Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica, 28/06/22
La teoría del Big
Bang o Gran Explosión despertó el interés de multitudes cuando fue ampliamente
difundida; actualmente no se habla de ella, parece olvidada. Pero debería ser
analizada nuevamente con cuidado, por su significado para la hipotética
comprensión del origen del universo. Se trata de una hipótesis, en efecto,
aunque prima facie es compatible con los datos de la fe acerca de la creación
del mundo ex nihilo, de la nada. He llamado hipótesis a esa suposición de algo
que puede ser posible como fuente de algunas consecuencias; se lo afirma
provisionalmente como base de investigación. El autor, o expositor, de la
teoría fue un sacerdote católico, Georges Lemaître, alumno de Eddington, el
físico que probó la teoría de la relatividad. No era, pues, un improvisado, un
soñador.
En cosmología se
entiende por Big Bang el principio del universo, el punto inicial del espacio y
el tiempo; un cálculo ubica este hecho inicial de la marcha del mundo hace unos
13.800 millones de años. Sería una singularidad espacio-temporal, un fenómeno
en el cual se rompen las leyes normales de la física. Nuestro conocimiento de
tales singularidades, fenómenos sumamente extraños, es necesariamente muy
limitado. Esta consideración hace que la explicación que ofrece la teoría sea
obviamente solo hipotética.
Las observaciones
astronómicas desarrolladas durante el siglo XX favorecen la afirmación de un
comienzo de la expansión del universo a partir de un núcleo primitivo. ¿Qué
había antes del Big Bang? Nada. La Gran Explosión se identifica con la
creación; existe -podríamos decir- una irreductibilidad del universo en
expansión. Antes no hay nada, no hay antes. La concepción ateísta del mundo
postula una materia eterna de la cual procedería todo. Respondemos que Dios
pudo haber creado ab aeterno, desde toda la eternidad; la creación, como
concepto metafísico, no incluye de suyo un origen temporal, ya que consiste en
la dependencia esencial de todo lo que existe respecto del Creador. Sin
embargo, sabemos por la revelación bíblica que hubo un comienzo. La Escritura
comienza en Génesis 1, 1: Bereshit bará Elohim et haskshamayim ve et haaretz;
Dios creó en el principio las realidades celestiales (los ángeles) y las
terrenas, el mundo que sería el escenario del hombre (efecto, como veremos, del
segundo Big Bang). Puede asomarse ahora un interrogante: ¿Por qué es el ser y
no más bien la nada? Respuesta: porque Dios quiso comunicar su ser, participar
de su felicidad, por amor, a todas las criaturas, las cuales no son el ser,
sino que participan de él. Dios, Él solo, es el ser, es el Ipsum esse per se
subsistens. En suma, la teoría del Big Bang es compatible con el dogma de la
creación y lo ratifica en el orden cosmológico.
Destaco el hecho
de la irreductibilidad del ser, que surge de la nada por la voluntad del
Creador, que sólo Él es eterno. Basta esta condición para hablar correctamente
del primer Big Bang, a partir del cual el universo empezó a existir por el amor
de Dios que crea el ser. El ateísmo materialista no da razón de la existencia
de cuanto existe, de las leyes que rigen el desarrollo del universo y la
configuración de los múltiples seres que constituyen el mundo conocido en
virtud y según la cosmología científica y filosófica.
Continuando con
nuestro discurso, podemos decir que el desarrollo del universo ha rodado hasta
el umbral de una nueva singularidad: la aparición del alma racional y
espiritual, es irreductible a todo lo anterior. Suponiendo que el ser humano
procede de un animal inferior, se debe reconocer que el más desarrollado,
homogéneamente, de los animales inferiores no puede saber que sabe y es incapaz
de un acto de libertad. En esta condición cifra la originalidad del hombre. La
Biblia hebrea designa al ser humano Adam, porque ha sido formado de la adamá,
la arcilla del suelo -una realidad anterior-, pero ha recibido en su nariz un
soplo, la rúaj, el espíritu. Con lenguaje simbólico, el Libro del Génesis da
cuenta de la aparición del hombre como efecto de una voluntad de la sabiduría
del Creador. Sin esa intervención, la hipótesis evolucionista no podría dar
razón del salto que señala la irreductibilidad del saber que se sabe y de la
libre elección de un destino, es decir, la autoconciencia y la libertad como
culminación de la Cosmología en Antropología, y la irreductibilidad de ésta
respecto de aquella.
