Exposición completa del P.
Alfredo Sáenz con ocasión del Acto Académico donde la Universidad Católica de
La Plata (UCALP) le otorgó el “Doctorado Honoris Causa” – el lunes 22 de
Octubre del 2012 –, en reconocimiento por sus aportes a la cultura
católica.
Confrontados a una situación inédita, el católico de
hoy, sobre todo el intelectual católico, tiene una misión inédita y debe, por
consiguiente, dar una respuesta inédita. Antes de abocarnos al contenido de tal
respuesta, no dejará de ser útil un sucinto análisis histórico de las distintas
etapas de la cultura, para considerar la diversidad de reacciones que
caracterizaron a los católicos.
Es indudable que la Edad Media conoció una admirable Weltanschauung,
una cosmovisión muy esplendorosa del mundo. Durante esa época, el orden natural
y el orden sobrenatural eran, sí, órdenes distintos, pero en modo alguno
divorciados. Así como en Cristo la naturaleza humana y la divina se unen en la
Persona divina sin dejar de distinguirse, así lo temporal se unió con lo eterno,
lo carnal con lo espiritual, lo visible con lo invisible, sin perder cada
ámbito su límite de autonomía.
El mundo ofreció entonces un espectáculo cultural
verdaderamente arquitectónico, catedralicio. La filosofía, por ejemplo,
asumiendo todo lo que era valedero en el pensamiento tradicional de Platón,
Aristóteles, Plotino, etc., lo injertó en el cosmos de la revelación. Al fin y
al cabo aquella tradición no había sido sino una suerte de “preparación
evangélica”, como la calificaron los Padres de la Iglesia. ¿Acaso no decía
Clemente de Alejandría: ¿Quién es Platón sino Moisés que habla en griego?, como
queriendo afirmar que la verdad natural era coherente con la sobrenatural, ya
que ambas tenían, en última instancia, a Dios por autor. La arquitectura
medieval, concretada tan maravillosamente en las catedrales, románicas y
góticas, al tiempo que enseñaba al pueblo a orar en la belleza, insuflaba una
nostalgia de la Belleza sustancial. La música, sea la del órgano, sea la de las
voces humanas, esa música que rebotaba de arco en arco, llenando los recintos
sagrados, no era sino la parte humana de un concierto que reunía los ángeles y
los hombres, eco de la armonía trinitaria. La política conoció asimismo en
aquélla época uno de sus picos históricos, pudiendo verse en la imagen de San
Luis, rey de Francia, la encarnación del gobernante católico, aquel en quien la
fe era algo penetrante, algo que imbuía todo el orden temporal cuyo encargo
había recibido, en última instancia, del Emperador celeste, de quien era
vicario en el orden temporal. La literatura, en sus diversas expresiones, desde
los cantares de gesta hasta la Divina Comedia, constituía, en cierto modo, una
especie de prolongación de la Sagrada Escritura, en el sentido de que seguía
exponiendo el plan de Dios a través de las letras.
En fin, un orden temporal empapado de sacralidad. El
papel del intelectual católico de entonces no era sino concretar esa visión
temporal y trascendente en el marco de las instituciones, que tanto lo ayudaban
para dicho cometido.
Con la aparición del Evo moderno, poco a poco, las
cosas van a ir cambiando, pero en una dirección muy determinada, progresiva y
disolvente. La filosofía comienza a abrir caminos desconocidos, adentrando al hombre en una
interioridad cada vez más enclaustrada, en un distanciamiento creciente entre
la realidad conocida y el sujeto cognoscente, hasta quedar este último
encerrado en una total inmanencia; ruptura total del ser y del conocer. El
artista, inspirando sus principios en la nueva filosofía, pretendió emular en
cierta manera la actividad creadora de Dios, pero no con el espíritu de
humildad intelectual que había caracterizado al período medieval, sino con un
ímpetu de soberbia y autonomía evidentes; en un largo proceso que comienza,
sintomáticamente, con la representación de un hombre desmesurado en su
musculatura, como nos legó el por otro lado admirable Renacimiento, llegamos a
la destrucción plástica del hombre en Picasso y su ulterior arbitraria
reconstrucción, con total independencia del Arquetipo supremo, a cuya imagen y
semejanza había sido hecho. La música se lanzó también a un proceso de
exaltación del hombre; buscando más “expresarse” que expresar la armonía
divina, acabó por destruirse a sí misma, reduciéndose a no ser sino puro ritmo,
estruendoso ruido, sin contenido, sin armonía, sin serenidad.
