DESIDERIO DESIDERAVI
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS, A
LOS PRESBÍTEROS
Y A LOS DIÁCONOS,
A LAS PERSONAS
CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS
FIELES LAICOS
SOBRE LA FORMACIÓN
LITÚRGICA
DEL PUEBLO DE DIOS
Desiderio
desideravi
hoc Pascha
manducare vobiscum,
antequam patiar
(Lc 22, 15)
1. Queridos
hermanos y hermanas:
con esta carta
deseo llegar a todos –después de haber escrito a los obispos tras la
publicación del Motu Proprio Traditionis custodes– para compartir con vosotros
algunas reflexiones sobre la Liturgia, dimensión fundamental para la vida de la
Iglesia. El tema es muy extenso y merece una atenta consideración en todos sus
aspectos: sin embargo, con este escrito no pretendo tratar la cuestión de forma
exhaustiva. Quiero ofrecer simplemente algunos elementos de reflexión para
contemplar la belleza y la verdad de la celebración cristiana.
La Liturgia: el
“hoy” de la historia de la salvación
2. “Ardientemente
he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc 22,15) Las
palabras de Jesús con las cuales inicia el relato de la última Cena son el
medio por el que se nos da la asombrosa posibilidad de vislumbrar la
profundidad del amor de las Personas de la Santísima Trinidad hacia nosotros.
3. Pedro y Juan
habían sido enviados a preparar lo necesario para poder comer la Pascua, pero,
mirándolo bien, toda la creación, toda la historia –que finalmente estaba a
punto de revelarse como historia de salvación– es una gran preparación de
aquella Cena. Pedro y los demás están en esa mesa, inconscientes y, sin
embargo, necesarios: todo don, para ser tal, debe tener alguien dispuesto a
recibirlo. En este caso, la desproporción entre la inmensidad del don y la
pequeñez de quien lo recibe es infinita y no puede dejar de sorprendernos. Sin
embargo – por la misericordia del Señor – el don se confía a los Apóstoles para
que sea llevado a todos los hombres.
4. Nadie se ganó
el puesto en esa Cena, todos fueron invitados, o, mejor dicho, atraídos por el
deseo ardiente que Jesús tiene de comer esa Pascua con ellos: Él sabe que es el
Cordero de esa Pascua, sabe que es la Pascua. Esta es la novedad absoluta de
esa Cena, la única y verdadera novedad de la historia, que hace que esa Cena
sea única y, por eso, “última”, irrepetible. Sin embargo, su infinito deseo de
restablecer esa comunión con nosotros, que era y sigue siendo su proyecto
original, no se podrá saciar hasta que todo hombre, de toda tribu, lengua,
pueblo y nación (Ap 5,9) haya comido su Cuerpo y bebido su Sangre: por eso, esa
misma Cena se hará presente en la celebración de la Eucaristía hasta su vuelta.
5. El mundo
todavía no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero
(Ap 19,9). Lo único que se necesita para acceder es el vestido nupcial de la fe
que viene por medio de la escucha de su Palabra (cfr. Rom 10,17): la Iglesia lo
confecciona a medida, con la blancura de una vestidura lavada en la Sangre del
Cordero (cfr. Ap 7,14). No debemos tener ni un momento de descanso, sabiendo
que no todos han recibido aún la invitación a la Cena, o que otros la han
olvidado o perdido en los tortuosos caminos de la vida de los hombres. Por eso,
he dicho que “sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para
que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura
eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo
actual más que para la autopreservación” (Evangelii gaudium, n. 27): para que
todos puedan sentarse a la Cena del sacrificio del Cordero y vivir de Él.
6. Antes de
nuestra respuesta a su invitación – mucho antes – está su deseo de nosotros:
puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a
Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de
nosotros. Por nuestra parte, la respuesta posible, la ascesis más exigente es,
como siempre, la de entregarnos a su amor, la de dejarnos atraer por Él.
Ciertamente, nuestra comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo ha sido
deseada por Él en la última Cena.
7. El contenido
del Pan partido es la cruz de Jesús, su sacrificio en obediencia amorosa al
Padre. Si no hubiéramos tenido la última Cena, es decir, la anticipación ritual
de su muerte, no habríamos podido comprender cómo la ejecución de su sentencia
de muerte pudiera ser el acto de culto perfecto y agradable al Padre, el único
y verdadero acto de culto. Unas horas más tarde, los Apóstoles habrían podido
ver en la cruz de Jesús, si hubieran soportado su peso, lo que significaba
“cuerpo entregado”, “sangre derramada”: y es de lo que hacemos memoria en cada
Eucaristía. Cuando regresa, resucitado de entre los muertos, para partir el pan
a los discípulos de Emaús y a los suyos, que habían vuelto a pescar peces y no
hombres, en el lago de Galilea, ese gesto les abre sus ojos, los cura de la
ceguera provocada por el horror de la cruz, haciéndolos capaces de “ver” al
Resucitado, de creer en la Resurrección.
8. Si hubiésemos
llegado a Jerusalén después de Pentecostés y hubiéramos sentido el deseo no
sólo de tener noticias sobre Jesús de Nazaret, sino de volver a encontrarnos
con Él, no habríamos tenido otra posibilidad que buscar a los suyos para
escuchar sus palabras y ver sus gestos, más vivos que nunca. No habríamos
tenido otra posibilidad de un verdadero encuentro con Él sino en la comunidad
que celebra. Por eso, la Iglesia siempre ha custodiado, como su tesoro más
precioso, el mandato del Señor: “haced esto en memoria mía”.
9. Desde los
inicios, la Iglesia ha sido consciente que no se trataba de una representación,
ni siquiera sagrada, de la Cena del Señor: no habría tenido ningún sentido y a
nadie se le habría ocurrido “escenificar” – más aún bajo la mirada de María, la
Madre del Señor – ese excelso momento de la vida del Maestro. Desde los
inicios, la Iglesia ha comprendido, iluminada por el Espíritu Santo, que
aquello que era visible de Jesús, lo que se podía ver con los ojos y tocar con
las manos, sus palabras y sus gestos, lo concreto del Verbo encarnado, ha
pasado a la celebración de los sacramentos [1].
La Liturgia: lugar
del encuentro con Cristo
10. Aquí está toda
la poderosa belleza de la Liturgia. Si la Resurrección fuera para nosotros un
concepto, una idea, un pensamiento; si el Resucitado fuera para nosotros el
recuerdo del recuerdo de otros, tan autorizados como los Apóstoles, si no se
nos diera también la posibilidad de un verdadero encuentro con Él, sería como
declarar concluida la novedad del Verbo hecho carne. En cambio, la Encarnación,
además de ser el único y novedoso acontecimiento que la historia conozca, es
también el método que la Santísima Trinidad ha elegido para abrirnos el camino
de la comunión. La fe cristiana, o es un encuentro vivo con Él, o no es.
11. La Liturgia
nos garantiza la posibilidad de tal encuentro. No nos sirve un vago recuerdo de
la última Cena, necesitamos estar presentes en aquella Cena, poder escuchar su
voz, comer su Cuerpo y beber su Sangre: le necesitamos a Él. En la Eucaristía y
en todos los Sacramentos se nos garantiza la posibilidad de encontrarnos con el
Señor Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua. El poder salvífico
del sacrificio de Jesús, de cada una de sus palabras, de cada uno de sus
gestos, mirada, sentimiento, nos alcanza en la celebración de los Sacramentos.
Yo soy Nicodemo y la Samaritana, el endemoniado de Cafarnaún y el paralítico en
casa de Pedro, la pecadora perdonada y la hemorroisa, la hija de Jairo y el
ciego de Jericó, Zaqueo y Lázaro; el ladrón y Pedro, perdonados. El Señor Jesús
que inmolado, ya no vuelve a morir; y sacrificado, vive para siempre [2],
continúa perdonándonos, curándonos y salvándonos con el poder de los
Sacramentos. A través de la encarnación, es el modo concreto por el que nos
ama; es el modo con el que sacia esa sed de nosotros que ha declarado en la
cruz( Jn 19,28).
