Infocatolica, el 12.10.17
Papa FranciscoSegún informa Vatican Insider, el Papa
Francisco ha pronunciado un discurso sobre la pena de muerte en un encuentro
organizado por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva
Evangelización, con ocasión del 25º aniversario de la publicación del Catecismo
de la Iglesia Católica en 1992.
En su discurso, el Papa Francisco ha afirmado que: “Se
debe afirmar con fuerza que la condena a la pena de muerte es una medida inhumana
que humilla la dignidad de la persona, sea cual sea el modo en que se lleve a
cabo. Es en sí misma contraria al Evangelio, porque decide voluntariamente
suprimir una vida humana que siempre es sagrada a los ojos del Creador y de la
cual sólo Dios es en última instancia verdadero juez y garante. Ningún hombre,
ni siquiera un asesino pierde su dignidad personal, porque Dios es un Padre que
siempre está a la espera de que el hijo vuelva y, sabiendo que cometió un
error, pida perdón y comience una nueva vida. A nadie, pues, se le puede quitar
la vida, ni tampoco la misma posibilidad de una redención moral y existencial
que redunde en beneficio de la comunidad”.
El Papa ha recordado que, en el pasado “el recurso a
la pena de muerte aparecía como la consecuencia lógica de la aplicación de la
justicia”. “Incluso en los Estados Pontificios se recurrió a este remedio
extremo e inhumano, dejando a un lado la primacía de la misericordia sobre la
justicia. Asumimos las responsabilidades del pasado y reconocemos que estos
medios fueron dictados por una mentalidad más legalista que cristiana. La
preocupación de conservar intacto el poder y la riqueza material llevó a
sobrestimar el valor de la ley y a impedir profundizar en la comprensión del
Evangelio”. “Por tanto, es necesario reiterar que, por grave que el delito haya
sido, la pena de muerte es inadmisible porque atenta contra la inviolabilidad y
la dignidad de la persona".
De esto parece deducirse que la pena de muerte es
intrínsecamente mala desde el punto de vista moral y, por tanto, no puede
utilizarse legítimamente en ninguna ocasión. No es la primera vez que el Papa
Francisco hace afirmaciones en este sentido. Ya hace dos años, declaró: ”Hoy en
día la pena de muerte es inadmisible, por cuanto grave haya sido el delito del
condenado. Es una ofensa a la inviolabilidad de la vida y a la dignidad de la
persona humana que contradice el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad
y su justicia misericordiosa, e impide cumplir con cualquier finalidad justa de
las penas. No hace justicia a las víctimas, sino que fomenta la venganza […] La
pena de muerte es contraria al sentido de la humanitas y a la misericordia
divina, que debe ser modelo para la justicia de los hombres” (Carta a la
delegación de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, 20 de marzo
de 2015).
Para el Papa, sus palabras no suponen “ninguna
contradicción” con las enseñanzas de la Iglesia, ya que “la defensa de la
dignidad de la vida humana desde el primer instante de la concepción hasta la
muerte natural siempre ha encontrado en la enseñanza de la Iglesia una defensa
coherente y autorizada”.
En ese sentido, explicó que “la Tradición es una
realidad viva y solo una visión parcial puede concebir el depósito de la fe
como algo estático. ¡La Palabra de Dios no se puede conservar en naftalina como
si se tratase de una vieja manta que debe protegerse de los parásitos! No. La
Palabra de Dios es una realidad dinámica y viva que progresa y crece porque
tiende hacia un cumplimiento que los hombres no pueden detener”. Por lo tanto,
“la doctrina no puede preservarse sin progreso, ni puede estar atada a una
lectura rígida e inmutable sin humillar la acción del Espíritu Santo".
Resulta muy difícil, sin embargo, conciliar estas
afirmaciones, que presentan la pena de muerte como algo intrínsecamente malo,
con la enseñanza tradicional de la Iglesia. En efecto, la Sagrada Escritura,
los Padres de la Iglesia, el magisterio eclesial y los Doctores de la Iglesia
siempre han considerado la pena de muerte como una posibilidad justa y lícita
en algunas ocasiones, que puede incluso llegar a ser un deber para el Estado en
ciertas circunstancias. Asimismo, resulta difícil tomar en serio la afirmación
de que todos los papas, teólogos y santos anteriores tenían una “mentalidad más
legalista que cristiana". Tampoco se entiende en qué sentido “crece” la
doctrina cuando se afirma lo contrario de lo que ha afirmado siempre la
Iglesia.
