viernes, 31 de agosto de 2018

Relación histórica entre Iglesia y Estado en la Argentina



 ¿quién sostiene a quién?

Por Edgardo Fretes

Dice Héctor Ruiz Núñez en su libro “La Cara Oculta de la Iglesia":

“La mayor parte de los bienes de la Iglesia argentina tienen su génesis en la época colonial. En los siglos XVI y XVII la corona española cedió cientos de miles de hectáreas a los obispados y a los conventos que se establecieron en el nuevo mundo. En el siglo XVIII, en cambio, el crecimiento de las propiedades eclesiásticas derivó de donaciones y herencias".

En lo que hoy es Argentina, la Iglesia tenía 35.000 hectáreas de campos donde luego se establecieron los partidos de Luján, Merlo, Avellaneda, San Pedro, Arrecifes, Moreno, Quilmes, Magdalena y Tres de Febrero; en la provincia de Buenos Aires. También la Iglesia era propietaria de 300 manzanas en la actual Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La renta que producían estas tierras servían al sostenimiento de las obras religiosas, el mantenimiento de orfanatos, hospitales y a la creación de nuevas comunidades y parroquias, en una región que crecía con gran velocidad demográfica.

Continúa el reconocido (anticlerical) periodista de La Nación:

“Bernardino Rivadavia, siendo ministro de Gobierno de Martín Rodríguez, produjo un hecho que durante 150 años fue motivo de debates y reclamaciones entre la jerarquía eclesiástica y el gobierno: expropió numerosos inmuebles de la Iglesia ‘no necesarios para el culto’. Los sucesivos decretos no se limitaron sólo a los bienes, también reglamentaron distintos aspectos de la actividad religiosa, dentro de un proyecto conocido como Reforma Eclesiástica".

Esto ocurría en 1822. El detalle a tener en cuenta es que, a diferencia de lo que sucede en la mayoría de las expropiaciones, el Estado no dio a la Iglesia pago o indemnización a cambio. Muchas comunidades religiosas quedaron literalmente en la calle, tal fue el caso de los Monjes Recoletos a los que se les quitó la propiedad donde hoy podemos visitar el Cementerio de la Recoleta.

Luego fueron las sucesivas Constituciones, las de 1853 y 1994, las que consagraron en su Artículo 2, el sostenimiento del Culto Católico y fue el gobierno militar de la última dictadura el que promulgó una ley dando respuesta definitiva al reclamo de la Iglesia, por aquella renta que había dejado de recibir por los bienes expropiados.

Pero hay más. Alguien insospechado de clericalismo como Bernardo de Irigoyen, en la sesión del 11 de agosto de 1871, de la Convención Constituyente de Buenos Aires, decía:

“La verdad del caso, Señor Presidente, es que la Iglesia se sostenía con los bienes que poseía, donados por los fieles. Vino el año 22 en que el gobierno concibió la idea patriótica de una reforma general, y en ella comprendió también al clero. Se inició pues la reforma eclesiástica, y para llevarla a cabo sancionó una ley que en su artículo 19 dice lo siguiente: ‘Desde el 1 de Enero de 1823, quedan abolidos los diezmos y las atenciones a que eran destinados serán cubiertos por los fondos del Estado’. Viene enseguida otra disposición de la misma ley de donde resulta que no fue la Iglesia Católica la que trató de ser sostenida por el Estado sino que fue el Estado el que tomó posesión de todos los bienes de la Iglesia, el que suprimió las contribuciones con que la Iglesia se sostenía, y que fue el Estado el que creyendo que estaba realizando una reforma liberal, una reforma de alta conveniencia pública, dijo: Tomo a mi cargo el sostén del Culto Católico en este país. Ésta es la verdad histórica“.

Es decir, en sencillas palabras: la Iglesia en Argentina era una organización autofinanciada e independiente del Estado. Fue el Estado el que la quiso hacer dependiente para disciplinarla e intentar manejarla en su acción y discurso. Y esta verdad no la dice la Iglesia.

Los colegios católicos

La gran mayoría de los colegios católicos del país reciben subvención estatal para el pago de sueldos. Esto es cierto. Tan cierto como que son los mismos religiosos los que gestionan esos colegios y los mismos fieles los que los mantienen en infraestructura y mejoras, elevando el nivel educativo y haciendo patria en lugares rurales y de difícil acceso.

Pero la ecuación podría ser al revés: En lugar de sacar la cuenta de cuánto “gasta” el Estado en los subsidios de los sueldos en los colegios católicos, me gustaría preguntar: ¿Cuánto gastaría el Estado si el 30% del total del alumnado del país, que concurre a establecimientos católicos, fuera a escuelas públicas? Un Estado que es corrupto, obeso y poco diligente, ¿cuánto erogaría en el funcionamiento de tal infraestructura?