La política olvidó sus instancias superiores, la
autoridad se desvinculó del poder divino como de su fuente, y se lanzó por las
vías de un maquiavelismo creciente hasta llegar a la masificación contemporánea
o al esclavismo comunista. La literatura cortó amarras de las Sagradas Letras,
desembocando en sus últimas etapas en una poesía sin sentido y una novelística
pornográfica.
Por supuesto que sería injusto decir que, desde el
Renacimiento hasta acá, no ha habido aciertos filosóficos, ni arte ni belleza.
Baste para probar lo contrario el admirable Mozart, el sin par Shakespeare, el
inmortal Rodin. Lo que queremos decir es que, como lo ha explicado
admirablemente Berdiaeff, paso a paso el hombre ha ido transitando del estado
orgánico al estado mecánico, es decir se ha ido des-ligando, des-vinculando,
abandonando sus ligazones, para hacer, como el hijo pródigo, la experiencia de
la libertad. El resultado: apacentar puercos. Porque la buscada “libertad” no
era sino un espejismo. Cuando el hombre decidió romper sus lazos naturales y
sobrenaturales, no conquistó la libertad sino que se volvió servil, esclavo.
Cuando el hombre cae de Dios, decía San Agustín, cae también de sí mismo. El
conjunto de estos hombres “emancipados” constituyen el mundo moderno. Lo que el
Magisterio Eclesiástico ha dado en llamar “mundo moderno”, más que una
designación cronológica, es una cualificación axiológica para designar a un
mundo independiente de Dios y de la verdad. Aquella unión de lo divino y de lo
humano, que tan bien caracterizó a la Edad Media, ha desaparecido. Subsiste lo
divino, sí, pero acosado, restringido a lugares y tiempos determinados, en una
palabra, marginado; subsiste lo humano, sí, pero exaltado, emancipado, hecho
absoluto. La unión hipostática se ha roto. Lo que Dios había unido, el hombre
lo ha desunido.
Si pasamos ahora a la
consideración de lo acaecido en nuestra Patria durante la última centuria, en
relación con la materia que nos ocupa, debemos señalar que, si bien hemos
sufrido las consecuencias de ese pasado decadente, sin embargo se han producido
reacciones verdaderamente inteligentes. Entre ellas, no podríamos dejar de
nombrar los Cursos de Cultura Católica, donde se intentó dar una respuesta
integral a los problemas de nuestro tiempo. El pensamiento de Chesterton,
Belloc, el primer Maritain, de Koninck, Garrigou-Lagrange, inspiró ese grupo,
integrado por lo mejor de la inteligencia argentina de aquel tiempo, no por
pequeño menos influyente. Citemos a Casares, Pico, Bernárdez, Ballester Peña,
así como las revistas de gran nivel en las que colaboraron, como Criterio,
Ortodoxia, Sol y Luna. Pensamos que esa generación supo dar una respuesta más
adecuada al mundo moderno que la que ofreciera la generación anterior, la de
Estrada, Goyena y Felix Frías, valiente en sus batallas, pero algo teñida de
liberalismo de la época. La reacción de los Cursos fue de veras integral, sin
concesión alguna al adversario, sin temor alguno a la impopularidad.
Además de los Cursos, y luego de su desaparición, se
podrían señalar otros intentos de nuclear el pensamiento católico argentino.
Por ejemplo, los congresos del Instituto de Promoción Social Argentina, el
brillante Primer Congreso Mundial de Filosofía Cristiana (iniciativa del Dr.
