miércoles, 31 de octubre de 2012

Discurso del Santo Padre




AL COMITÉ EJECUTIVO
DE LA INTERNACIONAL DEMÓCRATA CRISTIANA

Sala de los Suizos del palacio pontificio de Castengandolfo
Sábado 22 de septiembre de 2012



Señor presidente,
honorables parlamentarios,
distinguidas señoras y señores:

Me alegra recibiros durante los trabajos del Comité ejecutivo de la Internacional Demócrata Cristiana, y deseo dirigir, ante todo, un cordial saludo a las numerosas delegaciones provenientes de tantas naciones del mundo. Saludo de manera especial al presidente, honorable Pier Ferdinando Casini, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Ha pasado un lustro de nuestro anterior encuentro y en este tiempo el compromiso de los cristianos en la sociedad no ha dejado de ser fermento vital para una mejora de las relaciones humanas y de las condiciones de vida. Este compromiso no debe experimentar pausas o repliegues, sino, al contrario, debe prodigarse con renovada vitalidad, en consideración a la persistencia y, en algunos casos, al agravamiento de las problemáticas que tenemos ante nosotros.

Una importancia creciente asume la actual situación económica, cuya complejidad y gravedad preocupan justamente, pero ante la cual el cristiano está llamado a actuar y a expresarse con espíritu profético, es decir, debe ser capaz de captar en las transformaciones en acto la presencia incesante pero misteriosa de Dios en la historia, asumiendo así con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades emergentes. «La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso... De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo» (Caritas in veritate, 21).

En esta clave, confiada y no resignada, el compromiso civil y político puede recibir un nuevo estímulo e impulso en la búsqueda de un sólido fundamento ético, cuya ausencia en el campo económico ha contribuido a crear la actual crisis financiera global (cf. Discurso a la Westminster Hall, Londres, 17 de septiembre de 2010). Por tanto, la contribución política e institucional que podéis dar no podrá limitarse a responder a las urgencias de una lógica de mercado, sino que deberá seguir considerado central e imprescindible la búsqueda del bien común, entendido rectamente, así como la promoción y la tutela de la dignidad inalienable de la persona humana. Hoy resuena más actual que nunca la enseñanza conciliar según la cual «el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario» (Gaudium et spes, 26). Este orden de la persona «tiene por base la verdad, se edifica en la justicia» y «es vivificado por el amor» (Catecismo de la Iglesia católica, 1912); y su discernimiento no puede proceder sin una constante atención a la Palabra de Dios y al magisterio de la Iglesia, particularmente por parte de quienes, como vosotros, inspiran su actividad en los principios y en los valores cristianos.

Por desgracia, son muchos y rumorosos los ofrecimientos de respuestas rápidas, superficiales y de poco alcance para las necesidades más fundamentales y profundas de la persona. Esto hace que sea tristemente actual la advertencia del Apóstol, cuando pone en guardia a su discípulo Timoteo sobre el tiempo «en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3).

Los ámbitos en los que se ejerce este discernimiento decisivo son precisamente los que conciernen a los intereses más vitales y delicados de la persona, allí donde tienen lugar las opciones fundamentales inherentes al sentido de la vida y a la búsqueda de la felicidad. Por lo demás, tales ámbitos no están separados, sino profundamente vinculados, subsistiendo entre ellos un evidente «continuum» constituido por el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 1929), enraizada en su ser imagen del Creador y fin último de toda justicia social auténticamente humana. El respeto de la vida en todas sus fases, desde la concepción hasta su ocaso natural —con el consiguiente rechazo del aborto procurado, de la eutanasia y de toda práctica eugenésica—, es un compromiso que se relaciona efectivamente con el del respeto del matrimonio, como unión indisoluble entre un hombre y una mujer y como fundamento a su vez de la comunidad de vida familiar. En la familia, «fundada en el matrimonio y abierta a la vida» (Discurso a las autoridades, Milán, 2 de junio de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 2012, p. 7), la persona experimenta la comunión, el respeto y el amor gratuito, recibiendo al mismo tiempo —del niño, del enfermo, del anciano— la solidaridad que necesita. Y la familia también constituye el principal y más decisivo ámbito educativo de la persona, a través de los padres que se ponen al servicio de los hijos para ayudarles a sacar («e-ducere») lo mejor de sí. De ahí que la familia, célula originaria de la sociedad, es raíz que alimenta no sólo a cada persona sino también las mismas bases de la convivencia social. Por eso el beato Juan Pablo II había incluido correctamente entre los derechos humanos el «derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad» (Centesimus annus, 44).

En consecuencia, un auténtico progreso de la sociedad humana no podrá prescindir de políticas de tutela y promoción del matrimonio y de la comunidad que deriva de él, políticas que no sólo los Estados sino también la misma comunidad internacional deben adoptar para invertir la tendencia de un creciente aislamiento del individuo, causa de sufrimiento y aridez tanto para el individuo como para la misma comunidad.

Honorables señoras y señores, aunque es verdad que de la defensa y promoción de la dignidad de la persona humana «son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia» (Catecismo de la Iglesia católica, 1929), también es verdad que tal responsabilidad concierne de modo particular a cuantos están llamados a desempeñar un papel de representación. Ellos, especialmente si están animados por la fe cristiana, deben «dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (Gaudium et spes, 31). En este sentido, resuena con provecho la amonestación del libro de la Sabiduría, según la cual «un juicio implacable espera a los que están en lo alto» (Sb 6, 5); pero no es una advertencia dada para atemorizar, sino para impulsar y alentar a los gobernantes, a cualquier nivel, para que realicen todas las posibilidades de bien de que son capaces, según la medida y la misión que el Señor confía a cada uno.

Deseo, pues, que cada uno de vosotros prosiga con entusiasmo y decisión su compromiso personal y público, y aseguro el recuerdo en la oración para que Dios os bendiga a vosotros y a vuestros familiares. Gracias por la atención.



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martes, 30 de octubre de 2012

La misión del intelectual católico hoy




Exposición completa del P. Alfredo Sáenz con ocasión del Acto Académico donde la Universidad Católica de La Plata (UCALP) le otorgó el “Doctorado Honoris Causa” – el lunes 22 de Octubre del 2012 –, en reconocimiento por sus aportes a la cultura católica.

