(San Pablo, Rom. 11, 33-36)
P. Ricardo Mazza
Si Cristo estuviera
ahora hablando con nosotros seguramente
nos preguntaría acerca de lo que la gente dice de Él, y como lo hicieron en su
momento los apóstoles responderíamos
contando lo que escuchamos con frecuencia
entre los creyentes como de los que no creen.
Algunos lo ven como un
hombre de gran bondad, otros como un revolucionario en el ámbito social,
alguien que pasó por este mundo haciendo el bien, otros al igual que Flavio
Josefo el historiador judío, dirían que tienen la certeza de su existencia
histórica pero nada afirmarían de su
divinidad. Nos encontraríamos así con respuestas diversas que no se acercan a
la verdad respecto a su persona. Seguidamente el Señor nos preguntaría a cada
uno personalmente, “Y ustedes, ¿quién
dicen que soy?”
Nos dice el texto del
evangelio (Mt. 16,13- 20) que tomando la palabra Simón Pedro, dijo: “Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Es en ese momento que Jesús reconoce que Pedro
afirma esto no porque lo haya comprobado personalmente, sino porque se lo
inspiró el Padre.
Es decir, que Dios
infundió en Pedro el don de la fe por el cual
asintió esta verdad de fe, la divinidad de Cristo. Es cierto que el
apóstol tenía donde racionalmente apoyarse, como los milagros, las profecías
cumplidas, la santidad de la doctrina enseñada, la cercanía con la gente a
quienes trataba con bondad y misericordia, pero es la gracia recibida de lo
alto la que lo llevaba a expresar sin duda alguna la convicción sobre la
divinidad del Señor.
El reflexionar
nuevamente sobre este acontecimiento crucial para la vida cristiana nos permite
preguntarnos una vez más si creemos realmente en la divinidad de Jesús, y si
esta convicción, de tenerla, se prolonga en una vida diaria coherente con la fe
manifestada.
Es decir, se nos
invita a considerar otra vez, si el proclamar, testimoniar y defender la fe en
el resucitado, se hace presente por medio nuestro en medio del mundo en el que
estamos insertos en el presente, afirmando siempre “Tú eres el Mesías, el Hijo
de Dios vivo”.
Es en esta afirmación
donde comienza toda transformación no sólo en nuestro interior, sino también en
la sociedad.
De hecho, cuando
Pedro es confirmado como piedra visible de la Iglesia , Jesús ya sabe que
con la infusión del Espíritu y la colaboración de los apóstoles, después de la Ascensión , comenzará a
difundirse el evangelio por todas partes del mundo entonces conocido, de manera
que la confesión de Pedro no sólo sirvió para cambiar a los seguidores de
Cristo, sino también el que se sintieran realmente misioneros enviados por el
Salvador.
De la misma manera
debiera suceder en nuestros días con nosotros si estamos convencidos que Jesús
es el Hijo de Dios vivo, ya que esta verdad asumida debe conducirnos a ser
“discípulos y misioneros” del resucitado, sin descansar mientras haya alguna
persona que todavía no conoce al Señor.
En realidad tenemos
muchas oportunidades de hacer conocer a Jesús, en nuestra familia, con nuestros
amigos, en el trabajo y en medio de los distintos ámbitos en que nos movemos en
el presente.
¡Cuántas veces en
nuestros encuentros con personas de distinto pensamiento tenemos la oportunidad
de dar testimonio del Hijo de Dios vivo, sobre todo cuando no se comprende el
misterio de la Iglesia
en profundidad o persisten ideas mundanas sobre la misma que no tienen asidero
en el campo de la fe!
¡Cuántas veces
escuchamos a los mismos católicos afirmar que todas las confesiones religiosas
cristianas se equiparan porque buscan la verdad, presentándose así ante nosotros la oportunidad de
testimoniar que la Iglesia
fundada por Cristo subsiste en la Iglesia Católica y que las demás no son más que
ramas desgarradas del único tronco! ¡Cuántas veces podemos dar fe que es la Iglesia Católica
la que celebra la eucaristía, la
reconciliación, la unción de los enfermos y
la confirmación, como medios de salvación que no poseen las iglesias
evangélicas!
Con excusa de
reformar la Iglesia ,
pecadora en sus miembros, no pocos dejaron a la Madre que les dio la fe para
sembrar el error por doquier, mientras que los santos, conscientes de dónde
estaba la verdad, procuraron enderezar lo torcido y santificar lo carente de
santidad con su ejemplo y con una vida entregada generosamente a expandir el
evangelio y predicar la adhesión a la persona del Hijo de Dios vivo.
De esa manera procuraron una verdadera reforma santos como
san Ignacio de Loyola o santa Teresa de Jesús, y siglos antes de ellos san
Francisco de Asís con el llamado a vivir la pobreza evangélica, o santa
Catalina de Siena llamando a los papas a combatir la corrupción y a liberarse
del poder estatal.
Los santos tuvieron
siempre en claro que más allá de los pecados de los bautizados, la Iglesia es santa y, fue
constituida sobre la roca visible de Pedro y los apóstoles, teniendo siempre
como piedra angular al mismos Cristo.
Con los sucesores de
Pedro y los demás apóstoles, el fiel católico tiene siempre ante sí el faro
luminoso de la Iglesia
Maestra , que nos guía a todos con las mismas enseñanzas que
se transmiten de generación en generación, sin caer en el libre examen de la Escritura que lleva a interpretaciones subjetivas que se apartan
de la única verdad y que no otorgan certeza alguna.
Pertenecer a la Iglesia Católica
nos debe llevar a valorar todo lo que ella nos ofrece en el campo de la verdad
y de la vida cristiana.
Aunque Pedro y sus
sucesores, en cuantos hombres sujetos al pecado, puedan caer en consideraciones erróneas, como
veremos en el evangelio del domingo próximo al apóstol pretender apartar a
Cristo de la cruz y malograr así el misterio de redención humana, en cuanto
iluminados por Dios afirmarán siempre que Jesús es el Hijo de Dios vivo,
convocándonos a la coherencia de vida con esta verdad que nos da conocer el
Padre.
Hermanos: Estamos
llamados a reconocer la grandeza que implica la presencia en el mundo de la Iglesia Católica
a la que pertenecemos, repitiendo con san Pablo (Rom. 11, 33-36) “¡Qué profunda y llena de riqueza es la
sabiduría y la ciencia de Dios!” y, constantemente, cuando no comprendamos por
qué nos ha elegido a pesar de nuestros pecados personales, afirmemos
confiadamente “¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus
caminos!”
Quiera Dios
iluminarnos para dar testimonio de la riqueza de nuestra fe recibida por la
confesión en la divinidad de Cristo y la vaya afirmando en la realización
constante de obras de santidad.
Cura párroco de la
parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz.