INFOVATICANA
5 enero, 2018
Uno de los arzobispos italianos que
ha firmado la profesión de fe de los kazajos responde en esta entrevista a los
motivos por los que ha suscrito el documento: Una Iglesia con poca atención
a la doctrina ya no es una Iglesia pastoral, sino que es una Iglesia
ignorante». La confusión nace de esta ignorancia.
«Como obispos católicos estamos obligados en
conciencia a profesar, ante la difusa confusión actual, la inmutable verdad y
la igualmente inmutable disciplina sacramental respecto a la indisolubilidad
del matrimonio, según la enseñanza bimilenaria e inalterada del Magisterio de
la Iglesia».
Esto es lo que escriben los tres obispos del Kazajistán -Tomash
Peta, arzobispo metropolitano de la archidiócesis de María Santísima en Astaná,
Jan Pawel Lenga, arzobispo-obispo emérito de Karaganda y Athanasius Schneider,
obispo auxiliar de la archidiócesis de María Santísima en Astaná– en un largo
documento titulado: «Profesión de las verdades inmutables con respecto al
matrimonio sacramental», publicado el 2 de enero y recogido por
InfoVaticana.
Los tres obispos constatan que tras la
exhortación apostólica Amoris Laetitia, obispos de manera individual y diversos
episcopados actúan con normas pastorales que tienen como resultado la difusión
de la «plaga del divorcio», también dentro de la Iglesia, lo que se contrapone
fuertemente con lo establecido por Dios. Ya es grave que la praxis sea distinta
de diócesis a diócesis, incluso de parroquia a parroquia. «Debido a la vital
importancia que tienen la doctrina y la disciplina del matrimonio y de la
Eucaristía, la Iglesia está obligada a hablar con una única voz», afirman los
tres obispos citando a los Padres de la Iglesia.
Por último, los obispos kazajos ratifican el
magisterio tradicional de la Iglesia, que considera siempre ilícitas las
relaciones sexuales fuera del matrimonio sacramental y, por consiguiente,
considera imposible el acceso a la comunión para quienes permanecen en dicho
estado, si bien esto no constituye un juicio sobre el estado de gracia interior
de cada fiel individualmente.
La «Profesión de las verdades inmutables…» añade,
por lo tanto, un nuevo capítulo al debate de Amoris Laetitia y sus
interpretaciones, demostrando lo difundido que está el malestar que se ha
creado en la Iglesia. Esta declaración no parece estar destinada a permanecer
un hecho local que concierne sólo a Kazajistán, puesto que tras su publicación dos obispos
italianos han suscrito el documento: Monseñor Carlo Maria Viganò,
anteriormente nuncio apostólico en los Estados Unidos de América, y Monseñor
Luigi Negri, arzobispo emérito de Ferrara.
La Nuova Bussola ha entrevistado a Mons. Negri
sobre este documento y el porqué de su adhesión.
Monseñor Negri, ¿qué le ha impulsado
a firmar esta carta?
Ante la gran confusión que hay en la Iglesia en lo
que respecta al tema del matrimonio, creo que es necesario volver a proponer la
claridad de la posición tradicional. Me ha parecido justo firmar porque el
contenido de esta posición es el que he defendido ampliamente en estos años, no
sólo en estos últimos meses, sino en todos los momentos que he dedicado al tema
de la familia, de la vida, de la procreación, de la responsabilidad educativa
respecto a los más jóvenes. Son temas de absoluta importancia por los que el
mundo católico, en conjunto, no demuestra tener mucha sensibilidad.
Hay quien sostiene que se ha hablado
demasiado de familia y de vida…
Pensar en una Iglesia sin una preocupación
explícita, sistemática, diría incluso diaria, por la defensa y promoción de la
familia y su responsabilidad misionera y educativa, hace pensar en una Iglesia
profunda y fuertemente condicionada por la mentalidad mundana. Dicha
mentalidad, que domina ampliamente nuestra sociedad, considera que todas las
cuestiones «éticamente sensibles», utilizando una expresión que se ha
convertido de uso común, son responsabilidad de las instituciones políticas y
sociales y, en primer lugar, del estado. Estoy de acuerdo con la Doctrina
social de la Iglesia y considero que la cuestión de la persona y del desarrollo
de su identidad y responsabilidad en el mundo es una tarea específica,
característica e irrenunciable de la Iglesia.
Se está combatiendo una batalla entre la mentalidad
mundana -la que el Papa Francisco, en los primeros meses de su pontificado,
llamó «el pensamiento único dominante»- y la concepción cristiana de la vida y
la existencia. Si la Iglesia no se enfrenta a esta situación acabará reduciéndose,
fundamentalmente, a una posición de sustancial automarginación de la vida
social.
En la carta se habla mucho de la
confusión existente en la Iglesia. Usted también lo ha mencionado. Sin embargo,
hay quien niega esta confusión: algunos sostienen que lo único que hay es
resistencia a un camino de renovación de la Iglesia.