Confrontados a una situación inédita, el católico de hoy, sobre todo el intelectual católico, tiene una misión inédita y debe, por consiguiente, dar una respuesta inédita. Antes de abocarnos al contenido de tal respuesta, no dejará de ser útil un sucinto análisis histórico de las distintas etapas de la cultura, para considerar la diversidad de reacciones que caracterizaron a los católicos.
Es indudable que la Edad Media conoció una admirable Weltanschauung, una cosmovisión muy esplendorosa del mundo. Durante esa época, el orden natural y el orden sobrenatural eran, sí, órdenes distintos, pero en modo alguno divorciados. Así como en Cristo la naturaleza humana y la divina se unen en la Persona divina sin dejar de distinguirse, así lo temporal se unió con lo eterno, lo carnal con lo espiritual, lo visible con lo invisible, sin perder cada ámbito su límite de autonomía.
El mundo ofreció entonces un espectáculo cultural verdaderamente arquitectónico, catedralicio. La filosofía, por ejemplo, asumiendo todo lo que era valedero en el pensamiento tradicional de Platón, Aristóteles, Plotino, etc., lo injertó en el cosmos de la revelación. Al fin y al cabo aquella tradición no había sido sino una suerte de “preparación evangélica”, como la calificaron los Padres de la Iglesia. ¿Acaso no decía Clemente de Alejandría: ¿Quién es Platón sino Moisés que habla en griego?, como queriendo afirmar que la verdad natural era coherente con la sobrenatural, ya que ambas tenían, en última instancia, a Dios por autor. La arquitectura medieval, concretada tan maravillosamente en las catedrales, románicas y góticas, al tiempo que enseñaba al pueblo a orar en la belleza, insuflaba una nostalgia de la Belleza sustancial. La música, sea la del órgano, sea la de las voces humanas, esa música que rebotaba de arco en arco, llenando los recintos sagrados, no era sino la parte humana de un concierto que reunía los ángeles y los hombres, eco de la armonía trinitaria. La política conoció asimismo en aquélla época uno de sus picos históricos, pudiendo verse en la imagen de San Luis, rey de Francia, la encarnación del gobernante católico, aquel en quien la fe era algo penetrante, algo que imbuía todo el orden temporal cuyo encargo había recibido, en última instancia, del Emperador celeste, de quien era vicario en el orden temporal. La literatura, en sus diversas expresiones, desde los cantares de gesta hasta la Divina Comedia, constituía, en cierto modo, una especie de prolongación de la Sagrada Escritura, en el sentido de que seguía exponiendo el plan de Dios a través de las letras.

En fin, un orden temporal empapado de sacralidad. El papel del intelectual católico de entonces no era sino concretar esa visión temporal y trascendente en el marco de las instituciones, que tanto lo ayudaban para dicho cometido.
Con la aparición del Evo moderno, poco a poco, las cosas van a ir cambiando, pero en una dirección muy determinada, progresiva y disolvente. La filosofía comienza a abrir caminos desconocidos, adentrando al hombre en una interioridad cada vez más enclaustrada, en un distanciamiento creciente entre la realidad conocida y el sujeto cognoscente, hasta quedar este último encerrado en una total inmanencia; ruptura total del ser y del conocer. El artista, inspirando sus principios en la nueva filosofía, pretendió emular en cierta manera la actividad creadora de Dios, pero no con el espíritu de humildad intelectual que había caracterizado al período medieval, sino con un ímpetu de soberbia y autonomía evidentes; en un largo proceso que comienza, sintomáticamente, con la representación de un hombre desmesurado en su musculatura, como nos legó el por otro lado admirable Renacimiento, llegamos a la destrucción plástica del hombre en Picasso y su ulterior arbitraria reconstrucción, con total independencia del Arquetipo supremo, a cuya imagen y semejanza había sido hecho. La música se lanzó también a un proceso de exaltación del hombre; buscando más “expresarse” que expresar la armonía divina, acabó por destruirse a sí misma, reduciéndose a no ser sino puro ritmo, estruendoso ruido, sin contenido, sin armonía, sin serenidad.

La política olvidó sus instancias superiores, la autoridad se desvinculó del poder divino como de su fuente, y se lanzó por las vías de un maquiavelismo creciente hasta llegar a la masificación contemporánea o al esclavismo comunista. La literatura cortó amarras de las Sagradas Letras, desembocando en sus últimas etapas en una poesía sin sentido y una novelística pornográfica.
Por supuesto que sería injusto decir que, desde el Renacimiento hasta acá, no ha habido aciertos filosóficos, ni arte ni belleza. Baste para probar lo contrario el admirable Mozart, el sin par Shakespeare, el inmortal Rodin. Lo que queremos decir es que, como lo ha explicado admirablemente Berdiaeff, paso a paso el hombre ha ido transitando del estado orgánico al estado mecánico, es decir se ha ido des-ligando, des-vinculando, abandonando sus ligazones, para hacer, como el hijo pródigo, la experiencia de la libertad. El resultado: apacentar puercos. Porque la buscada “libertad” no era sino un espejismo. Cuando el hombre decidió romper sus lazos naturales y sobrenaturales, no conquistó la libertad sino que se volvió servil, esclavo. Cuando el hombre cae de Dios, decía San Agustín, cae también de sí mismo. El conjunto de estos hombres “emancipados” constituyen el mundo moderno. Lo que el Magisterio Eclesiástico ha dado en llamar “mundo moderno”, más que una designación cronológica, es una cualificación axiológica para designar a un mundo independiente de Dios y de la verdad. Aquella unión de lo divino y de lo humano, que tan bien caracterizó a la Edad Media, ha desaparecido. Subsiste lo divino, sí, pero acosado, restringido a lugares y tiempos determinados, en una palabra, marginado; subsiste lo humano, sí, pero exaltado, emancipado, hecho absoluto. La unión hipostática se ha roto. Lo que Dios había unido, el hombre lo ha desunido.

Si pasamos ahora a la consideración de lo acaecido en nuestra Patria durante la última centuria, en relación con la materia que nos ocupa, debemos señalar que, si bien hemos sufrido las consecuencias de ese pasado decadente, sin embargo se han producido reacciones verdaderamente inteligentes. Entre ellas, no podríamos dejar de nombrar los Cursos de Cultura Católica, donde se intentó dar una respuesta integral a los problemas de nuestro tiempo. El pensamiento de Chesterton, Belloc, el primer Maritain, de Koninck, Garrigou-Lagrange, inspiró ese grupo, integrado por lo mejor de la inteligencia argentina de aquel tiempo, no por pequeño menos influyente. Citemos a Casares, Pico, Bernárdez, Ballester Peña, así como las revistas de gran nivel en las que colaboraron, como Criterio, Ortodoxia, Sol y Luna. Pensamos que esa generación supo dar una respuesta más adecuada al mundo moderno que la que ofreciera la generación anterior, la de Estrada, Goyena y Felix Frías, valiente en sus batallas, pero algo teñida de liberalismo de la época. La reacción de los Cursos fue de veras integral, sin concesión alguna al adversario, sin temor alguno a la impopularidad.

