Tema expuesto por el P. José Cuesta sdb, en el coloquio realizado por la Cátedra, el día 22 de noviembre de 2014.
Sobre la base del documento que se reproduce:
CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE
LA FE
NOTA DOCTRINAL
Sobre algunas cuestiones relativas
al compromiso y la conducta de los
católicos en la vida pública
La Congregación para la
Doctrina de la Fe,
oído el parecer del Pontificio Consejo para los Laicos, ha estimado oportuno
publicar la presente Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al
compromiso y la conducta de los católicos en la vida política. La Nota se dirige a los Obispos
de la Iglesia
Católica y, de especial modo, a los políticos católicos y a
todos los fieles laicos llamados a la participación en la vida pública y
política en las sociedades democráticas.
I. Una enseñanza
constante
1. El compromiso del
cristiano en el mundo, en dos mil años de historia, se ha expresado en
diferentes modos. Uno de ellos ha sido el de la participación en la acción
política: Los cristianos, afirmaba un escritor eclesiástico de los primeros
siglos, «cumplen todos sus deberes de ciudadanos».[1] La Iglesia venera entre sus
Santos a numerosos hombres y mujeres que han servido a Dios a través de su
generoso compromiso en las actividades políticas y de gobierno. Entre ellos,
Santo Tomás Moro, proclamado Patrón de los Gobernantes y Políticos, que supo
testimoniar hasta el martirio la «inalienable dignidad de la conciencia»[2].
Aunque sometido a diversas formas de presión psicológica, rechazó toda
componenda, y sin abandonar «la constante fidelidad a la autoridad y a las
instituciones»que lo distinguía, afirmó con su vida y su muerte que«el hombre
no se puede separar de Dios, ni la política de la moral»[3].
Las actuales
sociedades democráticas, en las que loablemente[4] todos son hechos partícipes
de la gestión de la cosa pública en un clima de verdadera libertad, exigen
nuevas y más amplias formas de participación en la vida pública por parte de
los ciudadanos, cristianos y no cristianos. En efecto, todos pueden contribuir
por medio del voto a la elección de los legisladores y gobernantes y, a través
de varios modos, a la formación de las orientaciones políticas y las opciones
legislativas que, según ellos, favorecen mayormente el bien común.[5] La vida
en un sistema político democrático no podría desarrollarse provechosamente sin
la activa, responsable y generosa participación de todos, «si bien con
diversidad y complementariedad de formas, niveles, tareas y
responsabilidades»[6].
Mediante el
cumplimiento de los deberes civiles comunes, «de acuerdo con su conciencia
cristiana»,[7] en conformidad con los valores que son congruentes con ella, los
fieles laicos desarrollan también sus tareas propias de animar cristianamente
el orden temporal, respetando su naturaleza y legítima autonomía,[8] y
cooperando con los demás, ciudadanos según la competencia específica y bajo la
propia responsabilidad.[9] Consecuencia de esta fundamental enseñanza del
Concilio Vaticano II es que «los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de
la participación en la “política”; es decir, en la multiforme y variada acción
económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover
orgánica e institucionalmente el bien común»,[10] que comprende la promoción y
defensa de bienes tales como el orden público y la paz, la libertad y la
igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente, la justicia, la
solidaridad, etc.
La presente Nota no
pretende reproponer la entera enseñanza de la Iglesia en esta materia,
resumida por otra parte, en sus líneas esenciales, en el Catecismo de la Iglesia Católica,
sino solamente recordar algunos principios propios de la conciencia cristiana,
que inspiran el compromiso social y político de los católicos en las sociedades
democráticas.[11] Y ello porque, en estos últimos tiempos, a menudo por la
urgencia de los acontecimientos, han aparecido orientaciones ambiguas y
posiciones discutibles, que hacen oportuna la clarificación de aspectos y
dimensiones importantes de la cuestión.