12. Nuestro primer
encuentro con su Pascua es el acontecimiento que marca la vida de todos
nosotros, los creyentes en Cristo: nuestro bautismo. No es una adhesión mental
a su pensamiento o la sumisión a un código de comportamiento impuesto por Él:
es la inmersión en su pasión, muerte, resurrección y ascensión. No es un gesto
mágico: la magia es lo contrario a la lógica de los Sacramentos porque pretende
tener poder sobre Dios y, por esa razón, viene del tentador. En perfecta
continuidad con la Encarnación, se nos da la posibilidad, en virtud de la
presencia y la acción del Espíritu, de morir y resucitar en Cristo.
13. El modo en que
acontece es conmovedor. La plegaria de bendición del agua bautismal [3] nos
revela que Dios creó el agua precisamente en vista del bautismo. Quiere decir
que mientras Dios creaba el agua pensaba en el bautismo de cada uno de
nosotros, y este pensamiento le ha acompañado en su actuar a lo largo de la
historia de la salvación cada vez que, con un designio concreto, ha querido
servirse del agua. Es como si, después de crearla, hubiera querido
perfeccionarla para llegar a ser el agua del bautismo. Y por eso la ha querido
colmar del movimiento de su Espíritu que se cernía sobre ella (cfr. Gén 1,2)
para que contuviera en germen el poder de santificar; la ha utilizado para
regenerar a la humanidad en el diluvio (cfr. Gén 6,1-9,29); la ha dominado
separándola para abrir una vía de liberación en el Mar Rojo (cfr. Ex 14); la ha
consagrado en el Jordán sumergiendo la carne del Verbo, impregnada del Espíritu
(cfr. Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). Finalmente, la ha mezclado con la
sangre de su Hijo, don del Espíritu inseparablemente unido al don de la vida y
la muerte del Cordero inmolado por nosotros, y desde el costado traspasado la
ha derramado sobre nosotros ( Jn 19,34). En esta agua fuimos sumergidos para
que, por su poder, pudiéramos ser injertados en el Cuerpo de Cristo y, con Él,
resucitar a la vida inmortal (cfr. Rom 6,1-11).
La Iglesia:
sacramento del Cuerpo de Cristo
14. Como nos ha recordado
el Concilio Vaticano II (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 5) citando la
Escritura, los Padres y la Liturgia –columnas de la verdadera Tradición– del
costado de Cristo dormido en la cruz brotó el admirable sacramento de toda la
Iglesia [4]. El paralelismo entre el primer y el nuevo Adán es sorprendente:
así como del costado del primer Adán, tras haber dejado caer un letargo sobre
él, Dios formó a Eva, así del costado del nuevo Adán, dormido en el sueño de la
muerte, nace la nueva Eva, la Iglesia. El estupor está en las palabras que,
podríamos imaginar, el nuevo Adán hace suyas mirando a la Iglesia: “Esta sí que
es hueso de mis huesos y carne de mi carne” ( Gén 2,23). Por haber creído en la
Palabra y haber descendido en el agua del bautismo, nos hemos convertido en
hueso de sus huesos, en carne de su carne.
15. Sin esta
incorporación, no hay posibilidad de experimentar la plenitud del culto a Dios.
De hecho, uno sólo es el acto de culto perfecto y agradable al Padre, la
obediencia del Hijo cuya medida es su muerte en cruz. La única posibilidad de
participar en su ofrenda es ser hijos en el Hijo. Este es el don que hemos
recibido. El sujeto que actúa en la Liturgia es siempre y solo Cristo-Iglesia,
el Cuerpo Místico de Cristo.
El sentido teológico
de la Liturgia
16. Debemos al
Concilio – y al movimiento litúrgico que lo ha precedido – el redescubrimiento
de la comprensión teológica de la Liturgia y de su importancia en la vida de la
Iglesia: los principios generales enunciados por la Sacrosanctum Concilium, así
como fueron fundamentales para la reforma, continúan siéndolo para la promoción
de la participación plena, consciente, activa y fructuosa en la celebración
(cfr. Sacrosanctum Concilium, nn. 11.14), “fuente primaria y necesaria de donde
han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano” ( Sacrosanctum
Concilium, n. 14). Con esta carta quisiera simplemente invitar a toda la
Iglesia a redescubrir, custodiar y vivir la verdad y la fuerza de la
celebración cristiana. Quisiera que la belleza de la celebración cristiana y de
sus necesarias consecuencias en la vida de la Iglesia no se vieran desfiguradas
por una comprensión superficial y reductiva de su valor o, peor aún, por su
instrumentalización al servicio de alguna visión ideológica, sea cual sea. La
oración sacerdotal de Jesús en la última cena para que todos sean uno ( Jn
17,21), juzga todas nuestras divisiones en torno al Pan partido, sacramento de
piedad, signo de unidad, vínculo de caridad [5].
17. He advertido
en varias ocasiones sobre una tentación peligrosa para la vida de la Iglesia
que es la “mundanidad espiritual”: he hablado de ella ampliamente en la
Exhortación Evangelii gaudium (nn. 93-97), identificando el gnosticismo y el
neopelagianismo como los dos modos vinculados entre sí, que la alimentan.
El primero reduce
la fe cristiana a un subjetivismo que encierra al individuo “en la inmanencia
de su propia razón o de sus sentimientos” (Evangelii gaudium, n. 94).
El segundo anula
el valor de la gracia para confiar sólo en las propias fuerzas, dando lugar a
“un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se
hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a
la gracia se gastan las energías en controlar” (Evangelii gaudium, n. 94).
Estas formas
distorsionadas del cristianismo pueden tener consecuencias desastrosas para la
vida de la Iglesia.
18. Resulta
evidente, en todo lo que he querido recordar anteriormente, que la Liturgia es,
por su propia naturaleza, el antídoto más eficaz contra estos venenos.
Evidentemente, hablo de la Liturgia en su sentido teológico y – ya lo afirmaba
Pío XII – no como un ceremonial decorativo… o un mero conjunto de leyes y de
preceptos… que ordena el cumplimiento de los ritos [6].
19. Si el gnosticismo
nos intoxica con el veneno del subjetivismo, la celebración litúrgica nos
libera de la prisión de una autorreferencialidad alimentada por la propia razón
o sentimiento: la acción celebrativa no pertenece al individuo sino a
Cristo-Iglesia, a la totalidad de los fieles unidos en Cristo. La Liturgia no
dice “yo” sino “nosotros”, y cualquier limitación a la amplitud de este
“nosotros” es siempre demoníaca. La Liturgia no nos deja solos en la búsqueda
de un presunto conocimiento individual del misterio de Dios, sino que nos lleva
de la mano, juntos, como asamblea, para conducirnos al misterio que la Palabra
y los signos sacramentales nos revelan. Y lo hace, en coherencia con la acción
de Dios, siguiendo el camino de la Encarnación, a través del lenguaje simbólico
del cuerpo, que se extiende a las cosas, al espacio y al tiempo.