Además de los Cursos, y luego de su desaparición, se podrían señalar otros intentos de nuclear el pensamiento católico argentino. Por ejemplo, los congresos del Instituto de Promoción Social Argentina, el brillante Primer Congreso Mundial de Filosofía Cristiana (iniciativa del Dr. Alberto Caturelli) que sin duda marcó un punto de referencia inobviable para el que algún día escriba la historia del catolicismo en nuestra Patria; también organizaciones como la UCA, que inició Mons. Derisi, el Ateneo de Cuyo, OIKOS, el Instituto de Filosofía Práctica y revistas varias.
A pesar de estos y otros intentos, sin embargo pareciera haber prevalecido en no pocos ambientes católicos, una falsa apertura al mundo, mediante la cual algunos buscaron hacer “simpática” la fe. El católico, en vez de iluminar las tinieblas de nuestra Patria, renunciaba a ser luz y se ponía en el furgón de cola de un tren que parece correr hacia su ruina. El católico, en vez de convertir al mundo, se abría indebidamente al mundo, no para salvarlo sino, si se me permite una dura expresión, para ser salvado por el mundo, ya socialista, ya demoliberal.

Quisiéramos señalar también otra falsa actitud de algunos católicos. Por el deseo de dar vitalidad a la fe católica, anhelo loable como el que más, pretendieron propagar un catolicismo divorciado de la doctrina. Lo que importaba no era tanto la doctrina cuanto la vida, o, como se decía con frecuencia, “la vivencia”. Y así se fueron formando diversos grupos de católicos que agotaban su actividad en encuentros, intercambios de experiencias, ruidosas manifestaciones masivas, sin profundizar su fe. Un sacerdote brasileño, experto en grupos juveniles, autor de libros y discos para jóvenes, el P. Zezinho, tras una larga experiencia en esta actitud pastoral, constató dolorido que sus jóvenes: “le habían dado a Cristo el corazón pero no le dieron la cabeza”.

Ninguna de estas soluciones es aceptable. Todas estas corrientes –las tercermundistas, las vivencialistas– en última instancia, aceptan el mundo contentándose con agregarse “un suplemento de espíritu”. No es esa la tarea. Tras discernir lo que en el mundo es salvable, y lo que en el mundo es irrescatable, como sería lo informado por “el espíritu del mundo”, el mundo mundano, si se me permite la reiteración, es menester llevar a cabo aquello que el Concilio Vaticano II llama “la consagración del mundo”. Pero antes de bautizar el mundo contemporáneo es menester exorcizarlo de todos sus demonios, porque como dice el mismo Concilio, es deber de los laicos coordinar “sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo, cuando incitan al pecado” (Lumen Gentium 36). Pero, como dijimos, tras exorcizar hay que consagrar, ya que, según dice el mismo Concilio: “Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente todo el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Jesucristo…para instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales” (Apostolicam Actuositatem 7).

Luego de estas ideas introductorias, tratemos de exponer ahora la labor que, a nuestro juicio, debe desarrollar en las actuales circunstancias el que quiere “iluminar” al mundo, la misión del intelectual católico. Porque se trata de una función “iluminatoria”. Parece propio de la inteligencia iluminar donde imperan las tinieblas. Y si esta función ha sido siempre necesaria, hoy lo es más que nunca ya que las tinieblas se han espesado. En el fondo no es otra cosa que una participación en la tarea iluminante de Aquel que dijo: “Yo soy la luz”, “he venido a traer la luz del mundo”. La luz sobrenatural, pero también, en cierto modo, la natural. Donde hay luz, allí en última instancia está Cristo, la luz del mundo.

¿Y cuáles son los ámbitos que el intelectual católico deberá iluminar con su presencia y, sobre todo, con su sabiduría?
Ante todo el ámbito de la filosofía. En el campo de la filosofía, el proceso de decadencia al que antes hemos aludido, se ha hecho más evidente que en ningún otro terreno. El intelectual católico deberá conocer lo mejor posible las distintas corrientes filosóficas que, partiendo de Descartes, han culminado en el marxismo y el Nuevo Orden Mundial globalista. Pero deberá conocer mucho mejor aún la filosofía perenne, que encuentra una magnífica concreción en el pensamiento de Santo Tomás. Tal será su punto de referencia, que le permitirá pronunciar un “juicio” sobre toda filosofía que se aparte del recto camino hacia el ser. Nada más lejos del eclecticismo que esta posición. Sabemos bien que en la universidad el joven se forma en el conocimiento de las diversas filosofías, no asignándoles más valor que el de su aparición cronológica. El filósofo cristiano no puede ser un mero espectador del devenir filosófico, ni un coqueteador de las filosofías en boga; debe ser un enamorado del ser, del ser natural y del Ser sobrenatural. Su oficio no consistirá sólo en “conocer” diversas filosofías sino “juzgarlas” desde el punto de vista inconmovible de la verdad no solo conocida sino saboreada. Su oficio no consistirá tampoco en una repetición mecánica de la ortodoxia escolástica, sino que valiéndose de la vigencia perenne de sus principios, sabrá iluminar la realidad del hombre de hoy y responder a sus acuciantes problemas. Es más importante saber responder las objeciones de Marcuse o de Gramsci que las de Durando o de Abelardo.

Otra rama de la cultura la constituye el mundo del derecho. Las épocas de plenitud cultural supieron distinguir el derecho divino, el derecho natural y el derecho positivo. Tras negarse el derecho divino, los hombres pretendieron establecer justicia en base al derecho natural y positivo. En un paso ulterior sólo quedó el derecho positivo, ya que se afirmó lisa y llanamente la inexistencia de todo derecho anclado en la naturaleza humana. Hoy asistimos a la negación del mismo derecho positivo. Sólo queda el derecho del más fuerte. El papel del jurista católico es pues ingente en medio de la sociedad, debiendo remontar de manera inversa los jalones de la destrucción. Será menester recrear todo el derecho positivo, anclándolo en el derecho natural, y éste entendiéndolo como participación en el hombre del derecho divino. Sólo así la sociedad volverá a encontrar la jurisprudencia que merece.

El intelectual católico deberá asimismo iluminar el campo de las ciencias. Campo especialmente privilegiado por los enemigos de Cristo y de la Iglesia. No en vano numerosos exponentes del proceso destructivo proclaman un “materialismo científico”. Será preciso volver a ubicar este campo del conocimiento en su verdadero lugar, en dependencia de Aquel que es el comienzo y el fin de toda ley física, de toda propiedad química. Einstein, nada menos, llegó a sostener que “la ciencia sin la religión está renga, y la religión sin la ciencia es ciega…Yo no estoy interesado en este o en otro fenómeno, ni en el espectro de un elemento químico. Quiero conocer el pensamiento de Dios; lo demás es un detalle”. Si el universo canta la gloria de su Creador, si este mundo, con sus leyes admirables es, al decir de San Agustín, “el gran poema del inefable modulador”, tocará al científico católico hacer cantar a la ciencia un cántico siempre nuevo. Los descubrimientos científicos ya no constituirán pretendidos argumentos contra la fe, sino un trampolín hacia Dios, en continuidad con la visión que nos ofrece la Sagrada Escritura despertando en nosotros la admiración por el orden, la hermosura y la sabiduría que resplandecen en la creación.