II. Algunos puntos
críticos en el actual debate cultural y político
2. La sociedad civil
se encuentra hoy dentro de un complejo proceso cultural que marca el fin de una
época y la incertidumbre por la nueva que emerge al horizonte. Las grandes
conquistas de las que somos espectadores nos impulsan a comprobar el camino
positivo que la humanidad ha realizado en el progreso y la adquisición de
condiciones de vida más humanas. La mayor responsabilidad hacia Países en vías
de desarrollo es ciertamente una señal de gran relieve, que muestra la
creciente sensibilidad por el bien común. Junto a ello, no es posible callar,
por otra parte, sobre los graves peligros hacia los que algunas tendencias
culturales tratan de orientar las legislaciones y, por consiguiente, los
comportamientos de las futuras generaciones.
Se puede verificar
hoy un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en la teorización y
defensa del pluralismo ético, que determina la decadencia y disolución de la
razón y los principios de la ley moral natural. Desafortunadamente, como
consecuencia de esta tendencia, no es extraño hallar en declaraciones públicas
afirmaciones según las cuales tal pluralismo ético es la condición de
posibilidad de la democracia[12]. Ocurre así que, por una parte, los ciudadanos
reivindican la más completa autonomía para sus propias preferencias morales,
mientras que, por otra parte, los legisladores creen que respetan esa libertad
formulando leyes que prescinden de los principios de la ética natural,
limitándose a la condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales
transitorias,[13] como si todas las posibles concepciones de la vida tuvieran
igual valor. Al mismo tiempo, invocando engañosamente la tolerancia, se pide a
una buena parte de los ciudadanos – incluidos los católicos – que renuncien a
contribuir a la vida social y política de sus propios Países, según la concepción
de la persona y del bien común que consideran humanamente verdadera y justa, a
través de los medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a
disposición de todos los miembros de la comunidad política. La historia del
siglo XX es prueba suficiente de que la razón está de la parte de aquellos
ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista, según la cual no existe
una norma moral, arraigada en la naturaleza misma del ser humano, a cuyo juicio
se tiene que someter toda concepción del hombre, del bien común y del Estado.
3. Esta concepción
relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la legítima libertad de
los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones políticas compatibles
con la fe y la ley moral natural, aquella que, según el propio criterio, se
conforma mejor a las exigencias del bien común. La libertad política no está ni
puede estar basada en la idea relativista según la cual todas las concepciones
sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor,
sino sobre el hecho de que las actividades políticas apuntan caso por caso
hacia la realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social
en un contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural bien
determinado. La pluralidad de las orientaciones y soluciones, que deben ser en
todo caso moralmente aceptables, surge precisamente de la concreción de los
hechos particulares y de la diversidad de las circunstancias. No es tarea de la Iglesia formular
soluciones concretas – y menos todavía soluciones únicas – para cuestiones
temporales, que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno. Sin
embargo, la Iglesia
tiene el derecho y el deber de pronunciar juicios morales sobre realidades
temporales cuando lo exija la fe o la ley moral.[14] Si el cristiano debe
«reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales»,[15] también está
llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo
moral, nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene necesidad de
fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su
naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son “negociables”.
En el plano de la
militancia política concreta, es importante hacer notar que el carácter
contingente de algunas opciones en materia social, el hecho de que a menudo
sean moralmente posibles diversas estrategias para realizar o garantizar un
mismo valor sustancial de fondo, la posibilidad de interpretar de manera
diferente algunos principios básicos de la teoría política, y la complejidad
técnica de buena parte de los problemas políticos, explican el hecho de que
generalmente pueda darse una pluralidad de partidos en los cuales puedan
militar los católicos para ejercitar – particularmente por la representación
parlamentaria – su derecho-deber de participar en la construcción de la vida
civil de su País.[16] Esta obvia constatación no puede ser confundida, sin
embargo, con un indistinto pluralismo en la elección de los principios morales
y los valores sustanciales a los cuales se hace referencia. La legítima
pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene
el compromiso de los católicos en la política, que hace referencia directa a la
doctrina moral y social cristiana. Sobre esta enseñanza los laicos católicos
están obligados a confrontarse siempre para tener la certeza de que la propia
participación en la vida política esté caracterizada por una coherente
responsabilidad hacia las realidades temporales.