El sostenimiento al revés

Según se desprende de la información que brindó el jefe de Gabinete en el Congreso, el Estado destina anualmente unos 174 millones de pesos al sostenimiento del Culto Católico. Ahora bien, en un país con un 30% de pobreza, la Iglesia apoya y acompaña en las grandes ciudades y en los rincones más recónditos del territorio, a muchas familias que se encuentran agobiadas por el peso de un Estado que no llega a curar todas las llagas y a atender todas las necesidades.

La Iglesia Católica en Argentina, a través de Cáritas Nacional, invirtió durante 2016 en educación, ayuda inmediata y emergencias, desarrollo institucional, abordaje de las adicciones y economía social y solidaria, más de 94 millones de pesos. Si tenemos en cuenta que la colecta de Cáritas se divide en tres tercios, el primero para Cáritas nacional, el segundo para la Cáritas diocesana y el tercero para Cáritas parroquial, el número se multiplica por tres y pasamos, sólo en 2016 a mucho más de 282 millones, puesto que no estamos considerando las donaciones que en todas las parroquias se reciben a diario, para el desarrollo de Cáritas y que no se cuantifican, porque se van destinando casi en forma instantánea para cubrir las necesidades de miles de familias.

No nos olvidemos de la Colecta +x-. Durante 2016 esta colecta distribuyó entre las zonas más pobres del país, más de 35 millones de pesos.

Así las cosas, teniendo en cuenta un mínimo crecimiento del 20% entre 2017-18, la Iglesia Católica en su conjunto, estaría erogando para paliar necesidades donde el Estado no está, alrededor de 380 millones de pesos.

Obviamente la Iglesia “hace el bien sin mirar a quién” y nunca va a reclamar por este rol de caridad que le es propio, al Estado, al que sí le es propio velar por el bienestar de todos sus ciudadanos.

Por Edgardo Fretes

Fuente: Diario “Los Andes”
 (Tomado de Que no te la cuenten)

martes, 21 de agosto de 2018

Carta del Papa al Pueblo de Dios


Abusos en Pensilvania:

Ciudad del Vaticano 20 de agosto de 2018



«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26). Estas palabras de san Pablo resuenan con fuerza en mi corazón al constatar una vez más el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas. Un crimen que genera hondas heridas de dolor e impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también en sus familiares y en toda la comunidad, sean creyentes o no creyentes.

Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una vez más nuestro compromiso para garantizar la protección de los menores y de los adultos en situación de vulnerabilidad.

1. Si un miembro sufre
En los últimos días se dio a conocer un informe donde se detalla lo vivido por al menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder y de conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente setenta años. Si bien se pueda decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado, sin embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las víctimas y constatamos que las heridas nunca desaparecen y nos obligan a condenar con fuerza estas atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar esta cultura de muerte; las heridas “nunca prescriben”. 
El dolor de estas víctimas es un gemido que clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado, callado o silenciado. Pero su grito fue más fuerte que todas las medidas que lo intentaron silenciar o, incluso, que pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad cayendo en la complicidad. Clamor que el Señor escuchó demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere estar. El cántico de María no se equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la historia porque el Señor se acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres: «Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,51-53), y sentimos vergüenza cuando constatamos que nuestro estilo de vida ha desmentido y desmiente lo que recitamos con nuestra voz.

Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el Via Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! […] La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf. Mt 8,25)» (Novena Estación).

2. Todos sufren con él
La magnitud y gravedad de los acontecimientos exige asumir este hecho de manera global y comunitaria. Si bien es importante y necesario en todo camino de conversión tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí mismo no basta. Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu. Si en el pasado la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de hacer la historia presente y futura, en un ámbito donde los conflictos, las tensiones y especialmente las víctimas de todo tipo de abuso puedan encontrar una mano tendida que las proteja y rescate de su dolor (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228). 
Tal solidaridad nos exige, a su vez, denunciar todo aquello que ponga en peligro la integridad de cualquier persona. Solidaridad que reclama luchar contra todo tipo de corrupción, especialmente la espiritual, «porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz (2 Co 11,14)”» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 165). La llamada de san Pablo a sufrir con el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de seguir reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).

Soy consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas partes del mundo para garantizar y generar las mediaciones necesarias que den seguridad y protejan la integridad de niños y de adultos en estado de vulnerabilidad, así como de la implementación de la “tolerancia cero” y de los modos de rendir cuentas por parte de todos aquellos que realicen o encubran estos delitos. Nos hemos demorado en aplicar estas acciones y sanciones tan necesarias, pero confío en que ayudarán a garantizar una mayor cultura del cuidado en el presente y en el futuro.

Conjuntamente con esos esfuerzos, es necesario que cada uno de los bautizados se sienta involucrado en la transformación eclesial y social que tanto necesitamos. Tal transformación exige la conversión personal y comunitaria, y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor mira. Así le gustaba decir a san Juan Pablo II: «Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (Carta ap. Novo millennio ineunte, 49). Aprender a mirar donde el Señor mira, a estar donde el Señor quiere que estemos, a convertir el corazón ante su presencia. Para esto ayudará la oración y la penitencia. Invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el ayuno siguiendo el mandato del Señor,[1] que despierte nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso con una cultura del cuidado y el “nunca más” a todo tipo y forma de abuso.