Alberto Caturelli) que sin duda marcó un punto de referencia inobviable para el
que algún día escriba la historia del catolicismo en nuestra Patria; también
organizaciones como la UCA, que inició Mons. Derisi, el Ateneo de Cuyo, OIKOS, el
Instituto de Filosofía Práctica y revistas varias.
A pesar de estos y otros intentos, sin embargo pareciera
haber prevalecido en no pocos ambientes católicos, una falsa apertura al mundo,
mediante la cual algunos buscaron hacer “simpática” la fe. El católico, en vez
de iluminar las tinieblas de nuestra Patria, renunciaba a ser luz y se ponía en
el furgón de cola de un tren que parece correr hacia su ruina. El católico, en
vez de convertir al mundo, se abría indebidamente al mundo, no para salvarlo
sino, si se me permite una dura expresión, para ser salvado por el mundo, ya
socialista, ya demoliberal.
Quisiéramos señalar también otra falsa actitud de
algunos católicos. Por el deseo de dar vitalidad a la fe católica, anhelo
loable como el que más, pretendieron propagar un catolicismo divorciado de la
doctrina. Lo que importaba no era tanto la doctrina cuanto la vida, o, como se
decía con frecuencia, “la vivencia”. Y así se fueron formando diversos grupos
de católicos que agotaban su actividad en encuentros, intercambios de
experiencias, ruidosas manifestaciones masivas, sin profundizar su fe. Un
sacerdote brasileño, experto en grupos juveniles, autor de libros y discos para
jóvenes, el P. Zezinho, tras una larga experiencia en esta actitud pastoral,
constató dolorido que sus jóvenes: “le habían dado a Cristo el corazón pero no
le dieron la cabeza”.
Ninguna de estas soluciones es aceptable. Todas estas
corrientes –las tercermundistas, las vivencialistas– en última instancia,
aceptan el mundo contentándose con agregarse “un suplemento de espíritu”. No es
esa la tarea. Tras discernir lo que en el mundo es salvable, y lo que en el
mundo es irrescatable, como sería lo informado por “el espíritu del mundo”, el
mundo mundano, si se me permite la reiteración, es menester llevar a cabo
aquello que el Concilio Vaticano II llama “la consagración del mundo”. Pero
antes de bautizar el mundo contemporáneo es menester exorcizarlo de todos sus
demonios, porque como dice el mismo Concilio, es deber de los laicos coordinar
“sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo, cuando
incitan al pecado” (Lumen Gentium 36). Pero, como dijimos, tras exorcizar hay
que consagrar, ya que, según dice el mismo Concilio: “Es obligación de toda
la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer
rectamente todo el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Jesucristo…para
instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales” (Apostolicam
Actuositatem 7).
Luego de estas ideas
introductorias, tratemos de exponer ahora la labor que, a nuestro juicio, debe
desarrollar en las actuales circunstancias el que quiere “iluminar” al mundo,
la misión del intelectual católico. Porque se trata de una función
“iluminatoria”. Parece propio de la inteligencia iluminar donde imperan las
tinieblas. Y si esta función ha sido siempre necesaria, hoy lo es más que nunca
ya que las tinieblas se han espesado. En el fondo no es otra cosa que una
participación en la tarea iluminante de Aquel que dijo: “Yo soy la luz”, “he
venido a traer la luz del mundo”. La luz sobrenatural, pero también, en cierto
modo, la natural. Donde hay luz, allí en última instancia está Cristo, la luz
del mundo.
¿Y cuáles son los ámbitos que el intelectual católico
deberá iluminar con su presencia y, sobre todo, con su sabiduría?
Ante todo el ámbito de la filosofía. En el campo
de la filosofía, el proceso de decadencia al que antes hemos aludido, se ha
hecho más evidente que en ningún otro terreno. El intelectual católico deberá
conocer lo mejor posible las distintas corrientes filosóficas que, partiendo de
Descartes, han culminado en el marxismo y el Nuevo Orden Mundial globalista.