No viene al caso
señalar cuándo aparece el espíritu; ciertamente, cuando aparece el hombre. La
constitución del hombre, ser corpóreo (material) y espiritual (conocimiento y
amor) es una nueva dimensión de lo que existe. Este es el segundo Big Bang.
La Biblia hebrea
registra, desde diversas y sucesivas fases culturales, el desarrollo de la
historia humana que va cumpliendo períodos con una orientación determinada:
hacia una culminación de plenitud. Esta se revela en el Nuevo Testamento, en la
manifestación cristiana, que es Evangelio, Buena Noticia. El Apóstol San Pablo,
en el capítulo segundo de su Carta a los Filipenses, afirma que el Hijo eterno
de Dios se «sumergió» en el torrente que es la realidad humana de la historia.
Las tradiciones proféticas atisbaban una nueva dimensión, que sería la final.
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, anticipa en su vida mortal lo
que vendrá en una nueva singularidad: su muerte fue una entrega para la
salvación del mundo, al que ha rescatado del pecado en virtud de su amor; en
éste, la agápē, se registra el auténtico final. Cristo amó a los hombres (a sus
discípulos y, a través de ellos, a todos los hombres) eis télos, hasta el
extremo final (cf. Jn. 13, 1). Según el Cuarto Evangelio, la última palabra
pronunciada en la Cruz es tetélestai (Jn 19, 30): todo se ha cumplido, se ha
llegado al télos. Hay un día de silencio, cuando Dios estuvo muerto, y al
tercer día se manifestó la singularidad del amor divino en la resurrección de
Jesús, que es el ingreso en una nueva dimensión, irreductible a todo lo
anterior: a su vida prepascual y aun a las resurrecciones que él ha obrado como
testimonio de su misión y de su divinidad: Lázaro, el hijo de la viuda de Naím,
la hijita del centurión.
La Pascua de
Israel fue una figura profética de la Pascua de Cristo, de su paso a la vida
eterna en su condición humana y al paso de todo el universo con él.
La resurrección de
Jesucristo es el tercer Big Bang, en el que se manifiesta el télos de todo lo
que existe, la creación primera y de la historia humana; es la Nueva Creación
que se desarrolla en la vida de la gracia: la fe, que da acceso al conocimiento
que Dios tiene de sí y que quiere comunicar; la esperanza por la cual la
voluntad se conecta con el cielo -que es Dios, que es Cristo Resucitado- y la
caridad, la agápē, participación en el amor con el que se aman el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo. La gracia de Cristo brota de su existencia de
resucitado. Lo sobrenatural es la proyección del tercer Big Bang que es la
resurrección de Jesucristo. Es el último estadio, cuyo desarrollo llevará a la
«resurrección de la carne», que profesamos en el Credo: expecto resurrectionem
mortuorum. Esperamos, asimismo, con la esperanza que es la virtud teologal e
incluye una expectación de la plena manifestación del fin: et vitam venturi
saeculi. El «siglo venidero» o vida eterna, ya se verifica en la vida de la
gracia, que es sustancialmente vida celestial. No habrá nada más que pueda
llamarse «nuevo». El Señor Resucitado se mostrará definitivamente, para
sorpresa de quienes no han creído, en el juicio que realizará en su parusía,
indiscutible presencia universal.
Concluyo
resumiendo que la teoría del Big Bang permite interpretar las tres
singularidades: la Creación (¿por qué es el ser no más bien la nada?); la
aparición del hombre, es decir, la creación del alma espiritual e inmortal (que
se replica en cada hombre que nace) y la resurrección de Jesús, que se prolonga
y actualiza en el ministerio de la comunicación de la gracia.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito
de La Plata
Académico de
Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número
de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico
Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires,
martes 28 de junio de 2022.
Memoria de San
Ireneo de Lyon, obispo y mártir.-
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