La Iglesia es consciente de que la vía de la democracia, aunque
sin duda expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las
opciones políticas, sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una
recta concepción de la persona.[17] Se trata de un principio sobre el que los
católicos no pueden admitir componendas, pues de lo contrario se menoscabaría
el testimonio de la fe cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior
de los mismos fieles. La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno
pretende construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento
propio la centralidad de la persona. El respeto de la persona es, por lo demás,
lo que hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio
Vaticano II, la tutela «de los derechos de la persona es condición necesaria
para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones,
puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa
pública»[18].
4. A partir de aquí
se extiende la compleja red de problemáticas actuales, que no pueden compararse
con las temáticas tratadas en siglos pasados. La conquista científica, en
efecto, ha permitido alcanzar objetivos que sacuden la conciencia e imponen la
necesidad de encontrar soluciones capaces de respetar, de manera coherente y
sólida, los principios éticos. Se asiste, en cambio, a tentativos legislativos
que, sin preocuparse de las consecuencias que se derivan para la existencia y
el futuro de los pueblos en la formación de la cultura y los comportamientos
sociales, se proponen destruir el principio de la intangibilidad de la vida
humana. Los católicos, en esta grave circunstancia, tienen el derecho y el
deber de intervenir para recordar el sentido más profundo de la vida y la
responsabilidad que todos tienen ante ella. Juan Pablo II, en línea con la
enseñanza constante de la
Iglesia, ha reiterado muchas veces que quienes se comprometen
directamente en la acción legislativa tienen la «precisa obligación de
oponerse» a toda ley que atente contra la vida humana. Para ellos, como para
todo católico, vale la imposibilidad de participar en campañas de opinión a
favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas
con el propio voto.[19] Esto no impide, como enseña Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium
vitae a propósito del caso en que no fuera posible evitar o abrogar
completamente una ley abortista en vigor o que está por ser sometida a
votación, que «un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea
clara y notoria a todos, pueda lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas
encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos
negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública».[20]
En tal contexto, hay
que añadir que la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie
favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la
aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o
contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral. Ya que las
verdades de fe constituyen una unidad inseparable, no es lógico el aislamiento
de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la doctrina
católica. El compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina
social de la Iglesia
no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su
totalidad. Ni tampoco el católico puede delegar en otros el compromiso
cristiano que proviene del evangelio de Jesucristo, para que la verdad sobre el
hombre y el mundo pueda ser anunciada y realizada.
Cuando la acción
política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones,
excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace
más evidente y cargado de responsabilidad. Ante estas exigencias éticas
fundamentales e irrenunciables, en efecto, los creyentes deben saber que está
en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la
persona. Este es el caso de las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia
(que no hay que confundir con la renuncia al ensañamiento terapéutico, que es
moralmente legítima), que deben tutelar el derecho primario a la vida desde de
su concepción hasta su término natural. Del mismo modo, hay que insistir en el
deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano. Análogamente,
debe ser salvaguardada la tutela y la promoción de la familia, fundada en el
matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y
estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio. A la familia no
pueden ser jurídicamente equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas
pueden recibir, en cuánto tales, reconocimiento legal. Así también, la libertad
de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido
además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo
modo, se debe pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de
las víctimas de las modernas formas de esclavitud (piénsese, por ejemplo, en la
droga y la explotación de la prostitución). No puede quedar fuera de este
elenco el derecho a la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que
esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia
social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad, según el cual
deben ser reconocidos, respetados y promovidos «los derechos de las personas,
de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio».[21] Finalmente,
cómo no contemplar entre los citados ejemplos el gran tema de la paz. Una
visión irenista e ideológica tiende a veces a secularizar el valor de la paz
mientras, en otros casos, se cede a un juicio ético sumario, olvidando la
complejidad de las razones en cuestión. La paz es siempre «obra de la justicia
y efecto de la caridad»;[22] exige el rechazo radical y absoluto de la
violencia y el terrorismo, y requiere un compromiso constante y vigilante por
parte de los que tienen la responsabilidad política.