Es imposible imaginar una conversión del accionar eclesial sin la participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios. Es más, cada vez que hemos intentado suplantar, acallar, ignorar, reducir a pequeñas élites al Pueblo de Dios construimos comunidades, planes, acentuaciones teológicas, espiritualidades y estructuras sin raíces, sin memoria, sin rostro, sin cuerpo, en definitiva, sin vida[2]. Esto se manifiesta con claridad en una manera anómala de entender la autoridad en la Iglesia —tan común en muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia— como es el clericalismo, esa actitud que «no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente».[3] El clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos, genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo.

Siempre es bueno recordar que el Señor, «en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). Por tanto, la única manera que tenemos para responder a este mal que viene cobrando tantas vidas es vivirlo como una tarea que nos involucra y compete a todos como Pueblo de Dios. Esta conciencia de sentirnos parte de un pueblo y de una historia común hará posible que reconozcamos nuestros pecados y errores del pasado con una apertura penitencial capaz de dejarse renovar desde dentro. 

Todo lo que se realice para erradicar la cultura del abuso de nuestras comunidades, sin una participación activa de todos los miembros de la Iglesia, no logrará generar las dinámicas necesarias para una sana y realista transformación. La dimensión penitencial de ayuno y oración nos ayudará como Pueblo de Dios a ponernos delante del Señor y de nuestros hermanos heridos, como pecadores que imploran el perdón y la gracia de la vergüenza y la conversión, y así elaborar acciones que generen dinamismos en sintonía con el Evangelio. Porque «cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).

Es imprescindible que como Iglesia podamos reconocer y condenar con dolor y vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas, clérigos e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a los más vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y las heridas generadas en el pasado y nos permite abrirnos y comprometernos más con el presente en un camino de renovada conversión.

Asimismo, la penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar nuestros ojos y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de dominio y posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos males. Que el ayuno y la oración despierten nuestros oídos ante el dolor silenciado en niños, jóvenes y minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y sed de justicia e impulse a caminar en la verdad apoyando todas las mediaciones judiciales que sean necesarias. Un ayuno que nos sacuda y nos lleve a comprometernos desde la verdad y la caridad con todos los hombres de buena voluntad y con la sociedad en general para luchar contra cualquier tipo de abuso sexual, de poder y de conciencia.

De esta forma podremos transparentar la vocación a la que hemos sido llamados de ser «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1).
«Si un miembro sufre, todos sufren con él», nos decía san Pablo. Por medio de la actitud orante y penitencial podremos entrar en sintonía personal y comunitaria con esta exhortación para que crezca entre nosotros el don de la compasión, de la justicia, de la prevención y reparación. María supo estar al pie de la cruz de su Hijo. 

No lo hizo de cualquier manera, sino que estuvo firmemente de pie y a su lado. Con esta postura manifiesta su modo de estar en la vida. Cuando experimentamos la desolación que nos produce estas llagas eclesiales, con María nos hará bien «instar más en la oración» (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 319), buscando crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia. Ella, la primera discípula, nos enseña a todos los discípulos cómo hemos de detenernos ante el sufrimiento del inocente, sin evasiones ni pusilanimidad. Mirar a María es aprender a descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo de Cristo.

Que el Espíritu Santo nos dé la gracia de la conversión y la unción interior para poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra compunción y nuestra decisión de luchar con valentía.

Vaticano, 20 de agosto de 2018
Francisco

[1] «Esta clase de demonios solo se expulsa con la oración y el ayuno» (Mt 17,21).
[2] Cf. Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile (31 mayo 2018).
[3] Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina (19 marzo 2016).

lunes, 20 de agosto de 2018

El Cardenal Burke



 sobre los abusos sexuales en la Iglesia

San Diego, 16 de agosto de 2018.

Thomas McKenna, presidente de la Catholic Action for Faith and Family, entrevistó esta semana al Cardenal Raymond Burke acerca del escándalo de los clérigos abusadores.

Thomas McKenna: Su Eminencia, una nueva ola de abusos sexuales clericales ha salido a la luz, y pone en evidencia una extensísima práctica de la homosexualidad entre clérigos en diócesis y seminarios a través de país (nota bene: si bien el entrevistador limita su pregunta al contexto de los Estados Unidos, casos semejantes se han reportado recientemente en otros países como Honduras  o Chile). ¿Cuál diría usted que es la causa radical de esta corrupción?

