Discurso a la Rota Romana
Pío XII
2-10-1945
[1] Desde que quiso el Señor, juez soberano de todas
las justicias humanas, constituirnos representante y vicario suyo en este
mundo, hoy por primera vez —después de haber escuchado la amplia y docta
relación anual de la actividad de este Sagrado Tribunal, que nos ha hecho
vuestro dignísimo Decano— podemos expresaros, queridos hijos, nuestra gratitud
y exponeros nuestro pensamiento, sin que el fragor de las armas cubra nuestra
voz con sus siniestros estruendos. ¿Nos atreveremos a decir que es la paz?
Todavía no, por desgracia. ¡Quiera. Dios que sea, al menos, su aurora! Una vez
terminada la violencia de los combates, suena la hora de la justicia, cuya obra
consiste en restaurar con sus juicios el orden trastornado o perturbado.
Formidable dignidad y poder el del juez, que por encima de todas las pasiones y
prejuicios, debe reflejar la misma justicia de Dios, ya se trate de dirimir las
controversias, ya de reprimir los delitos.
[2] Porque éste es, en realidad, el objeto de todo
juicio, la misión de todo poder judicial, eclesiástico o civil. Una rápida:
ojeada superficial a las leyes y a la práctica judiciales podría hacer creer
que el ordenamiento procesal eclesiástico y el civil, presentan diferencias
meramente secundarias, algo así como las que se notan en la administración de
la justicia en dos Estados civiles de la misma familia jurídica. También
parecen coincidir en el mismo fin inmediato: actuación o tutela del derecho
establecido por la ley, pero en el caso particular debatido o lesionado, por
medio de la sentencia judicial, es decir, mediante un juicio pronunciado por la
autoridad competente de acuerdo con la ley. Se encuentran, igualmente, en ambos
los varios grados de las instancias judiciales; el procedimiento muestra en
ambos casi los mismos elementos principales: demanda de iniciación de la causa,
citaciones, examen de los testigos, comunicación de los documentos,
interrogatorio de las partes, conclusión del proceso, sentencia, derecho de
apelación.
[3] A pesar de lo cual, esta amplia semejanza externa
e interna no debe hacer olvidar las profundas diferencias que existen: 1.°, en
el origen y en la naturaleza; 2.º, en el objeto; 3.°, en el fin. Nos
limitaremos hoy a hablar del primero de estos tres puntos, dejando para años
futuros, si Dios quiere, la exposición de los otros dos.
[I. Pretendidas analogías entre el poder civil y el
poder eclesiástico]
[4] La potestad judicial es una parte esencial y una
función necesaria del poder de las dos sociedades perfectas, la eclesiástica y
la civil. Por esto la cuestión del origen de la potestad judicial se identifica
con la del origen del poder.
[5] Pero por esto precisamente, además de las
semejanzas ya indicadas, se ha creído encontrar otras más profundas.
[6] Es cosa singular ver cómo algunos seguidores de
las diversas concepciones modernas acerca del poder civil han invocado, para
confirmar y para sostener sus opiniones, las presuntas, analogías con la
potestad eclesiástica Esto vale lo mismo tratándose del llamado «totalitarismo»
y «autoritarismo» que tratándose de su polo opuesto, la democracia moderna.
Pero, en realidad, aquellas más profundas semejanzas no existen en ninguno de
los tres casos, como un breve examen lo demostrará fácilmente.
[7] Es innegable que una de las exigencias vitales de
toda comunidad humana, y, por lo tanto, también de la Iglesia y del Estado,
consiste en asegurar duraderamente la unidad en la diversidad de sus miembros.
[El totalitarismo de Estado]
[8] Ahora bien, el «totalitarismo» es siempre incapaz
de satisfacer esta exigencia, porque da al poder civil una extensión indebida,
determina y fija en el contenido y en la forma todos los campos de actividad, y
de este modo oprime toda legítima vida propia —personal, local y profesional—
en una unidad o colectividad mecánica, bajo la impronta de la nación, de la
raza o de la clase.
