrina
social de la Iglesia
ha nacido para reivindicar esa «carta de ciudadanía»[135] de la religión
cristiana. La negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y
a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública,
tiene consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la
religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro
lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el
progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la política
adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se
respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento
trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal. En el laicismo y
en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una
provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa. La razón necesita
siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política,
que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad
de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La
ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la
humanidad.
57. El diálogo
fecundo entre fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la caridad en el
ámbito social y es el marco más apropiado para promover la colaboración
fraterna entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de
trabajar por la justicia y la paz de la humanidad. Los Padres conciliares
afirmaban en la
Constitución pastoral Gaudium et spes: «Según la opinión casi
unánime de creyentes y no creyentes, todo lo que existe en la tierra debe
ordenarse al hombre como su centro y su culminación»[136]. Para los creyentes,
el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto
de Dios. De ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos con todos
los hombres y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no creyentes,
para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto divino: vivir como
una familia, bajo la mirada del Creador. Sin duda, el principio de
subsidiaridad[137], expresión de la inalienable libertad, es una manifestación
particular de la caridad y criterio guía para la colaboración fraterna de
creyentes y no creyentes. La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona,
a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece
cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí
mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la
libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La
subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre
capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad
forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz
contra cualquier forma de asistencialismo paternalista. Ella puede dar razón
tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por ello, de la pluralidad
de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto, es un principio
particularmente adecuado para gobernar la globalización y orientarla hacia un
verdadero desarrollo humano. Para no abrir la puerta a un peligroso poder
universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo
subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos, que colaboren
recíprocamente. La globalización necesita ciertamente una autoridad, en cuanto
plantea el problema de la consecución de un bien común global; sin embargo,
dicha autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con división de
poderes[138], tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente
eficaz.
58. El principio de
subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al principio de la solidaridad
y viceversa, porque así como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en
el particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin la
subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado. Esta
regla de carácter general se ha de tener muy en cuenta incluso cuando se
afrontan los temas sobre las ayudas internacionales al desarrollo. Éstas, por
encima de las intenciones de los donantes, pueden mantener a veces a un pueblo
en un estado de dependencia, e incluso favorecer situaciones de dominio local y
de explotación en el país que las recibe. Las ayudas económicas, para que lo
sean de verdad, no deben perseguir otros fines. Han de ser concedidas
implicando no sólo a los gobiernos de los países interesados, sino también a
los agentes económicos locales y a los agentes culturales de la sociedad civil,
incluidas las Iglesias locales. Los programas de ayuda han de adaptarse cada
vez más a la forma de los programas integrados y compartidos desde la base. En
efecto, sigue siendo verdad que el recurso humano es el más valioso de los
países en vías de desarrollo: éste es el auténtico capital que se ha de
potenciar para asegurar a los países más pobres un futuro verdaderamente
autónomo. Conviene recordar también que, en el campo económico, la ayuda
principal que necesitan los países en vías de desarrollo es permitir y
favorecer cada vez más el ingreso de sus productos en los mercados
internacionales, posibilitando así su plena participación en la vida económica
internacional. En el pasado, las ayudas han servido con demasiada frecuencia
sólo para crear mercados marginales de los productos de esos países. Esto se
debe muchas veces a una falta de verdadera demanda de estos productos: por
tanto, es necesario ayudar a esos países a mejorar sus productos y a adaptarlos
mejor a la demanda. Además, algunos han temido con frecuencia la competencia de
las importaciones de productos, normalmente agrícolas, provenientes de los
países económicamente pobres. Sin embargo, se ha de recordar que la posibilidad
de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar su
supervivencia a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y
equilibrado en el campo agrícola puede reportar beneficios a todos, tanto en la
oferta como en la demanda. Por este motivo, no sólo es necesario orientar
comercialmente esos productos, sino establecer reglas comerciales
internacionales que los sostengan, y reforzar la financiación del desarrollo
para hacer más productivas esas economías.
59. La cooperación
para el desarrollo no debe contemplar solamente la dimensión económica; ha de
ser una gran ocasión para el encuentro cultural y humano. Si los sujetos de la
cooperación de los países económicamente desarrollados, como a veces sucede, no
tienen en cuenta la identidad cultural propia y ajena, con sus valores humanos,
no podrán entablar diálogo alguno con los ciudadanos de los países pobres. Si
éstos, a su vez, se abren con indiferencia y sin discernimiento a cualquier
propuesta cultural, no estarán en condiciones de asumir la responsabilidad de
su auténtico desarrollo[139]. Las sociedades tecnológicamente avanzadas no
deben confundir el propio desarrollo tecnológico con una presunta superioridad
cultural, sino que deben redescubrir en sí mismas virtudes a veces olvidadas,
que las han hecho florecer a lo largo de su historia. Las sociedades en
crecimiento deben permanecer fieles a lo que hay de verdaderamente humano en
sus tradiciones, evitando que superpongan automáticamente a ellas las formas de
la civilización tecnológica globalizada. En todas las culturas se dan
singulares y múltiples convergencias éticas, expresiones de una misma
naturaleza humana, querida por el Creador, y que la sabiduría ética de la
humanidad llama ley natural[140]. Dicha ley moral universal es fundamento
sólido de todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al pluralismo
multiforme de las diversas culturas a que no se alejen de la búsqueda común de
la verdad, del bien y de Dios. Por tanto, la adhesión a esa ley escrita en los
corazones es la base de toda colaboración social constructiva. En todas las
culturas hay costras que limpiar y sombras que despejar. La fe cristiana, que
se encarna en las culturas trascendiéndolas, puede ayudarlas a crecer en la
convivencia y en la solidaridad universal, en beneficio del desarrollo
comunitario y planetario.
60. En la búsqueda de
soluciones para la crisis económica actual, la ayuda al desarrollo de los
países pobres debe considerarse un verdadero instrumento de creación de riqueza
para todos. ¿Qué proyecto de ayuda puede prometer un crecimiento de tan
significativo valor —incluso para la economía mundial— como la ayuda a poblaciones que se encuentran
todavía en una fase inicial o poco avanzada de su proceso de desarrollo
económico? En esta perspectiva, los estados económicamente más desarrollados
harán lo posible por destinar mayores porcentajes de su producto interior bruto
para ayudas al desarrollo, respetando los compromisos que se han tomado sobre
este punto en el ámbito de la comunidad internacional. Lo podrán hacer también
revisando sus políticas internas de asistencia y de solidaridad social,
aplicando a ellas el principio de subsidiaridad y creando sistemas de seguridad
social más integrados, con la participación activa de las personas y de la
sociedad civil. De esta manera, es posible también mejorar los servicios
sociales y asistenciales y, al mismo tiempo, ahorrar recursos, eliminando
derroches y rentas abusivas, para destinarlos a la solidaridad internacional.