Pero deberá conocer mucho mejor aún la filosofía perenne, que encuentra una
magnífica concreción en el pensamiento de Santo Tomás. Tal será su punto de
referencia, que le permitirá pronunciar un “juicio” sobre toda filosofía que se
aparte del recto camino hacia el ser. Nada más lejos del eclecticismo que esta
posición. Sabemos bien que en la universidad el joven se forma en el conocimiento
de las diversas filosofías, no asignándoles más valor que el de su aparición
cronológica. El filósofo cristiano no puede ser un mero espectador del devenir
filosófico, ni un coqueteador de las filosofías en boga; debe ser un enamorado
del ser, del ser natural y del Ser sobrenatural. Su oficio no consistirá sólo
en “conocer” diversas filosofías sino “juzgarlas” desde el punto de vista
inconmovible de la verdad no solo conocida sino saboreada. Su oficio no
consistirá tampoco en una repetición mecánica de la ortodoxia escolástica, sino
que valiéndose de la vigencia perenne de sus principios, sabrá iluminar la
realidad del hombre de hoy y responder a sus acuciantes problemas. Es más
importante saber responder las objeciones de Marcuse o de Gramsci que las de
Durando o de Abelardo.
Otra rama de la cultura la constituye el mundo del derecho.
Las épocas de plenitud cultural supieron distinguir el derecho divino, el
derecho natural y el derecho positivo. Tras negarse el derecho divino, los
hombres pretendieron establecer justicia en base al derecho natural y positivo.
En un paso ulterior sólo quedó el derecho positivo, ya que se afirmó lisa y
llanamente la inexistencia de todo derecho anclado en la naturaleza humana. Hoy
asistimos a la negación del mismo derecho positivo. Sólo queda el derecho del
más fuerte. El papel del jurista católico es pues ingente en medio de la
sociedad, debiendo remontar de manera inversa los jalones de la destrucción.
Será menester recrear todo el derecho positivo, anclándolo en el derecho
natural, y éste entendiéndolo como participación en el hombre del derecho
divino. Sólo así la sociedad volverá a encontrar la jurisprudencia que merece.
El intelectual católico deberá asimismo iluminar el
campo de las ciencias. Campo especialmente privilegiado por los enemigos
de Cristo y de la Iglesia. No en vano numerosos exponentes del proceso
destructivo proclaman un “materialismo científico”. Será preciso volver a
ubicar este campo del conocimiento en su verdadero lugar, en dependencia de Aquel
que es el comienzo y el fin de toda ley física, de toda propiedad química.
Einstein, nada menos, llegó a sostener que “la ciencia sin la religión está
renga, y la religión sin la ciencia es ciega…Yo no estoy interesado en este o
en otro fenómeno, ni en el espectro de un elemento químico. Quiero conocer el
pensamiento de Dios; lo demás es un detalle”. Si el universo canta la gloria de
su Creador, si este mundo, con sus leyes admirables es, al decir de San
Agustín, “el gran poema del inefable modulador”, tocará al científico católico
hacer cantar a la ciencia un cántico siempre nuevo. Los descubrimientos
científicos ya no constituirán pretendidos argumentos contra la fe, sino un
trampolín hacia Dios, en continuidad con la visión que nos ofrece la Sagrada Escritura
despertando en nosotros la admiración por el orden, la hermosura y la sabiduría
que resplandecen en la creación.