[9] En nuestro radiomensaje de Navidad de 1942 Nos
hemos señalado ya particularmente las tristes consecuencias acarreadas al poder
judicial por aquella concepción y por aquella práctica, que suprime la igualdad
de todos ante la ley y deja las decisiones judiciales a merced de un mudable
instinto colectivo.
[10] Por otra parte, ¿quién podrá pensar que estas
interpretaciones erróneas, violadoras del derecho, hayan podido determinar el
origen o influir en la acción de los tribunales eclesiásticos? Esto no ha
sucedido ni sucederá nunca, porque es contrario a la misma naturaleza de la
potestad social de la Iglesia, como veremos en seguida.
[El autoritarismo de Estado]
[11] Pero a aquella exigencia fundamental está muy
lejos también de satisfacer la otra concepción del poder civil, que puede ser
designada con el nombre de «autoritarismo», porque excluye a los ciudadanos de
toda participación eficaz o influjo en la formación de la voluntad social.
Divide, por tanto, a la nación en dos categorías, la de los dominadores y la de
los dominados, cuyas recíprocas relaciones vienen a ser puramente mecánicas,
bajo el imperio de la fuerza, o tienen un fundamento meramente biológico.
[12] Ahora bien, ¿quién no ve que de esta manera queda
profundamente trastornada la verdadera naturaleza del poder estatal? Este, en
efecto, por sí mismo y mediante el ejercicio de sus funciones, debe tender a
que el Estado sea una verdadera comunidad, íntimamente unida en el fin último,
que es el bien común. Pero en aquel sistema el concepto de bien común se hace
tan deleznable y se revela tan claramente como un engañoso manto del interés
unilateral del dominador, que un desenfrenado «dinamismo» legislativo excluye
toda seguridad jurídica, y, por lo mismo, suprime un elemento fundamental de
todo verdadero orden judicial.
[13] Nunca un dinamismo tan falso podrá ahogar y
remover los derechos esenciales reconocidos a cada una de las personas físicas
y morales en la Iglesia. La naturaleza del poder eclesiástico no tiene nada común
con este «autoritarismo», al cual, por consiguiente, no se le puede reconocer
punto alguno de referencia con la constitución jerárquica de la Iglesia.
[La democracia moderna]
[14] Queda por examinar la forma democrática del poder
civil, en la que algunos querrían hallar mayor semejanza con el poder
eclesiástico. Sin duda, donde está vigente una verdadera democracia teórica y
práctica, está colmada aquella exigencia vital de toda sana comunidad, a la que
nos hemos referido. Pero esto tiene lugar o puede tener lugar en igualdad de
circunstancias, también en las otras legítimas formas de gobierno.
[15] Ciertamente, la Edad Media cristiana,
particularmente informada por el espíritu de la Iglesia, con su riqueza de
florecientes comunidades democráticas demostró cómo la fe cristiana sabe crear
una verdadera y propia democracia, e incluso cómo esa fe es la única base
duradera de ésta. Porque una democracia sin la unión de los espíritus, al menos
en los principios fundamentales de la vida, sobre todo en lo que se refiere a
los derechos de Dios y a la dignidad de la persona humana, al respeto a la
honesta actividad y libertad personales, también en los asuntos políticos, una
democracia semejante seria defectuosa e insegura. Así pues, cuando el pueblo se
aleja de la fe cristiana y no la pone resueltamente como principio de la vida
civil, entonces también la democracia fácilmente se altera y se deforma y con
el transcurso del tiempo se ve sujeta a caer en el «totalitarismo» o en el
«autoritarismo» de un solo partido.
[16] Si, por otra parte, se tiene en cuenta la tesis
preferida de la democracia —tesis que insignes pensadores cristianos han
defendido en todo tiempo— es decir, que el sujeto originario del poder civil
derivado de Dios es el pueblo (y no la «masa»), resulta cada vez mas clara la
distinción entre la Iglesia y el Estado, aun siendo este democrático.