Un sistema de solidaridad social más participativo y orgánico, menos
burocratizado pero no por ello menos coordinado, podría revitalizar muchas
energías hoy adormecidas en favor también de la solidaridad entre los pueblos.
Una posibilidad de
ayuda para el desarrollo podría venir de la aplicación eficaz de la llamada
subsidiaridad fiscal, que permitiría a los ciudadanos decidir sobre el destino
de los porcentajes de los impuestos que pagan al Estado. Esto puede ayudar,
evitando degeneraciones particularistas, a fomentar formas de solidaridad
social desde la base, con obvios beneficios también desde el punto de vista de
la solidaridad para el desarrollo.
61. Una solidaridad
más amplia a nivel internacional se manifiesta ante todo en seguir promoviendo,
también en condiciones de crisis económica, un mayor acceso a la educación que,
por otro lado, es una condición esencial para la eficacia de la cooperación
internacional misma. Con el término «educación» no nos referimos sólo a la
instrucción o a la formación para el trabajo, que son dos causas importantes
para el desarrollo, sino a la formación completa de la persona. A este
respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático: para educar es preciso
saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Al afianzarse una visión
relativista de dicha naturaleza plantea serios problemas a la educación, sobre
todo a la educación moral, comprometiendo su difusión universal. Cediendo a
este relativismo, todos se empobrecen más, con consecuencias negativas también
para la eficacia de la ayuda a las poblaciones más necesitadas, a las que no
faltan sólo recursos económicos o técnicos, sino también modos y medios
pedagógicos que ayuden a las personas a lograr su plena realización humana.
Un ejemplo de la
importancia de este problema lo tenemos en el fenómeno del turismo
internacional[141], que puede ser un notable factor de desarrollo económico y
crecimiento cultural, pero que en ocasiones puede transformarse en una forma de
explotación y degradación moral. La situación actual ofrece oportunidades
singulares para que los aspectos económicos del desarrollo, es decir, los
flujos de dinero y la aparición de experiencias empresariales locales
significativas, se combinen con los culturales, y en primer lugar el educativo.
En muchos casos es así, pero en muchos otros el turismo internacional es una
experiencia deseducativa, tanto para el turista como para las poblaciones
locales. Con frecuencia, éstas se encuentran con conductas inmorales, y hasta
perversas, como en el caso del llamado turismo sexual, al que se sacrifican
tantos seres humanos, incluso de tierna edad. Es doloroso constatar que esto
ocurre muchas veces con el respaldo de gobiernos locales, con el silencio de
aquellos otros de donde proceden los turistas y con la complicidad de tantos
operadores del sector. Aún sin llegar a ese extremo, el turismo internacional
se plantea con frecuencia de manera consumista y hedonista, como una evasión y
con modos de organización típicos de los países de origen, de forma que no se
favorece un verdadero encuentro entre personas y culturas. Hay que pensar,
pues, en un turismo distinto, capaz de promover un verdadero conocimiento
recíproco, que nada quite al descanso y a la sana diversión: hay que fomentar
un turismo así, también a través de una relación más estrecha con las
experiencias de cooperación internacional y de iniciativas empresariales para
el desarrollo.
62. Otro aspecto
digno de atención, hablando del desarrollo humano integral, es el fenómeno de
las migraciones. Es un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por
los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que
suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales
y a la comunidad internacional. Podemos decir que estamos ante un fenómeno
social que marca época, que requiere una fuerte y clarividente política de
cooperación internacional para afrontarlo debidamente. Esta política hay que
desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los países de
procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas
normativas internacionales capaces de armonizar los diversos ordenamientos
legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y los derechos de las
personas y de las familias emigrantes, así como las de las sociedades de
destino. Ningún país por sí solo puede ser capaz de hacer frente a los
problemas migratorios actuales. Todos podemos ver el sufrimiento, el disgusto y
las aspiraciones que conllevan los flujos migratorios. Como es sabido, es un fenómeno
complejo de gestionar; sin embargo, está comprobado que los trabajadores
extranjeros, no obstante las dificultades inherentes a su integración,
contribuyen de manera significativa con su trabajo al desarrollo económico del
país que los acoge, así como a su país de origen a través de las remesas de
dinero. Obviamente, estos trabajadores no pueden ser considerados como una
mercancía o una mera fuerza laboral. Por tanto no deben ser tratados como
cualquier otro factor de producción. Todo emigrante es una persona humana que,
en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser
respetados por todos y en cualquier situación[142].
63. Al considerar los
problemas del desarrollo, se ha de resaltar la relación entre pobreza y
desocupación. Los pobres son en muchos casos el resultado de la violación de la
dignidad del trabajo humano, bien porque se limitan sus posibilidades
(desocupación, subocupación), bien porque se devalúan «los derechos que fluyen
del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la
persona del trabajador y de su familia»[143]. Por esto, ya el 1 de mayo de
2000, mi predecesor Juan Pablo II, de venerada memoria, con ocasión del Jubileo
de los Trabajadores, lanzó un llamamiento para «una coalición mundial a favor
del trabajo decente»[144], alentando la estrategia de la Organización
Internacional del Trabajo. De esta manera, daba un fuerte
apoyo moral a este objetivo, como aspiración de las familias en todos los
países del mundo. Pero ¿qué significa la palabra «decente» aplicada al trabajo?
Significa un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad
esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie
efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su
comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean
respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las
necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados
a trabajar; un trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente
y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse
adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal, familiar y
espiritual; un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que
llegan a la jubilación.
