jueves, 30 de junio de 2022

EL TERCER BIG BANG


Monseñor Héctor Aguer


Infocatólica, 28/06/22

 

La teoría del Big Bang o Gran Explosión despertó el interés de multitudes cuando fue ampliamente difundida; actualmente no se habla de ella, parece olvidada. Pero debería ser analizada nuevamente con cuidado, por su significado para la hipotética comprensión del origen del universo. Se trata de una hipótesis, en efecto, aunque prima facie es compatible con los datos de la fe acerca de la creación del mundo ex nihilo, de la nada. He llamado hipótesis a esa suposición de algo que puede ser posible como fuente de algunas consecuencias; se lo afirma provisionalmente como base de investigación. El autor, o expositor, de la teoría fue un sacerdote católico, Georges Lemaître, alumno de Eddington, el físico que probó la teoría de la relatividad. No era, pues, un improvisado, un soñador.

 

En cosmología se entiende por Big Bang el principio del universo, el punto inicial del espacio y el tiempo; un cálculo ubica este hecho inicial de la marcha del mundo hace unos 13.800 millones de años. Sería una singularidad espacio-temporal, un fenómeno en el cual se rompen las leyes normales de la física. Nuestro conocimiento de tales singularidades, fenómenos sumamente extraños, es necesariamente muy limitado. Esta consideración hace que la explicación que ofrece la teoría sea obviamente solo hipotética.

 

Las observaciones astronómicas desarrolladas durante el siglo XX favorecen la afirmación de un comienzo de la expansión del universo a partir de un núcleo primitivo. ¿Qué había antes del Big Bang? Nada. La Gran Explosión se identifica con la creación; existe -podríamos decir- una irreductibilidad del universo en expansión. Antes no hay nada, no hay antes. La concepción ateísta del mundo postula una materia eterna de la cual procedería todo. Respondemos que Dios pudo haber creado ab aeterno, desde toda la eternidad; la creación, como concepto metafísico, no incluye de suyo un origen temporal, ya que consiste en la dependencia esencial de todo lo que existe respecto del Creador. Sin embargo, sabemos por la revelación bíblica que hubo un comienzo. La Escritura comienza en Génesis 1, 1: Bereshit bará Elohim et haskshamayim ve et haaretz; Dios creó en el principio las realidades celestiales (los ángeles) y las terrenas, el mundo que sería el escenario del hombre (efecto, como veremos, del segundo Big Bang). Puede asomarse ahora un interrogante: ¿Por qué es el ser y no más bien la nada? Respuesta: porque Dios quiso comunicar su ser, participar de su felicidad, por amor, a todas las criaturas, las cuales no son el ser, sino que participan de él. Dios, Él solo, es el ser, es el Ipsum esse per se subsistens. En suma, la teoría del Big Bang es compatible con el dogma de la creación y lo ratifica en el orden cosmológico.

 

Destaco el hecho de la irreductibilidad del ser, que surge de la nada por la voluntad del Creador, que sólo Él es eterno. Basta esta condición para hablar correctamente del primer Big Bang, a partir del cual el universo empezó a existir por el amor de Dios que crea el ser. El ateísmo materialista no da razón de la existencia de cuanto existe, de las leyes que rigen el desarrollo del universo y la configuración de los múltiples seres que constituyen el mundo conocido en virtud y según la cosmología científica y filosófica.

 

Continuando con nuestro discurso, podemos decir que el desarrollo del universo ha rodado hasta el umbral de una nueva singularidad: la aparición del alma racional y espiritual, es irreductible a todo lo anterior. Suponiendo que el ser humano procede de un animal inferior, se debe reconocer que el más desarrollado, homogéneamente, de los animales inferiores no puede saber que sabe y es incapaz de un acto de libertad. En esta condición cifra la originalidad del hombre. La Biblia hebrea designa al ser humano Adam, porque ha sido formado de la adamá, la arcilla del suelo -una realidad anterior-, pero ha recibido en su nariz un soplo, la rúaj, el espíritu. Con lenguaje simbólico, el Libro del Génesis da cuenta de la aparición del hombre como efecto de una voluntad de la sabiduría del Creador. Sin esa intervención, la hipótesis evolucionista no podría dar razón del salto que señala la irreductibilidad del saber que se sabe y de la libre elección de un destino, es decir, la autoconciencia y la libertad como culminación de la Cosmología en Antropología, y la irreductibilidad de ésta respecto de aquella.

 

No viene al caso señalar cuándo aparece el espíritu; ciertamente, cuando aparece el hombre. La constitución del hombre, ser corpóreo (material) y espiritual (conocimiento y amor) es una nueva dimensión de lo que existe. Este es el segundo Big Bang.

 

La Biblia hebrea registra, desde diversas y sucesivas fases culturales, el desarrollo de la historia humana que va cumpliendo períodos con una orientación determinada: hacia una culminación de plenitud. Esta se revela en el Nuevo Testamento, en la manifestación cristiana, que es Evangelio, Buena Noticia. El Apóstol San Pablo, en el capítulo segundo de su Carta a los Filipenses, afirma que el Hijo eterno de Dios se «sumergió» en el torrente que es la realidad humana de la historia. Las tradiciones proféticas atisbaban una nueva dimensión, que sería la final. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, anticipa en su vida mortal lo que vendrá en una nueva singularidad: su muerte fue una entrega para la salvación del mundo, al que ha rescatado del pecado en virtud de su amor; en éste, la agápē, se registra el auténtico final. Cristo amó a los hombres (a sus discípulos y, a través de ellos, a todos los hombres) eis télos, hasta el extremo final (cf. Jn. 13, 1). Según el Cuarto Evangelio, la última palabra pronunciada en la Cruz es tetélestai (Jn 19, 30): todo se ha cumplido, se ha llegado al télos. Hay un día de silencio, cuando Dios estuvo muerto, y al tercer día se manifestó la singularidad del amor divino en la resurrección de Jesús, que es el ingreso en una nueva dimensión, irreductible a todo lo anterior: a su vida prepascual y aun a las resurrecciones que él ha obrado como testimonio de su misión y de su divinidad: Lázaro, el hijo de la viuda de Naím, la hijita del centurión.

 

La Pascua de Israel fue una figura profética de la Pascua de Cristo, de su paso a la vida eterna en su condición humana y al paso de todo el universo con él.

 

La resurrección de Jesucristo es el tercer Big Bang, en el que se manifiesta el télos de todo lo que existe, la creación primera y de la historia humana; es la Nueva Creación que se desarrolla en la vida de la gracia: la fe, que da acceso al conocimiento que Dios tiene de sí y que quiere comunicar; la esperanza por la cual la voluntad se conecta con el cielo -que es Dios, que es Cristo Resucitado- y la caridad, la agápē, participación en el amor con el que se aman el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La gracia de Cristo brota de su existencia de resucitado. Lo sobrenatural es la proyección del tercer Big Bang que es la resurrección de Jesucristo. Es el último estadio, cuyo desarrollo llevará a la «resurrección de la carne», que profesamos en el Credo: expecto resurrectionem mortuorum. Esperamos, asimismo, con la esperanza que es la virtud teologal e incluye una expectación de la plena manifestación del fin: et vitam venturi saeculi. El «siglo venidero» o vida eterna, ya se verifica en la vida de la gracia, que es sustancialmente vida celestial. No habrá nada más que pueda llamarse «nuevo». El Señor Resucitado se mostrará definitivamente, para sorpresa de quienes no han creído, en el juicio que realizará en su parusía, indiscutible presencia universal.

 

Concluyo resumiendo que la teoría del Big Bang permite interpretar las tres singularidades: la Creación (¿por qué es el ser no más bien la nada?); la aparición del hombre, es decir, la creación del alma espiritual e inmortal (que se replica en cada hombre que nace) y la resurrección de Jesús, que se prolonga y actualiza en el ministerio de la comunicación de la gracia.

 

+ Héctor Aguer

Arzobispo Emérito de La Plata

Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.

Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).

 

Buenos Aires, martes 28 de junio de 2022.

Memoria de San Ireneo de Lyon, obispo y mártir.-

FRANCISCO

 

 «Cuidado con caer en el clericalismo que es una perversión»



infovaticana | 29 junio, 2022

 

Como cada año en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, el Papa Francisco bendijo los palios de los  44 nuevos arzobispos metropolitanos nombrados este último años.

 

En esta ocasión, debido a su problema con la rodilla, el Santo Padre no entró a la Basílica con la procesión. Entró en silla de ruedas, luego con bastón, y permaneció sentado a un costado del altar de la Cátedra.

 

El Papa bendijo los palios, presidió la Liturgia de la Palabra, pronunció la homilía y asistió al resto de la Misa que fue celebrada por el decano del Colegio Cardenalicio, el Cardenal Giovanni Battista Re, motivo por el cual Francisco apareció solo vestido con el palio rojo y sin casulla. Según fuentes oficiales, cerca de 7.000 personas han seguido la celebración en San Pedro.

 

A continuación, les ofrecemos la homilía completa pronunciada por el Papa Francisco:

 

El testimonio de los dos grandes Apóstoles Pedro y Pablo vive hoy en la Liturgia de la Iglesia. Al primero, enviado a prisión por el rey Herodes, el ángel del Señor le dice: «Levántate pronto» (Hch 12,7); el segundo, resumiendo toda su vida y su apostolado, dice: «He peleado la buena batalla» (2 Tm 4,7). Miremos estos dos aspectos -levantarse pronto y pelear el buen combate- y preguntarnos qué tienen que sugerir a la comunidad cristiana hoy, mientras se desarrolla el proceso sinodal.

 

En primer lugar, los Hechos de los Apóstoles nos hablan de la noche en que Pedro es liberado de las cadenas de la prisión; un ángel del Señor le tocó el costado mientras dormía, «lo despertó y le dijo: Levántate pronto» (12,7). Ella lo despierta y le pide que se levante. Esta escena evoca la Pascua, porque aquí encontramos dos verbos utilizados en los relatos de la resurrección: despertar y levantarse. Significa que el ángel despertó a Pedro del sueño de la muerte y lo empujó a levantarse, es decir, a resucitar, a salir a la luz, a dejarse llevar por el Señor para cruzar el umbral de todas las puertas cerradas ( ver v. 10). Es una imagen significativa para la Iglesia. También nosotros, como discípulos del Señor y como comunidad cristiana, estamos llamados a levantarnos rápidamente para entrar en el dinamismo de la resurrección y dejarnos conducir por el Señor por los caminos que Él quiere mostrarnos.