Otro campo que el intelectual católico tendrá que iluminar es de la política. Este ámbito de la actividad humana –y cuán humana– está evidentemente herido. La expresión misma ha acabado por convertirse en sinónimo de acomodo, de latrocinio, de inmoralidad. Pero en sí la política tiene toda la nobleza que corresponde a una de las más elevadas actividades del hombre, e incluso puede dar ocasión de practicar lo que Pío XI llamaba “la caridad política”; nos atreveríamos a decir que, bien entendida, es una de las forma más altas de caridad que el cristiano puede ejercitar en el orden temporal. Caridad política porque el gobernante católico, al procurar a sus súbditos el bienestar temporal, pone en cierta manera las bases naturales de su destino trascendente, y así el ciudadano, sin enzarzarse en los bienes de la tierra, no pierde de vista su fin esjatológico. Es evidente que el hombre puede salvarse aun cuando viva bajo un régimen de terror, bajo el régimen del Anticristo. Pero en ese caso su salvación se hará extremadamente difícil, altamente heroica. En cambio, cuando un gobierno se aboca a la consecución del bien común, no sólo cuida directamente de la felicidad terrena de sus súbditos, sino que de algún modo facilita, aun cuando indirectamente, su salvación eterna. Iluminar, pues este campo tan entenebrecido, explicar lo que se ha llamado “la concepción católica de la política” es otro de los objetos de especulación del intelectual católico.

Un ámbito privilegiado para la actuación del católico militante es sin duda el de la educación. El hecho de que los enemigos de Cristo, de la Iglesia y de la Patria dediquen tantos esfuerzos a este menester nos muestra, por la astucia que tan bien caracteriza a los perversos, la importancia del mismo. Urge una investigación teórica y concreta acerca de lo que es la educación, sus fines, sus medios, lo que debe ser un colegio, una Universidad. Gracias a Dios en los últimos decenios se han escrito notables libros sobre el tema, obras que honran el nivel alcanzado por la cultura católica Argentina. Sin embargo se trata de un trabajo nunca terminado. El Santo Padre, y en América Hispana el documento de Puebla, exhortan una y otra vez a lo que denominan “la evangelización de la cultura”. Más importante quizá que la toma del poder – anhelo que los que se dedican a la política deben tener como sustancial – es la toma de la cultura. Entendemos esta palabra en un sentido amplio, incluyendo los medios de comunicación, que quieras que no, van haciendo el modo de pensar de los argentinos. Creemos que en este ramo se necesita, como quizás en ningún otro, espíritu e imaginación creadores. Hay que hacer buenos colegios, buenas Universidades, buenas revistas de cultura, grupos de sólida formación.

Interesa asimismo atender al campo del arte. Bajo este nombre encerramos todo lo que comúnmente se entiende por “bellas artes”, la música, la literatura, la pintura, la arquitectura, la escultura, es decir aquellas manifestaciones humanas que dicen tener relación con lo que a veces se denomina “estética”. He aquí otro campo ambicionado por el enemigo. Las artes, que de por sí no deberían ser sino el esplendor de la verdad, se han visto trágicamente heridas y bastardeadas. Asistimos al espectáculo de una pintura que encierra al hombre en su subjetividad, lo oniriza, lo destruye. Conocemos una literatura que no sólo atenta contra la belleza del idioma sino también contra la verdad ética y a fortiori la metafísica. Llegan asimismo cotidianamente a nuestros oídos los sonidos de una música desfalleciente. Porque no hay que olvidar que la música hace al hombre. Los diversos tipos de música hacen los distintos tipos de hombre: el hombre sensual, el hombre materialista, el hombre superficial, el hombre erótico, el hombre virtuoso. Hoy, más que nunca, hoy cuando la música parece rendir culto a la fealdad, al ruido ensordecedor que hace prácticamente imposible todo intento de vida interior, se impone la aparición de músicos católicos, capaces de transmitir no sólo el sentido de las armonías sensibles, sino también el sentido de las verdades profundas, sobre todo las que dicen relación con el misterio, y esto no sólo en el ámbito de la música profana sino también en el herido mundo de la música sacra. Necesitamos la aparición de músicos, de pintores, de escultores marcados por la impronta católica, que está hecha de fidelidad al ser y a la gracia. A través de ellos el arte logrará irradiar, a través de lo sensible, el esplendor de la verdad.

Finalmente, y sin pretender agotar todos los ramos donde debe desplegar sus talentos el intelectual católico, no podemos dejar de referirnos a la investigación de la historia. Y en ello nos detendremos algo más que en los otros campos, porque lo consideramos de especial relevancia. Solamente la memoria fiel del pasado hace posible el análisis atendible del presente y la prospectiva seria del futuro. De ahí que, si en algo debe ejercitarse la tarea iluminante del intelectual católico, lo es en el ámbito de la interpretación de la historia. Cuántas veces nos hemos encontrado con personas que al considerar los problemas de nuestro tiempo, lo hacen como si se tratase de problemas de fresca data, de problemas que acaban de aparecer, y cuyas soluciones les parece estar consiguientemente al alcance de las manos. Y así yerran en los remedios. Si queremos que nuestra época se nos haga inteligible, es absolutamente necesario que la ubiquemos sobre el talón de fondo de la historia universal, en ese amplio abanico que corre del Génesis al Apocalipsis. Los problemas de nuestro tiempo no acaban de nacer, tienen a sus espaldas un largo período de gestación, a veces de siglos. En este sentido, cuán provechoso será al militante católico la lectura de los análisis históricos de Berdiaeff, de Gonzaga de Reynold, de Belloc, de Solzhenitsyn, y entre nosotros, de Diaz Araujo y Caturelli. Allí vamos a encontrar la explicación de ese gran proceso de apostasía, abierto a fines de la Edad Media, proceso que comenzó por la negación de la Iglesia con el protestantismo, siguió con la negación de Cristo en el deísmo racionalista, y culminó con el rechazo de Dios mismo en el marxismo ateo. Los problemas de hoy no han nacido, pues, aquí y ahora, sino que son los colofones, los coletazos de un largo proceso histórico. De ahí la necesidad de que el intelectual católico tenga bien estructurada en su mente lo que se ha dado en llamar la “la filosofía de la historia”, aunque más habría que denominarla “teología de la historia”. Para esta visión global nada mejor que la meditación de la inmortal obra de S. Agustín “De Civitate Dei” donde el Santo Doctor desarrolla el devenir histórico a la luz del conflicto teológico entre dos ciudades, la Ciudad de Dios y la Ciudad de Satán, la radicada en el amor de Dios hasta el desprecio de sí, y la fundada en el amor de sí hasta el desprecio de Dios. En esa obra, el Doctor de Hipona nos ofrece las claves de la historia. Pero se trata de una obra inconclusa, por las limitaciones insuperables del gran maestro, ya que, naturalmente, sólo podía analizar el curso de la historia hasta el siglo que vivió. Toca a nosotros proseguir su tarea, siempre de acuerdo a las claves que él nos ha ofrecido, pero aplicándolas a los nuevos acontecimientos que se vayan sucediendo.

