Santiago MARTÍN, sacerdote
catolicos-on-line, 29-7-16
Aunque cuando escribo esta reflexión aún no se ha
celebrado la Jornada Mundial de la Juventud propiamente dicha (tiene lugar el
sábado por la tarde y el domingo por la mañana), el Papa se encuentra ya en
Polonia y ha dicho cosas importantes. Merece la pena destacar lo que dijo nada
más llegar: el mundo se encuentra en guerra, aunque no sea una guerra de
religiones. Se refería al asesinato de un sacerdote francés, el P. Hamel,
degollado por dos musulmanes mientras celebraba misa en su parroquia del norte
de Francia.
Hay que evitar a toda costa que lo que está pasando se
presente como una guerra religiosa o guerra de religiones. Los Papas, y no sólo
Francisco, han hecho todo lo posible por no caer en esa trampa, que es lo que
desearían los musulmanes radicales. Estamos en guerra, como dice el Papa, pero
no es una guerra de religiones, por la sencilla razón de que una de esas dos
religiones, la cristiana, no quiere entrar en guerra. Somos católicos y no
tenemos más que un camino posible: responder con amor a la violencia, poner la
otra mejilla (si nos cortan el cuello ya no podemos poner nada más), perdonar a
nuestros enemigos y hacer el bien a los que nos hacen el mal. Cristo murió
perdonando, el primer mártir (San Esteban) hizo lo mismo y a ellos les han
seguido millones de mártires que han imitado al Señor.
La guerra, por lo tanto, no es un asunto nuestro, de
los cristianos. No la hemos provocado, no la queremos y rezamos para que haya
paz.
Eso no significa que no podamos y debamos decir algo
sobre lo que está sucediendo. El fundamentalismo islámico que llega a la
justificación del terrorismo, se fundamenta en las enseñanzas del Islam. De
esas enseñanzas no se deduce necesariamente que la violencia sea legítima (de
lo contrario, todos los musulmanes serían terroristas), pero sí dan pie a que
algunos extraigan esas conclusiones. Y justo ahí es donde está el problema, un
problema que son los propios musulmanes los que deberán resolver, pues tendrán
que leer en un sentido espiritual los escritos sagrados en los que se sustenta
su fe y tendrán que contextualizar las actuaciones de su fundador, Mahoma, para
rechazar todo aquello que hoy ni puede ni debe ser aplicado. Ese es un gravísimo
problema que ellos tienen, aunque seamos nosotros los que sufrimos las
consecuencias.
Pero junto a esta necesaria redefinición del Islam,
que excluya toda justificación de la violencia y que expulse de su seno
oficialmente a quienes la practiquen, hay otro tema de fondo. Los que, como yo
y por vivir en España, hemos tenido contacto con algún musulmán practicante de
su religión, hemos notado enseguida el fuerte sentimiento de superioridad que
tienen con respecto a los cristianos. Son más pobres, son nuestros choferes,
jardineros, empleados, cuidadores de nuestros ancianos o cocineros en nuestras
casas (a excepción de los ricos de las monarquías del Golfo Pérsico, con sus
petrodólares). Sin embargo, a pesar de trabajar para nosotros, se sienten
superiores. Y eso se debe a que su religión les imprime unas exigencias morales
muy superiores a lo que practican la inmensa mayoría de los occidentales, que
se han alejado de las diferentes Iglesias cristianas. No tienen una moral más
exigente que la católica, pero ¿cuántos católicos practicantes conocen? Por
ejemplo, sus jóvenes y nuestros jóvenes; los nuestros son promiscuos hasta la
náusea, alcoholizados ya desde la adolescencia, consumistas y perezosos
(siempre hay excepciones), mientras que sus muchachas van con el velo que las
cubre la cabeza y tienen una vida sexual muchísimo más casta. ¿No tienen
motivos para sentirse superiores? Nosotros (no me refiero a los católicos
practicantes) matamos a nuestros hijos en el vientre de las madres y lo hacemos
no porque no podamos alimentarlos sino porque, de una manera o de otra, su
llegada entorpece nuestros planes; ellos, en cambio tienen familias numerosas,
aunque no tengan mucho dinero para darles todo lo que les gustaría.
Les
reprochamos que tengan varias mujeres (la mayoría tiene solo una), pero
nosotros hemos establecido un sistema hipócrita de poligamia real, que consiste
en divorciarse tantas veces como se desee y en muchas ocasiones sin una ayuda
económica a la mujer que se ha dejado atrás. Por todo eso y por otras cosas,
cuando los musulmanes juzgan a Occidente lo que ven es una sociedad en
descomposición, como una fruta madura que espera a ser cosechada e incluso que
necesita ser salvada por ellos de su autodestrucción; con su mentalidad,
identifican Iglesia con Occidente y al despreciar a éste desprecian a aquella.
Además, ven cómo las sociedades secularizadas atacan al cristianismo (sobre
todo al catolicismo) y concluyen que ni tenemos la capacidad de ser fermento en
la masa para cambiar las cosas, ni sirve para nada nuestro método de responder
al mal con el bien y de poner la otra mejilla. Eso termina por conducirles -no
a todos- a un elogio de la violencia y a una justificación del terrorismo.
Por eso, lo importante en esta guerra, que no es de
religiones pero en la que sí están implicadas las religiones, es acabar con lo
que nos hace débiles. Occidente debe dejar de perseguir al cristianismo, pues
sólo una Iglesia viva y fuerte podrá ser una respuesta moral a las pretensiones
de superioridad espiritual del islam. Además, debe emprender un proceso de
conversión urgente que sane muchas de sus costumbres pervertidas, empezando por
aquellas que están deteriorando la familia y la vida.
La defensa de los tres
principios innegociables que planteó Benedicto XVI no es sólo una cuestión
moral; ahora se ha convertido en un tema político de supervivencia. O Europa
vuelve a sus raíces cristianas, o perecerá a manos del Islam más radical. O se
vuelve a Cristo o la guerra de la que habla el Papa estará perdida. Y si cae Europa,
que nadie lo olvide, después seguirán los otros continentes.
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