La confusión existe. Existe y es gravísima. Nadie
que sea sensato puede negar esta evidencia. Recuerdo las palabras tristes, y
terribles, que el cardenal Carlo Caffarra dijo poco antes de morir: «Una
Iglesia con poca atención a la doctrina ya no es una Iglesia pastoral, sino que
es una Iglesia ignorante». La confusión nace de esta ignorancia. Cito de nuevo
al cardenal Caffarra, que decía que «sólo un ciego puede decir que no hay
confusión en la Iglesia». Y yo puedo testimoniarlo por lo que he podido ver
personalmente, sobre todo en los últimos meses de mi episcopado en
Ferrara-Comacchio. Cada día me interpelaban buenos cristianos porque en su
conciencia se había producido una grandísima decepción y vivían con mucho
sufrimiento. Lo digo claramente: un sufrimiento mayor al de muchos clérigos y
muchos de mis hermanos obispos. Es el sufrimiento de un pueblo que ya no se
siente cuidado, sostenido en su exigencia fundamental de verdad, de bondad, de
belleza y de justicia, que constituyen el corazón profundo del hombre y que
sólo el misterio de Cristo revela profundamente y actúa de manera
extraordinaria.
No quiero polemizar con nadie, pero no puedo no
decir que es necesario trabajar para que el esplendor de la tradición vuelva a
ser una experiencia para el pueblo cristiano, y una propuesta que el pueblo
cristiano hace a los hombres. Ésta es una tarea que siento decisiva dentro de
mí.
A propósito de confusión, en estos
días ha nacido una nueva polémica cuyo origen es la acusación al Papa emérito
Benedicto XVI de errores doctrinales que nunca han sido corregidos, sacando de
nuevo a colación el Concilio.
No quiero hacer revisiones rápidas e ideológicas de
momentos fundamentales de la vida de la Iglesia, como es el caso del Concilio,
por ejemplo: una extraordinaria experiencia, compleja y, por qué no, con
aspectos no siempre claros. O el gran e inolvidable magisterio de San Juan
Pablo II, su compromiso para volver a proponer al mundo el anuncio de Cristo
como única posibilidad de salvación y, por lo tanto, a la Iglesia como ámbito
de esta experiencia, como decía él, de una vida renovada. Estas son piedras
miliares de un camino que, después, encontró en el gran magisterio de Benedicto
XVI un punto de síntesis, el llamamiento fuerte a esa continuidad en el paso
entre la realidad preconciliar y la realidad del Concilio y del postconcilio:
fue una formulación de gran importancia, de la que aún vive la Iglesia.
Juan Pablo II y Benedicto XVI elevaron el
magisterio católico a niveles de extraordinaria amplitud. Es absurdo querer
doblegar la interpretación de estos grandes personajes de la vida de la Iglesia
a intereses partidistas. Pero es también absurdo comparar los pontificados de
Juan Pablo II y de Benedicto XVI con el magisterio del Papa Francisco. En la
historia de la Iglesia cada Papa tiene su función. La función de Francisco no
es, ciertamente, la de volver a proponer la integridad y la amplitud del
mensaje cristiano, sino la de sacar las necesarias consecuencias a nivel ético
y social.
Hablando aún de confusión: en este
año que acaba de terminar y en el que se han recordado los 500 años de la
Reforma protestante, en la Iglesia se han visto y oído cosas francamente
desconcertantes.
La confusión doctrinal y cultural presenta aspectos
difícilmente creíbles para personas con sentido común y que han tenido una
formación cultural adecuada. Lo de Lutero es un hecho increíble. Este Lutero
del que tanto se habla no existe. Este Lutero reformador, evangélico, cuya
presencia habría sido una reforma positiva y beneficiosa para la Iglesia no
tiene ningún fundamento histórico y crítico.
Una cuestión muy distinta es que, en un momento de
grave ataque a la tradición religiosa de Occidente, sea necesario que todos los
hombres religiosos perciban que es el momento de una nueva y gran unidad
operativa. Ciertamente, es necesario que trabajemos juntos, pero para hacerlo
no hay que socavar la propia identidad o pensar que la existencia de la
identidad es una objeción al trabajo. Es exactamente lo opuesto: quien se mete
en el diálogo religioso, en el diálogo ecuménico, en el diálogo con la vida
social con su identidad precisa está proporcionando una contribución
extremadamente significativa. No se colabora y no se dialoga partiendo de la
confusión. Se dialoga partiendo de la identidad, y la identidad católica, si es
vivida hasta el fondo, contribuye de una manera única e irreducible a la vida
social.
Hay quien pone en guardia ante la
tentación de la hegemonía.
No pienso para nada en una hegemonía en la vida
social, como desearían muchos católicos irresponsables. No es por una voluntad
de hegemonía, sino por una voluntad de misión. Una misión explícita, clara,
significativa, apasionada y, por lo tanto, polémica respecto al mundo. Esto he
aprendido de don Giussani en 50 años de amistad con él y por esto apostaron de
manera positiva, en mi opinión, los grandes magisterios de Juan Pablo y
Benedicto, en línea con el gran magisterio de la Iglesia de los siglos XIX y XX.
Publicado originalmente en La Nuova
Bussola. Traducción de Helena Faccia para InfoVaticana
No hay comentarios:
Publicar un comentario