Homilía de monseñor
Marcelo Raúl Martorell
obispo de Puerto
Iguazú, para el 28º domingo del tiempo ordinario
(12 de octubre de
2014)
En este domingo la
liturgia nos presenta la salvación con la figura de un banquete que se da a los
hombres, una fiesta grande y maravillosa a la cual todos somos llamados, por el
amor de Dios que no excluye a ninguno. Este festín está unido a la destrucción
del dolor y de la muerte, pero se oculta a través de los siglos y se
manifestará con la venida del Mesías, donde el Señor enjugará las lágrimas de
todos. Pareciera que la destrucción del dolor y de la muerte será en los
tiempos futuros, es decir más allá de esta vida. El profeta relata la salvación
en los tiempos mesiánicos, cuando se cumplirán las promesas de la salvación y
todos estamos destinados a ella (Is. 25,6-8), pero ciertamente, más allá de
esta vida, encontrada la salvación en el Mesías. Es en este Mesías, después del
dolor y de la muerte, cuando “ya no habrán más lágrimas, dolor y no habrá más
muerte” (Ap. 21,4) y cuando veremos a Dios tal cual es, frente a frente y
cuando realizadas todas nuestras expectativas de salvación, viviremos en el gozo
y en la paz de Dios.
El Evangelio del día
(Mt. 22,1-14), nos muestra la salvación a través de la imagen de una boda.
Dios, el Señor nos invita a participar de las bodas de su Hijo. La parábola
toma el aspecto humano en donde el rey, que es Dios, nos invita a las bodas de
su hijo, que es el Mesías, y estas bodas se celebran como es habitual con un
banquete y este banquete es la salvación que nos trae el Hijo de Dios hecho
hombre. Los siervos enviados a invitar a las gentes, son los profetas y los
apóstoles, los invitados que se niegan a venir al banquete son el pueblo judío
y todos los que se niegan a responder al llamado del Señor. El evangelista
continúa la temática del domingo anterior, en la parábola de los viñadores, en
donde se les exigía el fruto de la vid. Aquí nada se exige sino que todo se da,
es el amor y la bondad de Dios que se ofrece.
Aquí vemos cómo los invitados
rechazan el amor de Dios. Es lo que vemos habitualmente, el hombre convencido
de que no necesita para nada el amor de Dios y que incluso lo niega porque no
lo ve. Son reales las ganancias y las pérdidas en este mundo y el hombre tiene
que luchar por las ganancias terrenas y atado a esta vida termina a veces
rechazando la vida de Dios. No obstante Dios, el rey, insiste y manda a llamar
a todos nuevamente y se llena la sala de fiestas que es la Iglesia , abierta a todos
los hombres de la tierra y allí están buenos y malos, puros y pecadores
(Ib.10).
Pero, debemos fijar
la atención en lo que nos enseña la parábola: el estar invitado y haber entrado
a la boda, no significa que ya tengamos la salvación definitiva. En este relato
hay uno que no lleva el traje adecuado y es arrojado a las tinieblas. El Señor
nos hace ver siempre que el grano de trigo crece con la cizaña, que hay buenos
y malos también en el seno de la
Iglesia. No basta participar de la vida de la Iglesia , sino que además
hay que tener y vivir interiormente las disposiciones debidas y necesarias para
la salvación. Y esas disposiciones internas son: vivir en fe, caridad y gracia.
No podemos profesar que creemos en Jesucristo y hacer obras en las que Él esté
ausente.
No podemos cerrarnos en nosotros mismos o quedarnos en nuestros
criterios mundanos excluyendo la caridad, impidiendo que llegue a otros el amor
de Dios que edifica y transforma todo y a todos.
Es muy común decir
que profesamos y servimos a Cristo, pero en el fondo del corazón nos servimos a
nosotros mismos y si no hay conversión, la pertenencia a la Iglesia no servirá para la
salvación sino para la condena. Es aquí donde entendemos la frase con la que
cierra el evangelista la parábola del Señor: “porque muchos son los llamados
pero pocos son los elegidos” (Ib.14). Para ser elegidos es necesario profesar
los mandamientos del Señor, que se reducen a uno: “amar a Dios con todo el
corazón y con toda el alma y al prójimo”. Y de este modo, profesando nuestra fe
en Jesucristo y haciendo que nuestras obras hablen de Él, no solamente nos
habremos ganado un lugar en la fiesta, sino que habremos sido vestidos -por la
gracia y nuestra constancia- con un traje adecuado que nos habilite para
participar en las bodas eternas.
Pidamos a María
Santísima que interceda por nosotros ante el Señor para que ganemos un lugar en
el cielo. Amén
Mons. Marcelo Raúl
Martorell, obispo Puerto Iguazú
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