Redescubrir cada
día la belleza de la verdad de la celebración cristiana
20. Si el
neopelagianismo nos intoxica con la presunción de una salvación ganada con
nuestras fuerzas, la celebración litúrgica nos purifica proclamando la
gratuidad del don de la salvación recibida en la fe. Participar en el
sacrificio eucarístico no es una conquista nuestra, como si pudiéramos presumir
de ello ante Dios y ante nuestros hermanos. El inicio de cada celebración me
recuerda quién soy, pidiéndome que confiese mi pecado e invitándome a rogar a
la bienaventurada siempre Virgen María, a los ángeles, a los santos y a todos
los hermanos y hermanas, que intercedan por mí ante el Señor: ciertamente no
somos dignos de entrar en su casa, necesitamos una palabra suya para salvarnos
(cfr. Mt 8,8). No tenemos otra gloria que la cruz de nuestro Señor Jesucristo
(cfr. Gál 6,14). La Liturgia no tiene nada que ver con un moralismo ascético:
es el don de la Pascua del Señor que, aceptado con docilidad, hace nueva
nuestra vida. No se entra en el cenáculo sino por la fuerza de atracción de su
deseo de comer la Pascua con nosotros: Desiderio desideravi hoc Pascha
manducare vobiscum, antequam patiar (Lc 22,15).
21. Sin embargo,
tenemos que tener cuidado: para que el antídoto de la Liturgia sea eficaz, se
nos pide redescubrir cada día la belleza de la verdad de la celebración
cristiana. Me refiero, una vez más, a su significado teológico, como ha
descrito admirablemente el n. 7 de la Sacrosanctum Concilium: la Liturgia es el
sacerdocio de Cristo revelado y entregado a nosotros en su Pascua, presente y
activo hoy a través de los signos sensibles (agua, aceite, pan, vino, gestos,
palabras) para que el Espíritu, sumergiéndonos en el misterio pascual,
transforme toda nuestra vida, conformándonos cada vez más con Cristo.
22. El
redescubrimiento continuo de la belleza de la Liturgia no es la búsqueda de un
esteticismo ritual, que se complace sólo en el cuidado de la formalidad
exterior de un rito, o se satisface con una escrupulosa observancia de las
rúbricas. Evidentemente, esta afirmación no pretende avalar, de ningún modo, la
actitud contraria que confunde lo sencillo con una dejadez banal, lo esencial
con la superficialidad ignorante, lo concreto de la acción ritual con un
funcionalismo práctico exagerado.
23. Seamos claros:
hay que cuidar todos los aspectos de la celebración (espacio, tiempo, gestos,
palabras, objetos, vestiduras, cantos, música, ...) y observar todas las
rúbricas: esta atención sería suficiente para no robar a la asamblea lo que le
corresponde, es decir, el misterio pascual celebrado en el modo ritual que la
Iglesia establece. Pero, incluso, si la calidad y la norma de la acción
celebrativa estuvieran garantizadas, esto no sería suficiente para que nuestra
participación fuera plena.
Asombro ante el
misterio pascual, parte esencial de la acción litúrgica
24. Si faltara el
asombro por el misterio pascual que se hace presente en la concreción de los
signos sacramentales, podríamos correr el riesgo de ser realmente impermeables
al océano de gracia que inunda cada celebración. No bastan los esfuerzos,
aunque loables, para una mejor calidad de la celebración, ni una llamada a la
interioridad: incluso ésta corre el riesgo de quedar reducida a una
subjetividad vacía si no acoge la revelación del misterio cristiano. El
encuentro con Dios no es fruto de una individual búsqueda interior, sino que es
un acontecimiento regalado: podemos encontrar a Dios por el hecho novedoso de
la Encarnación que, en la última cena, llega al extremo de querer ser comido
por nosotros. ¿Cómo se nos puede escapar lamentablemente la fascinación por la
belleza de este don?
25. Cuando digo
asombro ante el misterio pascual, no me refiero en absoluto a lo que, me
parece, se quiere expresar con la vaga expresión “sentido del misterio”: a
veces, entre las supuestas acusaciones contra la reforma litúrgica está la de
haberlo – se dice – eliminado de la celebración. El asombro del que hablo no es
una especie de desorientación ante una realidad oscura o un rito enigmático,
sino que es, por el contrario, admiración ante el hecho de que el plan
salvífico de Dios nos haya sido revelado en la Pascua de Jesús (cfr. Ef
1,3-14), cuya eficacia sigue llegándonos en la celebración de los “misterios”,
es decir, de los sacramentos. Sin embargo, sigue siendo cierto que la plenitud
de la revelación tiene, en comparación con nuestra finitud humana, un exceso
que nos trasciende y que tendrá su cumplimiento al final de los tiempos, cuando
vuelva el Señor. Si el asombro es verdadero, no hay ningún riesgo de que no se
perciba la alteridad de la presencia de Dios, incluso en la cercanía que la
Encarnación ha querido. Si la reforma hubiera eliminado ese “sentido del
misterio”, más que una acusación sería un mérito. La belleza, como la verdad,
siempre genera asombro y, cuando se refiere al misterio de Dios, conduce a la
adoración.
26. El asombro es
parte esencial de la acción litúrgica porque es la actitud de quien sabe que
está ante la peculiaridad de los gestos simbólicos; es la maravilla de quien
experimenta la fuerza del símbolo, que no consiste en referirse a un concepto
abstracto, sino en contener y expresar, en su concreción, lo que significa.
La necesidad de
una seria y vital formación litúrgica
27. Es ésta, pues,
la cuestión fundamental: ¿cómo recuperar la capacidad de vivir plenamente la
acción litúrgica? La reforma del Concilio tiene este objetivo. El reto es muy
exigente, porque el hombre moderno – no en todas las culturas del mismo modo –
ha perdido la capacidad de confrontarse con la acción simbólica, que es una
característica esencial del acto litúrgico.
28. La
posmodernidad – en la que el hombre se siente aún más perdido, sin referencias
de ningún tipo, desprovisto de valores, porque se han vuelto indiferentes,
huérfano de todo, en una fragmentación en la que parece imposible un horizonte
de sentido – sigue cargando con la pesada herencia que nos dejó la época
anterior, hecha de individualismo y subjetivismo (que recuerdan, una vez más,
al pelagianismo y al gnosticismo), así como por un espiritualismo abstracto que
contradice la naturaleza misma del hombre, espíritu encarnado y, por tanto, en sí
mismo capaz de acción y comprensión simbólica.
29. La Iglesia
reunida en el Concilio ha querido confrontarse con la realidad de la
modernidad, reafirmando su conciencia de ser sacramento de Cristo, luz de las
gentes (Lumen Gentium), poniéndose a la escucha atenta de la palabra de Dios
(Dei Verbum) y reconociendo como propios los gozos y las esperanzas (Gaudium et
spes) de los hombres de hoy. Las grandes Constituciones conciliares son
inseparables, y no es casualidad que esta única gran reflexión del Concilio
Ecuménico – la más alta expresión de la sinodalidad de la Iglesia, de cuya
riqueza estoy llamado a ser, con todos vosotros, custodio – haya partido de la
Liturgia (Sacrosanctum Concilium).
30. Concluyendo la
segunda sesión del Concilio (4 de diciembre de 1963) san Pablo VI se expresaba
así [7]:
«Por lo demás, no
ha quedado sin fruto la ardua e intrincada discusión, puestos que uno de los
temas, el primero que fue examinado, y en un cierto sentido el primero también
por la excelencia intrínseca y por su importancia para la vida de la Iglesia,
el de la sagrada Liturgia, ha sido terminado y es hoy promulgado por Nos
solemnemente. Nuestro espíritu exulta de gozo ante este resultado. Nos rendimos
en esto el homenaje conforme a la escala de valores y deberes: Dios en el
primer puesto; la oración, nuestra primera obligación; la Liturgia, la primera
fuente de la vida divina que se nos comunica, la primera escuela de nuestra
vida espiritual, el primer don que podemos hacer al pueblo cristiano, que con
nosotros que cree y ora, y la primera invitación al mundo para que desate en
oración dichosa y veraz su lengua muda y sienta el inefable poder regenerador
de cantar con nosotros las alabanzas divinas y las esperanzas humanas, por
Cristo Señor en el Espíritu Santo».