Nuevo Testamento:
“Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues
no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido
constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el
orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación. En
efecto, los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se
obra el mal. ¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien, y obtiendrás de
ella elogios, pues la autoridad es para ti un servidor de Dios para el bien.
Pero, si obras el mal, teme: pues no en vano lleva espada: pues es un servidor
de Dios para hacer justicia y castigar al que obra el mal” (Rm 13,1-4)
“Si he cometido alguna injusticia o crimen digno de
muerte, no rehuso morir” (Hch 25,11)
“Pero el otro [malhechor] le respondió diciendo: «¿Es
que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros la sufrimos con
razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, este nada
malo ha hecho.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino».
Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,40-43)
San Clemente de Alejandría:
“Por la salud del cuerpo soportamos hacernos amputar y
cauterizar, y aquel que suministra estos remedios es llamado médico, salvador;
él amputa algunas partes del cuerpo para que no se enfermen las partes sanas;
no es por rencor o maldad hacia el paciente sino según la razón del arte que le
sugiere y nadie, por lo tanto, acusaría de maldad al médico por su arte. […]
Cuando [la ley] ve a alguien de tal modo que parezca incurable, viéndolo ir por
el camino de la extrema injusticia, entonces se preocupa de los otros para que
no vayan a la perdición por obra de aquel, y como cortando una parte del cuerpo
entero lo manda a la muerte” (San Clemente, Stromata)
San Agustín:
“Hay algunas excepciones, sin embargo, a la
prohibición de no matar, señaladas por la misma autoridad divina. En estas
excepciones quedan comprendidas tanto una ley promulgada por Dios de dar muerte
como la orden expresa dada temporalmente a una persona. Pero, en este caso,
quien mata no es la persona que presta sus servicios a la autoridad; es como la
espada, instrumento en manos de quien la maneja. De ahí que no quebrantaron, ni
mucho menos, el precepto de no matarás los hombres que, movidos por Dios, han
llevado a cabo guerras, o los que, investidos de pública autoridad, y
ateniéndose a su ley, es decir, según el dominio de la razón más justa, han
dado muerte a reos de crímenes” (San Agustín, La Ciudad de Dios, lib. I, c. 21)
“Algunos hombres grandes y santos, que sabían muy bien
que esta muerte que separa el alma del cuerpo no se debe temer; sin embargo,
según el parecer de aquellos que la temen, castigaron con la pena de muerte
algunos pecados, bien para infundir saludable temor a los vivientes, o porque
no dañaría la muerte a los que con ella eran castigados, sino el pecado que
podría agravarse si viviesen. No juzgaban desconsideradamente aquellos a
quienes el mismo Dios había concedido un tal juicio. De esto depende que Elías
mató a muchos, bien con la propia mano, o bien con el fuego, fruto de la
impetración divina; lo cual hicieron también otros muchos excelentes y santos
varones no inconsideradamente, sino con el mejor espíritu, para atender a las
cosas humanas” (San Agustín, El Sermón de la Montaña, c. 20, n. 64).
Santo Tomás de Aquino:
“Se prohíbe en el decálogo el
homicidio en cuanto implica una injuria, y, así entendido, el precepto contiene
la misma razón de la justicia. La ley humana no puede autorizar que lícitamente
se dé muerte a un hombre indebidamente. Pero matar a los malhechores, a los
enemigos de la república, eso no es cosa indebida. Por tanto, no es contrario
al precepto del decálogo, ni tal muerte es el homicidio que se prohíbe en el
precepto del decálogo” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q.100,
a.8, ad 3).
“Pues toda parte se ordena al todo como lo imperfecto
a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Y por
esto vemos que, si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo humano la
amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a
los demás, tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien: cada persona
singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y, por tanto, si
un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y
saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común; pues,
como afirma 1Co 5,6, un poco de levadura corrompe a toda la masa” (Santo Tomás
de Aquino. Suma Teológica, II-II, q.64, a.2)
“Esta clase de pecadores, de quienes se supone que son
más perniciosos para los demás que susceptibles de enmienda, la ley divina y
humana prescriben su muerte. Esto, sin embargo, lo sentencia el juez, no por
odio hacia ellos, sino por el amor de caridad, que antepone el bien público a
la vida de una persona privada” (Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, II-II,
q.25, a.6, ad 2)
San Alfonso María de Ligorio:
“DUDA II: Si, y en qué manera, es lícito matar a un
malhechor.