Cardenal Raymond Burke: Quedó en evidencia a partir de los estudios que siguieron a la crisis de abusos sexuales del año 2002 que la mayor parte de los actos de abusos eran, de hecho, actos homosexuales cometidos con adolescentes varones. Hubo un intento minucioso ya sea por obviar ya sea por negar esto. Ahora parece claro a la luz de estos terribles escándalos recientes que, efectivamente, existe una cultura homosexual no sólo entre los clérigos sino incluso dentro de la misma jerarquía eclesiástica, la cual necesita ser purificada desde su raíz. Se trata por supuesto de una tendencia que es desordenada.

Creo que ha sido considerablemente agravada por la actual cultura contraria a la vida, esto es la cultura contraceptiva que separa el acto sexual de la unión conyugal. El acto sexual no tiene ningún tipo de sentido salvo entre un varón y una mujer en el matrimonio ya que el acto conyugal está dispuesto por su naturaleza para la procreación. Creo que resulta necesario un reconocimiento abierto de que tenemos un serio problema de cultura homosexual en la Iglesia, especialmente entre los clérigos y la jerarquía, que necesita ser enfrentado honesta y eficazmente.

Thomas: Su Eminencia, muchos dicen que lo que debería hacerse para enfrentar este problema es determinar mejores procedimientos y estructuras para lidiar con él, que ésta sería entonces la solución para resolver la situación. ¿Está de acuerdo con esa propuesta? ¿O qué le parece que necesitaría hacerse para resolver esta crisis de un modo definitivo?

Cardenal Burke: No hay necesidad de desarrollar nuevos procedimientos. Todos los procedimientos existen en la disciplina de la Iglesia, y han existido por siglos. Lo que se necesita es una investigación honesta sobre las situaciones de grave inmoralidad denunciadas, seguido de una acción efectiva para sancionar a los responsables, y vigilar para prevenir que situaciones similares ocurran nuevamente.

Esta idea de que la conferencia episcopal debería ser responsable de enfrentar esto es equivocada porque la conferencia episcopal no tiene control sobre los propios obispos dentro de la conferencia. Es el Romano Pontífice, el Santo Padre, el que tiene la responsabilidad de imponer disciplina en estas situaciones, y es él quien necesita tomar acción siguiendo los procedimientos que están  establecidos en la disciplina de la Iglesia. Esto es lo que combatirá la situación efectivamente.

Thomas: Su Eminencia, la fe de muchos en la Iglesia, como una institución santa antes que corrupta, ha sido sacudida. La gente no sabe qué pensar sobre sus obispos y sacerdotes ¿Cómo debería responder el fiel a esta crisis, tomando en cuenta especialmente que muchos se sienten desanimados y avergonzados de su Iglesia?

Cardenal Burke: Entiendo perfectamente la bronca, el profundo sentido de traición que muchos de los fieles están sintiendo, incluso porque yo mismo lo experimento. El fiel debe insistir que esta situación sea abordada honestamente y con determinación. Lo que no debemos permitir en ningún caso es que esos actos gravemente inmorales, que tanto han mancillado el rostro de la Iglesia, nos lleven a perder la confianza en Nuestro Señor, que es la Cabeza y el Pastor del rebaño. La Iglesia es su Cuerpo Místico, y nunca debemos perder de vista esta verdad.

Deberíamos estar profundamente avergonzados de lo que ciertos pastores, ciertos obispos han hecho, pero nunca deberíamos estar avergonzados de la Iglesia porque sabemos que es pura y que es Cristo Mismo, vivo para nosotros en la Iglesia, quien es nuestro único camino de salvación. Hay una gran tentación en que nuestra ira justificada acerca de estos actos gravemente inmorales nos lleve a perder la fe en la Iglesia, o a estar enojados con la Iglesia, en lugar de enojarnos con aquellos que, aunque ocupen la más alta autoridad en la Iglesia, han traicionado esa autoridad y han actuado de un modo inmoral.

Existieron durante siglos en el Pontifical Romano (el libro litúrgico católico latino que contiene los ritos celebrados por los obispos) los ritos para la degradación de los clérigos y también de los miembros de la jerarquía que hubieran fallado gravemente en su oficio. Creo que sería conveniente leer nuevamente esos ritos para entender profundamente lo que la Iglesia siempre entendió, que es que los pastores pueden desviarse –incluso de un modo muy grave– y que entonces deben ser apropiadamente disciplinados e incluso expulsados del estado clerical.


(Fuente. Traducción del Profesor de Worms)
(Tomado de: The Wanderer, 20 de agosto de 2018)


viernes, 17 de agosto de 2018

Un informe


de un tribunal de Pensilvania

P. Guillermo Juan Morado, Dr. en Teología

Infocatólica, 15.08.18

En todo el tema, muy pesado, de abusos perpetrados por miembros del clero convendría pasar página ya. Desconozco cuál es el procedimiento que siguen los tribunales de los EEUU, pero me sorprende que se dediquen a elaborar informes, sobre una conducta penalizada, durante un arco de tiempo muy prolongado.