Hemos recorrido así, diversos ámbitos donde debe refractarse el trabajo esclarecedor de quien quiere ser dirigente católico en el campo de la inteligencia.
La amplitud de la tarea puede suscitar cierto temor. Advertimos que el mundo de la cultura va por otro lado, que la verdad no es aceptada por la multitud. Y el complejo mayoritario – de la mitad más uno –, saliendo del cauce en donde ha cristalizado, que es el de la política electoral, amenaza con invadir también el campo de los defensores de la verdad. Hoy se va propagando, peligrosamente, una suerte de escepticismo doctrinal. Se habla de “mi verdad”, de “tu verdad”, cada uno tiene “su verdad”. El querer afirmar no “mi” verdad ni “tu” verdad sino “la” verdad es condenarse al ostracismo. Pero no tememos la soledad: la verdad nunca está sola. La verdad está con el ser, y por tanto con la verdadera universalidad. Cristo tuvo razón, aun cuando la mitad más uno prefiriese a Barrabás. Nada es más pernicioso para un intelectual católico que el deseo de quedar bien con el mundo, diluyendo inconsideradamente la verdad, retaceando la verdad, aunque lo haga con la intención de que ésta sea aceptada. “No os hagáis semejantes al mundo, enseña Juan Pablo II, no tratéis de haceros semejantes al mundo. Lo que debéis hacer es tratar de hacer al mundo semejante a la Palabra Eterna” (Disc. al IV Cap. General de la Pía Sociedad de San Pablo, 31/3/1980). En última instancia, a la larga, nada atrae tanto como la integralidad de la verdad, la verdad sin ambages.

Más aún, el intelectual católico deberá estar dispuesto a arrastrar la animadversión. S. Agustín, ese acuñador de frases inmortales, lo dijo de manera incisiva: “la verdad engendra el odio”. Es cierto que Cristo, por su gesta redentora, ha sido amado como nadie lo ha sido en la historia. Pero, al mismo tiempo, al concentrar en sí, encarnándola, la plenitud de la verdad –“Yo soy la verdad” – concentró también sobre sí el odio del mundo, del espíritu del mundo, que no sólo lo llevó a la cruz sino que lo sigue persiguiendo hasta el fin de los siglos. Y no sólo a Él sino a todos los que quieren afirmar en alto la verdad; lo persigue a Él en ellos. Persigue el mundo a los que defienden la verdad porque los ve distintos, y su misma presencia ya constituye una especie de reproche implícito al mundo. Citemos también aquí unas esclarecedoras consignas de Juan Pablo II: “Aprended a pensar, a hablar y a actuar según los principios de la claridad evangélica: Sí, si; no, no. Aprended a llamar blanco a lo blanco, y negro a lo negro; mal al mal, y bien al bien. Aprended a llamar pecado al pecado, y no lo llaméis liberación o progreso, aun cuando toda la moda y la propaganda fuesen contrarias a ello” (Disc. a universitarios de Roma, 26/3/1981).

Quizás la gran misión del intelectual católico de nuestro tiempo sea mantener íntegro, en medio de un ambiente caótico y subversivo, el patrimonio de la tradición, la acción de entregar algo en este caso, la antorcha de la cultura a la próxima generación. No de otra manera obraron los católicos más clarividentes cuando en los siglos oscuros acaeció la invasión de los bárbaros. Hoy nuevas oleadas de barbarie se lanzan sobre los restos de la civilización cristiana. Como otrora en los monasterios, mantengamos viva la llama de la cultura, aun cuando sea en pequeños cenáculos o grupos de formación, para que puedan conocerla nuestros hijos y a su vez transmitirla.

En una palabra, se trata de rehacer la Cristiandad, no volviendo, como es obvio, a los aspectos anecdóticos de la Edad Media, pero sí a los principios que la gestaron. Se trata de que Cristo reine en la universalidad del orden temporal. Todos los filones de la cultura deben expresar o reflejar a Cristo, la Realeza de Cristo. Que la filosofía refleje a Cristo en cuanto sabiduría encarnada; que las ciencias reflejen a Cristo, perfección de la exactitud; que la historia refleje a Cristo, Señor de los espacios y de los tiempos; que la política refleje a Cristo, Soberano de las sociedades y Rey de las naciones; que la educación refleje a Cristo, supremo Pedagogo; que las artes reflejen a Cristo, la belleza encarnada. Filosofía, ciencias, historia, política, educación, arte, tantas maneras de reflejar a Cristo verdad, a Cristo exactitud, a Cristo Señor de la historia, a Cristo soberano, a Cristo maestro, a Cristo el más hermoso de los hijos de los hombres. Perite portas Redemptori! exclamaba Juan Pablo II.
Contribuyamos a que no quede una sola puerta cerrada, al menos en este mundo de la cultura en que nos toca actuar. Para que un día sea realmente verdadero aquello de que Cristo ha llegado a ser todo en todos.
http://centropieper.blogspot.com.ar

lunes, 29 de octubre de 2012

Café de Don Bosco


Este sábado, 3 de noviembre, desde las 10 horas, se reúne nuevamente el Café de Don Bosco. La Cátedra convoca a sus miembros y colaboradores para intercambiar información de actualidad, comentar bibliografía y evaluar sus actividades. 
Como siempre, se realiza en Av. Colón 1067.

Benedicto XVI no tiene miedo de decir que hay aire sucio en la Iglesia




Entrevista con Raniero Cantalamessa:



Por Mariano De Vedia

Muchos católicos en todo el mundo desearían alguna vez sentarse al lado del Papa y escucharlo. Sólo uno, el sacerdote franciscano Raniero Cantalamessa tiene el privilegio inverso: él mismo le da una charla al propio Benedicto XVI, quien lo escucha sentado a su lado, rodeado de unos 70 cardenales y obispos de la Curia romana.

Desde 1980, cuando Juan Pablo II lo nombró predicador de la Casa Pontificia, el padre Cantalamessa cumple esa función religiosamente cada viernes en las semanas previas a la Semana Santa y a Navidad. "Me esfuerzo por adecuarme a los problemas que la Iglesia está viviendo", contó el sacerdote a La Nacion, al explicar el variado mosaico de temas que aborda ante el Pontífice. Así, ante tan selecto auditorio, se explaya en la capilla Redemptoris Mater del Vaticano sobre temas teológicos y pastorales de relevancia, como la divinidad de Cristo y los desafíos de la evangelización, y sobre los arduos desafíos que el siglo XXI plantea a la Iglesia, como la pérdida de la fe, el avance del relativismo, las transformaciones sociales y el desconcierto de muchos cristianos. Incluso, la crisis interna de la Iglesia, salpicada por los recientes escándalos en torno de las denuncias de abusos sexuales en el clero -el "aire sucio en la Iglesia", según palabras del Papa- fue objeto de sus reflexiones.

¿Qué es ser predicador del Papa?