31. En esta carta
no puedo detenerme en la riqueza de cada una de las expresiones, que dejo a
vuestra meditación. Si la Liturgia es “la cumbre a la cual tiende la acción de
la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza”
(Sacrosanctum Concilium, n. 10), comprendemos bien lo que está en juego en la
cuestión litúrgica. Sería banal leer las tensiones, desgraciadamente presentes
en torno a la celebración, como una simple divergencia entre diferentes
sensibilidades sobre una forma ritual. La problemática es, ante todo,
eclesiológica. No veo cómo se puede decir que se reconoce la validez del
Concilio – aunque me sorprende un poco que un católico pueda presumir de no
hacerlo – y no aceptar la reforma litúrgica nacida de la Sacrosanctum Concilium,
que expresa la realidad de la Liturgia en íntima conexión con la visión de la
Iglesia descrita admirablemente por la Lumen Gentium. Por ello – como expliqué
en la carta enviada a todos los Obispos – me sentí en el deber de afirmar que
“los libros litúrgicos promulgados por los Santos Pontífices Pablo VI y Juan
Pablo II, en conformidad con los decretos del Concilio Vaticano II, como única
expresión de la lex orandi del Rito Romano” (Motu Proprio Traditionis custodes,
art. 1).
La no aceptación
de la reforma, así como una comprensión superficial de la misma, nos distrae de
la tarea de encontrar las respuestas a la pregunta que repito: ¿cómo podemos
crecer en la capacidad de vivir plenamente la acción litúrgica? ¿Cómo podemos
seguir asombrándonos de lo que ocurre ante nuestros ojos en la celebración?
Necesitamos una formación litúrgica seria y vital.
32. Volvamos de
nuevo al Cenáculo de Jerusalén: en la mañana de Pentecostés nació la Iglesia,
célula inicial de la nueva humanidad. Sólo la comunidad de hombres y mujeres
reconciliados, porque han sido perdonados; vivos, porque Él está vivo;
verdaderos, porque están habitados por el Espíritu de la verdad, puede abrir el
angosto espacio del individualismo espiritual.
33. Es la
comunidad de Pentecostés la que puede partir el Pan con la certeza de que el
Señor está vivo, resucitado de entre los muertos, presente con su palabra, con
sus gestos, con la ofrenda de su Cuerpo y de su Sangre. Desde aquel momento, la
celebración se convierte en el lugar privilegiado, no el único, del encuentro
con Él. Sabemos que, sólo gracias a este encuentro, el hombre llega a ser
plenamente hombre. Sólo la Iglesia de Pentecostés puede concebir al hombre como
persona, abierto a una relación plena con Dios, con la creación y con los hermanos.
34. Aquí se
plantea la cuestión decisiva de la formación litúrgica. Dice Guardini: “Así se
perfila también la primera tarea práctica: sostenidos por esta transformación
interior de nuestro tiempo, debemos aprender nuevamente a situarnos ante la relación
religiosa como hombres en sentido pleno [8]. Esto es lo que hace posible la
Liturgia, en esto es en lo que nos debemos formar. El propio Guardini no duda
en afirmar que, sin formación litúrgica, “las reformas en el rito y en el texto
no sirven de mucho” [9]. No pretendo ahora tratar exhaustivamente el riquísimo
tema de la formación litúrgica: sólo quiero ofrecer algunos puntos de
reflexión. Creo que podemos distinguir dos aspectos: la formación para la
Liturgia y la formación desde la Liturgia. El primero está en función del
segundo, que es esencial.
35. Es necesario
encontrar cauces para una formación como estudio de la Liturgia: a partir del
movimiento litúrgico, se ha hecho mucho en este sentido, con valiosas
aportaciones de muchos estudiosos e instituciones académicas. Sin embargo, es
necesario difundir este conocimiento fuera del ámbito académico, de forma
accesible, para que todo creyente crezca en el conocimiento del sentido
teológico de la Liturgia –ésta es la cuestión decisiva y fundante de todo
conocimiento y de toda práctica litúrgica–, así como en el desarrollo de la
celebración cristiana, adquiriendo la capacidad de comprender los textos
eucológicos, los dinamismos rituales y su valor antropológico.
36. Pienso en la
normalidad de nuestras asambleas que se reúnen para celebrar la Eucaristía el
día del Señor, domingo tras domingo, Pascua tras Pascua, en momentos concretos
de la vida de las personas y de las comunidades, en diferentes edades de la
vida: los ministros ordenados realizan una acción pastoral de primera
importancia cuando llevan de la mano a los fieles bautizados para conducirlos a
la repetida experiencia de la Pascua. Recordemos siempre que es la Iglesia,
Cuerpo de Cristo, el sujeto celebrante, no sólo el sacerdote. El conocimiento
que proviene del estudio es sólo el primer paso para poder entrar en el
misterio celebrado. Es evidente que, para poder guiar a los hermanos y a las
hermanas, los ministros que presiden la asamblea deben conocer el camino, tanto
por haberlo estudiado en el mapa de la ciencia teológica, como por haberlo
frecuentado en la práctica de una experiencia de fe viva, alimentada por la
oración, ciertamente no sólo como un compromiso que cumplir. En el día de la
ordenación, todo presbítero siente decir a su obispo: «Considera lo que
realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la
cruz del Señor» [10].
37. La
configuración del estudio de la Liturgia en los seminarios debe tener en cuenta
también la extraordinaria capacidad que la celebración tiene en sí misma para
ofrecer una visión orgánica del conocimiento teológico. Cada disciplina de la
teología, desde su propia perspectiva, debe mostrar su íntima conexión con la
Liturgia, en virtud de la cual se revela y realiza la unidad de la formación
sacerdotal (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 16). Una configuración
litúrgico-sapiencial de la formación teológica en los seminarios tendría
ciertamente efectos positivos, también en la acción pastoral. No hay ningún
aspecto de la vida eclesial que no encuentre su culmen y su fuente en ella. La
pastoral de conjunto, orgánica, integrada, más que ser el resultado de la
elaboración de complicados programas, es la consecuencia de situar la
celebración eucarística dominical, fundamento de la comunión, en el centro de
la vida de la comunidad. La comprensión teológica de la Liturgia no permite, de
ninguna manera, entender estas palabras como si todo se redujera al aspecto
cultual. Una celebración que no evangeliza, no es auténtica, como no lo es un
anuncio que no lleva al encuentro con el Resucitado en la celebración: ambos,
pues, sin el testimonio de la caridad, son como un metal que resuena o un
címbalo que aturde (cfr. 1Cor 13,1).
38. Para los
ministros y para todos los bautizados, la formación litúrgica, en su primera
acepción, no es algo que se pueda conquistar de una vez para siempre: puesto
que el don del misterio celebrado supera nuestra capacidad de conocimiento,
este compromiso deberá ciertamente acompañar la formación permanente de cada
uno, con la humildad de los pequeños, actitud que abre al asombro.
39. Una última
observación sobre los seminarios: además del estudio, deben ofrecer también la
oportunidad de experimentar una celebración, no sólo ejemplar desde el punto de
vista ritual, sino auténtica, vital, que permita vivir esa verdadera comunión
con Dios, a la cual debe tender también el conocimiento teológico. Sólo la
acción del Espíritu puede perfeccionar nuestro conocimiento del misterio de
Dios, que no es cuestión de comprensión mental, sino de una relación que toca
la vida. Esta experiencia es fundamental para que, una vez sean ministros
ordenados, puedan acompañar a las comunidades en el mismo camino de
conocimiento del misterio de Dios, que es misterio de amor.
40. Esta última
consideración nos lleva a reflexionar sobre el segundo significado con el que
podemos entender la expresión “formación litúrgica”. Me refiero al ser
formados, cada uno según su vocación, por la participación en la celebración
litúrgica. Incluso el conocimiento del estudio que acabo de mencionar, para que
no se convierta en racionalismo, debe estar en función de la puesta en práctica
de la acción formativa de la Liturgia en cada creyente en Cristo.
