El problema de la
escasez de población no es reconocido oficialmente; y no se ha advertido la
incidencia, en el mismo, del menoscabo del orden familiar por el divorcio, el
control artificial de la natalidad y del así llamado «matrimonio homosexual».
Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica,
14/06/22
La República
Argentina -que ahora, según el oficialismo, se llama «Argentina Presidencia»-
ha vivido recientemente un censo de la población. A modo de curiosidad, señalo
dos antecedentes bíblicos de este recurso; que tiene una indudable importancia
para la formulación de las políticas públicas. De los casos bíblicos, uno fue
un doloroso error, el otro, en cambio, auspicioso, y providencial.
En el capítulo 21,
del Primer Libro de las Crónicas, se dice que «Satán se alzó contra Israel e
instigó a David a hacer un censo de Israel». El rey ordenó a Joab, jefe del
ejército que lo organizara, y que los jefes del pueblo recorrieran el
territorio desde Berseba, en el sur, hasta Dan en el norte, «y tráiganme el
resultado para que sepa cuántos son». Joab era una especie de primer ministro,
un militar con visión política, y se opuso al proyecto considerándolo un
peligro de incurrir en culpa contra el Señor, un gesto insensato de soberanía,
cuando Yahweh era el que gobernaba y multiplicaba al pueblo. Política y
religión estaban estrechamente unidas. «Pero la orden del rey prevaleció sobre
el parecer de Joab, y éste salió a recorrer todo Israel».
El cronista
escribe que Dios «vio eso con malos ojos», y castigó al pueblo. Le propuso a
David que eligiera una de tres penas: tres años de hambre, tres meses de
derrotas frente a los enemigos (siempre los había en las naciones circundantes,
e Israel estaba continuamente en pie de guerra), o tres días en que «la espada
del Señor y la peste asolarán al país». David reconoció haber cometido un grave
pecado y pidió perdón «porque me he comportado como un necio»; prefirió lo
tercero, «caer en las manos de Dios porque es muy grande en misericordia, antes
que caer en manos de los hombres». El señor envío la peste y cayeron setenta
mil hombres, hasta que detuvo la mano del Exterminador: «¡Basta ya!».
El otro caso
bíblico de censo es el decidido por el emperador Augusto, que ordenó la
«inscripción» (apografè) de todo el mundo, la oikuméne romana. Resulta
admirable que un gesto político del orbe pagano sea causa segunda, del
cumplimiento de un designio providencial del Dios salvador. Cada uno debía
inscribirse en su ciudad de origen. José, el esposo de María, tuvo que ir con
ella, que estaba embarazada, desde Nazaret de Galilea, donde vivía, a Belén de
Judea, la ciudad de David. Como se expresa bellamente en el segundo capítulo
del Evangelio según San Lucas, así se cumplió la profecía de Miqueas (5, 1 s.),
que señalaba a la pequeña Belén como no la menor, porque sería la cuna del
Mesías.
En el Evangelio de
la Infancia de Mateo leemos que los Magos de Oriente, guiados por la estrella,
llegan a Jerusalén para adorar al recién nacido Rey de los judíos. Herodes,
para responder a los magos dónde encontrarían al Niño, reunió a los sumos
sacerdotes y a los escribas, quienes indican que el lugar, proféticamente
anunciado, es Belén. La apografè ordenada por Augusto permite el cumplimiento
de la profecía; fue aquel un censo querido por Dios.
Volvamos a la
Argentina de hoy. Los resultados del censo muestran la persistencia de un
problema histórico, para el cual los sucesivos gobiernos son incapaces de
hallar una solución: el nuestro es un país despoblado. Esta observación puede
parecer exagerada, pero basta comparar el dato de la extensión y el número de
habitantes, ahora nuevamente comprobado. La cuestión tiene su historia. A mitad
del siglo XIX, Juan Bautista Alberdi, sostenía un axioma: «Gobernar es poblar».
Este hombre político, autor de las Bases, obra que inspiró la Constitución
Nacional, era un liberal indiscutiblemente lúcido, europeísta; se le ha
criticado –sobre todo de la vertiente nacionalista- que no pensaba en la
multiplicación del criollaje, sino más bien en la inmigración -digamos
exagerando, y burlonamente- de «rubios, de ojos celestes».
En adelante, el
problema incluyó una desigual ocupación del territorio, con una concentración
en las grandes ciudades y su entorno, como el caso del Gran Buenos Aires; que
comprende varios municipios, y que parece ingobernable. Aquí se percibe que la
desigualdad es una dolorosa realidad social; causada por la injusta
distribución de la renta nacional, la desocupación y las deficiencias
educativas. La decadencia de la educación continúa un proceso de aceleración.
Las sucesivas reformas educativas, que copiaron esquemas aquí inaplicables y
fueron inspiradas por malas filosofías, han empeorado el panorama. Hay que
reconocer actualmente que los niños que egresan de la escuela estatal, concluido
el ciclo primario, no saben leer y escribir correctamente. El secundario es
obligatorio, pero sólo el 16% de los alumnos lo concluye, en tiempo y forma.
La drogadicción se
ha «democratizado» y, como se ha visto recientemente, también entra en la escuela.