-Es un oficio tradicional, otorgado a la Orden Franciscana Capuchina desde el siglo XVIII. Consiste en dar charlas al Papa, a sus colaboradores, cardenales y obispos de la Curia romana, unas 70 personas, en los períodos de Adviento y Cuaresma [las semanas previas a la Pascua y a la Navidad]. Nunca un predicador duró tanto. Yo tengo una explicación: el Papa se ha dado cuenta de que es el lugar donde el padre Cantalamessa puede hacerle menos daño a la Iglesia.

- ¿Cómo recibe el pontífice sus meditaciones?

-A pesar de todo su trabajo, encuentra el tiempo necesario para ir a escuchar. Nunca falta. Es un ejemplo de sumisión a la palabra de Dios.

¿Cómo selecciona los temas? ¿Los conversa con él previamente?

-Tengo amplia libertad. Me esfuerzo por adecuarme a los problemas que la Iglesia está viviendo. El año último, por ejemplo, abordé el compromiso por la nueva evangelización. En la historia de la Iglesia hubo cuatro grandes momentos de esfuerzo misionero. En los primeros tres siglos del cristianismo, los protagonistas fueron los obispos; en la reevangelización de Europa, entre los siglos VI al X, el papel principal lo cumplieron los monjes; en el siglo XVI, con el descubrimiento de América, se destacaron los frailes. Y hoy, cuando el desafío es volver a evangelizar a un Occidente secularizado, el papel lo tienen los laicos.


- ¿Por qué es importante el papel de los laicos?

-Porque han tomado un papel activo. Es un fruto del Concilio Vaticano II, que ha proclamado que los laicos son sujetos activos y tienen carismas. Ahora están en la primera línea de la evangelización, en la atención de los que no van a la Iglesia, aquellos a los que los sacerdotes no podemos ya contactar. Jesús les dijo a los apóstoles que sean pastores de hombres y pescadores. Hoy los sacerdotes son más pastores que pescadores: pueden alimentar a los que ya vienen a la Iglesia, pero no pueden ir a evangelizar a los que están lejos. Los laicos son, precisamente, un medio para ir a los lugares de trabajo, a las familias, a las distintas profesiones, y llevar el mensaje de Jesús donde el mundo vive.

El Papa convocó a celebrar el año de la fe. ¿Hoy hay una crisis de fe en el mundo?

-Hay una crisis desde el punto cuantitativo: los creyentes son hoy una minoría. Pero desde el punto de vista cualitativo hay una aceleración de la fe, porque nunca hubo tal cantidad de creyentes reales y decididos. Benedicto XVI siempre dice que los cristianos serán una minoría motivada. Eso no significa que nos resignamos a ser una elite, porque esa minoría siempre está llamada a evangelizar, a promover el evangelio y muchos valores, como la justicia. El evangelio es inseparable de la caridad. Jesús evangelizaba y sanaba. Hoy la Iglesia lleva adelante estos dos frentes: evangelización y lucha contra la pobreza. En ciertos países de África, las instituciones de la Iglesia son las únicas que hay en muchos kilómetros para atender las enfermedades de la gente.

- ¿Hoy ser cristiano implica ir contra la corriente?

-Siempre ha sido así. El Concilio Vaticano II renovó la actitud de diálogo con la modernidad y con el mundo. Los cristianos tienen que sentirse miembros de una sociedad y responsables de los bienes y los males de esa sociedad. Y saben que la cultura va en una dirección dominada por el dinero. Tienen que ir contra la corriente. En esa carrera por el dinero, la gente se vuelve siempre más triste. Por eso, ir contra la corriente es una manera de ayudar a la sociedad, para que se dé cuenta de que no tiene que ser esclava del dinero y del poder, que no tiene ideales sociales.

- ¿El mensaje de la Iglesia perdió credibilidad e influencia?

-En los últimos años, los escándalos de la pedofilia han quitado a la Iglesia el prestigio del que quizá gozaba en el pontificado de Juan Pablo II. Pero las cosas de la Iglesia no se pueden medir solamente por lo que aparece en la superficie. Benedicto XVI no tiene miedo de declarar que hay aire sucio en la Iglesia. Hay una toma de conciencia de la debilidad de la Iglesia. Es una manera de purificarla. Algo doloroso, pero muy útil y propicio.

- ¿Qué fortalezas y qué debilidades señalaría hoy en la Iglesia?

-La fuerza de la Iglesia es su fe. Las debilidades somos nosotros. San Pablo ya lo decía: llevamos un tesoro en vasos de barro. La división que permanece en los cristianos es un punto de debilidad y por eso se debe promover el ecumenismo. La escasez del clero, la falta de vocaciones, es otra debilidad. Hay escándalos dolorosísimos, pero muchos medios de comunicación no ven en la Iglesia más que esto. Hay pocos esfuerzos por ver el intenso trabajo por los pobres, los marginados, en favor de la defensa de la vida.

- ¿Cómo enfrenta el Papa estas situaciones de escándalo?

-Ha sido muy claro y abierto en reconocer errores y pedir perdón. Y gritar contra la enormidad de estos casos de abusos de los menores. Pero la Iglesia no es una fuerza de policía, es una fuerza espiritual. La sociedad también propone un código de comportamiento moral, pero hay personas que no lo cumplen.

- ¿Estas situaciones le producen daño a una institución con 2000 años?

-La Iglesia es muy vasta, hay de todo. La red saca del mar peces buenos y peces malos.

¿Se encuentran todavía resistencias dentro de la Iglesia a los avances del Concilio Vaticano II?

-Durante el Concilio aparecieron dos líneas muy evidentes: los progresistas decían que era un gran avance, una ruptura con el pasado. Para los tradicionalistas, era un drama, una tragedia. La Iglesia ha hablado de una novedad de la continuidad. El Concilio ha hecho una ruptura respecto del pasado próximo en la Iglesia, pero una continuidad respecto del pasado remoto. Hay quienes ven en el Concilio una novedad muy tímida. Otros, al contrario. No hay resistencias explícitas, salvo en los lefebvristas. Según una indicación del cardenal Newman, muchas veces los concilios no se entienden sin un después.

¿Hoy es un tiempo propicio para pensar en nuevas reformas en la Iglesia?

-Hay puntos que el Concilio Vaticano II no ha tocado. Se dieron pasos muy valientes y hubo cambios dramáticos. Pero quedan problemas: el celibato obligatorio del clero se discute, así como la colegialidad de los obispos, una mayor participación de los episcopados en el gobierno de la Iglesia. Pero la Iglesia se mueve con un ritmo distinto. No se puede dar un paso que determine profundas divisiones.

¿Se puede esperar que en algún momento se aborden estos temas?