 

Todavía experimentamos muchas resistencias internas que no nos permiten movernos, muchas resistencias. A veces, como Iglesia, nos abruma la pereza y preferimos sentarnos a contemplar las pocas cosas seguras que poseemos, en lugar de levantarnos a mirar hacia nuevos horizontes, hacia el mar abierto. A menudo estamos encadenados como Pedro en la prisión del hábito, asustados por los cambios y atados a la cadena de nuestros hábitos. Pero así caemos en la mediocridad espiritual, corremos el riesgo de «vivir de» también en la vida pastoral, el entusiasmo de la misión se desvanece y, en lugar de ser un signo de vitalidad y creatividad, acabamos dando una impresión de tibieza e inercia. Entonces, la gran corriente de novedad y de vida que es el Evangelio -escribió el Padre de Lubac- en nuestras manos se convierte en una fe que «cae en el formalismo y en el hábito, […] una religión de ceremonias y devociones, de ornamentos y de vulgaridades».

 

El Sínodo que celebramos nos llama a convertirnos en una Iglesia que se levanta, no replegada sobre sí misma, capaz de mirar más allá, de salir de sus prisiones para salir al encuentro del mundo, con la valentía de abrir sus puertas. Esa misma noche, hubo otra tentación (cf. Hch 12, 12-17): aquella niña asustada, en lugar de abrir la puerta, vuelve a contar algunas fantasías. Abrimos las puertas. Es el Señor quien llama. No somos como Rode volviendo.

 

Una Iglesia sin cadenas ni muros, en la que todos puedan sentirse acogidos y acompañados, en la que se cultive el arte de la escucha, el diálogo, la participación, bajo la sola autoridad del Espíritu Santo. Una Iglesia libre y humilde, que «se levanta pronto», que no se detiene, que no demora los desafíos de hoy, que no se detiene en los recintos sagrados, sino que se deja animar por la pasión por el anuncio del Evangelio y la deseo de llegar a todos y acoger a todos. No olvidemos esta palabra: todos. ¡Todos! Ve a la encrucijada y trae a todos, ciegos, sordos, cojos, enfermos, justos, pecadores: ¡a todos, a todos! Esta palabra del Señor debe resonar, resonar en la mente y en el corazón: todos, en la Iglesia hay lugar para todos. Y muchas veces nos convertimos en una Iglesia de puertas abiertas pero para despedir a la gente, para condenar a la gente. Ayer uno de vosotros me decía: «Para la Iglesia este no es el tiempo de la despedida, es el tiempo de la acogida». «No vinieron al banquete …» – Ir a la intersección. ¡Todos, todos! “Pero ellos son pecadores…” – ¡Todos!

 

La segunda lectura retoma entonces las palabras de Pablo que, repasando toda su vida, afirma: «He peleado la buena batalla» (2 Tm 4,7). El Apóstol se refiere a las innumerables situaciones, a veces marcadas por la persecución y el sufrimiento, en las que no se escatimó en anunciar el Evangelio de Jesús: ahora, al final de su vida, ve que todavía hay mucho que hacer en historia “batalla”, porque muchos no están dispuestos a acoger a Jesús, prefiriendo ir tras sus propios intereses y los de otros maestros, más cómodos, más fáciles, más según nuestra voluntad. Pablo ha afrontado su lucha y, ahora que ha terminado la carrera, pide a Timoteo y a los hermanos de la comunidad que prosigan esta obra con vigilancia, anuncio, enseñanzas: en fin, que cada uno cumpla la misión que le ha sido encomendada y haga su propia parte.

 

Es una Palabra de vida también para nosotros, que despierta la conciencia de cómo, en la Iglesia, cada uno está llamado a ser discípulo misionero ya ofrecer su propia contribución. Y aquí vienen dos preguntas a la mente. La primera es: ¿qué puedo hacer yo por la Iglesia? No te quejes de la Iglesia, sino comprométete con la Iglesia. Participar con pasión y humildad: con pasión, porque no debemos quedarnos como espectadores pasivos; con humildad, porque involucrarse en la comunidad nunca debe significar tomar el protagonismo, sentirse mejor e impedir que otros se acerquen. Iglesia en el proceso sinodal significa: todos participan, nadie en lugar de los demás o por encima de los demás. No hay cristianos de primera y de segunda clase, todos, todos son llamados.

 

Pero participar también significa llevar a cabo la «buena batalla» de la que habla Pablo. Es en realidad una «batalla», porque el anuncio del Evangelio no es neutral -por favor, que el Señor nos libre de destilar el Evangelio para hacerlo neutral: el Evangelio no es agua destilada-, no deja las cosas como están. ., no acepta el compromiso con la lógica del mundo sino que, por el contrario, enciende el fuego del Reino de Dios donde reinan los mecanismos humanos del poder, el mal, la violencia, la corrupción, la injusticia, la marginación. Desde que Jesucristo resucitó, sirviendo de hito en la historia, “se ha iniciado una gran batalla entre la vida y la muerte, entre la esperanza y la desesperación, entre la resignación por lo peor y la lucha por lo mejor, una batalla que no tendrá tregua hasta la derrota definitivo de todos los poderes del odio y de la destrucción” (C. M. Martini, Homilía de Pascua de Resurrección, 4 de abril de 1999).

 

Y luego la segunda pregunta es: ¿qué podemos hacer juntos, como Iglesia, para que el mundo en que vivimos sea más humano, más justo, más solidario, más abierto a Dios ya la fraternidad entre los hombres? Ciertamente, no debemos encerrarnos en nuestros círculos eclesiales y quedarnos atrapados en algunas de nuestras discusiones estériles. Cuidado con caer en el clericalismo, el clericalismo es una perversión. El ministro que se hace clerical con actitud clerical se ha equivocado de camino; peor aún son los laicos clericalizados. Cuidémonos de esta perversión del clericalismo. Ayudémonos a ser levadura en la masa del mundo. Juntos podemos y debemos hacer gestos de cuidado por la vida humana, por la protección de la creación, por la dignidad del trabajo, por los problemas de las familias, por la condición de los ancianos y de los que son abandonados, rechazados y despreciados. En definitiva, ser una Iglesia que promueva la cultura del cuidado, de la caricia, de la compasión por los débiles y de la lucha contra toda forma de degradación, incluida la de nuestras ciudades y lugares que frecuentamos, para que resplandezca en nosotros la alegría del Evangelio. la vida de todos. : esta es nuestra «batalla», este es el reto. Las tentaciones de quedarse son muchas; la tentación de la nostalgia que nos hace mirar otros tiempos mejores, por favor no caigan en el “atraso”, ese atraso de la Iglesia que hoy está de moda.

 

Hermanos y hermanas, hoy, según una hermosa tradición, he bendecido el palio de los arzobispos metropolitanos recién nombrados, muchos de los cuales participan en nuestra celebración. En comunión con Pedro, están llamados a «levantarse pronto», a no dormir, a ser centinelas vigilantes del rebaño y, levantándose, a «pelear la buena batalla», nunca solos, sino con todo el santo Pueblo fiel de Dios. Y como buenos pastores deben estar delante del pueblo, en medio del pueblo y detrás del pueblo, pero siempre con el santo pueblo fiel de Dios, porque forman parte del santo pueblo fiel de Dios.. por el querido hermano Bartolomeo. ¡Gracias! Gracias por su presencia y el mensaje de Bartolomé. Gracias, gracias por caminar juntos, porque sólo juntos podemos ser semilla del Evangelio y testigos de fraternidad.

miércoles, 29 de junio de 2022

360.000 PERSONAS

 

abandonaron la Iglesia Católica en Alemania en el 2021

 

(Agencias/InfoCatólica) 28-6-22

 

De acuerdo con estadísticas publicadas por la Conferencia Episcopal de Alemania, el año pasado dieron la espalda a la Iglesia 359.338 fieles, con lo que se supera por mucho el anterior récord, de 273.000, de 2019.

 

En Alemania es obligatorio para los fieles estar dados de alta oficialmente en la Iglesia Católica o en la «iglesia» luterana, de cara a pagar el impuesto religioso. Darse de baja en el registo es considerado como abandono de la institución.

 

Son unos datos que muestran la «profunda crisis» en que se encuentra la institución, según, declaró un «conmocionado» Georg Bätzing, presidente de la Conferencia Episcopal alemana.

 

«Los escándalos que lamentamos en el interior de la Iglesia y de los que en medida significativa somos nosotros mismos responsables, se ven reflejados en la cifra de salidas», afirmó Bätzing, quien añadió que no sólo abandonaban la iglesia feligreses que desde hace tiempo ya no tenían contacto con su parroquia, sino también muchas personas que hasta ahora estaban «muy implicadas».

 

Renuncia a revertir el proceso

Según Bätzing, esto quiere decir que el proceso de renovación que emprendió la Iglesia católica alemana en 2019 a raíz de un informe sobre los abusos sexuales a menores en el seno de la institución «no ha llegado todavía al contacto con los creyentes».Y agregó que es preciso despedirse de la idea de que el número de practicantes vuelva a ascender y de que las iglesias vuelvan a llenarse, aunque al mismo tiempo afirmó que las estadísticas constituyen para él un mandato de «continuar con valor el camino emprendido».

 

Datos demoledores

Según el portal Katolisch.de, la situación es insostenible. El número de personas que se van es devastador: con 359.338 personas, han dejado la iglesia 138.000 más que el año anterior. Hace diez años, un total de 138.000 personas abandonando la iglesia habría sido un dato preocupante; en el terrible año 2010, cuando se hizo evidente la magnitud de los casos de abuso en Alemania, se fueron 181.000 personas, aunque  habría que decir «sólo», porque con la perspectiva de hoy, esa magnitud parece normal. A las renuncias se suman las defunciones y, por tanto, el balance es de casi 550.000 católicos menos que el año anterior. Ninguna organización puede permitirse eso durante mucho tiempo.