41. De cuanto
hemos dicho sobre la naturaleza de la Liturgia, resulta evidente que el
conocimiento del misterio de Cristo, cuestión decisiva para nuestra vida, no
consiste en una asimilación mental de una idea, sino en una real implicación
existencial con su persona. En este sentido, la Liturgia no tiene que ver con
el “conocimiento”, y su finalidad no es primordialmente pedagógica (aunque
tiene un gran valor pedagógico: cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 33) sino que es
la alabanza, la acción de gracias por la Pascua del Hijo, cuya fuerza salvadora
llega a nuestra vida. La celebración tiene que ver con la realidad de nuestro
ser dóciles a la acción del Espíritu, que actúa en ella, hasta que Cristo se
forme en nosotros (cfr. Gál 4,19). La plenitud de nuestra formación es la
conformación con Cristo. Repito: no se trata de un proceso mental y abstracto,
sino de llegar a ser Él. Esta es la finalidad para la cual se ha dado el
Espíritu, cuya acción es siempre y únicamente confeccionar el Cuerpo de Cristo.
Es así con el pan eucarístico, es así para todo bautizado llamado a ser, cada
vez más, lo que recibió como don en el bautismo, es decir, ser miembro del
Cuerpo de Cristo. León Magno escribe: «Nuestra participación en el Cuerpo y la
Sangre de Cristo no tiende a otra cosa sino a convertirnos en lo que comemos»
[11].
42. Esta
implicación existencial tiene lugar – en continuidad y coherencia con el método
de la Encarnación – por vía sacramental. La Liturgia está hecha de cosas que
son exactamente lo contrario de abstracciones espirituales: pan, vino, aceite,
agua, perfume, fuego, ceniza, piedra, tela, colores, cuerpo, palabras, sonidos,
silencios, gestos, espacio, movimiento, acción, orden, tiempo, luz. Toda la
creación es manifestación del amor de Dios: desde que ese mismo amor se ha
manifestado en plenitud en la cruz de Jesús, toda la creación es atraída por
Él. Es toda la creación la que es asumida para ser puesta al servicio del
encuentro con el Verbo encarnado, crucificado, muerto, resucitado, ascendido al
Padre. Así como canta la plegaria sobre el agua para la fuente bautismal, al
igual que la del aceite para el sagrado crisma y las palabras de la
presentación del pan y el vino, frutos de la tierra y del trabajo del hombre.
43. La Liturgia da
gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz inaccesible
en la que Él habita (cfr. 1 Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que
resuena eternamente en las moradas celestiales. La Liturgia da gloria a Dios
porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios
y, al verlo, revivir por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los
pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria
de Dios. Ireneo, doctor unitatis, nos lo recuerda: «La gloria de Dios es el
hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios: si ya la
revelación de Dios a través de la creación da vida a todos los seres que viven
en la tierra, ¡cuánto más la manifestación del Padre a través del Verbo es
causa de vida para los que ven a Dios!» [12].
44. Guardini
escribe: «Con esto se delinea la primera tarea del trabajo de la formación
litúrgica: el hombre ha de volver a ser capaz de símbolos» [13]. Esta tarea
concierne a todos, ministros ordenados y fieles. La tarea no es fácil, porque
el hombre moderno es analfabeto, ya no sabe leer los símbolos, apenas conoce de
su existencia. Esto también ocurre con el símbolo de nuestro cuerpo. Es un
símbolo porque es la unión íntima del alma y el cuerpo, visibilidad del alma
espiritual en el orden de lo corpóreo, y en ello consiste la unicidad humana,
la especificidad de la persona irreductible a cualquier otra forma de ser vivo.
Nuestra apertura a lo trascendente, a Dios, es constitutiva: no reconocerla nos
lleva inevitablemente a un no conocimiento, no sólo de Dios, sino también de
nosotros mismos. No hay más que ver la forma paradójica en que se trata al
cuerpo, o bien tratado casi obsesivamente en pos del mito de la eterna
juventud, o bien reducido a una materialidad a la cual se le niega toda
dignidad. El hecho es que no se puede dar valor al cuerpo sólo desde el cuerpo.
Todo símbolo es a la vez poderoso y frágil: si no se respeta, si no se trata
como lo que es, se rompe, pierde su fuerza, se vuelve insignificante.
Ya no tenemos la
mirada de San Francisco, que miraba al sol –al que llamaba hermano porque así
lo sentía –, lo veía bellu e radiante cum grande splendore y, lleno de asombro,
cantaba: de te Altissimu, porta significatione. [14] Haber perdido la capacidad
de comprender el valor simbólico del cuerpo y de toda criatura hace que el
lenguaje simbólico de la Liturgia sea casi inaccesible para el hombre moderno.
No se trata, sin embargo, de renunciar a ese lenguaje: no se puede renunciar a
él porque es el que la Santísima Trinidad ha elegido para llegar a nosotros en
la carne del Verbo. Se trata más bien de recuperar la capacidad de plantear y
comprender los símbolos de la Liturgia. No hay que desesperar, porque en el
hombre esta dimensión, como acabo de decir, es constitutiva y, a pesar de los
males del materialismo y del espiritualismo – ambos negación de la unidad
cuerpo y alma –, está siempre dispuesta a reaparecer, como toda verdad.
45. Entonces, la
pregunta que nos hacemos es ¿cómo volver a ser capaces de símbolos? ¿Cómo
volver a saber leerlos para vivirlos? Sabemos muy bien que la celebración de
los sacramentos es – por la gracia de Dios – eficaz en sí misma (ex opere
operato), pero esto no garantiza una plena implicación de las personas sin un
modo adecuado de situarse frente al lenguaje de la celebración. La lectura
simbólica no es una cuestión de conocimiento mental, de adquisición de
conceptos, sino una experiencia vital.
46. Ante todo,
debemos recuperar la confianza en la creación. Con esto quiero decir que las
cosas – con las cuales “se hacen” los sacramentos – vienen de Dios, están
orientadas a Él y han sido asumidas por Él, especialmente con la encarnación,
para que pudieran convertirse en instrumentos de salvación, vehículos del
Espíritu, canales de gracia. Aquí se advierte la distancia, tanto de la visión
materialista, como espiritualista. Si las cosas creadas son parte irrenunciable
de la acción sacramental que lleva a cabo nuestra salvación, debemos situarnos
ante ellas con una mirada nueva, no superficial, respetuosa, agradecida. Desde el
principio, contienen la semilla de la gracia santificante de los sacramentos.
47. Otra cuestión
decisiva – reflexionando de nuevo sobre cómo nos forma la Liturgia – es la
educación necesaria para adquirir la actitud interior, que nos permita situar y
comprender los símbolos litúrgicos. Lo expreso de forma sencilla. Pienso en los
padres y, más aún, en los abuelos, pero también en nuestros párrocos y
catequistas. Muchos de nosotros aprendimos de ellos el poder de los gestos
litúrgicos, como la señal de la cruz, el arrodillarse o las fórmulas de nuestra
fe. Quizás puede que no tengamos un vivo recuerdo de ello, pero podemos
imaginar fácilmente el gesto de una mano más grande que toma la pequeña mano de
un niño y acompañándola lentamente mientras traza, por primera vez, la señal de
nuestra salvación. El movimiento va acompañado de las palabras, también lentas,
como para apropiarse de cada instante de ese gesto, de todo el cuerpo: «En el
nombre del Padre... y del Hijo... y del Espíritu Santo... Amén». Para después
soltar la mano del niño y, dispuesto a acudir en su ayuda, ver cómo repite él
solo ese gesto ya entregado, como si fuera un hábito que crecerá con él,
vistiéndolo de la manera que sólo el Espíritu conoce. A partir de ese momento,
ese gesto, su fuerza simbólica, nos pertenece o, mejor dicho, pertenecemos a
ese gesto, nos da forma, somos formados por él. No es necesario hablar
demasiado, no es necesario haber entendido todo sobre ese gesto: es necesario
ser pequeño, tanto al entregarlo, como al recibirlo. El resto es obra del
Espíritu. Así hemos sido iniciados en el lenguaje simbólico. No podemos
permitir que nos roben esta riqueza. A medida que crecemos, podemos tener más
medios para comprender, pero siempre con la condición de seguir siendo
pequeños.