III. Principios de la
doctrina católica acerca del laicismo y el pluralismo
5. Ante estas
problemáticas, si bien es lícito pensar en la utilización de una pluralidad de
metodologías que reflejen sensibilidades y culturas diferentes, ningún fiel
puede, sin embargo, apelar al principio del pluralismo y autonomía de los laicos
en política, para favorecer soluciones que comprometan o menoscaben la
salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales para el bien común de la
sociedad. No se trata en sí de “valores confesionales”, pues tales exigencias
éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral natural.
Éstas no exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana, si
bien la doctrina de la Iglesia
las confirma y tutela siempre y en todas partes, como servicio desinteresado a
la verdad sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil. Por lo demás,
no se puede negar que la política debe hacer también referencia a principios
dotados de valor absoluto, precisamente porque están al servicio de la dignidad
de la persona y del verdadero progreso humano.
6. La frecuentemente
referencia a la “laicidad”, que debería guiar el compromiso de los católicos,
requiere una clarificación no solamente terminológica. La promoción en
conciencia del bien común de la sociedad política no tiene nada qué ver con la
“confesionalidad” o la intolerancia religiosa. Para la doctrina moral católica,
la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la
esfera religiosa y eclesiástica – nunca de la esfera moral –, es un valor
adquirido y reconocido por la
Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización
alcanzado.[23] Juan Pablo II ha puesto varias veces en guardia contra los
peligros derivados de cualquier tipo de confusión entre la esfera religiosa y
la esfera política. «Son particularmente delicadas las situaciones en las que
una norma específicamente religiosa se convierte o tiende a convertirse en ley
del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción entre las
competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley
religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso
limitar o negar otros derechos humanos inalienables».[24] Todos los fieles son
bien conscientes de que los actos específicamente religiosos (profesión de fe,
cumplimiento de actos de culto y sacramentos, doctrinas teológicas,
comunicación recíproca entre las autoridades religiosas y los fieles, etc.)
quedan fuera de la competencia del Estado, el cual no debe entrometerse ni para
exigirlos o para impedirlos, salvo por razones de orden público. El
reconocimiento de los derechos civiles y políticos, y la administración de
servicios públicos no pueden ser condicionados por convicciones o prestaciones
de naturaleza religiosa por parte de los ciudadanos.
Una cuestión
completamente diferente es el derecho-deber que tienen los ciudadanos
católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y promover y
defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la
justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la
persona. El hecho de que algunas de estas verdades también sean enseñadas por la Iglesia, no disminuye la
legitimidad civil y la “laicidad” del compromiso de quienes se identifican con
ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación
procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales convicciones.
En efecto, la “laicidad” indica en primer lugar la actitud de quien respeta las
verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en
sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión
específica, pues la verdad es una. Sería un error confundir la justa autonomía
que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio
que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia.
Con su intervención
en este ámbito, el Magisterio de la
Iglesia no quiere ejercer un poder político ni eliminar la
libertad de opinión de los católicos sobre cuestiones contingentes. Busca, en
cambio –en cumplimiento de su deber– instruir e iluminar la conciencia de los
fieles, sobre todo de los que están comprometidos en la vida política, para que
su acción esté siempre al servicio de la promoción integral de la persona y del
bien común. La enseñanza social de la Iglesia no es una intromisión en el gobierno de
los diferentes Países. Plantea ciertamente, en la conciencia única y unitaria
de los fieles laicos, un deber moral de coherencia. «En su existencia no puede
haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida “espiritual”, con
sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida “secular”, esto es, la
vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso
político y de la cultura. El sarmiento, arraigado en la vid que es Cristo, da
fruto en cada sector de la acción y de la existencia. En efecto, todos los
campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como el
“lugar histórico” de la manifestación y realización de la caridad de Jesucristo
para gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda actividad, situación,
esfuerzo concreto –como por ejemplo la competencia profesional y la solidaridad
en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos,
el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la
cultura– constituye una ocasión providencial para un “continuo ejercicio de la
fe, de la esperanza y de la caridad”».[25] Vivir y actuar políticamente en
conformidad con la propia conciencia no es un acomodarse en posiciones extrañas
al compromiso político o en una forma de confesionalidad, sino expresión de la
aportación de los cristianos para que, a través de la política, se instaure un
ordenamiento social más justo y coherente con la dignidad de la persona humana.
