Homilía de Benedicto XVI en la Vigilia Pascual
Queridos hermanos y hermanas
Una antigua leyenda judía tomada del libro apócrifo
"La vida de Adán y Eva" cuenta que Adán, en la enfermedad que le
llevaría a la muerte, mandó a su hijo Set, junto con Eva, a la región del
Paraíso para traer el aceite de la misericordia, de modo que le ungiesen con él
y sanara. Después de tantas oraciones y llanto de los dos en busca del árbol de
la vida, se les apareció el arcángel Miguel para decirles que no conseguirían
el óleo del árbol de la misericordia, y que Adán tendría que morir. Algunos
lectores cristianos han añadido posteriormente a esta comunicación del arcángel
una palabra de consuelo. El arcángel habría dicho que, después de 5.500 años,
vendría el Rey bondadoso, Cristo, el Hijo de Dios, y ungiría con el óleo de su
misericordia a todos los que creyeran en él: "El óleo de la misericordia
se dará de eternidad en eternidad a cuantos renaciesen por el agua y el
Espíritu Santo. Entonces, el Hijo de Dios, rico en amor, Cristo, descenderá en
las profundidades de la tierra y llevará a tu padre al Paraíso, junto al árbol
de la misericordia".
En esta leyenda puede verse toda la aflicción del
hombre ante el destino de enfermedad, dolor y muerte que se le ha impuesto. Se
pone en evidencia la resistencia que el hombre opone a la muerte. En alguna
parte -han pensado repetidamente los hombres- deberá haber una hierba medicinal
contra la muerte. Antes o después, se deberá poder encontrar una medicina, no
sólo contra esta o aquella enfermedad, sino contra la verdadera fatalidad,
contra la muerte. En suma, debería existir la medicina de la inmortalidad.
También hoy los hombres están buscando una sustancia curativa de este tipo.
También la ciencia médica actual está tratando, si no de evitar propiamente la
muerte, sí de eliminar el mayor número posible de sus causas, de posponerla
cada vez más, de ofrecer una vida cada vez mejor y más longeva.
Pero, reflexionemos un momento: ¿qué ocurriría
realmente si se lograra, tal vez no evitar la muerte, pero sí retrasarla
indefinidamente y alcanzar una edad de varios cientos de años? ¿Sería bueno esto?
La humanidad envejecería de manera extraordinaria, y ya no habría espacio para
la juventud. Se apagaría la capacidad de innovación y una vida interminable, en
vez de un paraíso, sería más bien una condena.
La verdadera hierba medicinal contra la muerte debería
ser diversa. No debería llevar sólo a prolongar indefinidamente esta vida
actual. Debería más bien transformar nuestra vida desde dentro. Crear en
nosotros una vida nueva, verdaderamente capaz de eternidad, transformarnos de
tal manera que no se acabara con la muerte, sino que comenzara en plenitud sólo
con ella. Lo nuevo y emocionante del mensaje cristiano, del Evangelio de
Jesucristo era, y lo es aún, esto que se nos dice: sí, esta hierba medicinal
contra la muerte, este fármaco de inmortalidad existe. Se ha encontrado. Es
accesible. Esta medicina se nos da en el Bautismo. Una vida nueva comienza en
nosotros, una vida nueva que madura en la fe y que no es truncada con la muerte
de la antigua vida, sino que sólo entonces sale plenamente a la luz.
Ante esto, algunos, tal vez muchos, responderán:
ciertamente oigo el mensaje, sólo que me falta la fe. Y también quien desea
creer preguntará: ¿Es realmente así? ¿Cómo nos lo podemos imaginar? ¿Cómo se
desarrolla esta transformación de la vieja vida, de modo que se forme en ella
la vida nueva que no conoce la muerte? Una vez más, un antiguo escrito judío
puede ayudarnos a hacernos una idea de ese proceso misterioso que comienza en
nosotros con el Bautismo. En él, se cuenta cómo el antepasado Henoc fue arrebatado
por Dios hasta su trono. Pero él se asustó ante las gloriosas potestades
angélicas y, en su debilidad humana, no pudo contemplar el rostro de Dios.
"Entonces - prosigue el libro de Henoc - Dios dijo a Miguel: "Toma a
Henoc y quítale sus ropas terrenas. Úngelo con óleo suave y revístelo con
vestiduras de gloria". Y Miguel quitó mis vestidos, me ungió con óleo
suave, y este óleo era más que una luz radiante... Su esplendor se parecía a
los rayos del sol. Cuando me miré, me di cuenta de que era como uno de los
seres gloriosos" (Ph. Rech, Inbild des Kosmos, II 524).
Precisamente esto, el ser revestido con los nuevos
indumentos de Dios, es lo que sucede en el Bautismo; así nos dice la fe
cristiana. Naturalmente, este cambio de vestidura es un proceso que dura toda
la vida. Lo que ocurre en el Bautismo es el comienzo de un camino que abarca
toda nuestra existencia, que nos hace capaces de eternidad, de manera que con
el vestido de luz de Cristo podamos comparecer en presencia de Dios y vivir por
siempre con él.