[II. ORIGEN DEL PODER EN LA IGLESIA Y EN EL ESTADO]
[17] Esencialmente diversa del poder civil es, en
realidad, la potestad eclesiástica y, por consiguiente, también el poder
judicial en la Iglesia.
[Contraste evidente]
[18] El origen de la Iglesia, en oposición con el
origen del Estado, no es de derecho natural. El más amplio y cuidadoso análisis
de la persona humana no ofrece elemento alguno para concluir que la Iglesia, al
igual que la sociedad civil, habría tenido que nacer y desarrollarse
naturalmente. La Iglesia deriva de un acto positivo de Dios, más allá y por
encima de la índole social del hombre, por más que esté en perfecta armonía con
ésta; porque la potestad eclesiástica y, por tanto, también el correspondiente
poder judicial, ha nacido de la voluntad y del acto, con los que Cristo ha
fundado su Iglesia. Esto no quita, sin embargo, que una vez constituida la
Iglesia, como sociedad perfecta, por obra del Redentor, brotasen del fondo de
su naturaleza no pocos elementos de semejanza con la estructura de la sociedad
civil.
[19] Sin embargo, hay un punto en el que esta
diferencia fundamental se manifiesta con particular evidencia. La fundación de
la Iglesia como sociedad se ha realizado de manera contraria al origen del
Estado, no de abajo arriba, sino de arriba abajo; esto es; Cristo, que en su
Iglesia ha realizado el reino de Dios sobre la tierra, por El anunciado y
destinado para todos los hombres de todos los tiempos, no ha confiado a la
comunidad de los fieles la misión de maestro, de sacerdote y de pastor recibida
del Padre para la salvación del género humano, sino que la ha transmitido y
comunicado a un colegio de apóstoles o enviados, escogidos por El mismo, para
que con su predicación, con su ministerio sacerdotal y con la potestad social
de su oficio hicieran entrar en la Iglesia a la muchedumbre de los fieles para
santificarlos, iluminarlos y conducirlos a la plena madurez de los seguidores
de Cristo.
[20] Examinad les palabras con las que Él les ha
comunicado sus poderes: el poder de ofrecer el sacrificio en memoria suya (1),
poder de perdonar los pecados (2), prometa y colación de de la potestad suprema
de las llaves a Pedro y a sus sucesores personalmente (3) comunicación del
poder de atar y desatar, a ledos los apóstoles (5). Meditad, las palabras con
que Cristo, antes de su ascensión, transmitió a estos mismos apóstoles la
misión universal, que ha Él había recibido del Padre.
¿Hay, acaso, en todo esto algo que pueda dar lugar
a dudas o equívocos? Toda la historia de
la Iglesia, desde su comienzo hasta nuestros días, no cesa de hacerse eco de
aquellas palabras y de dar el mismo testimonio con una claridad y exactitud que
ninguna sutileza puede turbar o empañar. Ahora bien: todas estas palabras,
lodos estos testimonios, proclaman al unísono que en la potestad eclesiástica
la esencia, el punto central, según la expresa voluntad de Jesucristo, y
consiguientemente por derecho divino, es la misión confiada por Él a los
ministros de la obra de la salvación en la comunidad do los fieles y en todo el
género humano.
[21] El canon 109 del Código de derecho canónico ha
dado luz claara y relieve escultórico a este admirable edificio: «Los que son
incorporados a la jerarquía eclesiástica no son escogidos por el consentimiento
o designación del pueblo o del poder secular, sino que son constituidos en los
grados de la potestad de orden con la ordenación sagrada; en el sumo pontificado,
por el propio derecho divino, una vez cumplida la condición de la elección
legítima y de su aceptación; en los demás grados de jurisdicción, mediante la
misión canónica.»