Ars celebrandi
48. Un modo para
custodiar y para crecer en la comprensión vital de los símbolos de la Liturgia
es, ciertamente, cuidar el arte de celebrar. Esta expresión también es objeto
de diferentes interpretaciones. Se entiende más claramente teniendo en cuenta
el sentido teológico de la Liturgia descrito en el número 7 de Sacrosanctum
Concilium, al cual nos hemos referido varias veces. El ars celebrandi no puede
reducirse a la mera observancia de un aparato de rúbricas, ni tampoco puede
pensarse en una fantasiosa – a veces salvaje – creatividad sin reglas. El rito
es en sí mismo una norma, y la norma nunca es un fin en sí misma, sino que
siempre está al servicio de la realidad superior que quiere custodiar.
49. Como cualquier
arte, requiere diferentes conocimientos.
En primer lugar,
la comprensión del dinamismo que describe la Liturgia. El momento de la acción
celebrativa es el lugar donde, a través del memorial, se hace presente el
misterio pascual para que los bautizados, en virtud de su participación, puedan
experimentarlo en su vida: sin esta comprensión, se cae fácilmente en el
“exteriorismo” (más o menos refinado) y en el rubricismo (más o menos rígido).
Es necesario,
pues, conocer cómo actúa el Espíritu Santo en cada celebración: el arte de
celebrar debe estar en sintonía con la acción del Espíritu. Sólo así se librará
de los subjetivismos, que son el resultado de la prevalencia de las
sensibilidades individuales, y de los culturalismos, que son incorporaciones
sin criterio de elementos culturales, que nada tienen que ver con un correcto
proceso de inculturación.
Por último, es
necesario conocer la dinámica del lenguaje simbólico, su peculiaridad, su
eficacia.
50. De estas
breves observaciones se desprende que el arte de celebrar no se puede
improvisar. Como cualquier arte, requiere una aplicación asidua. Un artesano
sólo necesita la técnica; un artista, además de los conocimientos técnicos, no
puede carecer de inspiración, que es una forma positiva de posesión: el
verdadero artista no posee un arte, ni es poseído por él. Uno no aprende el
arte de celebrar porque asista a un curso de oratoria o de técnicas de
comunicación persuasiva (no juzgo las intenciones, veo los efectos). Toda
herramienta puede ser útil, pero siempre debe estar sujeta a la naturaleza de
la Liturgia y a la acción del Espíritu. Es necesaria una dedicación diligente a
la celebración, dejando que la propia celebración nos transmita su arte.
Guardini escribe: «Debemos darnos cuenta de lo profundamente arraigados que
estamos todavía en el individualismo y el subjetivismo, de lo poco
acostumbrados que estamos a la llamada de las cosas grandes y de lo pequeña que
es la medida de nuestra vida religiosa. Hay que despertar el sentido de la
grandeza de la oración, la voluntad de implicar también nuestra existencia en
ella. Pero el camino hacia estas metas es la disciplina, la renuncia a un
sentimentalismo blando; un trabajo serio, realizado en obediencia a la Iglesia,
en relación con nuestro ser y nuestro comportamiento religioso» [15]. Así es
como se aprende el arte de la celebración.
51. Al hablar de
este tema, podemos pensar que sólo concierne a los ministros ordenados que
ejercen el servicio de la presidencia. En realidad, es una actitud a la que
están llamados a vivir todos los bautizados. Pienso en todos los gestos y
palabras que pertenecen a la asamblea: reunirse, caminar en procesión,
sentarse, estar de pie, arrodillarse, cantar, estar en silencio, aclamar,
mirar, escuchar. Son muchas las formas en que la asamblea, como un solo hombre
(Neh 8,1), participa en la celebración. Realizar todos juntos el mismo gesto,
hablar todos a la vez, transmite a los individuos la fuerza de toda la
asamblea. Es una uniformidad que no sólo no mortifica, sino que, por el
contrario, educa a cada fiel a descubrir la auténtica singularidad de su
personalidad, no con actitudes individualistas, sino siendo conscientes de ser
un solo cuerpo. No se trata de tener que seguir un protocolo litúrgico: se
trata más bien de una “disciplina” – en el sentido utilizado por Guardini –
que, si se observa con autenticidad, nos forma: son gestos y palabras que ponen
orden en nuestro mundo interior, haciéndonos experimentar sentimientos,
actitudes, comportamientos. No son el enunciado de un ideal en el que inspirarnos,
sino una acción que implica al cuerpo en su totalidad, es decir, ser unidad de
alma y cuerpo.
52. Entre los
gestos rituales que pertenecen a toda la asamblea, el silencio ocupa un lugar
de absoluta importancia. Varias veces se prescribe expresamente en las
rúbricas: toda la celebración eucarística está inmersa en el silencio que
precede a su inicio y marca cada momento de su desarrollo ritual. En efecto,
está presente en el acto penitencial; después de la invitación a la oración; en
la Liturgia de la Palabra (antes de las lecturas, entre las lecturas y después
de la homilía); en la plegaria eucarística; después de la comunión [16]. No es
un refugio para esconderse en un aislamiento intimista, padeciendo la
ritualidad como si fuera una distracción: tal silencio estaría en contradicción
con la esencia misma de la celebración. El silencio litúrgico es mucho más: es
el símbolo de la presencia y la acción del Espíritu Santo que anima toda la
acción celebrativa, por lo que, a menudo, constituye la culminación de una
secuencia ritual. Precisamente porque es un símbolo del Espíritu, tiene el
poder de expresar su acción multiforme. Así, retomando los momentos que he
recordado anteriormente, el silencio mueve al arrepentimiento y al deseo de
conversión; suscita la escucha de la Palabra y la oración; dispone a la
adoración del Cuerpo y la Sangre de Cristo; sugiere a cada uno, en la intimidad
de la comunión, lo que el Espíritu quiere obrar en nuestra vida para
conformarnos con el Pan partido. Por eso, estamos llamados a realizar con
extremo cuidado el gesto simbólico del silencio: en él nos da forma el
Espíritu.
53. Cada gesto y
cada palabra contienen una acción precisa que es siempre nueva, porque
encuentra un momento siempre nuevo en nuestra vida. Permitidme explicarlo con
un sencillo ejemplo. Nos arrodillamos para pedir perdón; para doblegar nuestro
orgullo; para entregar nuestras lágrimas a Dios; para suplicar su intervención;
para agradecerle un don recibido: es siempre el mismo gesto, que expresa
esencialmente nuestra pequeñez ante Dios. Sin embargo, realizado en diferentes
momentos de nuestra vida, modela nuestra profunda interioridad y posteriormente
se manifiesta externamente en nuestra relación con Dios y con nuestros
hermanos. Arrodillarse debe hacerse también con arte, es decir, con plena
conciencia de su significado simbólico y de la necesidad que tenemos de
expresar, mediante este gesto, nuestro modo de estar en presencia del Señor. Si
todo esto es cierto para este simple gesto, ¿cuánto más para la celebración de
la Palabra? ¿Qué arte estamos llamados a aprender al proclamar la Palabra, al
escucharla, al hacerla inspiración de nuestra oración, al hacer que se haga
vida? Todo ello merece el máximo cuidado, no formal, exterior, sino vital,
interior, porque cada gesto y cada palabra de la celebración expresada con
“arte” forma la personalidad cristiana del individuo y de la comunidad.