64. En la reflexión
sobre el tema del trabajo, es oportuno hacer un llamamiento a las
organizaciones sindicales de los trabajadores, desde siempre alentadas y
sostenidas por la Iglesia,
ante la urgente exigencia de abrirse a las nuevas perspectivas que surgen en el
ámbito laboral. Las organizaciones sindicales están llamadas a hacerse cargo de
los nuevos problemas de nuestra sociedad, superando las limitaciones propias de
los sindicatos de clase. Me refiero, por ejemplo, a ese conjunto de cuestiones
que los estudiosos de las ciencias sociales señalan en el conflicto entre
persona-trabajadora y persona-consumidora. Sin que sea necesario adoptar la
tesis de que se ha efectuado un desplazamiento de la centralidad del trabajador
a la centralidad del consumidor, parece en cualquier caso que éste es también
un terreno para experiencias sindicales innovadoras. El contexto global en el
que se desarrolla el trabajo requiere igualmente que las organizaciones
sindicales nacionales, ceñidas sobre todo a la defensa de los intereses de sus
afiliados, vuelvan su mirada también hacia los no afiliados y, en particular,
hacia los trabajadores de los países en vía de desarrollo, donde tantas veces
se violan los derechos sociales. La defensa de estos trabajadores, promovida
también mediante iniciativas apropiadas en favor de los países de origen,
permitirá a las organizaciones sindicales poner de relieve las auténticas
razones éticas y culturales que las han consentido ser, en contextos sociales y
laborales diversos, un factor decisivo para el desarrollo. Sigue siendo válida
la tradicional enseñanza de la
Iglesia, que propone la distinción de papeles y funciones
entre sindicato y política. Esta distinción permitirá a las organizaciones
sindicales encontrar en la sociedad civil el ámbito más adecuado para su
necesaria actuación en defensa y promoción del mundo del trabajo, sobre todo en
favor de los trabajadores explotados y no representados, cuya amarga condición
pasa desapercibida tantas veces ante los ojos distraídos de la sociedad.
65. Además, se
requiere que las finanzas mismas, que han de renovar necesariamente sus
estructuras y modos de funcionamiento tras su mala utilización, que ha dañado
la economía real, vuelvan a ser un instrumento encaminado a producir mejor
riqueza y desarrollo. Toda la economía y todas las finanzas, y no sólo algunos
de sus sectores, en cuanto instrumentos, deben ser utilizados de manera ética
para crear las condiciones adecuadas para el desarrollo del hombre y de los
pueblos. Es ciertamente útil, y en algunas circunstancias indispensable,
promover iniciativas financieras en las que predomine la dimensión humanitaria.
Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar que todo el sistema financiero ha de
tener como meta el sostenimiento de un verdadero desarrollo. Sobre todo, es
preciso que el intento de hacer el bien no se contraponga al de la capacidad
efectiva de producir bienes. Los agentes financieros han de redescubrir el
fundamento ético de su actividad para no abusar de aquellos instrumentos
sofisticados con los que se podría traicionar a los ahorradores. Recta
intención, transparencia y búsqueda de los buenos resultados son compatibles y
nunca se deben separar. Si el amor es inteligente, sabe encontrar también los
modos de actuar según una conveniencia previsible y justa, como muestran de
manera significativa muchas experiencias en el campo del crédito cooperativo.
Tanto una regulación
del sector capaz de salvaguardar a los sujetos más débiles e impedir escandalosas
especulaciones, como la experimentación de nuevas formas de finanzas destinadas
a favorecer proyectos de desarrollo, son experiencias positivas que se han de
profundizar y alentar, reclamando la propia responsabilidad del ahorrador.
También la experiencia de la microfinanciación, que hunde sus raíces en la
reflexión y en la actuación de los humanistas civiles —pienso sobre todo en el
origen de los Montes de Piedad—, ha de ser reforzada y actualizada, sobre todo
en estos momentos en que los problemas financieros pueden resultar dramáticos
para los sectores más vulnerables de la población, que deben ser protegidos de
la amenaza de la usura y la desesperación. Los más débiles deben ser educados
para defenderse de la usura, así como los pueblos pobres han de ser educados
para beneficiarse realmente del microcrédito, frenando de este modo posibles
formas de explotación en estos dos campos. Puesto que también en los países
ricos se dan nuevas formas de pobreza, la microfinanciación puede ofrecer
ayudas concretas para crear iniciativas y sectores nuevos que favorezcan a las
capas más débiles de la sociedad, también ante una posible fase de
empobrecimiento de la sociedad.
66. La interrelación
mundial ha hecho surgir un nuevo poder político, el de los consumidores y sus
asociaciones. Es un fenómeno en el que se debe profundizar, pues contiene
elementos positivos que hay que fomentar, como también excesos que se han de
evitar. Es bueno que las personas se den cuenta de que comprar es siempre un
acto moral, y no sólo económico. El consumidor tiene una responsabilidad social
específica, que se añade a la responsabilidad social de la empresa. Los
consumidores deben ser constantemente educados[145] para el papel que ejercen
diariamente y que pueden desempeñar respetando los principios morales, sin que
disminuya la racionalidad económica intrínseca en el acto de comprar. También
en el campo de las compras, precisamente en momentos como los que se están
viviendo, en los que el poder adquisitivo puede verse reducido y se deberá
consumir con mayor sobriedad, es necesario abrir otras vías como, por ejemplo,
formas de cooperación para las adquisiciones, como ocurre con las cooperativas
de consumo, que existen desde el s. XIX, gracias también a la iniciativa de los
católicos. Además, es conveniente favorecer formas nuevas de comercialización
de productos provenientes de áreas deprimidas del planeta para garantizar una
retribución decente a los productores, a condición de que se trate de un
mercado transparente, que los productores reciban no sólo mayores márgenes de
ganancia sino también mayor formación, profesionalidad y tecnología y,
finalmente, que dichas experiencias de economía para el desarrollo no estén
condicionadas por visiones ideológicas partidistas. Es de desear un papel más
incisivo de los consumidores como factor de democracia económica, siempre que
ellos mismos no estén manipulados por asociaciones escasamente representativas.
67. Ante el imparable
aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión
de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las
Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional,
para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se
siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el
principio de la responsabilidad de proteger[146] y dar también una voz eficaz
en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece necesario
precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que
incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo
solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para sanear
las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores
desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la
seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y
regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad
política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII.
Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera
concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a
la realización del bien común[147], comprometerse en la realización de un
auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en
la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por todos, gozar de
poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la
justicia y el respeto de los derechos[148]. Obviamente, debe tener la facultad
de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las
medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En
efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes
progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar
condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El desarrollo
integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el
establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo
subsidiario para el gobierno de la globalización[149], que se lleve a cabo
finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre
esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya previsto en
el Estatuto de las Naciones Unidas.
CAPÍTULO SEXTO
EL DESARROLLO
DE LOS PUEBLOS
Y LA TÉCNICA
68. El tema del
desarrollo de los pueblos está íntimamente unido al del desarrollo de cada
hombre. La persona humana tiende por naturaleza a su propio desarrollo. Éste no
está garantizado por una serie de mecanismos naturales, sino que cada uno de
nosotros es consciente de su capacidad de decidir libre y responsablemente.
Tampoco se trata de un desarrollo a merced de nuestro capricho, ya que todos
sabemos que somos un don y no el resultado de una autogeneración. Nuestra
libertad está originariamente caracterizada por nuestro ser, con sus propias limitaciones.
