miércoles, 15 de octubre de 2014

Señor, tú eres el Dios de quien esperamos la salvación (Is. 25, 9)




Homilía de monseñor Marcelo Raúl Martorell
obispo de Puerto Iguazú, para el 28º domingo del tiempo ordinario

(12 de octubre de 2014)

En este domingo la liturgia nos presenta la salvación con la figura de un banquete que se da a los hombres, una fiesta grande y maravillosa a la cual todos somos llamados, por el amor de Dios que no excluye a ninguno. Este festín está unido a la destrucción del dolor y de la muerte, pero se oculta a través de los siglos y se manifestará con la venida del Mesías, donde el Señor enjugará las lágrimas de todos. Pareciera que la destrucción del dolor y de la muerte será en los tiempos futuros, es decir más allá de esta vida. El profeta relata la salvación en los tiempos mesiánicos, cuando se cumplirán las promesas de la salvación y todos estamos destinados a ella (Is. 25,6-8), pero ciertamente, más allá de esta vida, encontrada la salvación en el Mesías. Es en este Mesías, después del dolor y de la muerte, cuando “ya no habrán más lágrimas, dolor y no habrá más muerte” (Ap. 21,4) y cuando veremos a Dios tal cual es, frente a frente y cuando realizadas todas nuestras expectativas de salvación, viviremos en el gozo y en la paz de Dios.

El Evangelio del día (Mt. 22,1-14), nos muestra la salvación a través de la imagen de una boda. Dios, el Señor nos invita a participar de las bodas de su Hijo. La parábola toma el aspecto humano en donde el rey, que es Dios, nos invita a las bodas de su hijo, que es el Mesías, y estas bodas se celebran como es habitual con un banquete y este banquete es la salvación que nos trae el Hijo de Dios hecho hombre. Los siervos enviados a invitar a las gentes, son los profetas y los apóstoles, los invitados que se niegan a venir al banquete son el pueblo judío y todos los que se niegan a responder al llamado del Señor. El evangelista continúa la temática del domingo anterior, en la parábola de los viñadores, en donde se les exigía el fruto de la vid. Aquí nada se exige sino que todo se da, es el amor y la bondad de Dios que se ofrece.

 Aquí vemos cómo los invitados rechazan el amor de Dios. Es lo que vemos habitualmente, el hombre convencido de que no necesita para nada el amor de Dios y que incluso lo niega porque no lo ve. Son reales las ganancias y las pérdidas en este mundo y el hombre tiene que luchar por las ganancias terrenas y atado a esta vida termina a veces rechazando la vida de Dios. No obstante Dios, el rey, insiste y manda a llamar a todos nuevamente y se llena la sala de fiestas que es la Iglesia, abierta a todos los hombres de la tierra y allí están buenos y malos, puros y pecadores (Ib.10).

Pero, debemos fijar la atención en lo que nos enseña la parábola: el estar invitado y haber entrado a la boda, no significa que ya tengamos la salvación definitiva. En este relato hay uno que no lleva el traje adecuado y es arrojado a las tinieblas. El Señor nos hace ver siempre que el grano de trigo crece con la cizaña, que hay buenos y malos también en el seno de la Iglesia. No basta participar de la vida de la Iglesia, sino que además hay que tener y vivir interiormente las disposiciones debidas y necesarias para la salvación. Y esas disposiciones internas son: vivir en fe, caridad y gracia. No podemos profesar que creemos en Jesucristo y hacer obras en las que Él esté ausente. 

No podemos cerrarnos en nosotros mismos o quedarnos en nuestros criterios mundanos excluyendo la caridad, impidiendo que llegue a otros el amor de Dios que edifica y transforma todo y a todos.

Es muy común decir que profesamos y servimos a Cristo, pero en el fondo del corazón nos servimos a nosotros mismos y si no hay conversión, la pertenencia a la Iglesia no servirá para la salvación sino para la condena. Es aquí donde entendemos la frase con la que cierra el evangelista la parábola del Señor: “porque muchos son los llamados pero pocos son los elegidos” (Ib.14). Para ser elegidos es necesario profesar los mandamientos del Señor, que se reducen a uno: “amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma y al prójimo”. Y de este modo, profesando nuestra fe en Jesucristo y haciendo que nuestras obras hablen de Él, no solamente nos habremos ganado un lugar en la fiesta, sino que habremos sido vestidos -por la gracia y nuestra constancia- con un traje adecuado que nos habilite para participar en las bodas eternas.

Pidamos a María Santísima que interceda por nosotros ante el Señor para que ganemos un lugar en el cielo. Amén


Mons. Marcelo Raúl Martorell, obispo Puerto Iguazú

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