-Hay obispos que ya tratan estos problemas. Al Papa no le parece el momento para decidir una cosa tan relevante, como el celibato del clero. Pero se ha empezado, es la dinámica que siempre han llevado adelante las reformas. Yo soy completamente abierto a estos cambios, pero a veces recomiendo no ser impacientes: pareciera que cambiar esto es la panacea, la medicina para todos. Y no es así. Hay problemas hoy en el matrimonio, la familia. Se presenta de una manera tan complicada, tan frágil. Puede ser una carga tremenda para un sacerdote, que debe cuidar a toda la sociedad. La sabiduría de Dios guiará a la Iglesia.

- ¿Es posible que se produzcan cambios en la Iglesia respecto de la situación de los divorciados vueltos a casar?

-La admisión a los sacramentos de los divorciados vueltos a casar es un problema que se está discutiendo. Se han dado pasos y, a pesar de que están excluidos de la Eucaristía, están aceptados en la vida de la Iglesia. Algunos obispos son más avanzados en esta línea. El Espíritu llevará a la Iglesia a una solución, a una praxis evangélica, pero también misericordiosa, abierta a la comprensión del hombre. ¡Jesús era tan comprensible! Afirmaba los principios del matrimonio (el hombre dejará su casa y se unirá a su mujer, el hombre no puede desunir lo que Dios ha unido), pero es el único que perdona a la mujer adúltera.

- ¿La Iglesia podría rever su postura?

-Hoy la situación de los divorciados no es una excepción. El divorcio es un fenómeno social tan difundido, que no se puede dejar a toda esta gente excluida de la Iglesia. Se tiene que encontrar una fórmula que pueda salvar los principios y aplicar el Evangelio de una manera evangélica. Los divorciados tienen que sentirse plenamente hijos de Dios. Lo que guía a la Iglesia no es tanto defender un principio: es salvar el matrimonio, que está atacado hoy en la sociedad. La Iglesia defiende un bien, el bien de la familia, del matrimonio. Cómo conjugar esta defensa con la misericordia será el desafío.

- ¿Hoy es más difícil avanzar en el diálogo ecuménico?

-Algunos sitios radicalizados en Internet dicen que los encuentros ecuménicos son creados por el diablo. Existen estos grupos, pero lo mejor para aislarlos es que los más responsables se reúnan y avancen hacia la unidad de los cristianos. Lo que tenemos en común es mucho más importante que lo que nos separa. Ésta es la línea para aislar a los grupos más radicales, que todavía existen.

- ¿Se vio afectado Benedicto XVI por el reciente juicio del mayordomo y el escándalo por las filtraciones en la Santa Sede?

-Está afectado y ha sufrido mucho. Es algo que lo toca muy de cerca. Son cosas que en el momento parecen lo más importante del mundo y después se ve que es una cuestión secundaria. Hay muchas hipótesis. En el Vaticano, como en cada organización, hay diferentes opiniones.

¿Se habla ya en el Vaticano de cómo será la próxima sucesión del Papa?

-Usted conoce el dicho: quien entra papa en el cónclave, sale cardenal; quien entra como cardenal, sale papa. No hay posibilidad de prever qué pasará. Depende de tantas cosas. No se habla de nadie en particular que pueda ser papabile . Hay muchos nombres, pero no tienen mucho fundamento. De hecho, este papa Benedicto XVI tiene una personalidad tan respetuosa con los demás, tan gentil y humilde, que es impresionante. Dejará una impronta difícil de soslayar. Todos sus viajes empiezan con una atmósfera tremenda, negativa, y al final se manifiestan sus éxitos enormes. Así ocurrió, por ejemplo, en Inglaterra y recientemente en el Líbano, donde fueron a escucharlo cristianos e islámicos. Tiene una personalidad que no es agresiva, muy respetuosa.


La palabra como estilo de vida

Sin estridencias, ni gestos ampulosos, el hombre a quien el Papa escucha sabe medir las palabras. Las acompaña con gestos y miradas que dan lugar a un diálogo cordial, que invita a la profundidad. A los 78 años, el padre Raniero Cantalamessa ha hecho de la palabra un estilo de vida. No necesita alzar la voz para plantear temas polémicos que pueden generar reacciones en la propia Iglesia. Tampoco busca llevarse el mundo por delante, sino, por el contrario, inspeccionar ese universo a veces hostil, comprenderlo, aportarle una luz renovada del mensaje que la Iglesia difunde desde hace 2000 años. Nacido en Colli del Tronto, a 150 km de Roma, lleva 54 años de vida sacerdotal. Pertenece a los Frailes Menores Capuchinos, una de las tres ramas de la orden fundada por San Francisco de Asís, y mantiene la barba y el hábito marrón que caracterizan a los franciscanos. Graduado en teología en Friburgo y en letras clásicas en Milán, está comprometido con la Renovación Carismática, punto de encuentro entre la Iglesia Católica y movimientos evangélicos, y desde allí promueve la necesidad de avanzar en la unidad de los cristianos. "Es el mejor antídoto contra la intolerancia y el fundamentalismo", es su premisa.

UN FUTURO POSIBLE, SEGÚN CANTALAMESSA

Con Juan Pablo II se debatió el carácter vitalicio del pontificado. ¿Se puede volver a revisar?

-No es una cuestión que responda a un criterio de orden dogmático. Hubo un caso de renuncia en la historia de la Iglesia: el papa Celestino V, en el siglo XIII. El propio Benedicto XVI expresó en diferentes ocasiones la idea de que es posible que un papa renuncie. Dijo, incluso, que si su salud llegaba a un punto en el que se diera cuenta de que no podría desempeñar todas las funciones, él mismo podría renunciar. Es una posibilidad concreta. En el caso del querido papa Juan Pablo II, su decisión fue buena, porque con su enfermedad ha dado un mensaje al mundo tal vez más fuerte que el que transmitía con su fuerza, energía y seguridad, cuando gozaba de plena salud. Ha compartido el sufrimiento con tanta gente en el mundo, dándoles una dignidad. Con su ejemplo, muchos se habrán sentido animados a llevar una vida digna, incluso en la enfermedad. Su ejemplo es muy valioso. Benedicto XVI, que hoy tiene 85 años, ha dicho que si en algún momento se diera cuenta de que no puede responder a sus deberes, podría renunciar.

La Nación, 28-10-12

viernes, 26 de octubre de 2012

El Catecismo fue un fruto profético del Concilio Vaticano II




El cardenal Karlic, miembro de la comisión redactora, cuenta algunos particulares

Por H. Sergio Mora

La iniciativa de elaborar un catecismo universal partió del Sínodo de los Obispos de 1985, convocado para celebrar los 20 años del Concilio Vaticano II. Los obispos le manifestaron a Juan Pablo II su deseo y el papa inmediatamente hizo suya la idea. ''El catecismo fue un fruto profético del Concilio Vaticano II'', afirma el cardenal argentino Karlic, miembro de la comisión redactora.
En la obra extraordinaria que es el catecismo se ha manifestado la naturaleza colegial del Episcopado, se ha atestiguado la catolicidad de la Iglesia, con un contenido que expresa la sinfonía de la fe. Vale decir que es un verdadero fruto profético del Concilio Vaticano II. Lo dijo el cardenal argentino Estanislao Esteban Karlic, 86 años, miembro de la comisión redactora, en entrevista exclusiva a ZENIT, en la que manifestó algunos entretelones poco conocidos por el gran público sobre la elaboración del Catecismo de la Iglesia Católica.