Ninguno da forma a la propia conciencia de manera arbitraria, sino que todos
construyen su propio «yo» sobre la base de un «sí mismo» que nos ha sido dado.
No sólo las demás personas se nos presentan como no disponibles, sino también
nosotros para nosotros mismos. El desarrollo de la persona se degrada cuando
ésta pretende ser la única creadora de sí misma. De modo análogo, también el
desarrollo de los pueblos se degrada cuando la humanidad piensa que puede
recrearse utilizando los «prodigios» de la tecnología. Lo mismo ocurre con el
desarrollo económico, que se manifiesta ficticio y dañino cuando se apoya en
los «prodigios» de las finanzas para sostener un crecimiento antinatural y
consumista. Ante esta pretensión prometeica, hemos de fortalecer el aprecio por
una libertad no arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el
reconocimiento del bien que la precede. Para alcanzar este objetivo, es
necesario que el hombre entre en sí mismo para descubrir las normas
fundamentales de la ley moral natural que Dios ha inscrito en su corazón.
69. El problema del
desarrollo en la actualidad está estrechamente unido al progreso tecnológico y
a sus aplicaciones deslumbrantes en campo biológico. La técnica — conviene
subrayarlo — es un hecho profundamente humano, vinculado a la autonomía y
libertad del hombre. En la técnica se manifiesta y confirma el dominio del
espíritu sobre la materia. «Siendo éste [el espíritu] “menos esclavo de las
cosas, puede más fácilmente elevarse a la adoración y a la contemplación del
Creador”»[150]. La técnica permite dominar la materia, reducir los riesgos,
ahorrar esfuerzos, mejorar las condiciones de vida. Responde a la misma
vocación del trabajo humano: en la técnica, vista como una obra del propio
talento, el hombre se reconoce a sí mismo y realiza su propia humanidad. La
técnica es el aspecto objetivo del actuar humano[151], cuyo origen y razón de
ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica
nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus
aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la
superación gradual de ciertos condicionamientos materiales. La técnica, por lo
tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn
2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza
entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios.
70. El desarrollo
tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica, cuando
el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo
impulsan a actuar. Por eso, la técnica tiene un rostro ambiguo. Nacida de la
creatividad humana como instrumento de la libertad de la persona, puede
entenderse como elemento de una libertad absoluta, que desea prescindir de los
límites inherentes a las cosas. El proceso de globalización podría sustituir
las ideologías por la técnica[152], transformándose ella misma en un poder
ideológico, que expondría a la humanidad al riesgo de encontrarse encerrada
dentro de un a priori del cual no podría salir para encontrar el ser y la
verdad. En ese caso, cada uno de nosotros conocería, evaluaría y decidiría los
aspectos de su vida desde un horizonte cultural tecnocrático, al que
perteneceríamos estructuralmente, sin poder encontrar jamás un sentido que no
sea producido por nosotros mismos. Esta visión refuerza mucho hoy la mentalidad
tecnicista, que hace coincidir la verdad con lo factible. Pero cuando el único
criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega automáticamente el
desarrollo. En efecto, el verdadero desarrollo no consiste principalmente en
hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la
técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre,
según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su
ser. Incluso cuando el hombre opera a través de un satélite o de un impulso
electrónico a distancia, su actuar permanece siempre humano, expresión de una
libertad responsable. La técnica atrae fuertemente al hombre, porque lo rescata
de las limitaciones físicas y le amplía el horizonte. Pero la libertad humana
es ella misma sólo cuando responde a esta atracción de la técnica con
decisiones que son fruto de la responsabilidad moral. De ahí la necesidad
apremiante de una formación para un uso ético y responsable de la técnica.
Conscientes de esta atracción de la técnica sobre el ser humano, se debe
recuperar el verdadero sentido de la libertad, que no consiste en la seducción
de una autonomía total, sino en la respuesta a la llamada del ser, comenzando
por nuestro propio ser.
71. Esta posible
desviación de la mentalidad técnica de su originario cauce humanista se muestra
hoy de manera evidente en la tecnificación del desarrollo y de la paz. El
desarrollo de los pueblos es considerado con frecuencia como un problema de
ingeniería financiera, de apertura de mercados, de bajadas de impuestos, de
inversiones productivas, de reformas institucionales, en definitiva como una
cuestión exclusivamente técnica. Sin duda, todos estos ámbitos tienen un papel
muy importante, pero deberíamos preguntarnos por qué las decisiones de tipo
técnico han funcionado hasta ahora sólo en parte. La causa es mucho más
profunda. El desarrollo nunca estará plenamente garantizado por fuerzas que en
gran medida son automáticas e impersonales, ya provengan de las leyes de
mercado o de políticas de carácter internacional. El desarrollo es imposible
sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan
fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la
preparación profesional como la coherencia moral. Cuando predomina la
absolutización de la técnica se produce una confusión entre los fines y los
medios, el empresario considera como único criterio de acción el máximo
beneficio en la producción; el político, la consolidación del poder; el
científico, el resultado de sus descubrimientos. Así, bajo esa red de
relaciones económicas, financieras y políticas persisten frecuentemente
incomprensiones, malestar e injusticia; los flujos de conocimientos técnicos
aumentan, pero en beneficio de sus propietarios, mientras que la situación real
de las poblaciones que viven bajo y casi siempre al margen de estos flujos,
permanece inalterada, sin posibilidades reales de emancipación.
72. También la paz
corre a veces el riesgo de ser considerada como un producto de la técnica,
fruto exclusivamente de los acuerdos entre los gobiernos o de iniciativas
tendentes a asegurar ayudas económicas eficaces. Es cierto que la construcción
de la paz necesita una red constante de contactos diplomáticos, intercambios
económicos y tecnológicos, encuentros culturales, acuerdos en proyectos
comunes, como también que se adopten compromisos compartidos para alejar las
amenazas de tipo bélico o cortar de raíz las continuas tentaciones terroristas.
No obstante, para que esos esfuerzos produzcan efectos duraderos, es necesario
que se sustenten en valores fundamentados en la verdad de la vida. Es decir, es
preciso escuchar la voz de las poblaciones interesadas y tener en cuenta su
situación para poder interpretar de manera adecuada sus expectativas. Todo esto
debe estar unido al esfuerzo anónimo de tantas personas que trabajan
decididamente para fomentar el encuentro entre los pueblos y favorecer la
promoción del desarrollo partiendo del amor y de la comprensión recíproca.
Entre estas personas encontramos también fieles cristianos, implicados en la
gran tarea de dar un sentido plenamente humano al desarrollo y la paz.
