nos asegura que todos
los hombres, de los que Ella es Madre, estaremos también en el Cielo con
nuestro cuerpo glorificado”

Pues bien, durante toda su vida la Virgen estuvo
“partiendo”, es decir, saliendo de sí misma para consagrar su vida a Dios Padre,
de quien es su hija predilecta, a Dios Hijo, de quien es su madre según la
carne, a Dios Espíritu Santo, de quien es la esposa fidelísima que contestara
ante el anuncio del ángel su decisión de ser servidora fiel a lo largo de su
existencia temporal.
En la visitación a su prima Isabel confirma que también
está de partida para donarse a las necesidades de los demás, como lo ha estado
haciendo a lo largo del tiempo con sus múltiples apariciones en diversos
países, siempre para confirmar a los creyentes en su amor a Jesucristo, su
Divino Hijo, y consolar en sus múltiples necesidades a quienes somos débiles y
necesitados siempre de la ayuda divina.
Partió sin demora también para estar con su Hijo a lo
largo de su vida pública, manteniéndose en el silencio de la que sirve siempre
por amor y de una forma incondicional, partió para encontrarse con Él en el
árbol de la cruz, y hoy parte a la gloria que se la ha preparado desde toda la
eternidad.
Porque la Asunción de María al cielo es también una
partida hacia la meta para la que fue creada, y aunque pareciera que nos ha
dejado solos, de hecho siempre nos protege porque no se olvida que se le ha
encomendado ser madre de todos los que formamos parte de la Iglesia por el
sacramento del bautismo.
Por su muerte temporal, se une a Jesús,
y deja en evidencia que es la primera en triunfar sobre la muerte,
destruyendo su aguijón (I Cor.15, 54b-57), dejándonos la certeza de que aunque
aún estemos sometidos a la misma, ya que “el
último enemigo que será vencido es la muerte” (I Cor. 15, 20-27ª), y que
tengamos que sufrir la temporal separación del alma y del cuerpo, está
asegurada la futura resurrección que nos permitirá, como Ella, participar en
plenitud la vida con Dios, si le somos fieles en este mundo.
En efecto, la Asunción de la Virgen es un argumento prueba de que todos
los hombres, de los que Ella es Madre, estaremos también en el Cielo con
nuestro cuerpo glorificado, si aprendemos a gastar la vida en
el cumplimiento de la voluntad de Dios como lo hizo Santa María.
Es tan grande la unión de María con su Creador que exulta
de alegría diciendo a todo el mundo “mi
alma canta la grandeza del Señor; y mi espíritu se estremece de gozo en Dios mi
Salvador”.
¡Qué expresión tan profunda de quien vive a fondo lo que
canta! Es una invitación a que consideremos si para nosotros es también motivo
de alegría la unión con Dios y preguntarnos si este gozo es mayor al que
experimentamos con las realidades de este mundo que son tan fugaces.
El ser humano, tan limitado, se esfuerza por alcanzar los gozos y placeres temporales, a
pesar de experimentar que éstos son fugaces y dejan en el corazón el sabor
amargo de lo que es caduco y pasajero y, no aprende que el verdadero descanso
está en permanecer junto a nuestro Dios y Señor que con su bondad y ternura
siempre nos cuida y alienta a ser mejores para alcanzar la perfección
evangélica, que aunque lejos, no es imposible de lograr.
Como María estamos
llamados a vivir en la pequeñez del ocultamiento de nosotros para que brille
siempre la presencia divina que hace grandes cosas en quienes se le entregan
con totalidad y fidelidad, ya que “su
misericordia se extiende de generación en generación sobre aquéllos que lo
temen”.
El cántico de María es también profecía de lo que se
cumplirá cuando Dios disponga, en el sentido que se manifestará claramente
quienes serán despojados de sí y de toda vanidad y quienes serán enaltecidos
porque se hicieron pequeños servidores de su único Señor y Dios.
Queridos hermanos, alentados por la presencia de la
Virgen Madre ya en el cielo, caminemos con firmeza por la senda de la verdad y
del bien, implorando de Ella nos guíe y muestre el camino de la plenitud de
vida en el Cielo que nos ha prometido Jesús cuando afirmara que volvía al Padre
para prepararnos un lugar.
Vivamos intensamente nuestra fe sin miedo alguno,
conscientes que a pesar de las penas de este valle de lágrimas, María enjuga
nuestro dolor y nos asegura la victoria final sobre el maligno que como
quisiera devorar a Jesús en otro tiempo,
sin conseguirlo, pretende hacerlo también con nosotros en el transcurso de
nuestra vida terrenal (Apoc. 11, 19ª; 12, 1-6ª.10 ab).
Confiemos, pues, en el cumplimiento cierto de estas
palabras: “Ya llegó la salvación, el
poder y el reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías”.
Canónigo Ricardo
B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en
Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la fiesta de la Asunción de
María Santísima. 15 de agosto de 2016.
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