Reflexión de monseñor Sergio Buenanueva, obispo de san
Francisco, publicada el 29 agosto de 2016
Aica
¿La Iglesia permite prácticas contra el propio cuerpo?
El irracional allanamiento del convento de carmelitas de Nogoyá, acusado de ser
lugar de torturas, ha disparado preguntas como esta.
Dos palabras entonces las prácticas penitenciales
cristianas. “Penitencia” suena a castigo por un mal comportamiento. En
cristiano, sin embargo, quiere decir: cambio del corazón. Es la penitencia
interior, hecha de humildad y confianza en Dios, amor y generosidad con los
demás.
La penitencia interior se manifiesta en actos
externos. Así, basada en la palabra de Jesús y en la Biblia, la Iglesia
recomienda el ayuno, la oración y la limosna. Y las tres juntas: me privo de
algo para compartir con los más necesitados, y todo esto acompañado de la
oración que me abre a Dios.
De todo esto, lo único que regula la Iglesia es el
ayuno con la abstinencia: obligatorio el miércoles de ceniza y el viernes
santo. Y cada viernes del año, abstinencia, por ser día penitencial.
La Iglesia suele insistir en las obras de misericordia
que nos acercan a los que sufren; en el cumplimiento de los propios deberes
cotidianos, tan áridos como importantes; y en la paciencia ante las
adversidades que tiene la vida por sí misma. Ahí está la mejor penitencia. Y la
más real.
La enseñanza de la Iglesia es clara: la penitencia
interior es siempre la más importante. A ella apuntan todas las prácticas
externas y corporales.
También la palabra “mortificación” (dar muerte) nos
ayuda a entender qué es la penitencia. Todo gesto penitencial apunta, como
decíamos al cambio interior, y tiene su modelo en la pasión del Señor: nos une
a Cristo paciente que, por amor, abraza la cruz. Con Cristo morir, ser
sepultado y resucitar a una vida nueva. Ese es el dinamismo de la vida
cristiana según Rom 6,1-11.
Pero también, la penitencia es mortificación porque
busca disciplinar el egoísmo que nos lleva a buscar el propio interés por
encima del verdadero bien, para nosotros y para los demás.
Aquí aparece otra palabra, “ascesis”, que quiere
decir: ejercicio. San Pablo le escribía a los corintios que, cada dos años,
participaban de los juegos ístmicos, casi tan célebres como los olímpicos: “¿No
saben que en el estadio todos corren, pero uno solo gana el premio? Corran,
entonces, de manera que lo ganen. Los atletas se privan de todo, y lo hacen
para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una corona
incorruptible. Así, yo corro, pero no sin saber adónde; peleo, no como el que
da golpes en el aire. Al contrario, castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no
sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado”.
(1 Co 9,24-27).
Acabamos de ver los Juegos Río, emocionándonos con
nuestros deportistas, con su sacrificio, disciplina, llevar el cuerpo al
límite, espíritu de equipo y garra para llegar hasta el final. Es una metáfora
preciosa de la vida misma. San Pablo la usa para mostrar el dinamismo de la
vida cristiana: una lucha o una carrera tras la corona más preciosa que es la
vida eterna.
Seguir a Cristo ha sido, es y será siempre un
ejercicio, semejante al que supone cualquier deporte. Una lucha contra nosotros
mismos y tantas fuerzas que amenazan con deshumanizar nuestra vida. Cualquier
educador lo sabe: para alcanzar una meta hay que estar dispuestos a varias
renuncias, a la abnegación y al sacrificio. Es el precio que hay que pagar para
ser libres.
En la Iglesia hay varias corrientes ascéticas, que han
ido admitiendo diversas penitencias corporales. Son los maestros espirituales
los que nos ayudan a discernir su sentido y conveniencia. Señalan que nadie
debe buscarlas sin el consejo de un buen director espiritual, que deben ser
practicadas con mesura, que no son las más importantes y que tienen también
varios peligros. Uno de ellos es la soberbia espiritual; pero también formas
más o menos intensas de patologías psíquicas. Si se dan ambas, el cóctel es
peligrosísimo. No suelen ser extrañas prácticas así en movimientos rigoristas
que se someten a diversas penitencias corporales, pero que, llegado el caso, no
se les mueve un pelo si tienen que romper la comunión eclesial.
La penitencia, la mortificación y la ascesis cristiana
buscan que los discípulos de Jesús lo busquemos a Él, su voluntad en nuestras
vidas y la salvación de los demás no menos que la propia. De ahí la necesidad
de estar atentos a nuestro corazón y sus movimientos interiores que nos quitan
libertad para ver con claridad lo que Dios nos pide en cada situación concreta
de la vida.
Mucho más en una sociedad en la que, la cultura
dominante, apunta en una dirección totalmente contraria: consumo, bienestar,
placer y diversión por encima de todo. Es también la cultura de la evasión, las
adicciones y diversas formas de autoagresión a sí mismo, sometiendo el propio
cuerpo a un desgaste extenuante que, en muchos y lamentables casos, lleva a la
muerte o al hundimiento moral. No es extraño entonces que semejante mentalidad
no comprenda o que incluso se burle y desprecie como locuras las formas
cristianas de penitencia.
En este contexto, el testimonio cristiano ha de hacer
resplandecer el camino penitencial del Evangelio como un camino de genuina humanización,
en la misma medida que transfigura al penitente a imagen de Cristo resucitado.
Siempre recuerdo algo que contaba el cardenal Pironio:
cuando había una situación difícil, sobre todo mientras trabajaba en la Curia
romana, el cardenal se tomaba una tarde para visitar enfermos, ancianos o
personas en situación de riesgo. Ese sumergirse en dolor, saliendo al encuentro
de quienes viven la pasión de Cristo, era un camino genuinamente evangélico de
conversión que le devolvía libertad interior para ver con claridad por dónde
pasaba Dios en la propia vida.
Ese es el camino de conversión al que todos estamos
invitados.
Mons. Sergio Buenanueva, obispo de san Francisco