¿Cuál era el catecismo universal anterior al actual?
--Cardenal Karlic. En la historia de la Iglesia solamente hay un catecismo semejante, es el de san Pío V, llamado Catecismo del Concilio de Trento o Catecismo de los Párrocos, publicado en el siglo XVI, poco después de la invención de la imprenta. Fue un ejemplo a seguir por su gran valor. El actual Catecismo de la Iglesia Católica sin embargo tiene novedades que lo enriquecen no solamente en el aprovechamiento del Magisterio Pontificio de los últimos tiempos, sino también en la atención de los problemas contemporáneos. El Catecismo Tridentino y el de la Iglesia Católica son los dos únicos en las historia que fueron aprobados por un papa y destinados a toda la Iglesia.

¿Cómo nace esta idea y por qué un nuevo catecismo?
--Card. Karlic: Los obispos del sínodo que celebraba los 20 años del Concilio consideraban que era necesario elaborar un compendio de toda la doctrina católica, sobre la fe y moral, que sirviese como punto de referencia para los catecismos que se habrían de redactar en las diversas regiones del mundo, para su mayor acercamiento a las diversas culturas. Después de 500 años de haber publicado el anterior catecismo universal, pareció oportuno tener una síntesis de la doctrina apostólica que respondiera a las grandes cuestiones planteadas por la cultura contemporánea sobre Dios, el hombre y el mundo. En tiempos del Concilio Vaticano II se había planteado la pregunta sobre un nuevo catecismo, pero la inquietud no prosperó. Con el sínodo de 1985, en cambio la iniciativa fue considerada oportuna y el papa la asumió.

¿Cómo fueron los primeros pasos en la elaboración del Catecismo?
--Card. Karlic: El Santo Padre a principios de 1986 constituyó una comisión de doce cardenales y obispos que debían conducir toda la obra y un comité de redacción de siete miembros a quienes se unió el secretario de redacción. El presidente de ambas comisiones era el entonces cardenal Ratzinger, quien conducía admirablemente las reuniones. Siempre se buscó entre los participantes una representación de la universalidad de la Iglesia.

¿Usted fue convocado para la redacción del Catecismo?
--Card. Karlic: Fue una gracia de Dios inmensa. Me incorporé al comité de redacción que ya estaba formado en un segundo momento. Otro de los miembros que se incorporó fue el secretario de redacción, el actual cardenal Schonborn, entonces profesor de teología en Suiza. Cuando ingresamos ya existía un texto fundamental sobre el cual debíamos trabajar. El trabajo naturalmente era distribuido a los subgrupos para después entregarlo en las reuniones conjuntas. De esta manera se redactó el texto que llegó a tener nueve versiones sucesivas.

¿Cómo se consultó a toda la Iglesia?
--Card. Karlic: La versión llamada "proyecto revisado", que se consideró válida para una consulta universal, se envió a todas las diócesis del mundo debidamente preparada para que las observaciones que se mandaran fueran bien aprovechadas. Las respuestas fueron unas 25.000, un número extraordinario.

¿Y con las respuestas cómo hicieron?
--Card. Karlic: Para estudiar las respuestas tuvimos una larga reunión en los alrededores de Roma. Las revisamos una por una, incluso las que llegaron después del término fijado. Fue emocionante ver la manifestación de la unidad de la fe, de las diversas partes de la Iglesia, en la aceptación fundamental del texto y de la pasión por la verdad en la búsqueda de las expresiones que se juzgaban las más adecuadas para manifestar el misterio cristiano revelado. Ese momento fue clave en el proceso de redacción. Un trabajo tan delicado no se podía llevar adelante sin la gracia del Señor, como decía con gozo sereno y profundo uno de los obispos cercanos a nuestra tarea.

Entre las observaciones ¿cuáles recuerda?
--Card. Karlic: Una observación importante que se aceptó sin demora fue la de dar más relieve al tratamiento de la oración. En el texto de la consulta se había propuesto que la oración fuera el epílogo de todo el Catecismo. Las respuestas pedían que se le otorgara más importancia y con la categoría de la cuarta parte, así como de coronar todo el trabajo, como sucedía en el catecismo tridentino.

¿Usted vivía en Roma durante los años de la redacción?
--Card. Karlic: No, vivía en Paraná y allá trabajaba. Entonces no se usaban las computadoras. Recuerdo una vez que hubo que copiar nueve veces un texto con el propósito de mejorar su redacción. También la necesidad de hacer un viaje de Paraná a Santiago de Chile para hacer llegar los escritos al cardenal Medina con quien formábamos un subgrupo.

En Roma ¿Cómo se procedía?
--Card. Karlic: Nos reuníamos en el Vaticano. La Comisión de obispos y el Comité eran presididos por el cardenal Ratzinger quien era el responsable ante el Santo Padre. Era muy emocionante recibir al final de las reuniones en repetidas oportunidades al santo padre. En una ocasión lo visitamos en Castel Gandolfo. Durante las reuniones se creaba un clima de gravedad, de responsabilidad y de libertad. El cardenal Ratzinger después de escuchar con interés todo lo que se decía, hacía una síntesis clara y muy útil para los trabajos ulteriores.

¿En qué idioma se escribía?
--Card. Karlic: Se eligió el francés como idioma común para los intercambios y en los encuentros aunque sin excluir el uso de otras lenguas. Y también en la redacción del proyecto. Para la edición típica se eligió el latín que es un idioma muy apto para expresar el misterio cristiano, modelada como latín eclesiástico en la gran tradición del Magisterio, de los santos y de los teólogos. La traducción al latín duró unos cinco años, si bien la presentación del Catecismo ya terminado y aprobado por el santo padre se hizo antes de tener la traducción en latín. Y fue entregado en la versión francesa, italiana y española en diciembre de 1992 en Roma a los representantes de toda la Iglesia, como un nuevo signo de catolicidad, en un acto solemne presidido por el mismo Juan Pablo II.

Se ha hablado de un tsunami de secularización y del Vaticano II como una brújula
--Card. Karlic: El Concilio tuvo consecuencias en la función pastoral, en los códigos de derecho para la Iglesia en oriente y occidente, en la función sacerdotal, en los libros litúrgicos y el orden profético lo tuvo en el Catecismo. Sin dudas como ya dijimos el Catecismo fue un fruto profético del Concilio Vaticano II.

¿Algún particular que recuerde?
--Card. Karlic: Recuerdo la alegría del cardenal Ratzinger cuando se terminó de realizar el mismo. En realidad la redacción del Catecismo fue también un ejercicio de fidelidad al amor de Dios que nos amó primero.

ROMA, martes 23 octubre 2012 (ZENIT.org).-