Otro campo que el intelectual católico tendrá que
iluminar es de la política. Este ámbito de la actividad humana –y cuán
humana– está evidentemente herido. La expresión misma ha acabado por
convertirse en sinónimo de acomodo, de latrocinio, de inmoralidad. Pero en sí
la política tiene toda la nobleza que corresponde a una de las más elevadas
actividades del hombre, e incluso puede dar ocasión de practicar lo que Pío XI
llamaba “la caridad política”; nos atreveríamos a decir que, bien entendida, es
una de las forma más altas de caridad que el cristiano puede ejercitar en el
orden temporal. Caridad política porque el gobernante católico, al procurar a
sus súbditos el bienestar temporal, pone en cierta manera las bases naturales
de su destino trascendente, y así el ciudadano, sin enzarzarse en los bienes de
la tierra, no pierde de vista su fin esjatológico. Es evidente que el hombre
puede salvarse aun cuando viva bajo un régimen de terror, bajo el régimen del
Anticristo. Pero en ese caso su salvación se hará extremadamente difícil,
altamente heroica. En cambio, cuando un gobierno se aboca a la consecución del
bien común, no sólo cuida directamente de la felicidad terrena de sus súbditos,
sino que de algún modo facilita, aun cuando indirectamente, su salvación
eterna. Iluminar, pues este campo tan entenebrecido, explicar lo que se ha
llamado “la concepción católica de la política” es otro de los objetos de
especulación del intelectual católico.
Un ámbito privilegiado para la actuación del católico
militante es sin duda el de la educación. El hecho de que los enemigos
de Cristo, de la Iglesia y de la Patria dediquen tantos esfuerzos a este menester
nos muestra, por la astucia que tan bien caracteriza a los perversos, la
importancia del mismo. Urge una investigación teórica y concreta acerca de lo
que es la educación, sus fines, sus medios, lo que debe ser un colegio, una
Universidad. Gracias a Dios en los últimos decenios se han escrito notables
libros sobre el tema, obras que honran el nivel alcanzado por la cultura
católica Argentina. Sin embargo se trata de un trabajo nunca terminado. El
Santo Padre, y en América Hispana el documento de Puebla, exhortan una y otra
vez a lo que denominan “la evangelización de la cultura”. Más importante quizá
que la toma del poder – anhelo que los que se dedican a la política deben tener
como sustancial – es la toma de la cultura. Entendemos esta palabra en un sentido
amplio, incluyendo los medios de comunicación, que quieras que no, van haciendo
el modo de pensar de los argentinos. Creemos que en este ramo se necesita, como
quizás en ningún otro, espíritu e imaginación creadores. Hay que hacer buenos
colegios, buenas Universidades, buenas revistas de cultura, grupos de sólida
formación.
Interesa asimismo atender al campo del arte.
Bajo este nombre encerramos todo lo que comúnmente se entiende por “bellas
artes”, la música, la literatura, la pintura, la arquitectura, la escultura, es
decir aquellas manifestaciones humanas que dicen tener relación con lo que a
veces se denomina “estética”. He aquí otro campo ambicionado por el enemigo.
Las artes, que de por sí no deberían ser sino el esplendor de la verdad, se han
visto trágicamente heridas y bastardeadas. Asistimos al espectáculo de una
pintura que encierra al hombre en su subjetividad, lo oniriza, lo destruye.
Conocemos una literatura que no sólo atenta contra la belleza del idioma sino
también contra la verdad ética y a fortiori la metafísica. Llegan asimismo
cotidianamente a nuestros oídos los sonidos de una música desfalleciente.
Porque no hay que olvidar que la música hace al hombre. Los diversos tipos de
música hacen los distintos tipos de hombre: el hombre sensual, el hombre
materialista, el hombre superficial, el hombre erótico, el hombre virtuoso.
Hoy, más que nunca, hoy cuando la música parece rendir culto a la fealdad, al
ruido ensordecedor que hace prácticamente imposible todo intento de vida
interior, se impone la aparición de músicos católicos, capaces de transmitir no
sólo el sentido de las armonías sensibles, sino también el sentido de las
verdades profundas, sobre todo las que dicen relación con el misterio, y esto
no sólo en el ámbito de la música profana sino también en el herido mundo de la
música sacra. Necesitamos la aparición de músicos, de pintores, de escultores
marcados por la impronta católica, que está hecha de fidelidad al ser y a la
gracia. A través de ellos el arte logrará irradiar, a través de lo sensible, el
esplendor de la verdad.