En las sociedades
democráticas todas las propuestas son discutidas y examinadas libremente.
Aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran
ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia
conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la
legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones
acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante. En
esta perspectiva, en efecto, se quiere negar no sólo la relevancia política y
cultural de la fe cristiana, sino hasta la misma posibilidad de una ética
natural. Si así fuera, se abriría el camino a una anarquía moral, que no podría
identificarse nunca con forma alguna de legítimo pluralismo. El abuso del más
fuerte sobre el débil sería la consecuencia obvia de esta actitud. La
marginalización del Cristianismo, por otra parte, no favorecería ciertamente el
futuro de proyecto alguno de sociedad ni la concordia entre los pueblos, sino que
pondría más bien en peligro los mismos fundamentos espirituales y culturales de
la civilización.[26]
IV. Consideraciones
sobre aspectos particulares
7. En circunstancias
recientes ha ocurrido que, incluso en el seno de algunas asociaciones u
organizaciones de inspiración católica, han surgido orientaciones de apoyo a
fuerzas y movimientos políticos que han expresado posiciones contrarias a la
enseñanza moral y social de la
Iglesia en cuestiones éticas fundamentales. Tales opciones y
posiciones, siendo contradictorios con los principios básicos de la conciencia
cristiana, son incompatibles con la pertenencia a asociaciones u organizaciones
que se definen católicas. Análogamente, hay que hacer notar que en ciertos
países algunas revistas y periódicos católicos, en ocasión de toma de
decisiones políticas, han orientado a los lectores de manera ambigua e
incoherente, induciendo a error acerca del sentido de la autonomía de los
católicos en política y sin tener en consideración los principios a los que se
ha hecho referencia.
La fe en Jesucristo,
que se ha definido a sí mismo «camino, verdad y vida» (Jn 14,6), exige a los
cristianos el esfuerzo de entregarse con mayor diligencia en la construcción de
una cultura que, inspirada en el Evangelio, reproponga el patrimonio de valores
y contenidos de la Tradición
católica. La necesidad de presentar en términos culturales modernos el fruto de
la herencia espiritual, intelectual y moral del catolicismo se presenta hoy con
urgencia impostergable, para evitar además, entre otras cosas, una diáspora
cultural de los católicos. Por otra parte, el espesor cultural alcanzado y la
madura experiencia de compromiso político que los católicos han sabido
desarrollar en distintos países, especialmente en los decenios posteriores a la Segunda Guerra
Mundial, no deben provocar complejo alguno de inferioridad frente a otras
propuestas que la historia reciente ha demostrado débiles o radicalmente
fallidas. Es insuficiente y reductivo pensar que el compromiso social de los
católicos se deba limitar a una simple transformación de las estructuras, pues
si en la base no hay una cultura capaz de acoger, justificar y proyectar las
instancias que derivan de la fe y la moral, las transformaciones se apoyarán
siempre sobre fundamentos frágiles.
La fe nunca ha
pretendido encerrar los contenidos socio-políticos en un esquema rígido,
conciente de que la dimensión histórica en la que el hombre vive impone
verificar la presencia de situaciones imperfectas y a menudo rápidamente
mutables. Bajo este aspecto deben ser rechazadas las posiciones políticas y los
comportamientos que se inspiran en una visión utópica, la cual, cambiando la
tradición de la fe bíblica en una especie de profetismo sin Dios,
instrumentaliza el mensaje religioso, dirigiendo la conciencia hacia una
esperanza solamente terrena, que anula o redimensiona la tensión cristiana
hacia la vida eterna.
Al mismo tiempo, la Iglesia enseña que la
auténtica libertad no existe sin la verdad. «Verdad y libertad, o bien van
juntas o juntas perecen miserablemente», ha escrito Juan Pablo II.[27] En una
sociedad donde no se llama la atención sobre la verdad ni se la trata de
alcanzar, se debilita toda forma de ejercicio auténtico de la libertad,
abriendo el camino al libertinaje y al individualismo, perjudiciales para la
tutela del bien de la persona y de la entera sociedad.