 

En relación al año anterior, ha habido un gran aumento de matrimonios y confirmaciones, que se habían desplomado por las restricciones a causa de la pandemia por covid-19. También han aumentado un poco las primeras comuniones. Sin embargo, se han administrado la mitad de bautismos.

CARTA APOSTÓLICA

 

DESIDERIO DESIDERAVI

 

DEL SANTO PADRE

FRANCISCO

 

A LOS OBISPOS, A LOS PRESBÍTEROS

Y A LOS DIÁCONOS,

A LAS PERSONAS CONSAGRADAS

Y A TODOS LOS FIELES LAICOS

 

SOBRE LA FORMACIÓN LITÚRGICA

DEL PUEBLO DE DIOS

 

Desiderio desideravi

hoc Pascha manducare vobiscum,

antequam patiar (Lc 22, 15)

 

1. Queridos hermanos y hermanas:

 

con esta carta deseo llegar a todos –después de haber escrito a los obispos tras la publicación del Motu Proprio Traditionis custodes– para compartir con vosotros algunas reflexiones sobre la Liturgia, dimensión fundamental para la vida de la Iglesia. El tema es muy extenso y merece una atenta consideración en todos sus aspectos: sin embargo, con este escrito no pretendo tratar la cuestión de forma exhaustiva. Quiero ofrecer simplemente algunos elementos de reflexión para contemplar la belleza y la verdad de la celebración cristiana.

 

La Liturgia: el “hoy” de la historia de la salvación

2. “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc 22,15) Las palabras de Jesús con las cuales inicia el relato de la última Cena son el medio por el que se nos da la asombrosa posibilidad de vislumbrar la profundidad del amor de las Personas de la Santísima Trinidad hacia nosotros.

 

3. Pedro y Juan habían sido enviados a preparar lo necesario para poder comer la Pascua, pero, mirándolo bien, toda la creación, toda la historia –que finalmente estaba a punto de revelarse como historia de salvación– es una gran preparación de aquella Cena. Pedro y los demás están en esa mesa, inconscientes y, sin embargo, necesarios: todo don, para ser tal, debe tener alguien dispuesto a recibirlo. En este caso, la desproporción entre la inmensidad del don y la pequeñez de quien lo recibe es infinita y no puede dejar de sorprendernos. Sin embargo – por la misericordia del Señor – el don se confía a los Apóstoles para que sea llevado a todos los hombres.

 

4. Nadie se ganó el puesto en esa Cena, todos fueron invitados, o, mejor dicho, atraídos por el deseo ardiente que Jesús tiene de comer esa Pascua con ellos: Él sabe que es el Cordero de esa Pascua, sabe que es la Pascua. Esta es la novedad absoluta de esa Cena, la única y verdadera novedad de la historia, que hace que esa Cena sea única y, por eso, “última”, irrepetible. Sin embargo, su infinito deseo de restablecer esa comunión con nosotros, que era y sigue siendo su proyecto original, no se podrá saciar hasta que todo hombre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación (Ap 5,9) haya comido su Cuerpo y bebido su Sangre: por eso, esa misma Cena se hará presente en la celebración de la Eucaristía hasta su vuelta.

 

5. El mundo todavía no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19,9). Lo único que se necesita para acceder es el vestido nupcial de la fe que viene por medio de la escucha de su Palabra (cfr. Rom 10,17): la Iglesia lo confecciona a medida, con la blancura de una vestidura lavada en la Sangre del Cordero (cfr. Ap 7,14). No debemos tener ni un momento de descanso, sabiendo que no todos han recibido aún la invitación a la Cena, o que otros la han olvidado o perdido en los tortuosos caminos de la vida de los hombres. Por eso, he dicho que “sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (Evangelii gaudium, n. 27): para que todos puedan sentarse a la Cena del sacrificio del Cordero y vivir de Él.

 

6. Antes de nuestra respuesta a su invitación – mucho antes – está su deseo de nosotros: puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros. Por nuestra parte, la respuesta posible, la ascesis más exigente es, como siempre, la de entregarnos a su amor, la de dejarnos atraer por Él. Ciertamente, nuestra comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo ha sido deseada por Él en la última Cena.

 

7. El contenido del Pan partido es la cruz de Jesús, su sacrificio en obediencia amorosa al Padre. Si no hubiéramos tenido la última Cena, es decir, la anticipación ritual de su muerte, no habríamos podido comprender cómo la ejecución de su sentencia de muerte pudiera ser el acto de culto perfecto y agradable al Padre, el único y verdadero acto de culto. Unas horas más tarde, los Apóstoles habrían podido ver en la cruz de Jesús, si hubieran soportado su peso, lo que significaba “cuerpo entregado”, “sangre derramada”: y es de lo que hacemos memoria en cada Eucaristía. Cuando regresa, resucitado de entre los muertos, para partir el pan a los discípulos de Emaús y a los suyos, que habían vuelto a pescar peces y no hombres, en el lago de Galilea, ese gesto les abre sus ojos, los cura de la ceguera provocada por el horror de la cruz, haciéndolos capaces de “ver” al Resucitado, de creer en la Resurrección.

 

8. Si hubiésemos llegado a Jerusalén después de Pentecostés y hubiéramos sentido el deseo no sólo de tener noticias sobre Jesús de Nazaret, sino de volver a encontrarnos con Él, no habríamos tenido otra posibilidad que buscar a los suyos para escuchar sus palabras y ver sus gestos, más vivos que nunca. No habríamos tenido otra posibilidad de un verdadero encuentro con Él sino en la comunidad que celebra. Por eso, la Iglesia siempre ha custodiado, como su tesoro más precioso, el mandato del Señor: “haced esto en memoria mía”.

 

9. Desde los inicios, la Iglesia ha sido consciente que no se trataba de una representación, ni siquiera sagrada, de la Cena del Señor: no habría tenido ningún sentido y a nadie se le habría ocurrido “escenificar” – más aún bajo la mirada de María, la Madre del Señor – ese excelso momento de la vida del Maestro. Desde los inicios, la Iglesia ha comprendido, iluminada por el Espíritu Santo, que aquello que era visible de Jesús, lo que se podía ver con los ojos y tocar con las manos, sus palabras y sus gestos, lo concreto del Verbo encarnado, ha pasado a la celebración de los sacramentos [1].

 

La Liturgia: lugar del encuentro con Cristo

10. Aquí está toda la poderosa belleza de la Liturgia. Si la Resurrección fuera para nosotros un concepto, una idea, un pensamiento; si el Resucitado fuera para nosotros el recuerdo del recuerdo de otros, tan autorizados como los Apóstoles, si no se nos diera también la posibilidad de un verdadero encuentro con Él, sería como declarar concluida la novedad del Verbo hecho carne. En cambio, la Encarnación, además de ser el único y novedoso acontecimiento que la historia conozca, es también el método que la Santísima Trinidad ha elegido para abrirnos el camino de la comunión. La fe cristiana, o es un encuentro vivo con Él, o no es.

 

11. La Liturgia nos garantiza la posibilidad de tal encuentro. No nos sirve un vago recuerdo de la última Cena, necesitamos estar presentes en aquella Cena, poder escuchar su voz, comer su Cuerpo y beber su Sangre: le necesitamos a Él. En la Eucaristía y en todos los Sacramentos se nos garantiza la posibilidad de encontrarnos con el Señor Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua. El poder salvífico del sacrificio de Jesús, de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos, mirada, sentimiento, nos alcanza en la celebración de los Sacramentos. Yo soy Nicodemo y la Samaritana, el endemoniado de Cafarnaún y el paralítico en casa de Pedro, la pecadora perdonada y la hemorroisa, la hija de Jairo y el ciego de Jericó, Zaqueo y Lázaro; el ladrón y Pedro, perdonados. El Señor Jesús que inmolado, ya no vuelve a morir; y sacrificado, vive para siempre [2], continúa perdonándonos, curándonos y salvándonos con el poder de los Sacramentos. A través de la encarnación, es el modo concreto por el que nos ama; es el modo con el que sacia esa sed de nosotros que ha declarado en la cruz( Jn 19,28).

 

12. Nuestro primer encuentro con su Pascua es el acontecimiento que marca la vida de todos nosotros, los creyentes en Cristo: nuestro bautismo. No es una adhesión mental a su pensamiento o la sumisión a un código de comportamiento impuesto por Él: es la inmersión en su pasión, muerte, resurrección y ascensión. No es un gesto mágico: la magia es lo contrario a la lógica de los Sacramentos porque pretende tener poder sobre Dios y, por esa razón, viene del tentador. En perfecta continuidad con la Encarnación, se nos da la posibilidad, en virtud de la presencia y la acción del Espíritu, de morir y resucitar en Cristo.

 

13. El modo en que acontece es conmovedor. La plegaria de bendición del agua bautismal [3] nos revela que Dios creó el agua precisamente en vista del bautismo. Quiere decir que mientras Dios creaba el agua pensaba en el bautismo de cada uno de nosotros, y este pensamiento le ha acompañado en su actuar a lo largo de la historia de la salvación cada vez que, con un designio concreto, ha querido servirse del agua. Es como si, después de crearla, hubiera querido perfeccionarla para llegar a ser el agua del bautismo. Y por eso la ha querido colmar del movimiento de su Espíritu que se cernía sobre ella (cfr. Gén 1,2) para que contuviera en germen el poder de santificar; la ha utilizado para regenerar a la humanidad en el diluvio (cfr. Gén 6,1-9,29); la ha dominado separándola para abrir una vía de liberación en el Mar Rojo (cfr. Ex 14); la ha consagrado en el Jordán sumergiendo la carne del Verbo, impregnada del Espíritu (cfr. Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). Finalmente, la ha mezclado con la sangre de su Hijo, don del Espíritu inseparablemente unido al don de la vida y la muerte del Cordero inmolado por nosotros, y desde el costado traspasado la ha derramado sobre nosotros ( Jn 19,34). En esta agua fuimos sumergidos para que, por su poder, pudiéramos ser injertados en el Cuerpo de Cristo y, con Él, resucitar a la vida inmortal (cfr. Rom 6,1-11).