73. El desarrollo
tecnológico está relacionado con la influencia cada vez mayor de los medios de
comunicación social. Es casi imposible imaginar ya la existencia de la familia
humana sin su presencia. Para bien o para mal, se han introducido de tal manera
en la vida del mundo, que parece realmente absurda la postura de quienes
defienden su neutralidad y, consiguientemente, reivindican su autonomía con
respecto a la moral de las personas. Muchas veces, tendencias de este tipo, que
enfatizan la naturaleza estrictamente técnica de estos medios, favorecen de
hecho su subordinación a los intereses económicos, al dominio de los mercados,
sin olvidar el deseo de imponer parámetros culturales en función de proyectos
de carácter ideológico y político. Dada la importancia fundamental de los
medios de comunicación en determinar los cambios en el modo de percibir y de
conocer la realidad y la persona humana misma, se hace necesaria una seria
reflexión sobre su influjo, especialmente sobre la dimensión ético-cultural de
la globalización y el desarrollo solidario de los pueblos. Al igual que ocurre
con la correcta gestión de la globalización y el desarrollo, el sentido y la
finalidad de los medios de comunicación debe buscarse en su fundamento
antropológico. Esto quiere decir que pueden ser ocasión de humanización no sólo
cuando, gracias al desarrollo tecnológico, ofrecen mayores posibilidades para
la comunicación y la información, sino sobre todo cuando se organizan y se
orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el bien común que refleje
sus valores universales. El mero hecho de que los medios de comunicación social
multipliquen las posibilidades de interconexión y de circulación de ideas, no
favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y la democracia para todos.
Para alcanzar estos objetivos se necesita que los medios de comunicación estén
centrados en la promoción de la dignidad de las personas y de los pueblos, que
estén expresamente animados por la caridad y se pongan al servicio de la
verdad, del bien y de la fraternidad natural y sobrenatural. En efecto, la
libertad humana está intrínsecamente ligada a estos valores superiores. Los
medios pueden ofrecer una valiosa ayuda al aumento de la comunión en la familia
humana y al ethos de la sociedad, cuando se convierten en instrumentos que
promueven la participación universal en la búsqueda común de lo que es justo.
74. En la actualidad,
la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el
absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego
la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un ámbito muy delicado
y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión
fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los
descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una
intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre
estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón
encerrada en la inmanencia. Estamos ante un aut aut decisivo. Pero la
racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en sí misma se revela como
irracional, porque comporta un rechazo firme del sentido y del valor. Por ello,
la cerrazón a la trascendencia tropieza con la dificultad de pensar cómo es
posible que de la nada haya surgido el ser y de la casualidad la
inteligencia[153]. Ante estos problemas tan dramáticos, razón y fe se ayudan
mutuamente. Sólo juntas salvarán al hombre. Atraída por el puro quehacer
técnico, la razón sin la fe se ve avocada a perderse en la ilusión de su propia
omnipotencia. La fe sin la razón corre el riesgo de alejarse de la vida
concreta de las personas[154].
75. Pablo VI había
percibido y señalado ya el alcance mundial de la cuestión social[155].
Siguiendo esta línea, hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha
convertido radicalmente en una cuestión antropológica, en el sentido de que
implica no sólo el modo mismo de concebir, sino también de manipular la vida,
cada día más expuesta por la biotecnología a la intervención del hombre. La
fecundación in vitro, la investigación con embriones, la posibilidad de la
clonación y de la hibridación humana nacen y se promueven en la cultura actual
del desencanto total, que cree haber desvelado cualquier misterio, puesto que
se ha llegado ya a la raíz de la vida. Es aquí donde el absolutismo de la
técnica encuentra su máxima expresión. En este tipo de cultura, la conciencia
está llamada únicamente a tomar nota de una mera posibilidad técnica. Pero no
han de minimizarse los escenarios inquietantes para el futuro del hombre, ni
los nuevos y potentes instrumentos que la «cultura de la muerte» tiene a su
disposición. A la plaga difusa, trágica, del aborto, podría añadirse en el
futuro, aunque ya subrepticiamente in nuce, una sistemática planificación
eugenésica de los nacimientos. Por otro lado, se va abriendo paso una mens
eutanasica, manifestación no menos abusiva del dominio sobre la vida, que en
ciertas condiciones ya no se considera digna de ser vivida. Detrás de estos
escenarios hay planteamientos culturales que niegan la dignidad humana. A su
vez, estas prácticas fomentan una concepción materialista y mecanicista de la
vida humana. ¿Quién puede calcular los efectos negativos sobre el desarrollo de
esta mentalidad? ¿Cómo podemos extrañarnos de la indiferencia ante tantas
situaciones humanas degradantes, si la indiferencia caracteriza nuestra actitud
ante lo que es humano y lo que no lo es? Sorprende la selección arbitraria de
aquello que hoy se propone como digno de respeto. Muchos, dispuestos a
escandalizarse por cosas secundarias, parecen tolerar injusticias inauditas.
Mientras los pobres del mundo siguen llamando a la puerta de la opulencia, el
mundo rico corre el riesgo de no escuchar ya estos golpes a su puerta, debido a
una conciencia incapaz de reconocer lo humano. Dios revela el hombre al hombre;
la razón y la fe colaboran a la hora de mostrarle el bien, con tal que lo
quiera ver; la ley natural, en la que brilla la Razón creadora, indica la
grandeza del hombre, pero también su miseria, cuando desconoce el reclamo de la
verdad moral.
76. Uno de los
aspectos del actual espíritu tecnicista se puede apreciar en la propensión a
considerar los problemas y los fenómenos que tienen que ver con la vida
interior sólo desde un punto de vista psicológico, e incluso meramente
neurológico. De esta manera, la interioridad del hombre se vacía y el ser
conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con las
profundidades que los Santos han sabido sondear, se pierde progresivamente. El
problema del desarrollo está estrechamente relacionado con el concepto que
tengamos del alma del hombre, ya que nuestro yo se ve reducido muchas veces a
la psique, y la salud del alma se confunde con el bienestar emotivo. Estas
reducciones tienen su origen en una profunda incomprensión de lo que es la vida
espiritual y llevan a ignorar que el desarrollo del hombre y de los pueblos
depende también de las soluciones que se dan a los problemas de carácter
espiritual. El desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno
espiritual, porque el hombre es «uno en cuerpo y alma»[156], nacido del amor
creador de Dios y destinado a vivir eternamente. El ser humano se desarrolla
cuando crece espiritualmente, cuando su alma se conoce a sí misma y la verdad
que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo mismo y con
su Creador. Lejos de Dios, el hombre está inquieto y se hace frágil. La
alienación social y psicológica, y las numerosas neurosis que caracterizan las
sociedades opulentas, remiten también a este tipo de causas espirituales. Una
sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no
está en sí misma bien orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas
formas de esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen tantas
personas, tienen una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino
esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente abandonada,
contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique, hace
sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien
espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y
cuerpo.