Finalmente, y sin pretender agotar todos los ramos
donde debe desplegar sus talentos el intelectual católico, no podemos dejar de
referirnos a la investigación de la historia. Y en ello nos detendremos
algo más que en los otros campos, porque lo consideramos de especial
relevancia. Solamente la memoria fiel del pasado hace posible el análisis
atendible del presente y la prospectiva seria del futuro. De ahí que, si en
algo debe ejercitarse la tarea iluminante del intelectual católico, lo es en el
ámbito de la interpretación de la historia. Cuántas veces nos hemos encontrado
con personas que al considerar los problemas de nuestro tiempo, lo hacen como
si se tratase de problemas de fresca data, de problemas que acaban de aparecer,
y cuyas soluciones les parece estar consiguientemente al alcance de las manos.
Y así yerran en los remedios. Si queremos que nuestra época se nos haga
inteligible, es absolutamente necesario que la ubiquemos sobre el talón de
fondo de la historia universal, en ese amplio abanico que corre del Génesis al
Apocalipsis. Los problemas de nuestro tiempo no acaban de nacer, tienen a sus
espaldas un largo período de gestación, a veces de siglos. En este sentido,
cuán provechoso será al militante católico la lectura de los análisis
históricos de Berdiaeff, de Gonzaga de Reynold, de Belloc, de Solzhenitsyn, y
entre nosotros, de Diaz Araujo y Caturelli. Allí vamos a encontrar la
explicación de ese gran proceso de apostasía, abierto a fines de la Edad Media,
proceso que comenzó por la negación de la Iglesia con el protestantismo, siguió
con la negación de Cristo en el deísmo racionalista, y culminó con el rechazo
de Dios mismo en el marxismo ateo. Los problemas de hoy no han nacido, pues,
aquí y ahora, sino que son los colofones, los coletazos de un largo proceso
histórico. De ahí la necesidad de que el intelectual católico tenga bien
estructurada en su mente lo que se ha dado en llamar la “la filosofía de la
historia”, aunque más habría que denominarla “teología de la historia”. Para
esta visión global nada mejor que la meditación de la inmortal obra de S.
Agustín “De Civitate Dei” donde el Santo Doctor desarrolla el devenir
histórico a la luz del conflicto teológico entre dos ciudades, la Ciudad de
Dios y la Ciudad de Satán, la radicada en el amor de Dios hasta el desprecio de
sí, y la fundada en el amor de sí hasta el desprecio de Dios. En esa obra, el
Doctor de Hipona nos ofrece las claves de la historia. Pero se trata de una
obra inconclusa, por las limitaciones insuperables del gran maestro, ya que,
naturalmente, sólo podía analizar el curso de la historia hasta el siglo que
vivió. Toca a nosotros proseguir su tarea, siempre de acuerdo a las claves que
él nos ha ofrecido, pero aplicándolas a los nuevos acontecimientos que se vayan
sucediendo.
Hemos recorrido así, diversos
ámbitos donde debe refractarse el trabajo esclarecedor de quien quiere ser
dirigente católico en el campo de la inteligencia.
La amplitud de la tarea puede suscitar cierto temor. Advertimos
que el mundo de la cultura va por otro lado, que la verdad no es aceptada por
la multitud. Y el complejo mayoritario – de la mitad más uno –, saliendo del
cauce en donde ha cristalizado, que es el de la política electoral, amenaza con
invadir también el campo de los defensores de la verdad. Hoy se va propagando,
peligrosamente, una suerte de escepticismo doctrinal. Se habla de “mi verdad”,
de “tu verdad”, cada uno tiene “su verdad”. El querer afirmar no “mi” verdad ni
“tu” verdad sino “la” verdad es condenarse al ostracismo. Pero no tememos la
soledad: la verdad nunca está sola. La verdad está con el ser, y por tanto con
la verdadera universalidad. Cristo tuvo razón, aun cuando la mitad más uno
prefiriese a Barrabás. Nada es más pernicioso para un intelectual católico que
el deseo de quedar bien con el mundo, diluyendo inconsideradamente la verdad,
retaceando la verdad, aunque lo haga con la intención de que ésta sea aceptada.