Informes que, jurídicamente, no tienen consecuencias, apenas: “aunque la mayoría de sacerdotes han sido identificados, muchos han fallecido ya o es probable que eviten la cárcel porque sus presuntos crímenes son demasiado viejos para ser procesados según la ley estatal”, leo en un periódico.

Pues si se juzga a alguien es para ver si es culpable o no de un delito y para aplicarle, si lo merece, la pena debida. Juzgar para elaborar informes es un modo muy peculiar de ejercitar el poder de juzgar. Informes que no conducen a nada, más que al enorme descrédito de una institución, que suele ser la Iglesia católica.

La estructura de la Iglesia es la que es. Es jerárquica y es universal. Es un “nosotros” que hace suyo lo que cada “yo” integrante de ese enorme cuerpo lleva a cabo. Especialmente, asume la responsabilidad por lo que sus ministros ordenados han hecho. En lo bueno y en lo malo.

No hay a quien pedir cuentas por los crímenes cometidos en nombre del comunismo. Ni Alemania se puede responsabilizar de todos los males perpetrados por los nazis. Ni Francia va a pedir perdón por todas las víctimas de los ejércitos napoleónicos. Ni Italia va a indemnizar a los cristianos devorados por las fieras para entretenimiento de los ciudadanos romanos.

Esto, que es de sentido común, en la Iglesia, y con la Iglesia, no rige. Hay que asumir el último delito protagonizado por el último cura en la última parroquia del último país del mundo. No hay institución que pueda soportar esto. Ninguna.

Si alguien se ve maltratado, mancillado, abusado, que denuncie. Que busque que se le haga justicia, pero que no espere mil años para que, sus descendientes, reclamen lo que ya, muy probablemente, no se podrá juzgar.

Tampoco me parece bien que todo abuso, o supuesto abuso, se les atribuya a los homosexuales. Hay personas homosexuales que no abusan de otras personas, y menos de menores. Y hay muchos sacerdotes, la mayoría, que no tienen tendencias homosexuales. Mezclar todo, homosexualidad y abuso, es buscar una respuesta fácil a un problema complejo.

Cualquier abuso es reprobable. En el clero y fuera del clero. En la casa propia y en la de los vecinos. En el deporte o en el no deporte. Cualquier abuso es reprobable y denunciable. Cualquier encubrimiento es malo.

Y ya. Hasta ahí. El que lo haga, que lo pague, tras un proceso justo y una sentencia justa. Emponzoñarlo todo. Venir ahora a reclamar lo de hace mil años, sembrar la duda sistemática… Lo siento, pero no puedo aprobarlo.

No merecen las víctimas de los abusos ese tratamiento tan genérico e irresponsable.


lunes, 13 de agosto de 2018

Reflexión




sobre la pena de muerte

Francisco SUÁREZ, sacerdote

Católicos-on-line, agosto 2018

En esta breve reflexión sobre la pena de muerte, vamos a exponer algunos pasajes de la Sagrada Escritura y del Magisterio de la Iglesia. 

En el Antiguo Testamento hay innumerables pasajes al respecto, solo mencionar que en Ex 20,13 dentro del Decálogo aparece el “No matarás” y en Ex 21 aparecen varios delitos castigados con la pena de muerte. O aceptamos la singular opinión de Escoto (1) o El “No matarás” se sobreentiende que se refiere a los inocentes, y no incluye a todos los delincuentes, so pena de contradecirse la Palabra de Dios de un capítulo a otro (de modo semejante Dt 5,17 y Dt 24,7 y otros).

En el Nuevo Testamento, en Mt 15,4 y ss y en Mc 7,10 y ss Jesús dice “Pues Dios dijo «honra al padre y a la madre» y «el que maldiga al padre o a la madre es reo de muerte» pero vosotros decís … y así invalidáis el mandato de Dios en nombre de vuestra tradición” (el subrayado es nuestro).

En la parábola del banquete de bodas (Mt 22, 1-14) Jesús compara sin escándalo al Padre Eterno con un rey que ejecuta a pena de muerte a homicidas.

En la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 33-46; Mc 12, 1-12; Lc 20, 9-19) Jesús compara al Padre eterno con un propietario de viña que ejecuta a muerte a los homicidas.

En la parábola de las monedas de oro (Lc 19, 11-28) Jesús se compara a sí mismo con un Rey que manda ejecutar a muerte a ciudadanos sediciosos.

En estas parábolas: El mismo Jesús hace la analogía entre la pena de muerte temporal y la pena de muerte eterna, las dos son penas retributivas que es el fin principal de las penas como enseña el Catecismo nº 2266. Por ello suele ir parejo que quienes no creen en el infierno no aceptan la pena de muerte, así algunos que se dicen católicos, creen en contra de la Escritura en la aniquilación de todo el ser de los obstinados en el mal, asemejándose en esto a los Testigos de Jehová y Adventistas del 7º día.