77. El absolutismo de
la técnica tiende a producir una incapacidad de percibir todo aquello que no se
explica con la pura materia. Sin embargo, todos los hombres tienen experiencia
de tantos aspectos inmateriales y espirituales de su vida. Conocer no es sólo
un acto material, porque lo conocido esconde siempre algo que va más allá del
dato empírico. Todo conocimiento, hasta el más simple, es siempre un pequeño
prodigio, porque nunca se explica completamente con los elementos materiales
que empleamos. En toda verdad hay siempre algo más de lo que cabía esperar, en
el amor que recibimos hay siempre algo que nos sorprende. Jamás deberíamos
dejar de sorprendernos ante estos prodigios. En todo conocimiento y acto de
amor, el alma del hombre experimenta un «más» que se asemeja mucho a un don
recibido, a una altura a la que se nos lleva. También el desarrollo del hombre
y de los pueblos alcanza un nivel parecido, si consideramos la dimensión
espiritual que debe incluir necesariamente el desarrollo para ser auténtico.
Para ello se necesitan unos ojos nuevos y un corazón nuevo, que superen la
visión materialista de los acontecimientos humanos y que vislumbren en el
desarrollo ese «algo más» que la técnica no puede ofrecer. Por este camino se
podrá conseguir aquel desarrollo humano e integral, cuyo criterio orientador se
halla en la fuerza impulsora de la caridad en la verdad.
CONCLUSIÓN
78. Sin Dios el
hombre no sabe adonde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes
problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y
al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace
saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Y nos anima: «Yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el final del mundo» (Mt 28,20). Ante el ingente
trabajo que queda por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto
con los que se unen en su nombre y trabajan por la justicia. Pablo VI nos ha
recordado en la Populorum
progressio que el hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio
progreso, porque él solo no puede fundar un verdadero humanismo. Sólo si
pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte
de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un
pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y
verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un
humanismo cristiano,[157] que vivifique la caridad y que se deje guiar por la
verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. La disponibilidad
para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida
entendida como una tarea solidaria y gozosa. Al contrario, la cerrazón ideológica
a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de
olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores
obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo
inhumano. Solamente un humanismo abierto al Absoluto nos puede guiar en la
promoción y realización de formas de vida social y civil —en el ámbito de las
estructuras, las instituciones, la cultura y el ethos—, protegiéndonos del
riesgo de quedar apresados por las modas del momento. La conciencia del amor
indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante
compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y
fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades
humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no
definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun
cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las
autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que
anhelamos[158]. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien
común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande.
79. El desarrollo
necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos
conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que
procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un
don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos, además de
actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor. El desarrollo
conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la
experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en
la Providencia
y en la Misericordia
divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de
justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones
de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más
«divina» y por tanto más digna del hombre. Todo esto es del hombre, porque el
hombre es sujeto de su existencia; y a la vez es de Dios, porque Dios es el
principio y el fin de todo lo que tiene valor y nos redime: «el mundo, la vida,
la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y
Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23). El anhelo del cristiano es que toda la familia
humana pueda invocar a Dios como «Padre nuestro». Que junto al Hijo unigénito,
todos los hombres puedan aprender a rezar al Padre y a suplicarle con las
palabras que el mismo Jesús nos ha enseñado, que sepamos santificarlo viviendo
según su voluntad, y tengamos también el pan necesario de cada día, comprensión
y generosidad con los que nos ofenden, que no se nos someta excesivamente a las
pruebas y se nos libre del mal (cf. Mt 6,9-13).
Al concluir el Año
Paulino, me complace expresar este deseo con las mismas palabras del Apóstol en
su carta a los Romanos: «Que vuestra caridad no sea una farsa: aborreced lo
malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros,
estimando a los demás más que a uno mismo» (12,9-10). Que la Virgen María,
proclamada por Pablo VI Mater Ecclesiae y honrada por el pueblo cristiano como
Speculum iustitiae y Regina pacis, nos proteja y nos obtenga por su intercesión
celestial la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar
generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y de todos
los hombres»[159].
Dado en Roma, junto a
San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de San Pedro y San Pablo, del año 2009,
quinto de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
[1] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 22: AAS 59 (1967), 268; Conc.
Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 69.
[2] Homilía para la
«Jornada del desarrollo» ( 23 agosto 1968): AAS 60 (1968), 626-627.
[3] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 2002: AAS 94 (2002), 132-140.
[4] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 26.
[5] Cf. Juan XXIII,
Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 268-270.
[6] Cf. n. 16: l.c.,
265.
[7] Cf. ibíd., 82:
l.c., 297.
[8] Ibíd., 42: l.c.,
278.
[9] Ibíd., 20: l.c.,
267.
[10] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 36; Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 4: AAS 63
(1971), 403-404; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 43:
AAS 83 (1991), 847.
[11] Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 13: l.c., 263-264.
[12] Cf. Consejo
Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 76.
[13] Cf. Discurso en
la inauguración de la V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe (13 mayo 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 mayo
2007), pp. 9-11.
[14] Cf. nn. 3-5:
l.c., 258-260.
[15] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987) 6-7: AAS 80 (1988),
517-519.
[16] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c., 264.
[17] Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006), 232.
[18] Ibíd., 6: l.c.,
222.
[19] Cf. Discurso a la Curia Romana con
motivo de las felicitaciones navideñas (22 diciembre 2005): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (30 diciembre 2005), pp. 9-12.
[20] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 3: l.c., 515.
[21] Cf. ibíd., 1:
l.c., 513-514.
[22] Cf. ibíd., 3:
l.c., 515.
[23] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Laborem exercens (14 septiembre 1981), 3: AAS 73 (1981),
583-584.
[24] Cf. Id., Carta
enc. Centesimus annus, 3: l.c., 794-796.
[25] Cf. Carta enc.
Populorum progressio, 3: l.c., 258.
[26]Cf. ibíd., 34:
l.c., 274.
[27] Cf. nn. 8-9: AAS
60 (1968), 485-487; Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso
Internacional con ocasión del 40 aniversario de la encíclica «Humanae vitae»
(10 mayo 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 mayo 2008), p.
8.
[28] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), 93: AAS 87 (1995), 507-508.