54. Si bien es
cierto que el ars celebrandi concierne a toda la asamblea que celebra, no es
menos cierto que los ministros ordenados deben cuidarlo especialmente.
Visitando comunidades cristianas he comprobado, a menudo, que su forma de vivir
la celebración está condicionada – para bien, y desgraciadamente también para
mal – por la forma en que su párroco preside la asamblea. Podríamos decir que
existen diferentes “modelos” de presidencia. He aquí una posible lista de
actitudes que, aunque opuestas, caracterizan a la presidencia de forma
ciertamente inadecuada: rigidez austera o creatividad exagerada; misticismo
espiritualizador o funcionalismo práctico; prisa precipitada o lentitud
acentuada; descuido desaliñado o refinamiento excesivo; afabilidad
sobreabundante o impasibilidad hierática. A pesar de la amplitud de este
abanico, creo que la inadecuación de estos modelos tiene una raíz común: un
exagerado personalismo en el estilo celebrativo que, en ocasiones, expresa una
mal disimulada manía de protagonismo. Esto suele ser más evidente cuando
nuestras celebraciones se difunden en red, cosa que no siempre es oportuno y
sobre la que deberíamos reflexionar. Eso sí, no son estas las actitudes más
extendidas, pero las asambleas son objeto de ese “maltrato” frecuentemente.
55. Se podría
decir mucho sobre la importancia y el cuidado de la presidencia. En varias
ocasiones me he detenido en la exigente tarea de la homilía [17]. Me limitaré
ahora a algunas consideraciones más amplias, queriendo, de nuevo, reflexionar
con vosotros sobre cómo somos formados por la Liturgia. Pienso en la normalidad
de las Misas dominicales en nuestras comunidades: me refiero, pues, a los
presbíteros, pero implícitamente a todos los ministros ordenados.
56. El presbítero
vive su participación propia durante la celebración en virtud del don recibido
en el sacramento del Orden: esta tipología se expresa precisamente en la
presidencia. Como todos los oficios que está llamado a desempeñar, éste no es,
primariamente, una tarea asignada por la comunidad, sino la consecuencia de la
efusión del Espíritu Santo recibida en la ordenación, que le capacita para esta
tarea. El presbítero también es formado al presidir la asamblea que celebra.
57. Para que este
servicio se haga bien – con arte – es de fundamental importancia que el
presbítero tenga, ante todo, la viva conciencia de ser, por misericordia, una
presencia particular del Resucitado. El ministro ordenado es en sí mismo uno de
los modos de presencia del Señor que hacen que la asamblea cristiana sea única,
diferente de cualquier otra (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 7). Este hecho da
profundidad “sacramental” –en sentido amplio– a todos los gestos y palabras de
quien preside. La asamblea tiene derecho a poder sentir en esos gestos y
palabras el deseo que tiene el Señor, hoy como en la última cena, de seguir
comiendo la Pascua con nosotros. Por tanto, el Resucitado es el protagonista, y
no nuestra inmadurez, que busca asumir un papel, una actitud y un modo de
presentarse, que no le corresponde. El propio presbítero se ve sobrecogido por
este deseo de comunión que el Señor tiene con cada uno: es como si estuviera
colocado entre el corazón ardiente de amor de Jesús y el corazón de cada
creyente, objeto de su amor. Presidir la Eucaristía es sumergirse en el horno
del amor de Dios. Cuando se comprende o, incluso, se intuye esta realidad,
ciertamente ya no necesitamos un directorio que nos dicte el adecuado
comportamiento. Si lo necesitamos, es por la dureza de nuestro corazón. La
norma más excelsa y, por tanto, más exigente, es la realidad de la propia
celebración eucarística, que selecciona las palabras, los gestos, los
sentimientos, haciéndonos comprender si son o no adecuados a la tarea que han
de desempeñar. Evidentemente, esto tampoco se puede improvisar: es un arte,
requiere la aplicación del sacerdote, es decir, la frecuencia asidua del fuego
del amor que el Señor vino a traer a la tierra (cfr. Lc 12,49).
58. Cuando la
primera comunidad parte el pan en obediencia al mandato del Señor, lo hace bajo
la mirada de María, que acompaña los primeros pasos de la Iglesia:
“perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la
madre de Jesús” (Hch 1,14). La Virgen Madre “supervisa” los gestos de su Hijo
encomendados a los Apóstoles. Como ha conservado en su seno al Verbo hecho
carne, después de acoger las palabras del ángel Gabriel, la Virgen conserva
también ahora en el seno de la Iglesia aquellos gestos que conforman el cuerpo
de su Hijo. El presbítero, que en virtud del don recibido por el sacramento del
Orden repite esos gestos, es custodiado en las entrañas de la Virgen.
¿Necesitamos una norma que nos diga cómo comportarnos?
59. Convertidos en
instrumentos para que arda en la tierra el fuego de su amor, custodiados en las
entrañas de María, Virgen hecha Iglesia (como cantaba san Francisco), los
presbíteros se dejan modelar por el Espíritu que quiere llevar a término la
obra que comenzó en su ordenación. La acción del Espíritu les ofrece la
posibilidad de ejercer la presidencia de la asamblea eucarística con el temor
de Pedro, consciente de su condición de pecador (cfr. Lc 5,1-11), con la
humildad fuerte del siervo sufriente (cfr. Is 42 ss), con el deseo de “ser
comido” por el pueblo que se les confía en el ejercicio diario de su
ministerio.
60. La propia
celebración educa a esta cualidad de la presidencia; repetimos, no es una
adhesión mental, aunque toda nuestra mente, así como nuestra sensibilidad,
estén implicadas en ella. El presbítero está, por tanto, formado para presidir
mediante las palabras y los gestos que la Liturgia pone en sus labios y en sus
manos.
No se sienta en un
trono [18], porque el Señor reina con la humildad de quien sirve.
No roba la
centralidad del altar, signo de Cristo, de cuyo lado, traspasado en la cruz,
brotó sangre y agua, inicio de los sacramentos de la Iglesia y centro de
nuestra alabanza y acción de gracias [19].
Al acercarse al
altar para la ofrenda, se enseña al presbítero la humildad y el arrepentimiento
con las palabras: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu
humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu
presencia, Señor, Dios nuestro» [20].
No puede presumir
de sí mismo por el ministerio que se le ha confiado, porque la Liturgia le
invita a pedir ser purificado, con el signo del agua: «Lava del todo mi delito,
Señor, y limpia mi pecado» [21].
Las palabras que
la Liturgia pone en sus labios tienen distintos significados, que requieren
tonalidades específicas: por la importancia de estas palabras, se pide al
presbítero un verdadero ars dicendi. Éstas dan forma a sus sentimientos
interiores, ya sea en la súplica al Padre en nombre de la asamblea, como en la
exhortación dirigida a la asamblea, así como en las aclamaciones junto con toda
la asamblea.
Con la plegaria
eucarística –en la que participan también todos los bautizados escuchando con
reverencia y silencio e interviniendo con aclamaciones [22]– el que preside
tiene la fuerza, en nombre de todo el pueblo santo, de recordar al Padre la
ofrenda de su Hijo en la última cena, para que ese inmenso don se haga de nuevo
presente en el altar. Participa en esa ofrenda con la ofrenda de sí mismo. El
presbítero no puede hablar al Padre de la última cena sin participar en ella.
No puede decir: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será
entregado por vosotros», y no vivir el mismo deseo de ofrecer su propio cuerpo,
su propia vida por el pueblo a él confiado. Esto es lo que ocurre en el
ejercicio de su ministerio.
El presbítero es
formado continuamente en la acción celebrativa por todo esto y mucho más.