“No os hagáis semejantes al mundo, enseña Juan Pablo II, no tratéis
de haceros semejantes al mundo. Lo que debéis hacer es tratar de hacer al mundo
semejante a la Palabra Eterna” (Disc. al IV Cap. General de la Pía Sociedad
de San Pablo, 31/3/1980). En última instancia, a la larga, nada atrae tanto
como la integralidad de la verdad, la verdad sin ambages.
Más aún, el intelectual católico deberá estar dispuesto
a arrastrar la animadversión. S. Agustín, ese acuñador de frases inmortales, lo
dijo de manera incisiva: “la verdad engendra el odio”. Es cierto que Cristo,
por su gesta redentora, ha sido amado como nadie lo ha sido en la historia.
Pero, al mismo tiempo, al concentrar en sí, encarnándola, la plenitud de la
verdad –“Yo soy la verdad” – concentró también sobre sí el odio del mundo, del
espíritu del mundo, que no sólo lo llevó a la cruz sino que lo sigue
persiguiendo hasta el fin de los siglos. Y no sólo a Él sino a todos los que
quieren afirmar en alto la verdad; lo persigue a Él en ellos. Persigue el mundo
a los que defienden la verdad porque los ve distintos, y su misma presencia ya
constituye una especie de reproche implícito al mundo. Citemos también aquí
unas esclarecedoras consignas de Juan Pablo II: “Aprended a pensar, a hablar
y a actuar según los principios de la claridad evangélica: Sí, si; no, no.
Aprended a llamar blanco a lo blanco, y negro a lo negro; mal al mal, y bien al
bien. Aprended a llamar pecado al pecado, y no lo llaméis liberación o
progreso, aun cuando toda la moda y la propaganda fuesen contrarias a ello”
(Disc. a universitarios de Roma, 26/3/1981).
Quizás la gran misión del intelectual católico de
nuestro tiempo sea mantener íntegro, en medio de un ambiente caótico y
subversivo, el patrimonio de la tradición, la acción de entregar algo en este
caso, la antorcha de la cultura a la próxima generación. No de otra manera
obraron los católicos más clarividentes cuando en los siglos oscuros acaeció la
invasión de los bárbaros. Hoy nuevas oleadas de barbarie se lanzan sobre los
restos de la civilización cristiana. Como otrora en los monasterios,
mantengamos viva la llama de la cultura, aun cuando sea en pequeños cenáculos o
grupos de formación, para que puedan conocerla nuestros hijos y a su vez
transmitirla.
En una palabra, se trata de rehacer la Cristiandad, no
volviendo, como es obvio, a los aspectos anecdóticos de la Edad Media, pero sí
a los principios que la gestaron. Se trata de que Cristo reine en la
universalidad del orden temporal. Todos los filones de la cultura deben
expresar o reflejar a Cristo, la Realeza de Cristo. Que la filosofía refleje a
Cristo en cuanto sabiduría encarnada; que las ciencias reflejen a Cristo,
perfección de la exactitud; que la historia refleje a Cristo, Señor de los
espacios y de los tiempos; que la política refleje a Cristo, Soberano de las
sociedades y Rey de las naciones; que la educación refleje a Cristo, supremo
Pedagogo; que las artes reflejen a Cristo, la belleza encarnada. Filosofía,
ciencias, historia, política, educación, arte, tantas maneras de reflejar a
Cristo verdad, a Cristo exactitud, a Cristo Señor de la historia, a Cristo
soberano, a Cristo maestro, a Cristo el más hermoso de los hijos de los
hombres. Perite portas Redemptori! exclamaba Juan Pablo II.
Contribuyamos a que no quede una sola
puerta cerrada, al menos en este mundo de la cultura en que nos toca actuar.
Para que un día sea realmente verdadero aquello de que Cristo ha llegado a ser
todo en todos.
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