Más allá de la legítima defensa, nadie excepto la
autoridad pública puede hacerlo lícitamente, y en este caso sólo si se ha
respetado el orden de la ley […] A la autoridad pública se ha dado la potestad
de matar a los malhechores, no injustamente, dado que es necesario para la
defensa del bien común” (San Alfonso María de Ligorio, Theologia Moralis)
“Es lícito que un hombre sea ejecutado por las
autoridades públicas. Hasta es un deber de los príncipes y jueces condenar a la
muerte a los que lo merecen, y es el deber de los oficiales de justicia
ejecutar la sentencia; es Dios mismo que quiere que sean castigados” (San
Alfonso María de Ligorio, Instrucciones para el pueblo)
Catecismo de Trento:
“Otra forma de matar lícitamente pertenece a las
autoridades civiles, a las que se confía el poder de la vida y de la muerte,
mediante la aplicación legal y ordenada del castigo de los culpables y la
protección de los inocentes. El uso justo de este poder, lejos de ser un crimen
de asesinato, es un acto de obediencia suprema al Mandamiento que prohíbe el
asesinato”.
Catecismo de San Pío X:
“¿Hay casos en que es lícito quitar la vida al
prójimo? Es lícito quitar la vida al prójimo cuando se combate en guerra justa,
cuando se ejecuta por orden de la autoridad suprema la condenación a muerte en
pena de un delito y, finamente, en caso de necesaria y legítima defensa de la
vida contra un injusto agresor” (Catecismo de San Pío X, 415)
Inocencio III: Exigió a los herejes valdenses que
reconocieran, como parte de la fe católica, que:
“El poder secular puede sin caer en pecado mortal
aplicar la pena de muerte, con tal que proceda en la imposición de la pena sin
odio y con juicio, no negligentemente sino con la solicitud debida” (DS
795/425, citado por Avery Dulles, Catholicism and Capital Punishment)
León XIII:
“Es un hecho común que las leyes divinas, tanto la que
se ha propuesto con la luz de la razón tanto la que se promulgó con la
escritura divinamente inspirada, prohíben a cualquiera, de modo absoluto, de
matar o herir un hombre en ausencia de una razón pública justa, a menos que se
vea obligado por necesidad de defender la propia vida” (León XIII, Encíclica
Pastoralis Oficii, 12 de septiembre de 1881)
Pío XII:
“Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un
condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida.
Entonces está reservado al poder público privar al condenado del «bien» de la
vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha
desposeído de su «derecho» a la vida” (Discurso a los participantes en el I
Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso, n. 28, 13 de
septiembre de 1952)
Juan Pablo II:
“Es evidente que, precisamente para conseguir todas
estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y
decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la
eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la
defensa de la sociedad no sea posible de otro modo” (Juan Pablo II, Encíclica
Evangelium Vitae, n. 56, 25 de marzo de 1995)
Catecismo de la Iglesia Católica:
“A la exigencia de la tutela del bien común
corresponde el esfuerzo del Estado para contener la difusión de comportamientos
lesivos de los derechos humanos y las normas fundamentales de la convivencia
civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar
penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante todo, la
finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es
aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La
pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la
seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo
posible, debe contribuir a la enmienda del culpable.
La enseñanza tradicional
de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de
la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera
el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas
humanas. Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del
agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios,
porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y
son más conformes con la dignidad de la persona humana” (Catecismo de la
Iglesia Católica, n.2266-2267).
Podrían citarse cientos de testimonios más en el mismo
sentido de Padres de la Iglesia, documentos magisteriales, grandes teólogos y
santos, como por ejemplo San Juan Cristóstomo, San Gregorio Nacianceno, San
Efrén, San Ambrosio, San Hilario, San Roberto Belarmino, San Pío V, Pío XI,
Inocencio I, San Dámaso, San Bernardo, San Jerónimo, Santo Tomás Moro, San
Francisco de Borja, San Francisco de Sales, Francisco de Vitoria, San Felipe
Neri, Francisco Suárez, Beato Duns Scoto y un larguísimo etcétera.