 

La Iglesia: sacramento del Cuerpo de Cristo

14. Como nos ha recordado el Concilio Vaticano II (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 5) citando la Escritura, los Padres y la Liturgia –columnas de la verdadera Tradición– del costado de Cristo dormido en la cruz brotó el admirable sacramento de toda la Iglesia [4]. El paralelismo entre el primer y el nuevo Adán es sorprendente: así como del costado del primer Adán, tras haber dejado caer un letargo sobre él, Dios formó a Eva, así del costado del nuevo Adán, dormido en el sueño de la muerte, nace la nueva Eva, la Iglesia. El estupor está en las palabras que, podríamos imaginar, el nuevo Adán hace suyas mirando a la Iglesia: “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” ( Gén 2,23). Por haber creído en la Palabra y haber descendido en el agua del bautismo, nos hemos convertido en hueso de sus huesos, en carne de su carne.

 

15. Sin esta incorporación, no hay posibilidad de experimentar la plenitud del culto a Dios. De hecho, uno sólo es el acto de culto perfecto y agradable al Padre, la obediencia del Hijo cuya medida es su muerte en cruz. La única posibilidad de participar en su ofrenda es ser hijos en el Hijo. Este es el don que hemos recibido. El sujeto que actúa en la Liturgia es siempre y solo Cristo-Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo.

 

El sentido teológico de la Liturgia

16. Debemos al Concilio – y al movimiento litúrgico que lo ha precedido – el redescubrimiento de la comprensión teológica de la Liturgia y de su importancia en la vida de la Iglesia: los principios generales enunciados por la Sacrosanctum Concilium, así como fueron fundamentales para la reforma, continúan siéndolo para la promoción de la participación plena, consciente, activa y fructuosa en la celebración (cfr. Sacrosanctum Concilium, nn. 11.14), “fuente primaria y necesaria de donde han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano” ( Sacrosanctum Concilium, n. 14). Con esta carta quisiera simplemente invitar a toda la Iglesia a redescubrir, custodiar y vivir la verdad y la fuerza de la celebración cristiana. Quisiera que la belleza de la celebración cristiana y de sus necesarias consecuencias en la vida de la Iglesia no se vieran desfiguradas por una comprensión superficial y reductiva de su valor o, peor aún, por su instrumentalización al servicio de alguna visión ideológica, sea cual sea. La oración sacerdotal de Jesús en la última cena para que todos sean uno ( Jn 17,21), juzga todas nuestras divisiones en torno al Pan partido, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad [5].

 

17. He advertido en varias ocasiones sobre una tentación peligrosa para la vida de la Iglesia que es la “mundanidad espiritual”: he hablado de ella ampliamente en la Exhortación Evangelii gaudium (nn. 93-97), identificando el gnosticismo y el neopelagianismo como los dos modos vinculados entre sí, que la alimentan.

 

El primero reduce la fe cristiana a un subjetivismo que encierra al individuo “en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos” (Evangelii gaudium, n. 94).

 

El segundo anula el valor de la gracia para confiar sólo en las propias fuerzas, dando lugar a “un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar” (Evangelii gaudium, n. 94).

 

Estas formas distorsionadas del cristianismo pueden tener consecuencias desastrosas para la vida de la Iglesia.

 

18. Resulta evidente, en todo lo que he querido recordar anteriormente, que la Liturgia es, por su propia naturaleza, el antídoto más eficaz contra estos venenos. Evidentemente, hablo de la Liturgia en su sentido teológico y – ya lo afirmaba Pío XII – no como un ceremonial decorativo… o un mero conjunto de leyes y de preceptos… que ordena el cumplimiento de los ritos [6].

 

19. Si el gnosticismo nos intoxica con el veneno del subjetivismo, la celebración litúrgica nos libera de la prisión de una autorreferencialidad alimentada por la propia razón o sentimiento: la acción celebrativa no pertenece al individuo sino a Cristo-Iglesia, a la totalidad de los fieles unidos en Cristo. La Liturgia no dice “yo” sino “nosotros”, y cualquier limitación a la amplitud de este “nosotros” es siempre demoníaca. La Liturgia no nos deja solos en la búsqueda de un presunto conocimiento individual del misterio de Dios, sino que nos lleva de la mano, juntos, como asamblea, para conducirnos al misterio que la Palabra y los signos sacramentales nos revelan. Y lo hace, en coherencia con la acción de Dios, siguiendo el camino de la Encarnación, a través del lenguaje simbólico del cuerpo, que se extiende a las cosas, al espacio y al tiempo.

 

Redescubrir cada día la belleza de la verdad de la celebración cristiana

20. Si el neopelagianismo nos intoxica con la presunción de una salvación ganada con nuestras fuerzas, la celebración litúrgica nos purifica proclamando la gratuidad del don de la salvación recibida en la fe. Participar en el sacrificio eucarístico no es una conquista nuestra, como si pudiéramos presumir de ello ante Dios y ante nuestros hermanos. El inicio de cada celebración me recuerda quién soy, pidiéndome que confiese mi pecado e invitándome a rogar a la bienaventurada siempre Virgen María, a los ángeles, a los santos y a todos los hermanos y hermanas, que intercedan por mí ante el Señor: ciertamente no somos dignos de entrar en su casa, necesitamos una palabra suya para salvarnos (cfr. Mt 8,8). No tenemos otra gloria que la cruz de nuestro Señor Jesucristo (cfr. Gál 6,14). La Liturgia no tiene nada que ver con un moralismo ascético: es el don de la Pascua del Señor que, aceptado con docilidad, hace nueva nuestra vida. No se entra en el cenáculo sino por la fuerza de atracción de su deseo de comer la Pascua con nosotros: Desiderio desideravi hoc Pascha manducare vobiscum, antequam patiar (Lc 22,15).

 

21. Sin embargo, tenemos que tener cuidado: para que el antídoto de la Liturgia sea eficaz, se nos pide redescubrir cada día la belleza de la verdad de la celebración cristiana. Me refiero, una vez más, a su significado teológico, como ha descrito admirablemente el n. 7 de la Sacrosanctum Concilium: la Liturgia es el sacerdocio de Cristo revelado y entregado a nosotros en su Pascua, presente y activo hoy a través de los signos sensibles (agua, aceite, pan, vino, gestos, palabras) para que el Espíritu, sumergiéndonos en el misterio pascual, transforme toda nuestra vida, conformándonos cada vez más con Cristo.

 

22. El redescubrimiento continuo de la belleza de la Liturgia no es la búsqueda de un esteticismo ritual, que se complace sólo en el cuidado de la formalidad exterior de un rito, o se satisface con una escrupulosa observancia de las rúbricas. Evidentemente, esta afirmación no pretende avalar, de ningún modo, la actitud contraria que confunde lo sencillo con una dejadez banal, lo esencial con la superficialidad ignorante, lo concreto de la acción ritual con un funcionalismo práctico exagerado.

 

23. Seamos claros: hay que cuidar todos los aspectos de la celebración (espacio, tiempo, gestos, palabras, objetos, vestiduras, cantos, música, ...) y observar todas las rúbricas: esta atención sería suficiente para no robar a la asamblea lo que le corresponde, es decir, el misterio pascual celebrado en el modo ritual que la Iglesia establece. Pero, incluso, si la calidad y la norma de la acción celebrativa estuvieran garantizadas, esto no sería suficiente para que nuestra participación fuera plena.

 

Asombro ante el misterio pascual, parte esencial de la acción litúrgica

24. Si faltara el asombro por el misterio pascual que se hace presente en la concreción de los signos sacramentales, podríamos correr el riesgo de ser realmente impermeables al océano de gracia que inunda cada celebración. No bastan los esfuerzos, aunque loables, para una mejor calidad de la celebración, ni una llamada a la interioridad: incluso ésta corre el riesgo de quedar reducida a una subjetividad vacía si no acoge la revelación del misterio cristiano. El encuentro con Dios no es fruto de una individual búsqueda interior, sino que es un acontecimiento regalado: podemos encontrar a Dios por el hecho novedoso de la Encarnación que, en la última cena, llega al extremo de querer ser comido por nosotros. ¿Cómo se nos puede escapar lamentablemente la fascinación por la belleza de este don?

 

25. Cuando digo asombro ante el misterio pascual, no me refiero en absoluto a lo que, me parece, se quiere expresar con la vaga expresión “sentido del misterio”: a veces, entre las supuestas acusaciones contra la reforma litúrgica está la de haberlo – se dice – eliminado de la celebración. El asombro del que hablo no es una especie de desorientación ante una realidad oscura o un rito enigmático, sino que es, por el contrario, admiración ante el hecho de que el plan salvífico de Dios nos haya sido revelado en la Pascua de Jesús (cfr. Ef 1,3-14), cuya eficacia sigue llegándonos en la celebración de los “misterios”, es decir, de los sacramentos. Sin embargo, sigue siendo cierto que la plenitud de la revelación tiene, en comparación con nuestra finitud humana, un exceso que nos trasciende y que tendrá su cumplimiento al final de los tiempos, cuando vuelva el Señor. Si el asombro es verdadero, no hay ningún riesgo de que no se perciba la alteridad de la presencia de Dios, incluso en la cercanía que la Encarnación ha querido. Si la reforma hubiera eliminado ese “sentido del misterio”, más que una acusación sería un mérito. La belleza, como la verdad, siempre genera asombro y, cuando se refiere al misterio de Dios, conduce a la adoración.

 

26. El asombro es parte esencial de la acción litúrgica porque es la actitud de quien sabe que está ante la peculiaridad de los gestos simbólicos; es la maravilla de quien experimenta la fuerza del símbolo, que no consiste en referirse a un concepto abstracto, sino en contener y expresar, en su concreción, lo que significa.