[22] «No por el consentimiento o designación del
pueblo o del poder secular»: El pueblo fiel o el poder secular pueden haber
participado con frecuencia, en el curso de los siglos, en la designación de
aquellos a quienes debían ser conferidos los cargos eclesiásticos, para los
cuales, por otra parte, incluso para el Sumo Pontificado, pueden ser elegidos
tanto los descendientes de noble clase como el hijo de la más humilde familia
obrera. Sin embargo, en realidad, los miembros de la jerarquía eclesiástica han
recibido y reciben siempre su autoridad de lo alto y no deben responder del
ejercicio de su mandato más que, o inmediatamente ante Dios, a quien solamente
está sujeto el Romano Pontífice, o bien, en los otros grados, ante sus
superiores jerárquicos, pero no tienen que dar cuenta alguna ni al pueblo ni al
poder civil, dejando a salvo, naturalmente, la facultad de todo fiel de
presentar en la debida forma sus súplicas y recursos a la autoridad
eclesiástica competente, o también directamente a la suprema potestad de la
Iglesia, especialmente cuando el suplicante o el recurrente está movido por
motivos que tocan a su personal responsabilidad para la salud espiritual,
propia o ajena.
[Dos conclusiones]
[23] De cuanto hemos expuesto se derivan
principalmente dos conclusiones:
1.a En la Iglesia, al revés que en el Estado, el
sujeto primordial del poder, el juez supremo, la última instancia de apelación,
nunca es la comunidad de los fieles. No existe, por tanto, ni puede existir en
la Iglesia, tal como ha sido fundada por Cristo, un tribunal popular o una
potestad judicial derivada del pueblo.
[24] 2.a La cuestión de la extensión y alcance de la
potestad eclesiástica se presenta también de un modo completamente diferente
del que presenta referida al Estado. Para la Iglesia tiene valor, en primer
lugar, la voluntad expresa de Cristo, quien pudo darle, según su sabiduría y
bondad, medios y poderes mayores o menores, salvo siempre el mínimo exigido
necesariamente por su naturaleza y su fin. La potestad de la Iglesia abarca a
todo el hombre, su interior y su exterior en orden a la consecución del fin sobrenatural,
porque el hombre está completamente sometido a la ley de Cristo, de la que la
Iglesia ha sido constituida por su divino Fundador depositaria y ejecutora,
tanto en el foro externo como en el foro interno o de conciencia. Potestad, por
tanto, plena y perfecta, aunque ajena a aquel «totalitarismo» que no admite ni
reconoce la honesta apelación a los claros e imprescriptibles dictámenes de la
propia conciencia y violenta las leyes de la vida individual y social escritas
en los corazones de los hombres. Porque la Iglesia tiende con su poder no a
esclavizar a la persona humana, sino a asegurar su libertad y perfección,
redimiéndola de las debilidades, de los errores y de los extravíos del espíritu
y del corazón, los cuales, tarde o temprano, acaban siempre en la deshonra y en
la esclavitud.
[25] El carácter sagrado que a la jurisdicción
eclesiástica corresponde por su origen divino y por su pertenencia a la
potestad jerárquica, debe inspiraros, amados hijos, una altísima estima de
vuestro oficio y espolearos a cumplir sus austeros deberes con fe viva, con
rectitud inalterable y con celo siempre vigilante. Pero detrás del velo de esta
austeridad, ¡qué resplandor se revela a los ojos de quien sabe ver en el poder
judicial la majestad de la justicia, que en toda su acción tiende a mostrar a
la Iglesia, la Esposa de Cristo, santa e inmaculada ante su divino Esposo y
ante los hombres!
[26] En este día en que se abre vuestro nuevo año
jurídico, Nos invocamos sobre vosotros, amados hijos, los favores y ayudas del
Padre de las luces, de Cristo, a quien El ha confiado todo juicio, del Espíritu
de inteligencia, de consejo y de fortaleza, de la Virgen María, espejo de
justicia, mientras con efusión de corazón impartimos a todos vosotros aquí
presentes, vuestras familias y a todos vuestros seres queridos nuestra paterna
bendición apostólica.
Fuente: DOCTRINA PONTIFICIA V. DOCUMENTOS JURÍDICOS,
(ed. preparada por José Luis Gutiérrez García), Madrid, BAC, 1960, pp. 203-213.
(Tomado de: Infocaotica, 22 de enero de 2018)