[29] Ibíd., 101:
l.c., 516-518.
[30] N. 29: AAS 68
(1976), 25.
[31] Ibíd., 31: l.c.,
26.
[32] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: l.c., 570-572.
[33] Ibíd.; Id.,
Carta enc. Centesimus annus, 5. 54: l.c., 799. 859-860.
[34] N. 15: l.c.,
265.
[35] Cf. ibíd., 2:
l.c., 258; León XIII, Carta enc. Rerum novarum (15 mayo 1891): Leonis XIII P.M.
Acta, XI, Romae 1892, 97-144; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 8: l.c., 519-520; Id., Carta enc. Centesimus annus, 5: l.c., 799.
[36] Cf. Carta enc.
Populorum progressio, 2. 13: l.c., 258. 263-264.
[37] Ibíd., 42: l.c.,
278.
[38] Ibíd., 11: l.c.,
262; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.
[39] Carta enc.
Populorum progressio, 15: l.c., 265.
[40] Ibíd., 3: l.c.,
258.
[41] Ibíd., 6: l.c.,
260.
[42] Ibíd., 14: l.c.,
264.
[43] Ibíd.; cf. Juan
Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 53-62: l.c., 859-867; Id., Carta enc.
Redemptor hominis (4 marzo 1979), 13-14: AAS 71 (1979), 282-286.
[44] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio, 12: l.c., 262-263.
[45] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[46] Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 13: l.c., 263-264.
[47] Cf. Discurso a
los participantes en la IV
Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (27 octubre 2006), pp. 8-10.
[48] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio, 16: l.c., 265.
[49] Ibíd.
[50] Discurso en la
ceremonia de acogida de los jóvenes (17 julio 2008): L’Osservatore Romano, ed.
en lengua española (25 julio 2008), pp. 4-5.
[51] Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 20: l.c., 267.
[52] Ibíd., 66: l.c.,
289-290.
[53] Ibíd., 21: l.c.,
267-268.
[54] Cf. nn. 3. 29.
32: l.c., 258. 272. 273.
[55] Cf. Carta
enc.Sollicitudo rei socialis, 28: l.c., 548-550.
[56] Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 9: l.c., 261-262.
[57] Cf. Carta enc.
Sollicitudo rei socialis, 20: l.c., 536-537.
[58] Cf. Carta
enc.Centesimus annus, 22-29: l.c., 819-830.
[59] Cf. nn. 23. 33:
l.c., 268-269. 273-274.
[60] Cf. l.c., 135.
[61] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 63.
[62] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc.Centesimus annus, 24: l.c., 821-822.
[63] Cf. Id., Carta
enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 33. 46. 51: AAS 85 (1993), 1160.
1169-1171. 1174-1175; Id., Discurso a la Asamblea General
de la Organización
de las Naciones Unidas (5 octubre 1995), 3: L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española
(13 octubre 1995), p.
7.
[64] Cf. Carta enc.
Populorum progressio, 47: l.c., 280-281; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo
rei socialis, 42: l.c., 572-574.
[65] Cf. Mensaje con
ocasión de la Jornada
Mundial de la
Alimentación 2007: AAS 99 (2007), 933-935.
[66] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Evangelium vitae, 18. 59. 63-64: l.c., 419-421. 467-468.
472-475.
[67] Cf. Mensaje para
la Jornada Mundial
de la Paz 2007,
5: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (15 diciembre 2006), p. 5.
[68] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 2002, 4-7. 12-15: AAS 94 (2002), 134-136. 138-140; Id.,
Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 2004, 8: AAS 96 (2004), 119; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz 2005, 4:
AAS 97 (2005), 177-178; Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz 2006,
9-10: AAS 98 (2006), 60-61; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz 2007, 5.
14: l.c., 5-6.
[69] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 2002, 6: l.c., 135; Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz 2006,
9-10: l.c., 60-61.
[70] Cf. Homilía
durante la Santa Misa
en la explanada de «Isling» de Ratisbona (12 septiembre 2006): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (22 septiembre 2006), pp. 9-10.
[71] Cf. Carta enc.
Deus caritas est, 1: l.c., 217-218.
[72] Juan Pablo II,
Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 28: l.c., 548-550.
[73] Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 19: l.c., 266-267.
[74] Ibíd., 39: l.c.,
276-277.
[75]Ibíd., 75: l.c.,
293-294.
[76] Cf. Carta enc.
Deus caritas est, 28: l.c., 238-240.
[77] Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus, 59: l.c., 864.
[78] Cf. Carta enc.
Populorum progressio, 40. 85: l.c., 277. 298-299.
[79] Ibíd., 13: l.c.,
263-264.
[80] Cf. Juan Pablo II,
Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 85: AAS 91 (1999), 72-73.
[81] Cf. ibíd., 83:
l.c., 70-71.
[82] Discurso en la Universidad de
Ratisbona (12 septiembre 2006): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española
(22 septiembre 2006), pp. 11-13.
[83] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio, 33: l.c., 273-274.
[84] Juan Pablo II,
Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 2000, 15: AAS 92 (2000), 366.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica,
407; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.
[86] Cf. Carta enc.
Spe salvi (30 noviembre 2007), 17: AAS 99 (2007), 1000.
[87] Cf. ibíd., 23:
l.c., 1004-1005.
[88] San Agustín
explica detalladamente esta enseñanza en el diálogo sobre el libre albedrío (De
libero arbitrio II 3, 8 ss.). Señala la existencia en el alma humana de un
«sentido interior». Este sentido consiste en una acción que se realiza al
margen de las funciones normales de la razón, una acción previa a la reflexión
y casi instintiva, por la que la razón, dándose cuenta de su condición
transitoria y falible, admite por encima de ella la existencia de algo externo,
absolutamente verdadero y cierto. El nombre que San Agustín asigna a veces a
esta verdad interior es el de Dios (Confesiones X, 24, 35; XII, 25, 35; De
libero arbitrio II 3, 8), pero más a menudo el de Cristo (De Magistro 11, 38;
Confesiones VII, 18, 24; XI, 2, 4).
[89] Carta enc. Deus
caritas est, 3: l.c., 219.
[90] Cf. n. 49: l.c.,
281.
[91] Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus, 28: l.c., 827-828.
[92] Cf. n. 35: l.c.,
836-838.
[93] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38: l.c., 565-566.
[94] N. 44: l.c.,
279.
[95] Cf. ibíd., 24:
l.c., 269.
[96] Cf. Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c.,
838-840.
[97] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio, 24: l.c., 269.
[98] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Centesimus annus, 32: l.c., 832-833; Pablo VI, Carta enc.