En Mt 18, 6, traducido literalmente, Jesús dice “al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí conviene que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar”. Conviene es traducción del griego “sinferei”, en latín Vulgata “expedit”. Un comentarista dice: esta pena de muerte, arrojar al mar, se aplicaba a los grandes criminales en la antigüedad y San Jerónimo dice que los judíos la usaban para los considerados indignos de sepultura (J. Maldonado “Comentarios a San Mateo” ed. BAC, Madrid 1956, pág. 637).

En Lc 23, 40-43, San Dimas al lado de Cristo crucificado considera merecida su propia pena de muerte y la del otro ladrón. Jesús recompensa su arrepentimiento y humildad diciéndole: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

En Jn 8, 3-11, Jesús con la adúltera muestra misericordia, astucia e indulta a la pecadora, no yendo contra la ley, que es donde le querían coger y comprometer. El Papa Francisco a los pocos días de haber sido elegido en la homilía de 7-IV-2014, predicando sobre este evangelio dijo que “Jesús misericordioso va más allá de la ley, defiende al pecador de una condena justa”. Luego declara justa la condena a muerte.

Para acabar con Rom 13, 4, habla del gobernante que es ministro de Dios para castigar el mal, y que no en vano lleva espada. La espada está hecha para matar.

En la vida de la Iglesia se ha vivido con normalidad la aplicación de la pena capital, en la enseñanza de los Santos Padres, de los Doctores, Teólogos, muchos santos canonizados aplicaron la pena de muerte como S. Luis Rey de Francia, S. Fernando III rey de Castilla, S. Juan de Ribera Arzobispo de Valencia y Virrey por 11 meses, S. Pío V…, y muchas veces enseñada por el Magisterio de la Iglesia.

Especial importancia la profesión de fe que se impuso a los Valdenses, que consideraban antievangélica la pena de muerte, en 1208 para reconciliarse con la Iglesia. Entre otras cosas debían profesar: “de la potestad secular afirmamos que sin pecado mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal que para inferir la vindicta no proceda con odio, sino por juicio, no incautamente, sino por consejo”. (Dz 425; Ds 795).

Pío XII al I Congreso de Histopatología Internacional en 1952 dice: “El poder público tiene facultad de privar de la vida al delincuente sentenciado en expiación de su delito, después de que éste se despojó de su derecho a la vida” (AAS 44 (1952) 787).

Los Derechos Humanos se basan en la dignidad del hombre imagen de Dios, imagen de Dios que se empaña con la culpa, como dice un himno litúrgico, aunque nunca puede ser totalmente destruida, a esto lo llaman dignidad ontológica, pero la dignidad moral se puede perder en mayor o menor medida, también la cárcel va contra la dignidad humana y el ser imagen de Dios, pero el delincuente mengua o se desposee de su dignidad moral.

Por todo ello el que a la autoridad pública le sea lícito por derecho natural infligir la muerte a los delincuentes en pena de los más graves crímenes es considerada verdad de fe, definida en Dz 425, Ds 795 (Así por ejemplo Teófilo Urdanoz O.P., Comentarios a la Suma Teológica de S. Tomas de Aquino, T VIII ed. BAC, Madrid 1956, pág. 422) o al menos por Magisterio ordinario y universal.

El Catecismo de la Iglesia Católica en su edición Típica latina de 1997 en los números 2266 y 2267 trata el asunto haciendo la precisión de que, aunque el fin retributivo sea el fin primero y principal de las penas, para ejecutar la sentencia de muerte merecida por el delito cometido, se haga cuando se considere necesario para mantener el orden público y la seguridad de las personas, que es el 3º fin de las penas. Y aunque el Catecismo se pregunte si estas circunstancias se dan hoy, esto lo deja a la autonomía del Poder Civil. Se han dado casos de delincuentes en cárceles, incomunicados con el exterior, que a pesar de ello siguen comunicándose y dando órdenes de asesinar.

Como también pertenece a la autonomía del poder civil juzgar sobre el efecto disuasorio de las penas, teniendo en cuenta lo que dice la Escritura “¡otro absurdo! que no se ejecute enseguida la sentencia de la conducta del malo, con lo que el corazón de los humanos se llena de ganas de hacer el mal.” (Ects 8, 10-11)

Algunos quieren cambiar esta doctrina y cambiar el Catecismo de la Iglesia Católica para declarar la ilicitud absoluta de la pena de muerte. Esto traería muchos contrasentidos.

¡¿Habría que pensar que Dios se equivocó en sus enseñanzas en la Sagrada Escritura, o es que Dios está por encima del principio metafísico de contradicción y puede decir por la Sagrada Escritura, por Cristo y por el Magisterio de la Iglesia hasta hoy una cosa, y a partir de ahora inspirar a la Iglesia la contraria o mejor la contradictoria?!

¡¿Ya no sería Jesús que pronunció el Sermón del Monte la cima de la moralidad?! ¡¿Pretenden superarlo?! ¡¿Pretenden ser más buenos que Cristo?!