8. En tal sentido, es
bueno recordar una verdad que hoy la opinión pública corriente no siempre
percibe o formula con exactitud: El derecho a la libertad de conciencia, y en
especial a la libertad religiosa, proclamada por la Declaración Dignitatis
humanæ del Concilio Vaticano II, se basa en la dignidad ontológica de la
persona humana, y de ningún modo en una inexistente igualdad entre las
religiones y los sistemas culturales.[28] En esta línea, el Papa Pablo VI ha
afirmado que «el Concilio de ningún modo funda este derecho a la libertad
religiosa sobre el supuesto hecho de que todas las religiones y todas las
doctrinas, incluso erróneas, tendrían un valor más o menos igual; lo funda en
cambio sobre la dignidad de la persona humana, la cual exige no ser sometida a
contradicciones externas, que tienden a oprimir la conciencia en la búsqueda de
la verdadera religión y en la adhesión a ella».[29] La afirmación de la
libertad de conciencia y de la libertad religiosa, por lo tanto, no contradice
en nada la condena del indiferentísimo y del relativismo religioso por parte de
la doctrina católica,[30] sino que le es plenamente coherente.
V. Conclusión
9. Las orientaciones
contenidas en la presente Nota quieren iluminar uno de los aspectos más
importantes de la unidad de vida que caracteriza al cristiano: La coherencia
entre fe y vida, entre evangelio y cultura, recordada por el Concilio Vaticano
II. Éste exhorta a los fieles a «cumplir con fidelidad sus deberes temporales,
guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que,
pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura,
consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que
la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas
ellas, según la vocación personal de cada uno». Alégrense los fieles
cristianos«de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una
síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o
técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera
a la gloria de Dios».[31]
El Sumo Pontífice
Juan Pablo II, en la audiencia del 21 de noviembre de 2002, ha aprobado la
presente Nota, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación, y ha
ordenado que sea publicada.
Dado en Roma, en la
sede de la Congregación
por la Doctrina
de la Fe, el 24 de
noviembre de 2002, Solemnidad de N. S Jesús Cristo, Rey del universo.
JOSEPH CARD.
RATZINGER
Prefecto
TARCISIO BERTONE,
S.D.B.
Arzobispo emérito de
Vercelli
Secretario
____________
Notas
[1]CARTA A DIOGNETO,
5, 5, Cfr. Ver también Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2240.
[2]JUAN PABLO II,
Carta Encíclica Motu Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro
Patrón de los Gobernantes y Políticos, n. 1, AAS 93 (2001) 76-80.
[3]JUAN PABLO II,
Carta Encíclica Motu Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro
Patrón de los Gobernantes y Políticos, n. 4.
[4]Cfr. CONCILIO
VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 31; Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1915.
[5]Cfr. CONCILIO
VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 75.
[6]JUAN PABLO II,
Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 42, AAS 81 (1989) 393-521. Esta
nota doctrinal se refiere obviamente al compromiso político de los fieles
laicos. Los Pastores tienen el derecho y el deber de proponer los principios
morales también en el orden social; «sin embargo, la participación activa en
los partidos políticos está reservada a los laicos» (JUAN PABLO II, Exhortación
Apostólica Christifideles laici, n. 69). Cfr. Ver también CONGREGACIÓN PARA EL
CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 31-I-1994,
n. 33.
[7]CONCILIO VATICANO
II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 76.
[8]Cfr. CONCILIO
VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 36.
[9]Cfr. CONCILIO
VATICANO II, Decreto Apostolicam actuositatem, 7; Constitución Dogmática Lumen
gentium, n. 36 y Constitución Pastoral Gaudium et spes, nn. 31 y 43.
[10]JUAN PABLO II,
Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 42.