Populorum progressio, 25: l.c.,
269-270.
[99] Juan Pablo II,
Carta enc. Laborem exercens, 24: l.c., 637-638.
[100] Ibíd., 15:
l.c., 616-618.
[101] Carta enc.
Populorum progressio, 27: l.c., 271.
[102] Cf.
Congregación para la doctrina de la fe, Instr. Libertatis conscientia, sobre la
libertad cristiana y la liberación (22
marzo 1987), 74: AAS 79 (1987), 587.
[103] Cf. Juan Pablo
II, Entrevista al periódico «La
Croix», 20 de agosto de 1997.
[104] Juan Pablo II,
Discurso a la
Pontificia Academia de las Ciencias Sociales (27 abril 2001):
AAS 93 (2001), 598-601.
[105] Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 17: l.c., 265-266.
[106]Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 2003, 5: AAS 95 (2003), 343.
[107] Cf. ibíd.
[108] Cf. Mensaje
para la Jornada
Mundial de la
Paz 2007, 13: l.c., 6.
[109] Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 65: l.c., 289.
[110] Cf., ibíd.,
36-37: l.c., 275-276.
[111] Cf. ibíd., 37:
l.c., 275-276.
[112] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 11.
[113] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c., 264; Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus, 32: l.c.,
832-833.
[114] Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 77: l.c., 295.
[115] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 1990, 6: AAS 82 (1990), 150.
[116] Heráclito de
Éfeso (Éfeso 535 a.C. ca. — 475 a.C. ca.), Fragmento 22B124, en: H. Diels — W.
Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker,
Weidmann, Berlín 19526.
[117] Cf. Consejo
Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 451-487.
[118] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 1990, 10: l.c., 152-153.
[119] Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 65: l.c., 289.
[120] Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz 2008, 7:
AAS 100 (2008), 41.
[121] Cf. Discurso a
los miembros de la
Asamblea General de la Organización de las
Naciones Unidas (18 abril 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española
(25 abril 2008), pp. 10-11.
[122] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 1990, 13: l.c., 154-155.
[123] Id., Carta enc.
Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[124] Ibíd., 38:
l.c., 840-841;cf. Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz 2007, 8:
l.c., 6.
[125] Cf. Juan Pablo
II, Carta Enc. Centesimus annus, 41: l.c., 843-845.
[126] Ibíd.
[127] Cf. Id., Carta
Enc. Evangelium vitae, 20: l.c., 422-424.
[128] Carta Enc.
Populorum progressio, 85: l.c., 298-299.
[129] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 1998, 3: AAS 90 (1998), 150; Id., Discurso a los Miembros
de la Fundación
«Centesimus Annus» pro Pontífice (9 mayo 1998), 2: L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (22 mayo 1998), p. 6; Id., Discurso a las autoridades y al
Cuerpo diplomático durante el encuentro en el «Wiener Hofburg» (20 junio 1998),
8: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 junio 1998), p. 10; Id.,
Mensaje al Rector Magnífico de la Universidad Católica
del Sagrado Corazón (5 mayo 2000), 6: L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (26 mayo 2000), p. 3.
[130] Según Santo
Tomás «ratio partis contrariatur rationi personae» en III Sent d. 5, 3, 2;
también: «Homo non ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum et
secundum omnia sua» en Summa Theologiae,
I-II, q. 21, a. 4., ad 3um.
[131] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[132] Cf. Juan Pablo
II, Discurso a la VI
sesión pública de las Academias Pontificias (8 noviembre 2001), 3:
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 noviembre 2001), p. 7.
[133] Cf.
Congregación para la Doctrina
de la Fe,
Declaración Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de
Jesucristo y de la Iglesia
(6 agosto 2000), 22: AAS 92 (2000), 763-764; Id., Nota doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política (24 noviembre 2002), 8: AAS 96 (2004), 369-370.
[134] Carta Enc. Spe
salvi, 31: l.c., 1010; cf. Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial
Nacional Italiana (19 octubre 2006): l.c., 8-10.
[135] Juan Pablo II,
Carta Enc. Centesimus annus, 5: l.c., 798-800; cf. Benedicto XVI, Discurso a
los participantes en la IV
Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): l.c.,
8-10.
[136] N. 12.
[137] Cf. Pío XI,
Carta enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931): AAS 23 (1931), 203; Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus, 48: l.c., 852-854; Catecismo de la Iglesia Católica,
1883.
[138] Cf. Juan XXIII,
Carta enc. Pacem in terris: l.c., 274.
[139] Cf. Pablo VI,
Carta Enc. Populorum progressio, 10. 41: l.c., 262. 277-278.
[140] Cf. Discurso a
los participantes en la sesión plenaria de la Comisión Teológica
Internacional (5 octubre 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española
(12 octubre 2007), p. 3; Discurso a los participantes en el Congreso
Internacional sobre «La ley moral natural» organizado por la Pontificia Universidad
Lateranense (12 febrero 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16
febrero 2007), p. 3.
[141] Cf. Discurso a
los Obispos de Tailandia en visita «ad limina apostolorum» (16 mayo 2008):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 mayo 2008), p. 14.
[142] Cf. Pontificio
Consejo para la Pastoral
de los Emigrantes e Itinerantes, Instr.
Erga migrantes caritas Christi (3 mayo 2004): AAS 96 (2004), 762-822.
[143] Juan Pablo II,
Carta enc. Laborem exercens, 8: l.c., 594-598.
[144] Jubileo de los
Trabajadores. Saludos después de la
Misa (1 mayo 2000): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (5 mayo 2000), p. 6.
[145] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[146] Cf. Discurso a
los Miembros de la
Asamblea General de la Organización de las
Naciones Unidas (18 abril 2008): l.c., 10-11.
[147] Cf. Juan XXIII,
Carta enc. Pacem in terris: l.c., 293; Consejo Pontificio Justicia y Paz,
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 441.
[148] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
82.
[149] Cf. Juan
Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 43: l.c., 574-575.
[150] Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 41: l.c., 277-278; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past, Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 57.
[151] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Laborem exercens, 5: l.c., 586-589.
[152] Cf. Pablo VI,
Carta apost. Octogesima adveniens, 29: l.c., 420.
[153] Cf. Discurso a
los participantes en el IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana, (19 octubre
2006): l.c., 8-10; Homilía durante la Santa Misa en la explanada de «Isling» de
Ratisbona (12 septiembre 2006): l.c., 9-10.
[154] Cf.
Congregación para la Doctrina
de la Fe, Instr.
Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética (8 septiembre 2008): AAS
100 (2008), 858-887.
[155] Cf. Carta enc.
Populorum progressio, 3: l.c., 258.
[156]