 

La necesidad de una seria y vital formación litúrgica

27. Es ésta, pues, la cuestión fundamental: ¿cómo recuperar la capacidad de vivir plenamente la acción litúrgica? La reforma del Concilio tiene este objetivo. El reto es muy exigente, porque el hombre moderno – no en todas las culturas del mismo modo – ha perdido la capacidad de confrontarse con la acción simbólica, que es una característica esencial del acto litúrgico.

 

28. La posmodernidad – en la que el hombre se siente aún más perdido, sin referencias de ningún tipo, desprovisto de valores, porque se han vuelto indiferentes, huérfano de todo, en una fragmentación en la que parece imposible un horizonte de sentido – sigue cargando con la pesada herencia que nos dejó la época anterior, hecha de individualismo y subjetivismo (que recuerdan, una vez más, al pelagianismo y al gnosticismo), así como por un espiritualismo abstracto que contradice la naturaleza misma del hombre, espíritu encarnado y, por tanto, en sí mismo capaz de acción y comprensión simbólica.

 

29. La Iglesia reunida en el Concilio ha querido confrontarse con la realidad de la modernidad, reafirmando su conciencia de ser sacramento de Cristo, luz de las gentes (Lumen Gentium), poniéndose a la escucha atenta de la palabra de Dios (Dei Verbum) y reconociendo como propios los gozos y las esperanzas (Gaudium et spes) de los hombres de hoy. Las grandes Constituciones conciliares son inseparables, y no es casualidad que esta única gran reflexión del Concilio Ecuménico – la más alta expresión de la sinodalidad de la Iglesia, de cuya riqueza estoy llamado a ser, con todos vosotros, custodio – haya partido de la Liturgia (Sacrosanctum Concilium).

 

30. Concluyendo la segunda sesión del Concilio (4 de diciembre de 1963) san Pablo VI se expresaba así [7]:

 

«Por lo demás, no ha quedado sin fruto la ardua e intrincada discusión, puestos que uno de los temas, el primero que fue examinado, y en un cierto sentido el primero también por la excelencia intrínseca y por su importancia para la vida de la Iglesia, el de la sagrada Liturgia, ha sido terminado y es hoy promulgado por Nos solemnemente. Nuestro espíritu exulta de gozo ante este resultado. Nos rendimos en esto el homenaje conforme a la escala de valores y deberes: Dios en el primer puesto; la oración, nuestra primera obligación; la Liturgia, la primera fuente de la vida divina que se nos comunica, la primera escuela de nuestra vida espiritual, el primer don que podemos hacer al pueblo cristiano, que con nosotros que cree y ora, y la primera invitación al mundo para que desate en oración dichosa y veraz su lengua muda y sienta el inefable poder regenerador de cantar con nosotros las alabanzas divinas y las esperanzas humanas, por Cristo Señor en el Espíritu Santo».

 

31. En esta carta no puedo detenerme en la riqueza de cada una de las expresiones, que dejo a vuestra meditación. Si la Liturgia es “la cumbre a la cual tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (Sacrosanctum Concilium, n. 10), comprendemos bien lo que está en juego en la cuestión litúrgica. Sería banal leer las tensiones, desgraciadamente presentes en torno a la celebración, como una simple divergencia entre diferentes sensibilidades sobre una forma ritual. La problemática es, ante todo, eclesiológica. No veo cómo se puede decir que se reconoce la validez del Concilio – aunque me sorprende un poco que un católico pueda presumir de no hacerlo – y no aceptar la reforma litúrgica nacida de la Sacrosanctum Concilium, que expresa la realidad de la Liturgia en íntima conexión con la visión de la Iglesia descrita admirablemente por la Lumen Gentium. Por ello – como expliqué en la carta enviada a todos los Obispos – me sentí en el deber de afirmar que “los libros litúrgicos promulgados por los Santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, en conformidad con los decretos del Concilio Vaticano II, como única expresión de la lex orandi del Rito Romano” (Motu Proprio Traditionis custodes, art. 1).

 

La no aceptación de la reforma, así como una comprensión superficial de la misma, nos distrae de la tarea de encontrar las respuestas a la pregunta que repito: ¿cómo podemos crecer en la capacidad de vivir plenamente la acción litúrgica? ¿Cómo podemos seguir asombrándonos de lo que ocurre ante nuestros ojos en la celebración? Necesitamos una formación litúrgica seria y vital.

 

32. Volvamos de nuevo al Cenáculo de Jerusalén: en la mañana de Pentecostés nació la Iglesia, célula inicial de la nueva humanidad. Sólo la comunidad de hombres y mujeres reconciliados, porque han sido perdonados; vivos, porque Él está vivo; verdaderos, porque están habitados por el Espíritu de la verdad, puede abrir el angosto espacio del individualismo espiritual.

 

33. Es la comunidad de Pentecostés la que puede partir el Pan con la certeza de que el Señor está vivo, resucitado de entre los muertos, presente con su palabra, con sus gestos, con la ofrenda de su Cuerpo y de su Sangre. Desde aquel momento, la celebración se convierte en el lugar privilegiado, no el único, del encuentro con Él. Sabemos que, sólo gracias a este encuentro, el hombre llega a ser plenamente hombre. Sólo la Iglesia de Pentecostés puede concebir al hombre como persona, abierto a una relación plena con Dios, con la creación y con los hermanos.

 

34. Aquí se plantea la cuestión decisiva de la formación litúrgica. Dice Guardini: “Así se perfila también la primera tarea práctica: sostenidos por esta transformación interior de nuestro tiempo, debemos aprender nuevamente a situarnos ante la relación religiosa como hombres en sentido pleno [8]. Esto es lo que hace posible la Liturgia, en esto es en lo que nos debemos formar. El propio Guardini no duda en afirmar que, sin formación litúrgica, “las reformas en el rito y en el texto no sirven de mucho” [9]. No pretendo ahora tratar exhaustivamente el riquísimo tema de la formación litúrgica: sólo quiero ofrecer algunos puntos de reflexión. Creo que podemos distinguir dos aspectos: la formación para la Liturgia y la formación desde la Liturgia. El primero está en función del segundo, que es esencial.

 

35. Es necesario encontrar cauces para una formación como estudio de la Liturgia: a partir del movimiento litúrgico, se ha hecho mucho en este sentido, con valiosas aportaciones de muchos estudiosos e instituciones académicas. Sin embargo, es necesario difundir este conocimiento fuera del ámbito académico, de forma accesible, para que todo creyente crezca en el conocimiento del sentido teológico de la Liturgia –ésta es la cuestión decisiva y fundante de todo conocimiento y de toda práctica litúrgica–, así como en el desarrollo de la celebración cristiana, adquiriendo la capacidad de comprender los textos eucológicos, los dinamismos rituales y su valor antropológico.

 

36. Pienso en la normalidad de nuestras asambleas que se reúnen para celebrar la Eucaristía el día del Señor, domingo tras domingo, Pascua tras Pascua, en momentos concretos de la vida de las personas y de las comunidades, en diferentes edades de la vida: los ministros ordenados realizan una acción pastoral de primera importancia cuando llevan de la mano a los fieles bautizados para conducirlos a la repetida experiencia de la Pascua. Recordemos siempre que es la Iglesia, Cuerpo de Cristo, el sujeto celebrante, no sólo el sacerdote. El conocimiento que proviene del estudio es sólo el primer paso para poder entrar en el misterio celebrado. Es evidente que, para poder guiar a los hermanos y a las hermanas, los ministros que presiden la asamblea deben conocer el camino, tanto por haberlo estudiado en el mapa de la ciencia teológica, como por haberlo frecuentado en la práctica de una experiencia de fe viva, alimentada por la oración, ciertamente no sólo como un compromiso que cumplir. En el día de la ordenación, todo presbítero siente decir a su obispo: «Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor» [10].

 

37. La configuración del estudio de la Liturgia en los seminarios debe tener en cuenta también la extraordinaria capacidad que la celebración tiene en sí misma para ofrecer una visión orgánica del conocimiento teológico. Cada disciplina de la teología, desde su propia perspectiva, debe mostrar su íntima conexión con la Liturgia, en virtud de la cual se revela y realiza la unidad de la formación sacerdotal (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 16). Una configuración litúrgico-sapiencial de la formación teológica en los seminarios tendría ciertamente efectos positivos, también en la acción pastoral. No hay ningún aspecto de la vida eclesial que no encuentre su culmen y su fuente en ella. La pastoral de conjunto, orgánica, integrada, más que ser el resultado de la elaboración de complicados programas, es la consecuencia de situar la celebración eucarística dominical, fundamento de la comunión, en el centro de la vida de la comunidad. La comprensión teológica de la Liturgia no permite, de ninguna manera, entender estas palabras como si todo se redujera al aspecto cultual. Una celebración que no evangeliza, no es auténtica, como no lo es un anuncio que no lleva al encuentro con el Resucitado en la celebración: ambos, pues, sin el testimonio de la caridad, son como un metal que resuena o un címbalo que aturde (cfr. 1Cor 13,1).

 

38. Para los ministros y para todos los bautizados, la formación litúrgica, en su primera acepción, no es algo que se pueda conquistar de una vez para siempre: puesto que el don del misterio celebrado supera nuestra capacidad de conocimiento, este compromiso deberá ciertamente acompañar la formación permanente de cada uno, con la humildad de los pequeños, actitud que abre al asombro.

 

39. Una última observación sobre los seminarios: además del estudio, deben ofrecer también la oportunidad de experimentar una celebración, no sólo ejemplar desde el punto de vista ritual, sino auténtica, vital, que permita vivir esa verdadera comunión con Dios, a la cual debe tender también el conocimiento teológico. Sólo la acción del Espíritu puede perfeccionar nuestro conocimiento del misterio de Dios, que no es cuestión de comprensión mental, sino de una relación que toca la vida. Esta experiencia es fundamental para que, una vez sean ministros ordenados, puedan acompañar a las comunidades en el mismo camino de conocimiento del misterio de Dios, que es misterio de amor.