La antropología del hombre, muestra a éste como imagen de Dios, caído y redimido. Esta antropología conocida por Cristo ¿puede la Iglesia superarla en ese conocimiento y en las exigencias que eso conlleva?

¿Serían los legisladores que legislen sobre la pena de muerte, los jueces, policías, verdugos, que la apliquen, pecadores públicos, sin poder acceder a los Sacramentos?

Todo esto no significa que los cristianos estemos obligados a ser partidarios de que se aplique la pena de muerte y se legisle sobre ello, el catecismo como hemos visto es restrictivo al respecto, la fidelidad a la Palabra de Dios, nos impone no calificar de absolutamente inmoral la pena de muerte, y sobre todo a la autoridad decidir con prudencia lo que pueda exigir en cada momento la guarda de la justicia y el orden público.

Cualquier “acto magisterial” en contra de lo expuesto sería falible y erróneo o incluso de aplicación de lo que enseña San Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia, en “Tercia Controversia Generalis de Summo Pontifice” (liber II, caput XXX en Bellarmini “Opera Omnia” T-I, ed. L. Vives, Paris 1870, pgs. 608-611) y que hace también mención Balmes en el capítulo 56 de su libro “El protestantismo comparado con el catolicismo”.

lunes, 6 de agosto de 2018

Ciclo de Aplologética


             Grupo de estudio
         San Martín de Porres



2018


Agosto 8          Origen católico de la Argentina

Setiembre 12   ¿Es razonable creer en Dios?

Octubre 10       Leyendas negras: evangelización de América

Noviembre 14  La verdad sobre la Inquisición

Diciembre 12   El caso Galileo

El segundo miércoles de cada mes, desde las 18 horas, en el Centro Apostólico Santo Domingo, se reunirá el Grupo para tratar temas que suscitan dudas o polémicas. 

Luego de una breve exposición que realizará un miembro del Grupo, se analizará el tema respectivo a la luz del Magisterio y de la obra de especialistas.

Av. Vélez Sarsfield 32 - Córdoba


sábado, 4 de agosto de 2018

Análisis teológico




¿Ha muerto la pena de muerte?

 por Fray Nelson

InfoCatólica, 4-8-18

Propósito

El presente artículo quiere responder solamente una pregunta, y luego presentar algunas de las consecuencias que de su respuesta se derivan. Soy consciente de que, también entre mis buenos amigos católicos, hay diversas opiniones al respecto, y por eso también sé que la mía es eso: una opinión más, para la que desde luego ofrezco razones.

La pregunta fundamental

¿La modificación del n. 2267 del Catecismo, autorizada por el Papa Francisco en días recientes, implica la afirmación de que la pena de muerte es intrínsecamente mala?

Aclaración
Si algo es “intrínsecamente” malo, quiere decir, que lo es por sí mismo, y por consiguiente, siempre, en todas partes, realizado por cualquier sujeto y bajo cualesquiera circunstancias. Así por ejemplo, es doctrina de la Iglesia que blasfemar es intrínsecamente malo.

Respuesta breve
La reciente modificación no implica afirmar que la pena de muerte sea intrínsecamente mala. Esta es la tesis del presente artículo.

Fuente documental
Rescripto oficial de la Santa Sede, que dice en su original en latín:

2267. Quod auctoritas legitima, processu ordinario peracto, recurrere posset ad poenam mortis, diu habitum est utpote responsum nonnullorum delictorum gravitati aptum instrumentumque idoneum, quamvis extremum, ad bonum commune tuendum.
His autem temporibus magis magisque agnoscitur dignitatem personae nullius amitti posse, nec quidem illius qui scelera fecit gravissima. Novus insuper sanctionis poenalis sensus, quoad Statum attinet, magis in dies percipitur. Denique rationes efficientioris custodiae excogitatae sunt quae in tuto collocent debitam civium defensionem, verum nullo modo imminuant reorum potestatem sui ipsius redimendi.
Quapropter Ecclesia, sub Evangelii luce, docet “poenam capitalem non posse admitti quippe quae repugnet inviolabili personae humanae dignitati”[1] atque Ipsa devovet se eidemque per omnem orbem abolendae.

La traducción oficial al español, según la misma referencia, es esta:

2267. Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común.
Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente.

Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona»[1], y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo.

La cita mencionada en [1] es del Discurso del Santo Padre Francisco con motivo del XXV Aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica, 11 de octubre de 2017: L’Osservatore Romano, 13 de octubre de 2017, 5.


Fuente documental secundaria

La Congregación para la Doctrina de la Fe, autora primera del nuevo texto, ofrece una argumentación sobre el cambio de texto mencionado en una Carta a los Obispos. El texto en español puede consultarse aquí. La idea fundamental en esa argumentación es que ha habido un desarrollo teológico y pastoral que conduce hacia la reacción nueva del número 2267. Un pasaje importante de la Carta dice:

En este desarrollo, es de gran importancia la enseñanza de la Carta Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II. El Santo Padre enumeraba entre los signos de esperanza de una nueva civilización de la vida «la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de “legítima defensa” social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse».
La cita es de Evangelium vitae, n, 27. Hay otros textos del mismo Juan Pablo II y también de Benedicto XVI.

