caminante-wanderer.blogspot.com.ar, 27 Jul 2016
(Artículo reproducido parcialmente)
“¿Qué hacer?”, se preguntaba Lenin a comienzos del
siglo XX y, para responder la pregunta, escribió un tratado de acción política
con ese título. Y es una pregunta que se habrá hecho también muchas veces el
general Franco en 1936 cuando veía que España se caía a pedazos. Y qué hacer
nos preguntamos nosotros cuando asistimos con pavor al espectáculo que cada día
se presenta a nuestros ojos.
“¿Qué hacer?”,
se preguntaba Lenin, y también nos preguntamos nosotros. Ya varias veces hemos
discutido el tema en este blog. Y la respuesta vuelve a ser siempre la misma:
refugiarnos en pequeñas comunidades que, a su vez, se refugian en la Iglesia de
siempre, porque todos creemos que la Iglesia no está sólo compuesta solamente
por los miserables que hoy se han apoderado de las sedes episcopales y de la
misma sede apostólica, sino que la Iglesia también son los santos y doctores
que nos precedieron.
Maurice Baring, converso en la primera mitad del siglo
XX, escribía:
“Cada día que pasa, la Iglesia me parece más y más maravillosa;
los sacramentos más y más solemnes y sustentadores; la voz de la Iglesia, la
liturgia, sus reglas, su disciplina, su rito, sus decisiones en cuestiones de
fe y moral, más y más excelentes y profundamente sabias, verdaderas y
acertadas, y sus hijos marcados con algo que no tienen los que están fuera de
ella. Ahí encontré la Verdad y la realidad, y todo lo que está fuera de Ella es
para mí, comparado con Ella, como polvo y sombras”.
Esa Iglesia que recibió y en la que vivió Baring,
sigue viva no sólo en nuestra memoria sino también en la realidad, porque la
Iglesia es universal no sólo en el espacio sino también en el tiempo.
Hoy más
que nunca decimos: Credo in unam et sanctam Ecclesiam.
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