Éste, como otros factores negativos (el «bullying», la agresividad, etc.)
impiden el desarrollo de una cultura escolar que continúe y complete la que se
inicia en la familia, o la reemplace mínimamente cuando ésta no se da.
El problema de la
escasez de población no es reconocido oficialmente; y no se ha advertido la
incidencia, en el mismo, del menoscabo del orden familiar por el divorcio, el
control artificial de la natalidad y del así llamado «matrimonio homosexual».
Por lo general son los pobres quienes, con generosidad, tienen muchos hijos;
las políticas públicas deberían protegerlos y promover facilidades para que
puedan cumplir esta misión patriótica, que debería ser continuada en una
escuela de excelencia, con la asistencia necesaria. La Iglesia debe poner una
atención preferencial en la educación familiar, y escolar, de los hijos de
familias numerosas. Que no pueda decirse jamás que el subsistema eclesial de
educación es elitista, porque los pobres no alcanzan a asumir los costos.
Más allá del
control de la natalidad del aborto, que conspira contra la estabilidad y el
crecimiento de la población, la agenda clásica del feminismo promueve la
«perspectiva de género»; que es, en realidad, una ideología contraria al orden
natural de la sexualidad. La ignorancia de los políticos al respecto es
escandalosa. El ex presidente Macri expresó, en su mal momento, que «la
perspectiva de género rige transversalmente en la Argentina». El gobierno
actual, bicéfalo y corrupto, ha asumido decididamente esa ideología; y la apoya
con el dinero, que acrecienta la inflación. En el cuestionario propuesto en el
censo, la pregunta clásica sobre el sexo fue reemplazada por la posibilidad de
elegir la opción de género; con la cual la persona interrogada deseaba ser
identificada. El resultado merece especial atención: sólo un 0,12 % de los
encuestados -unas 55.000 personas- eligieron no ser varón o mujer, sino una de
las variantes que sugiere la ideología de género. Estas cifras revelan el error
y la malicia del gobierno que promueve la ruina del orden natural.
La pretensión de
la ideología de género –que según Benedicto XVI constituye la última rebelión
contra el Dios Creador- es eliminar como si fuera discriminatoria la distinción
sexual varón-mujer. Esta distinción está inscrita en el bíos de la persona
humana, como lo reconoce la sana antropología y el sentido común. La distinción
es considerada en la agenda del género como una maldición que encadena a la mujer;
por eso preconiza la total liberación de las relaciones sexuales, y que es
preciso superar no solamente la esclavitud de la maternidad y el matrimonio,
sino aún la bipolaridad natural de la condición humana. Es de temer que la
ignorancia y la tenacidad del gobierno en su adhesión a la ideología de género
(manía minoritaria, adoptada por la gente de la farándula y algunos
periodistas), le lleven a desconocer el resultado abrumadoramente minoritario
expresado en el censo.
El presidente de
la Nación, profesor universitario, no se avergüenza de emplear el lenguaje
llamado «inclusivo»: todos, todas, todes; o de repetir insistentemente:
ciudadanos y ciudadanas; argentinos y argentinas. Esta moda ignora la gramática
española, según la cual el masculino es un género no marcado; que incluye a
ambos sexos, es omnicomprensivo. Es esta una manifestación más superficial de
la ideología de género, para la que no importa la dimensión biológica de la
persona, y el sexo, sino la autopercepción subjetiva.
Los resultados del
censo no permiten advertir una realidad oprobiosa como las dimensiones de la
pobreza, que enferman a un país potencialmente rico como el nuestro. Los malos
gobiernos se suceden; el único proyecto del actual es vituperar al anterior.
¿Se podrá decir que este último es el peor de toda la historia argentina?
Muchos son los que piensan que efectivamente así será. A la deriva ideológica
que ya he señalado, hay que sumar el desastre y la destrucción que llevó a
cabo, sembrando el país de pobres. El gasto público, consumido por el
elefantiásico Estado y el bienestar de la casta política, es financiado con
emisión espuria que acrecienta una inflación imparable; el 70% de los jubilados
están bajo el umbral de la indigencia. Los antecedentes históricos del partido
gobernante son de terror: es bien conocida su habilidad para disfrutar,
mediante el desfalco y el latrocinio, de las arcas del Estado. La mentira cubre
vergonzosamente la incapacidad: decir y desdecir con absoluta ligereza, como si
la gente no pudiera advertir que la están engañando.
¿Será este el
castigo bíblico por haber decretado un censo; distracción innecesaria de un
país semipoblado, y mal poblado? ¡Niños que pasan hambre en una tierra que
podría alimentar perfectamente a más de cien millones de personas! La pseudo
democracia electoralista es la responsable de esta identidad, a pesar de sus
quiméricas promesas. Un régimen en el cual Dios no cuenta; expulsado junto con
el orden que corresponde a una república digna de ese nombre. Platón y
Aristóteles protestan desde la historia; ellos que supieron diseñar los rasgos
humanísticos de la Politéia, anterior al desbarajuste revolucionario, y
posterior al mismo, como auténtico futuro según el orden que corresponde a la
felicidad humana.
No se debe
renunciar a la esperanza, porque «no hay mal que dure cien años». Y las nuevas
generaciones están indemnes de la necedad de sus abuelos.
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