 

40. Esta última consideración nos lleva a reflexionar sobre el segundo significado con el que podemos entender la expresión “formación litúrgica”. Me refiero al ser formados, cada uno según su vocación, por la participación en la celebración litúrgica. Incluso el conocimiento del estudio que acabo de mencionar, para que no se convierta en racionalismo, debe estar en función de la puesta en práctica de la acción formativa de la Liturgia en cada creyente en Cristo.

 

41. De cuanto hemos dicho sobre la naturaleza de la Liturgia, resulta evidente que el conocimiento del misterio de Cristo, cuestión decisiva para nuestra vida, no consiste en una asimilación mental de una idea, sino en una real implicación existencial con su persona. En este sentido, la Liturgia no tiene que ver con el “conocimiento”, y su finalidad no es primordialmente pedagógica (aunque tiene un gran valor pedagógico: cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 33) sino que es la alabanza, la acción de gracias por la Pascua del Hijo, cuya fuerza salvadora llega a nuestra vida. La celebración tiene que ver con la realidad de nuestro ser dóciles a la acción del Espíritu, que actúa en ella, hasta que Cristo se forme en nosotros (cfr. Gál 4,19). La plenitud de nuestra formación es la conformación con Cristo. Repito: no se trata de un proceso mental y abstracto, sino de llegar a ser Él. Esta es la finalidad para la cual se ha dado el Espíritu, cuya acción es siempre y únicamente confeccionar el Cuerpo de Cristo. Es así con el pan eucarístico, es así para todo bautizado llamado a ser, cada vez más, lo que recibió como don en el bautismo, es decir, ser miembro del Cuerpo de Cristo. León Magno escribe: «Nuestra participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo no tiende a otra cosa sino a convertirnos en lo que comemos» [11].

 

42. Esta implicación existencial tiene lugar – en continuidad y coherencia con el método de la Encarnación – por vía sacramental. La Liturgia está hecha de cosas que son exactamente lo contrario de abstracciones espirituales: pan, vino, aceite, agua, perfume, fuego, ceniza, piedra, tela, colores, cuerpo, palabras, sonidos, silencios, gestos, espacio, movimiento, acción, orden, tiempo, luz. Toda la creación es manifestación del amor de Dios: desde que ese mismo amor se ha manifestado en plenitud en la cruz de Jesús, toda la creación es atraída por Él. Es toda la creación la que es asumida para ser puesta al servicio del encuentro con el Verbo encarnado, crucificado, muerto, resucitado, ascendido al Padre. Así como canta la plegaria sobre el agua para la fuente bautismal, al igual que la del aceite para el sagrado crisma y las palabras de la presentación del pan y el vino, frutos de la tierra y del trabajo del hombre.

 

43. La Liturgia da gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz inaccesible en la que Él habita (cfr. 1 Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que resuena eternamente en las moradas celestiales. La Liturgia da gloria a Dios porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y, al verlo, revivir por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria de Dios. Ireneo, doctor unitatis, nos lo recuerda: «La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios: si ya la revelación de Dios a través de la creación da vida a todos los seres que viven en la tierra, ¡cuánto más la manifestación del Padre a través del Verbo es causa de vida para los que ven a Dios!» [12].

 

44. Guardini escribe: «Con esto se delinea la primera tarea del trabajo de la formación litúrgica: el hombre ha de volver a ser capaz de símbolos» [13]. Esta tarea concierne a todos, ministros ordenados y fieles. La tarea no es fácil, porque el hombre moderno es analfabeto, ya no sabe leer los símbolos, apenas conoce de su existencia. Esto también ocurre con el símbolo de nuestro cuerpo. Es un símbolo porque es la unión íntima del alma y el cuerpo, visibilidad del alma espiritual en el orden de lo corpóreo, y en ello consiste la unicidad humana, la especificidad de la persona irreductible a cualquier otra forma de ser vivo. Nuestra apertura a lo trascendente, a Dios, es constitutiva: no reconocerla nos lleva inevitablemente a un no conocimiento, no sólo de Dios, sino también de nosotros mismos. No hay más que ver la forma paradójica en que se trata al cuerpo, o bien tratado casi obsesivamente en pos del mito de la eterna juventud, o bien reducido a una materialidad a la cual se le niega toda dignidad. El hecho es que no se puede dar valor al cuerpo sólo desde el cuerpo. Todo símbolo es a la vez poderoso y frágil: si no se respeta, si no se trata como lo que es, se rompe, pierde su fuerza, se vuelve insignificante.

 

Ya no tenemos la mirada de San Francisco, que miraba al sol –al que llamaba hermano porque así lo sentía –, lo veía bellu e radiante cum grande splendore y, lleno de asombro, cantaba: de te Altissimu, porta significatione. [14] Haber perdido la capacidad de comprender el valor simbólico del cuerpo y de toda criatura hace que el lenguaje simbólico de la Liturgia sea casi inaccesible para el hombre moderno. No se trata, sin embargo, de renunciar a ese lenguaje: no se puede renunciar a él porque es el que la Santísima Trinidad ha elegido para llegar a nosotros en la carne del Verbo. Se trata más bien de recuperar la capacidad de plantear y comprender los símbolos de la Liturgia. No hay que desesperar, porque en el hombre esta dimensión, como acabo de decir, es constitutiva y, a pesar de los males del materialismo y del espiritualismo – ambos negación de la unidad cuerpo y alma –, está siempre dispuesta a reaparecer, como toda verdad.

 

45. Entonces, la pregunta que nos hacemos es ¿cómo volver a ser capaces de símbolos? ¿Cómo volver a saber leerlos para vivirlos? Sabemos muy bien que la celebración de los sacramentos es – por la gracia de Dios – eficaz en sí misma (ex opere operato), pero esto no garantiza una plena implicación de las personas sin un modo adecuado de situarse frente al lenguaje de la celebración. La lectura simbólica no es una cuestión de conocimiento mental, de adquisición de conceptos, sino una experiencia vital.

 

46. Ante todo, debemos recuperar la confianza en la creación. Con esto quiero decir que las cosas – con las cuales “se hacen” los sacramentos – vienen de Dios, están orientadas a Él y han sido asumidas por Él, especialmente con la encarnación, para que pudieran convertirse en instrumentos de salvación, vehículos del Espíritu, canales de gracia. Aquí se advierte la distancia, tanto de la visión materialista, como espiritualista. Si las cosas creadas son parte irrenunciable de la acción sacramental que lleva a cabo nuestra salvación, debemos situarnos ante ellas con una mirada nueva, no superficial, respetuosa, agradecida. Desde el principio, contienen la semilla de la gracia santificante de los sacramentos.

 

47. Otra cuestión decisiva – reflexionando de nuevo sobre cómo nos forma la Liturgia – es la educación necesaria para adquirir la actitud interior, que nos permita situar y comprender los símbolos litúrgicos. Lo expreso de forma sencilla. Pienso en los padres y, más aún, en los abuelos, pero también en nuestros párrocos y catequistas. Muchos de nosotros aprendimos de ellos el poder de los gestos litúrgicos, como la señal de la cruz, el arrodillarse o las fórmulas de nuestra fe. Quizás puede que no tengamos un vivo recuerdo de ello, pero podemos imaginar fácilmente el gesto de una mano más grande que toma la pequeña mano de un niño y acompañándola lentamente mientras traza, por primera vez, la señal de nuestra salvación. El movimiento va acompañado de las palabras, también lentas, como para apropiarse de cada instante de ese gesto, de todo el cuerpo: «En el nombre del Padre... y del Hijo... y del Espíritu Santo... Amén». Para después soltar la mano del niño y, dispuesto a acudir en su ayuda, ver cómo repite él solo ese gesto ya entregado, como si fuera un hábito que crecerá con él, vistiéndolo de la manera que sólo el Espíritu conoce. A partir de ese momento, ese gesto, su fuerza simbólica, nos pertenece o, mejor dicho, pertenecemos a ese gesto, nos da forma, somos formados por él. No es necesario hablar demasiado, no es necesario haber entendido todo sobre ese gesto: es necesario ser pequeño, tanto al entregarlo, como al recibirlo. El resto es obra del Espíritu. Así hemos sido iniciados en el lenguaje simbólico. No podemos permitir que nos roben esta riqueza. A medida que crecemos, podemos tener más medios para comprender, pero siempre con la condición de seguir siendo pequeños.

 

Ars celebrandi

48. Un modo para custodiar y para crecer en la comprensión vital de los símbolos de la Liturgia es, ciertamente, cuidar el arte de celebrar. Esta expresión también es objeto de diferentes interpretaciones. Se entiende más claramente teniendo en cuenta el sentido teológico de la Liturgia descrito en el número 7 de Sacrosanctum Concilium, al cual nos hemos referido varias veces. El ars celebrandi no puede reducirse a la mera observancia de un aparato de rúbricas, ni tampoco puede pensarse en una fantasiosa – a veces salvaje – creatividad sin reglas. El rito es en sí mismo una norma, y la norma nunca es un fin en sí misma, sino que siempre está al servicio de la realidad superior que quiere custodiar.

 

49. Como cualquier arte, requiere diferentes conocimientos.

 

En primer lugar, la comprensión del dinamismo que describe la Liturgia. El momento de la acción celebrativa es el lugar donde, a través del memorial, se hace presente el misterio pascual para que los bautizados, en virtud de su participación, puedan experimentarlo en su vida: sin esta comprensión, se cae fácilmente en el “exteriorismo” (más o menos refinado) y en el rubricismo (más o menos rígido).

 

Es necesario, pues, conocer cómo actúa el Espíritu Santo en cada celebración: el arte de celebrar debe estar en sintonía con la acción del Espíritu. Sólo así se librará de los subjetivismos, que son el resultado de la prevalencia de las sensibilidades individuales, y de los culturalismos, que son incorporaciones sin criterio de elementos culturales, que nada tienen que ver con un correcto proceso de inculturación.

 

Por último, es necesario conocer la dinámica del lenguaje simbólico, su peculiaridad, su eficacia.