En el rito del Bautismo hay dos elementos en los que
se expresa este acontecimiento, y en los que se pone también de manifiesto su
necesidad para el transcurso de nuestra vida. Ante todo, tenemos el rito de las
renuncias y promesas. En la Iglesia antigua, el bautizando se volvía hacia el
occidente, símbolo de las tinieblas, del ocaso del sol, de la muerte y, por
tanto, del dominio del pecado. Miraba en esa dirección y pronunciaba un triple
"no": al demonio, a sus pompas y al pecado. Con esta extraña palabra,
"pompas", es decir, la suntuosidad del diablo, se indicaba el
esplendor del antiguo culto de los dioses y del antiguo teatro, en el que se
sentía gusto viendo a personas vivas desgarradas por bestias feroces. Se
rechazaba de esta forma un tipo de cultura que encadenaba al hombre a la
adoración del poder, al mundo de la codicia, a la mentira, a la crueldad. Era
un acto de liberación respecto a la imposición de una forma de vida, que se
presentaba como placer y que, sin embargo, impulsaba a la destrucción de lo
mejor que tiene el hombre.
Esta renuncia - sin tantos gestos externos - sigue
siendo también hoy una parte esencial del Bautismo. En él, quitamos las
"viejas vestiduras" con las que no se puede estar ante Dios. Dicho
mejor aún, empezamos a despojarnos de ellas. En efecto, esta renuncia es una
promesa en la cual damos la mano a Cristo, para que Él nos guíe y nos revista.
Lo que son estas "vestiduras" que dejamos y la promesa que hacemos,
lo vemos claramente cuando leemos, en el quinto capítulo de la Carta a los
Gálatas, lo que Pablo llama "obras de la carne", término que
significa precisamente las viejas vestiduras que se han de abandonar. Pablo las
llama así: "fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería,
enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo,
envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo" (Ga 5,19ss.). Estas
son las vestiduras que dejamos; son vestiduras de la muerte.
En la Iglesia antigua, el bautizando se volvía después
hacia el oriente, símbolo de la luz, símbolo del nuevo sol de la historia, del
nuevo sol que surge, símbolo de Cristo. El bautizando determina la nueva
orientación de su vida: la fe en el Dios trinitario al que él se entrega. Así,
Dios mismo nos viste con indumentos de luz, con el vestido de la vida. Pablo
llama a estas nuevas "vestiduras" "fruto del Espíritu" y
las describe con las siguientes palabras: "Amor, alegría, paz,
comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí"
(Ga 5, 22).
En la Iglesia antigua, el bautizando era a
continuación desvestido realmente de sus ropas. Descendía en la fuente
bautismal y se le sumergía tres veces; era un símbolo de la muerte que expresa
toda la radicalidad de dicho despojo y del cambio de vestiduras. Esta vida, que
en todo caso está destinada a la muerte, el bautizando la entrega a la muerte,
junto con Cristo, y se deja llevar y levantar por Él a la vida nueva que lo
transforma para la eternidad. Luego, al salir de las aguas bautismales, los
neófitos eran revestidos de blanco, el vestido de luz de Dios, y recibían una
vela encendida como signo de la vida nueva en la luz, que Dios mismo había
encendido en ellos. Lo sabían, habían obtenido el fármaco de la inmortalidad,
que ahora, en el momento de recibir la santa comunión, tomaba plenamente forma.
En ella recibimos el Cuerpo del Señor resucitado y nosotros mismos somos
incorporados a este Cuerpo, de manera que estamos ya resguardados en Aquel que
ha vencido a la muerte y nos guía a través de la muerte.
En el curso de los siglos, los símbolos se han ido
haciendo más escasos, pero lo que acontece esencialmente en el Bautismo ha
permanecido igual. No es solamente un lavacro, y menos aún una acogida un tanto
compleja en una nueva asociación. Es muerte y resurrección, renacimiento a la
vida nueva.
Sí,
la hierba medicinal contra la muerte existe. Cristo es el árbol de la vida
hecho de nuevo accesible. Si nos atenemos a Él, entonces estamos en la vida. Por eso cantaremos en esta noche de la resurrección,
de todo corazón, el aleluya, el canto de la alegría que no precisa palabras.
Por eso, Pablo puede decir a los Filipenses: "Estad siempre alegres en el
Señor; os lo repito: estad alegres" (Flp 4,4). No se puede ordenar la
alegría. Sólo se la puede dar. El Señor resucitado nos da la alegría: la
verdadera vida.
Estamos ya cobijados para siempre en el amor de Aquel a quien
ha sido dado todo poder en el cielo y sobre la tierra (cf. Mt 28,18). Por eso
pedimos, seguros de ser escuchados, con la oración sobre las ofrendas que la
Iglesia eleva en esta noche: Escucha, Señor, la oración de tu pueblo y acepta
sus ofrendas, para que aquello que ha comenzado con los misterios pascuales nos
ayude, por obra tuya, como medicina para la eternidad. Amén.