* * *
61. He querido
ofrecer simplemente algunas reflexiones que ciertamente no agotan el inmenso
tesoro de la celebración de los santos misterios. Pido a todos los obispos,
presbíteros y diáconos, a los formadores de los seminarios, a los profesores de
las facultades teológicas y de las escuelas de teología, y a todos los catequistas,
que ayuden al pueblo santo de Dios a beber de la que siempre ha sido la fuente
principal de la espiritualidad cristiana. Estamos continuamente llamados a
redescubrir la riqueza de los principios generales expuestos en los primeros
números de la Sacrosanctum Concilium, comprendiendo el íntimo vínculo entre la
primera Constitución conciliar y todas las demás. Por eso, no podemos volver a
esa forma ritual que los Padres Conciliares, cum Petro y sub Petro, sintieron
la necesidad de reformar, aprobando, bajo la guía del Espíritu y según su
conciencia de pastores, los principios de los que nació la reforma. Los santos
Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, al aprobar los libros litúrgicos
reformados ex decreto Sacrosancti Œcumenici Concilii Vaticani II, garantizaron
la fidelidad de la reforma al Concilio. Por eso, escribí Traditionis custodes,
para que la Iglesia pueda elevar, en la variedad de lenguas, una única e
idéntica oración capaz de expresar su unidad [23]. Esta unidad que, como ya he
escrito, pretendo ver restablecida en toda la Iglesia de Rito Romano.
62. Quisiera que
esta carta nos ayudara a reavivar el asombro por la belleza de la verdad de la
celebración cristiana, a recordar la necesidad de una auténtica formación
litúrgica y a reconocer la importancia de un arte de la celebración, que esté
al servicio de la verdad del misterio pascual y de la participación de todos
los bautizados, cada uno con la especificidad de su vocación.
Toda esta riqueza
no está lejos de nosotros: está en nuestras iglesias, en nuestras fiestas
cristianas, en la centralidad del domingo, en la fuerza de los sacramentos que
celebramos. La vida cristiana es un continuo camino de crecimiento: estamos
llamados a dejarnos formar con alegría y en comunión.
63. Por eso, me
gustaría dejaros una indicación más para proseguir en nuestro camino. Os invito
a redescubrir el sentido del año litúrgico y del día del Señor: también esto es
una consigna del Concilio (cfr. Sacrosanctum Concilium, nn. 102-111).
64. A la luz de lo
que hemos recordado anteriormente, entendemos que el año litúrgico es la
posibilidad de crecer en el conocimiento del misterio de Cristo, sumergiendo
nuestra vida en el misterio de su Pascua, mientras esperamos su vuelta. Se
trata de una verdadera formación continua. Nuestra vida no es una sucesión
casual y caótica de acontecimientos, sino un camino que, de Pascua en Pascua,
nos conforma a Él mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador
Jesucristo [24].
65. En el correr
del tiempo, renovado por la Pascua, cada ocho días la Iglesia celebra, en el
domingo, el acontecimiento de la salvación. El domingo, antes de ser un
precepto, es un regalo que Dios hace a su pueblo (por eso, la Iglesia lo
protege con un precepto). La celebración dominical ofrece a la comunidad
cristiana la posibilidad de formarse por medio de la Eucaristía. De domingo a
domingo, la Palabra del Resucitado ilumina nuestra existencia queriendo
realizar en nosotros aquello para lo que ha sido enviada (cfr. Is 55,10-11). De
domingo a domingo, la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo quiere hacer
también de nuestra vida un sacrificio agradable al Padre, en la comunión
fraterna que se transforma en compartir, acoger, servir. De domingo a domingo,
la fuerza del Pan partido nos sostiene en el anuncio del Evangelio en el que se
manifiesta la autenticidad de nuestra celebración.
Abandonemos las
polémicas para escuchar juntos lo que el Espíritu dice a la Iglesia,
mantengamos la comunión, sigamos asombrándonos por la belleza de la Liturgia.
Se nos ha dado la Pascua, conservemos el deseo continuo que el Señor sigue
teniendo de poder comerla con nosotros. Bajo la mirada de María, Madre de la
Iglesia.
Dado en Roma, en
San Juan de Letrán, a 29 de junio, solemnidad de los Santos Pedro y Pablo,
Apóstoles, del año 2022, décimo de mi pontificado.
FRANCISCO
¡Tiemble el hombre
todo entero, estremézcase el mundo todo
y exulte el cielo
cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo,
se encuentra sobre
el altar en manos del sacerdote!
¡Oh celsitud
admirable y condescendencia asombrosa!
¡Oh sublime
humildad, oh humilde sublimidad:
que el Señor del
mundo universo, Dios e Hijo de Dios,
se humilla hasta
el punto de esconderse,
para nuestra
salvación, bajo una pequeña forma de pan!
Mirad, hermanos,
la humildad de Dios
y derramad ante Él
vuestros corazones;
humillaos también
vosotros, para ser enaltecidos por Él.
En conclusión:
nada de vosotros
retengáis para vosotros mismos
a fin de enteros
os reciba el que todo entero se os entrega.
San Francisco de
Asís, Carta a toda la Orden II, 26-29
[1] Cfr. Leo
Magnus, Sermo LXXIV: De ascensione Domini II, 1: «quod […] Redemptoris nostri
conspicuum fuit, in sacramenta transivit».
[2] Præfatio
paschalis III, Missale Romanum (2008) p.367: «Qui immolátus iam non móritur,
sed semper vivit occísus».
[3] Cfr. Missale
Romanum (2008) p. 532.
[4] Cfr.
Augustinus, Enarrationes in psalmos. Ps. 138,2; Oratio post septimam lectionem,
Vigilia Paschalis, Missale Romanum (2008) p. 359; Super oblata, Pro Ecclesia (B),
Missale Romanum (2008) p. 1076.
[5] Cfr.
Augustinus, In Ioannis Evangelium tractatus XXVI,13.
[6] Litteræ
encyclicæ Mediator Dei (20 Novembris 1947) en AAS 39 (1947) 532.
[7] AAS 56 (1964)
34.
[8] R. Guardini,
Liturgische Bildung (1923) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p.
43.
[9] R. Guardini,
Der Kultakt und die gegenwärtige Aufgabe der Liturgischen Bildung (1964) en
Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p. 14.
[10] De
Ordinatione Episcopi, Presbyterorum et Diaconorum (1990) p. 95: «Agnosce quod
ages, imitare quod tractabis, et vitam tuam mysterio dominicæ crucis conforma».
[11] Leo Magnus,
Sermo XII: De Passione III, 7.
[12] Irenæus
Lugdunensis, Adversus hæreses IV, 20, 7.
[13] R. Guardini,
Liturgische Bildung (1923) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p.
36.
[14] Cantico delle
Creature, Fonti Francescane, n. 263.
[15] R. Guardini,
Liturgische Bildung (1923) en Liturgie und liturgische Bildung (Mainz 1992) p.
99.
[16] Cfr.
Institutio Generalis Missalis Romani, nn. 45; 51; 54-56; 66; 71; 78; 84; 88;
271.
[17] Ver
Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24 Noviembre 2013), nn. 135-144.
[18] Cfr.
Institutio Generalis Missalis Romani, n. 310.
[19] Prex
dedicationis en Ordo dedicationis ecclesiæ et altaris (1977) p. 102.
[20] Missale
Romanum (2008) p. 515: «In spiritu humilitatis et in animo contrito suscipiamur
a te, Domine; et sic fiat sacrificium nostrum in conspectu tuo hodie, ut
placeat tibi, Domine Deus».
[21] Missale
Romanum (2008) p. 515: «Lava me, Domine, ab iniquitate mea, et a peccato meo
munda me».
[22] Cfr.
Institutio Generalis Missalis Romani, nn. 78-79.
[23] Cfr. Paulus
VI, Constitutio apostolica Missale Romanum (3 Aprilis 1969) en AAS 61 (1969) 222.
[24] Missale
Romanum (2008) p. 598: «… exspectantes beatam spem et adventum Salvatoris
nostri Iesu Christi».
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