 

50. De estas breves observaciones se desprende que el arte de celebrar no se puede improvisar. Como cualquier arte, requiere una aplicación asidua. Un artesano sólo necesita la técnica; un artista, además de los conocimientos técnicos, no puede carecer de inspiración, que es una forma positiva de posesión: el verdadero artista no posee un arte, ni es poseído por él. Uno no aprende el arte de celebrar porque asista a un curso de oratoria o de técnicas de comunicación persuasiva (no juzgo las intenciones, veo los efectos). Toda herramienta puede ser útil, pero siempre debe estar sujeta a la naturaleza de la Liturgia y a la acción del Espíritu. Es necesaria una dedicación diligente a la celebración, dejando que la propia celebración nos transmita su arte. Guardini escribe: «Debemos darnos cuenta de lo profundamente arraigados que estamos todavía en el individualismo y el subjetivismo, de lo poco acostumbrados que estamos a la llamada de las cosas grandes y de lo pequeña que es la medida de nuestra vida religiosa. Hay que despertar el sentido de la grandeza de la oración, la voluntad de implicar también nuestra existencia en ella. Pero el camino hacia estas metas es la disciplina, la renuncia a un sentimentalismo blando; un trabajo serio, realizado en obediencia a la Iglesia, en relación con nuestro ser y nuestro comportamiento religioso» [15]. Así es como se aprende el arte de la celebración.

 

51. Al hablar de este tema, podemos pensar que sólo concierne a los ministros ordenados que ejercen el servicio de la presidencia. En realidad, es una actitud a la que están llamados a vivir todos los bautizados. Pienso en todos los gestos y palabras que pertenecen a la asamblea: reunirse, caminar en procesión, sentarse, estar de pie, arrodillarse, cantar, estar en silencio, aclamar, mirar, escuchar. Son muchas las formas en que la asamblea, como un solo hombre (Neh 8,1), participa en la celebración. Realizar todos juntos el mismo gesto, hablar todos a la vez, transmite a los individuos la fuerza de toda la asamblea. Es una uniformidad que no sólo no mortifica, sino que, por el contrario, educa a cada fiel a descubrir la auténtica singularidad de su personalidad, no con actitudes individualistas, sino siendo conscientes de ser un solo cuerpo. No se trata de tener que seguir un protocolo litúrgico: se trata más bien de una “disciplina” – en el sentido utilizado por Guardini – que, si se observa con autenticidad, nos forma: son gestos y palabras que ponen orden en nuestro mundo interior, haciéndonos experimentar sentimientos, actitudes, comportamientos. No son el enunciado de un ideal en el que inspirarnos, sino una acción que implica al cuerpo en su totalidad, es decir, ser unidad de alma y cuerpo.

 

52. Entre los gestos rituales que pertenecen a toda la asamblea, el silencio ocupa un lugar de absoluta importancia. Varias veces se prescribe expresamente en las rúbricas: toda la celebración eucarística está inmersa en el silencio que precede a su inicio y marca cada momento de su desarrollo ritual. En efecto, está presente en el acto penitencial; después de la invitación a la oración; en la Liturgia de la Palabra (antes de las lecturas, entre las lecturas y después de la homilía); en la plegaria eucarística; después de la comunión [16]. No es un refugio para esconderse en un aislamiento intimista, padeciendo la ritualidad como si fuera una distracción: tal silencio estaría en contradicción con la esencia misma de la celebración. El silencio litúrgico es mucho más: es el símbolo de la presencia y la acción del Espíritu Santo que anima toda la acción celebrativa, por lo que, a menudo, constituye la culminación de una secuencia ritual. Precisamente porque es un símbolo del Espíritu, tiene el poder de expresar su acción multiforme. Así, retomando los momentos que he recordado anteriormente, el silencio mueve al arrepentimiento y al deseo de conversión; suscita la escucha de la Palabra y la oración; dispone a la adoración del Cuerpo y la Sangre de Cristo; sugiere a cada uno, en la intimidad de la comunión, lo que el Espíritu quiere obrar en nuestra vida para conformarnos con el Pan partido. Por eso, estamos llamados a realizar con extremo cuidado el gesto simbólico del silencio: en él nos da forma el Espíritu.

 

53. Cada gesto y cada palabra contienen una acción precisa que es siempre nueva, porque encuentra un momento siempre nuevo en nuestra vida. Permitidme explicarlo con un sencillo ejemplo. Nos arrodillamos para pedir perdón; para doblegar nuestro orgullo; para entregar nuestras lágrimas a Dios; para suplicar su intervención; para agradecerle un don recibido: es siempre el mismo gesto, que expresa esencialmente nuestra pequeñez ante Dios. Sin embargo, realizado en diferentes momentos de nuestra vida, modela nuestra profunda interioridad y posteriormente se manifiesta externamente en nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos. Arrodillarse debe hacerse también con arte, es decir, con plena conciencia de su significado simbólico y de la necesidad que tenemos de expresar, mediante este gesto, nuestro modo de estar en presencia del Señor. Si todo esto es cierto para este simple gesto, ¿cuánto más para la celebración de la Palabra? ¿Qué arte estamos llamados a aprender al proclamar la Palabra, al escucharla, al hacerla inspiración de nuestra oración, al hacer que se haga vida? Todo ello merece el máximo cuidado, no formal, exterior, sino vital, interior, porque cada gesto y cada palabra de la celebración expresada con “arte” forma la personalidad cristiana del individuo y de la comunidad.

 

54. Si bien es cierto que el ars celebrandi concierne a toda la asamblea que celebra, no es menos cierto que los ministros ordenados deben cuidarlo especialmente. Visitando comunidades cristianas he comprobado, a menudo, que su forma de vivir la celebración está condicionada – para bien, y desgraciadamente también para mal – por la forma en que su párroco preside la asamblea. Podríamos decir que existen diferentes “modelos” de presidencia. He aquí una posible lista de actitudes que, aunque opuestas, caracterizan a la presidencia de forma ciertamente inadecuada: rigidez austera o creatividad exagerada; misticismo espiritualizador o funcionalismo práctico; prisa precipitada o lentitud acentuada; descuido desaliñado o refinamiento excesivo; afabilidad sobreabundante o impasibilidad hierática. A pesar de la amplitud de este abanico, creo que la inadecuación de estos modelos tiene una raíz común: un exagerado personalismo en el estilo celebrativo que, en ocasiones, expresa una mal disimulada manía de protagonismo. Esto suele ser más evidente cuando nuestras celebraciones se difunden en red, cosa que no siempre es oportuno y sobre la que deberíamos reflexionar. Eso sí, no son estas las actitudes más extendidas, pero las asambleas son objeto de ese “maltrato” frecuentemente.

 

55. Se podría decir mucho sobre la importancia y el cuidado de la presidencia. En varias ocasiones me he detenido en la exigente tarea de la homilía [17]. Me limitaré ahora a algunas consideraciones más amplias, queriendo, de nuevo, reflexionar con vosotros sobre cómo somos formados por la Liturgia. Pienso en la normalidad de las Misas dominicales en nuestras comunidades: me refiero, pues, a los presbíteros, pero implícitamente a todos los ministros ordenados.

 

56. El presbítero vive su participación propia durante la celebración en virtud del don recibido en el sacramento del Orden: esta tipología se expresa precisamente en la presidencia. Como todos los oficios que está llamado a desempeñar, éste no es, primariamente, una tarea asignada por la comunidad, sino la consecuencia de la efusión del Espíritu Santo recibida en la ordenación, que le capacita para esta tarea. El presbítero también es formado al presidir la asamblea que celebra.

 

57. Para que este servicio se haga bien – con arte – es de fundamental importancia que el presbítero tenga, ante todo, la viva conciencia de ser, por misericordia, una presencia particular del Resucitado. El ministro ordenado es en sí mismo uno de los modos de presencia del Señor que hacen que la asamblea cristiana sea única, diferente de cualquier otra (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 7). Este hecho da profundidad “sacramental” –en sentido amplio– a todos los gestos y palabras de quien preside. La asamblea tiene derecho a poder sentir en esos gestos y palabras el deseo que tiene el Señor, hoy como en la última cena, de seguir comiendo la Pascua con nosotros. Por tanto, el Resucitado es el protagonista, y no nuestra inmadurez, que busca asumir un papel, una actitud y un modo de presentarse, que no le corresponde. El propio presbítero se ve sobrecogido por este deseo de comunión que el Señor tiene con cada uno: es como si estuviera colocado entre el corazón ardiente de amor de Jesús y el corazón de cada creyente, objeto de su amor. Presidir la Eucaristía es sumergirse en el horno del amor de Dios. Cuando se comprende o, incluso, se intuye esta realidad, ciertamente ya no necesitamos un directorio que nos dicte el adecuado comportamiento. Si lo necesitamos, es por la dureza de nuestro corazón. La norma más excelsa y, por tanto, más exigente, es la realidad de la propia celebración eucarística, que selecciona las palabras, los gestos, los sentimientos, haciéndonos comprender si son o no adecuados a la tarea que han de desempeñar. Evidentemente, esto tampoco se puede improvisar: es un arte, requiere la aplicación del sacerdote, es decir, la frecuencia asidua del fuego del amor que el Señor vino a traer a la tierra (cfr. Lc 12,49).

 

58. Cuando la primera comunidad parte el pan en obediencia al mandato del Señor, lo hace bajo la mirada de María, que acompaña los primeros pasos de la Iglesia: “perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús” (Hch 1,14). La Virgen Madre “supervisa” los gestos de su Hijo encomendados a los Apóstoles. Como ha conservado en su seno al Verbo hecho carne, después de acoger las palabras del ángel Gabriel, la Virgen conserva también ahora en el seno de la Iglesia aquellos gestos que conforman el cuerpo de su Hijo. El presbítero, que en virtud del don recibido por el sacramento del Orden repite esos gestos, es custodiado en las entrañas de la Virgen. ¿Necesitamos una norma que nos diga cómo comportarnos?