[11]En los últimos
dos siglos, muchas veces el Magisterio Pontificio se ha ocupado de las
cuestiones principales acerca del orden social y político. Cfr. LEÓN XIII,
Carta Encíclica Diuturnum illud, ASS 20 (1881/82) 4ss; Carta Encíclica
Immortale Dei, ASS 18 (1885/86) 162ss, Carta Encíclica Libertas
præstantissimum, ASS 20 (1887/88) 593ss; Carta Encíclica Rerum novarum, ASS 23
(1890/91) 643ss; BENEDICTO XV, Carta Encíclica Pacem Dei munus pulcherrimum,
AAS 12 (1920) 209ss; PÍO XI, Carta Encíclica Quadragesimo anno, AAS 23 (1931)
190ss; Carta Encíclica Mit brennender Sorge, AAS 29 (1937) 145-167; Carta
Encíclica Divini Redemptoris, AAS 29 (1937) 78ss; PÍO XII, Carta Encíclica
Summi Pontificatus, AAS 31 (1939) 423ss; Radiomessaggi natalizi 1941-1944; JUAN
XXIII, Carta Encíclica Mater et magistra, AAS 53 (1961) 401-464; Carta
Encíclica Pacem in terris AAS 55 (1963) 257-304; PABLO VI, Carta Encíclica
Populorum progressio, AAS 59 (1967) 257-299; Carta Apostólica Octogesima
adveniens, AAS 63 (1971) 401-441.
[12]Cfr. JUAN PABLO
II, Carta Encíclica Centesimus annus, n. 46, AAS 83 (1991) 793-867; Carta
Encíclica Veritatis splendor, n. 101, AAS 85 (1993) 1133-1228; Discurso al
Parlamento Italiano en sesión pública conjunta, en L’Osservatore Romano, n. 5,
14-XI-2002.
[13]Cfr. JUAN PABLO
II, Carta Encíclica Evangelium vitæ, n. 22, AAS 87 (1995) 401-522.
[14]Cfr. CONCILIO
VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 76.
[15]CONCILIO VATICANO
II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 75.
[16]Cfr. CONCILIO
VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, nn. 43 y 75.
[17]Cfr. CONCILIO
VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 25.
[18]CONCILIO VATICANO
II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 73.
[19]Cfr. JUAN PABLO
II, Carta Encíclica Evangelium vitæ, n. 73.
[20]JUAN PABLO II,
Carta Encíclica Evangelium vitæ, n. 73.
[21]CONCILIO VATICANO
II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 75.
[22]Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2304
[23]Cfr. CONCILIO
VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 76.
[24]JUAN PABLO II,
Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 1991: “Si quieres la paz,
respeta la conciencia de cada hombre”, IV, AAS 83 (1991) 410-421.
[25]JUAN PABLO II,
Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 59. La citación interna
proviene del Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, n. 4
[26]Cfr. JUAN PABLO
II, Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, en
L’Osservatore Romano, 11 de enero de 2002.
[27]JUAN PABLO II,
Carta Encíclica Fides et ratio, n. 90, AAS 91 (1999) 5-88.
[28]Cfr. CONCILIO
VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae, n. 1: «En primer lugar, profesa el
sagrado Concilio que Dios manifestó al género humano el camino por el que,
sirviéndole, pueden los hombres salvarse y ser felices en Cristo. Creemos que
esta única y verdadera religión subsiste en la Iglesia Católica».
Eso no quita que la Iglesia
considere con sincero respeto las varias tradiciones religiosas, más bien
reconoce «todo lo bueno y verdadero» presentes en ellas. Cfr. CONCILIO VATICANO
II,Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 16; Decreto Ad gentes, n. 11;
Declaración Nostra ætate, n. 2; JUAN PABLOII, Carta Encíclica Redemptoris
missio, n. 55, AAS 83 (1991) 249-340; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, DeclaraciónDominus Iesus,
nn. 2; 8; 21, AAS 92 (2000) 742-765.
[29]PABLO VI, Discurso al Sacro Colegio y a la Prelatura Romana,
en «Insegnamenti di Paolo VI» 14 (1976), 1088-1089).
[30]Cfr. PÍO IX, Carta Encíclica Quanta cura, ASS 3 (1867) 162; LEÓN XIII,
Carta Encíclica Immortale Dei, ASS 18 (1885) 170-171; PÍO XI, Carta Encíclica
Quas primas, AAS 17 (1925) 604-605; Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2108; CONGREGACIÓN PARA LA
DOCTRINA DE LA FE,
Declaración Dominus Iesus, n. 22.
[31]CONCILIO VATICANO
II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 43. Cfr. también JUAN PABLO II,
Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 59.
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Documento de Trabajo Nº 12