Problema epistemológico básico

La redacción del tercer párrafo del n. 2267 tiene el aspecto de un rechazo absoluto y sin matices, es decir, el rechazo que es propio de algo que es intrínsecamente malo. Sin embargo, por otra parte, las razones propias del primer y segundo párrafos muestran que en su momento podía ser explicable y válido recurrir a la pena de muerte, por lo que se incluyen unos ciertos requisitos: “el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común.” 
La enumeración de esos requisitos muestra que no estamos simplemente ante algo intrínsecamente perverso. Hágase el ejercicio mental de reemplazar “pena de muerte” por cualquiera de los actos intrínsecamente perversos, como el causar voluntariamente dolor grave e inútil a un inocente, y se verá que no tiene sentido presentar una lista de requisitos para algo que de todos modos será malo.

Estamos, pues, ante una dificultad redaccional que es sumamente lamentable. ¿Está diciendo el nuevo texto que se equivocaban, tal vez por ignorancia, quienes antes aplicaban la pena de muerte, así fuera siguiendo el debido proceso, por la autoridad legítima, ante delitos particularmente graves, y como medio único razonable de proteger a la sociedad? Para decir que estaban errados no era necesario hacer esa lista de requisitos…

Si el texto no dice que se equivocaban los cristianos de otros tiempos, ¿está diciendo que lo que antes era correcto ahora es malo, aunque se trate sustancialmente del mismo acto? Semejante contradicción, que agrieta severamente la autoridad magisterial de la Iglesia, es una hipótesis válida para algunos, pero el texto argumentativo de la Carta a los Obispos desautoriza tal interpretación porque esa Carta habla de un “desarrollo” y cita textos que muestran un rechazo progresivo tanto en la sociedad como en los pronunciamientos magisteriales. Decir que ellos estaban errados y ahora sí hemos visto la luz no es hablar de un desarrollo sino de una especie de enmienda, y eso no es lo que dicen los textos. Así que, a menos que queramos interpretar los textos no a partir de lo que dicen sino de lo que creemos que dicen, es pésima hermenéutica decir que el cambio del 2267 es un cambio en la calificación moral de un mismo tipo de acto.

¿Qué decir entonces?
Si el cambio del 2267 no es una afirmación de que se equivocaban las personas de otros tiempos, ni tampoco es afirmación de que lo que antes era bueno ahora es malo, la única posibilidad que queda es que la nueva redacción del 2267 ofrece una argumentación sobre la APLICACIÓN de la pena de muerte para concluir que, en las circunstancias presentes, tal APLICACIÓN es moralmente inadmisible.

Sin violentar las fuentes documentales uno puede ver qué es lo que se está diciendo: Las circunstancias son distintas hoy que ayer, y en las presentes circunstancias se salvaguarda mejor la dignidad de toda persona humana–incluyendo la de quien haya cometido crímenes horrendos–si se elimina toda posibilidad de aplicación de la pena de muerte sin por ello dejar de velar por el orden de la justicia y por la protección de la sociedad en su conjunto.

En efecto, más que simplemente quitándole la vida al criminal, está muy próximo al Evangelio que se vea que el que causó daño reconoce con perpetua humildad su responsabilidad, da testimonio claro de por qué fue errado su camino y muestra con sus obras que quiere restituir de todas las formas posibles algo del daño que causó.
Por citar un caso específico: pensemos en un terrorista que ha arrebatado la vida de muchas personas. Imaginemos a esa persona reconociendo su responsabilidad y hablando a jóvenes, quizás en proceso de radicalización, para decir antes las cámaras: “El camino que yo escogí estaba equivocado y he causado mucho dolor inútil, profundo e irreparable…” ¿No es ese un escenario mucho más provechoso para la sociedad y mucho más cercano al Evangelio, en vez de verle morir maldiciendo a nombre de su religión?

Resumen
El n. 2267, a pesar de una redacción que podría ser mejor, no es una afirmación intrínseca sobre la pena de muerte sino sobre su aplicación hoy. Y puesto que las circunstancias actuales logran de un modo eficaz restringir la capacidad de daño y propiciar la redención del culpable ante la misma sociedad, es inadmisible aplicar hoy la pena de muerte y hay que trabajar por su abolición.

Como una opinión personal, yo diría que el tercer párrafo del mencionado número 2267 hubiera quedado sustancialmente mejor de la siguiente manera:

Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que siempre que se cumplan, como es hoy norma prácticamente en todas partes, las circunstancias de protección de la sociedad y de adecuada restitución del orden de la justicia, «la aplicación de la pena de muerte es inadmisible, porque en dichas circunstancias atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona»[1]. Por ello también la Iglesia ha de comprometerse con determinación a su abolición en todo el mundo.