 

59. Convertidos en instrumentos para que arda en la tierra el fuego de su amor, custodiados en las entrañas de María, Virgen hecha Iglesia (como cantaba san Francisco), los presbíteros se dejan modelar por el Espíritu que quiere llevar a término la obra que comenzó en su ordenación. La acción del Espíritu les ofrece la posibilidad de ejercer la presidencia de la asamblea eucarística con el temor de Pedro, consciente de su condición de pecador (cfr. Lc 5,1-11), con la humildad fuerte del siervo sufriente (cfr. Is 42 ss), con el deseo de “ser comido” por el pueblo que se les confía en el ejercicio diario de su ministerio.

 

60. La propia celebración educa a esta cualidad de la presidencia; repetimos, no es una adhesión mental, aunque toda nuestra mente, así como nuestra sensibilidad, estén implicadas en ella. El presbítero está, por tanto, formado para presidir mediante las palabras y los gestos que la Liturgia pone en sus labios y en sus manos.

 

No se sienta en un trono [18], porque el Señor reina con la humildad de quien sirve.

 

No roba la centralidad del altar, signo de Cristo, de cuyo lado, traspasado en la cruz, brotó sangre y agua, inicio de los sacramentos de la Iglesia y centro de nuestra alabanza y acción de gracias [19].

 

Al acercarse al altar para la ofrenda, se enseña al presbítero la humildad y el arrepentimiento con las palabras: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro» [20].

 

No puede presumir de sí mismo por el ministerio que se le ha confiado, porque la Liturgia le invita a pedir ser purificado, con el signo del agua: «Lava del todo mi delito, Señor, y limpia mi pecado» [21].

 

Las palabras que la Liturgia pone en sus labios tienen distintos significados, que requieren tonalidades específicas: por la importancia de estas palabras, se pide al presbítero un verdadero ars dicendi. Éstas dan forma a sus sentimientos interiores, ya sea en la súplica al Padre en nombre de la asamblea, como en la exhortación dirigida a la asamblea, así como en las aclamaciones junto con toda la asamblea.

 

Con la plegaria eucarística –en la que participan también todos los bautizados escuchando con reverencia y silencio e interviniendo con aclamaciones [22]– el que preside tiene la fuerza, en nombre de todo el pueblo santo, de recordar al Padre la ofrenda de su Hijo en la última cena, para que ese inmenso don se haga de nuevo presente en el altar. Participa en esa ofrenda con la ofrenda de sí mismo. El presbítero no puede hablar al Padre de la última cena sin participar en ella. No puede decir: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros», y no vivir el mismo deseo de ofrecer su propio cuerpo, su propia vida por el pueblo a él confiado. Esto es lo que ocurre en el ejercicio de su ministerio.

 

El presbítero es formado continuamente en la acción celebrativa por todo esto y mucho más.

 

* * *

61. He querido ofrecer simplemente algunas reflexiones que ciertamente no agotan el inmenso tesoro de la celebración de los santos misterios. Pido a todos los obispos, presbíteros y diáconos, a los formadores de los seminarios, a los profesores de las facultades teológicas y de las escuelas de teología, y a todos los catequistas, que ayuden al pueblo santo de Dios a beber de la que siempre ha sido la fuente principal de la espiritualidad cristiana. Estamos continuamente llamados a redescubrir la riqueza de los principios generales expuestos en los primeros números de la Sacrosanctum Concilium, comprendiendo el íntimo vínculo entre la primera Constitución conciliar y todas las demás. Por eso, no podemos volver a esa forma ritual que los Padres Conciliares, cum Petro y sub Petro, sintieron la necesidad de reformar, aprobando, bajo la guía del Espíritu y según su conciencia de pastores, los principios de los que nació la reforma. Los santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, al aprobar los libros litúrgicos reformados ex decreto Sacrosancti Œcumenici Concilii Vaticani II, garantizaron la fidelidad de la reforma al Concilio. Por eso, escribí Traditionis custodes, para que la Iglesia pueda elevar, en la variedad de lenguas, una única e idéntica oración capaz de expresar su unidad [23]. Esta unidad que, como ya he escrito, pretendo ver restablecida en toda la Iglesia de Rito Romano.

 

62. Quisiera que esta carta nos ayudara a reavivar el asombro por la belleza de la verdad de la celebración cristiana, a recordar la necesidad de una auténtica formación litúrgica y a reconocer la importancia de un arte de la celebración, que esté al servicio de la verdad del misterio pascual y de la participación de todos los bautizados, cada uno con la especificidad de su vocación.

 

Toda esta riqueza no está lejos de nosotros: está en nuestras iglesias, en nuestras fiestas cristianas, en la centralidad del domingo, en la fuerza de los sacramentos que celebramos. La vida cristiana es un continuo camino de crecimiento: estamos llamados a dejarnos formar con alegría y en comunión.

 

63. Por eso, me gustaría dejaros una indicación más para proseguir en nuestro camino. Os invito a redescubrir el sentido del año litúrgico y del día del Señor: también esto es una consigna del Concilio (cfr. Sacrosanctum Concilium, nn. 102-111).

 

64. A la luz de lo que hemos recordado anteriormente, entendemos que el año litúrgico es la posibilidad de crecer en el conocimiento del misterio de Cristo, sumergiendo nuestra vida en el misterio de su Pascua, mientras esperamos su vuelta. Se trata de una verdadera formación continua. Nuestra vida no es una sucesión casual y caótica de acontecimientos, sino un camino que, de Pascua en Pascua, nos conforma a Él mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo [24].

 

65. En el correr del tiempo, renovado por la Pascua, cada ocho días la Iglesia celebra, en el domingo, el acontecimiento de la salvación. El domingo, antes de ser un precepto, es un regalo que Dios hace a su pueblo (por eso, la Iglesia lo protege con un precepto). La celebración dominical ofrece a la comunidad cristiana la posibilidad de formarse por medio de la Eucaristía. De domingo a domingo, la Palabra del Resucitado ilumina nuestra existencia queriendo realizar en nosotros aquello para lo que ha sido enviada (cfr. Is 55,10-11). De domingo a domingo, la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo quiere hacer también de nuestra vida un sacrificio agradable al Padre, en la comunión fraterna que se transforma en compartir, acoger, servir. De domingo a domingo, la fuerza del Pan partido nos sostiene en el anuncio del Evangelio en el que se manifiesta la autenticidad de nuestra celebración.

 

Abandonemos las polémicas para escuchar juntos lo que el Espíritu dice a la Iglesia, mantengamos la comunión, sigamos asombrándonos por la belleza de la Liturgia. Se nos ha dado la Pascua, conservemos el deseo continuo que el Señor sigue teniendo de poder comerla con nosotros. Bajo la mirada de María, Madre de la Iglesia.

 

Dado en Roma, en San Juan de Letrán, a 29 de junio, solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles, del año 2022, décimo de mi pontificado.

 

FRANCISCO

¡Tiemble el hombre todo entero, estremézcase el mundo todo

y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo,

se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote!

¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa!

¡Oh sublime humildad, oh humilde sublimidad:

que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios,

se humilla hasta el punto de esconderse,

para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!

Mirad, hermanos, la humildad de Dios

y derramad ante Él vuestros corazones;

humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por Él.

En conclusión:

nada de vosotros retengáis para vosotros mismos

a fin de enteros os reciba el que todo entero se os entrega.

 

San Francisco de Asís, Carta a toda la Orden II, 26-29

 

[1] Cfr. Leo Magnus, Sermo LXXIV: De ascensione Domini II, 1: «quod […] Redemptoris nostri conspicuum fuit, in sacramenta transivit».

 

[2] Præfatio paschalis III, Missale Romanum (2008) p.367: «Qui immolátus iam non móritur, sed semper vivit occísus».

 

[3] Cfr. Missale Romanum (2008) p. 532.

 

[4] Cfr. Augustinus, Enarrationes in psalmos. Ps. 138,2; Oratio post septimam lectionem, Vigilia Paschalis, Missale Romanum (2008) p. 359; Super oblata, Pro Ecclesia (B), Missale Romanum (2008) p. 1076.

 

[5] Cfr. Augustinus, In Ioannis Evangelium tractatus XXVI,13.

 

[6] Litteræ encyclicæ Mediator Dei (20 Novembris 1947) en AAS 39 (1947) 532.

 

[7] AAS 56 (1964) 34.

 

[8] R. Guardini, Liturgische Bildung (1923) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p. 43.

 

[9] R. Guardini, Der Kultakt und die gegenwärtige Aufgabe der Liturgischen Bildung (1964) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p. 14.

 

[10] De Ordinatione Episcopi, Presbyterorum et Diaconorum (1990) p. 95: «Agnosce quod ages, imitare quod tractabis, et vitam tuam mysterio dominicæ crucis conforma».

 

[11] Leo Magnus, Sermo XII: De Passione III, 7.

 

[12] Irenæus Lugdunensis, Adversus hæreses IV, 20, 7.

 

[13] R. Guardini, Liturgische Bildung (1923) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p. 36.

 

[14] Cantico delle Creature, Fonti Francescane, n. 263.

 

[15] R. Guardini, Liturgische Bildung (1923) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p. 99.

 

[16] Cfr. Institutio Generalis Missalis Romani, nn. 45; 51; 54-56; 66; 71; 78; 84; 88; 271.

 

[17] Ver Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24 Noviembre 2013), nn. 135-144.

 

[18] Cfr. Institutio Generalis Missalis Romani, n. 310.

 

[19] Prex dedicationis en Ordo dedicationis ecclesiæ et altaris (1977) p. 102.

 

[20] Missale Romanum (2008) p. 515: «In spiritu humilitatis et in animo contrito suscipiamur a te, Domine; et sic fiat sacrificium nostrum in conspectu tuo hodie, ut placeat tibi, Domine Deus».

 

[21] Missale Romanum (2008) p. 515: «Lava me, Domine, ab iniquitate mea, et a peccato meo munda me».

 

[22] Cfr. Institutio Generalis Missalis Romani, nn. 78-79.

 

[23] Cfr. Paulus VI, Constitutio apostolica Missale Romanum (3 Aprilis 1969) en AAS 61 (1969) 222.

 

[24] Missale Romanum (2008) p. 598: «… exspectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Iesu Christi».