El apóstol san Pablo
dirigiéndose a los cristianos de Roma (8, 28-30), y con ellos a nosotros
mismos, nos ayuda a entender más lo
proclamado en la primera lectura y en el evangelio (Mt. 13, 44-52) “Dios
dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que Él
llamó según su designio”.
Estas palabras se
cumplen en la persona del rey Salomón, elegido por Dios al igual que el pueblo que debía conducir, a
pesar de sus continuas infidelidades, para hacerlo depositario de sus promesas
de salvación (I Rey. 3,5-6ª.7-12). El muchacho, reconociendo su pequeñez, y que
tanto él como el pueblo son fruto de la elección divina, solicita humildemente
“un corazón comprensivo, para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien
y el mal”.
¡Qué importante sería
que también nosotros pidiéramos esta gracia, la de la sabiduría para discernir
entre el bien y el mal, no sólo en nosotros mismos, sino también para el bien
de los demás!
De hecho, ¡qué
diferente sería la vida cotidiana para el hombre si todo quien tiene
responsabilidad de conducir a otros en el orden político, económico, educativo,
familiar, social y espiritual, solicitara humildemente este don de la sabiduría
para realizar sólo la voluntad de Dios que mira a la realización de la
comunidad!
Con esta petición que
realiza, Salomón se adelanta sin saberlo a
lo que san Pablo (Rom. 8,28-30) dirá mucho tiempo después respecto a los
que Dios elige y llama: “a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su
Hijo”, o sea, somos convocados a manifestar al mundo la imagen de su Hijo
Jesucristo.
Por tanto, de alguna
manera, Salomón encarna la sabiduría del Hijo de Dios, presente con el Padre y
el Espíritu, ya desde el momento de la creación del mundo.
Pero también
nosotros, elegidos y llamados por Dios,
hemos de reproducir la imagen de su Hijo, siendo una manera concreta el
llegar a una amistad tan profunda con Él, que podamos imitarlo en todo, y así
como enseña el apóstol llegar a pensar (I Cor. 2,16), a querer (Ef. 3,17) y a
tener sus mismos sentimientos (Fil.2,
5), siendo verdad cuando afirma “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive
en mí” (Gál. 2, 20).
En el evangelio,
Jesús habla del Reino de los Cielos (Mt. 13, 44-52), que implica nuestra
participación en la vida divina, no sólo después de la muerte alcanzando la
plenitud, sino ya desde esta vida temporal, poseyendo así la sabiduría que le
fuera entregada a Salomón, pero en grado sumo.
En efecto, por la
imitación y seguimiento de Jesús se nos otorga la capacidad de discernir
siempre lo que más conduce a su Persona, ingresando en el “ya” del Reino de los Cielos, que anticipa el
“todavía no”, considerando la existencia humana
con la mirada del mismo Dios.
En el texto del
evangelio que hoy hemos proclamado se nos habla de Jesús como el tesoro
escondido en el campo que ha de ser encontrado.
¿A quiénes hace
referencia esta aseveración? No a nosotros, que con nuestra presencia en la
misa dominical damos testimonio que ya lo hemos encontrado en su Palabra
proclamada, en la consagración por la que Jesús se hace presente y en la
comunión por medio de la cual somos alimentados.
Nutridos por el Señor
ofrecido como alimento de Vida, seremos capaces de afrontar las vicisitudes de
la semana con un espíritu renovado por la gracia.
Pero, ¿cuántos
católicos lo tienen a Jesús escondido, marginado de sus vidas, de tal manera
que su presencia no los moleste?
¿Cuántos que se dicen
creyentes, prefirieron hoy “pasarla bien”, “disfrutar”, hacerse la ilusión que
son profundamente felices, dejando de lado el encontrarse con Jesús en la Eucaristía ? La quinta,
la comida con amigos, el deporte, y cualquier elemento de distracción, es para
muchos lo más importante, pasando el Señor a un segundo plano para cuando las
dificultades de la vida los apremien a buscarlo como última solución.
Cuando falta la
verdadera apertura para recibir a Jesús, el hombre no busca la perla fina, sino
que se deja encandilar por las baratijas que ofrecen la sociedad y cultura de
nuestro tiempo.
En la tercera
parábola, la Iglesia
se presenta como red que en el mar del
mundo recibe toda clase de personas, en su carácter de católica, universal.
En efecto, Dios no
hace acepción de personas y permite que en su Iglesia convivan los buenos con
los malos, como en la parábola del trigo y de la cizaña, pero advirtiendo que
llegados a la orilla de la tierra prometida, serán separados unos de otros, para
alcanzar la salvación los que se han mantenido fieles, y enviados al fuego
eterno los hacedores del mal.
Por lo tanto, quienes
buscaron y encontraron el tesoro escondido, los que fueron buenos negociantes
eligiendo la perla de gran valor, irán al encuentro gozoso con el Padre del
Cielo.
En el texto del
evangelio Jesús pregunta a sus apóstoles si entendieron las nuevas parábolas,
respondiendo éstos que sí.
¿A qué refiere esto?
A que los discípulos del Señor al ir avanzando en el conocimiento de Cristo y
entrega a su Persona, se perfeccionaban con la adquisición de la verdadera
sabiduría que proviene únicamente de Dios, y más fácilmente entienden los
misterios del Reino. También nosotros, cuanto más conozcamos y amemos a Cristo,
más nos aproximaremos a su misterio insondable.
Hermanos: pidamos la
gracia del conocimiento verdadero de Cristo, descubriéndolo siempre en nuestras
existencias como el verdadero tesoro por el que vale la pena renunciar a lo que
tantas veces nos ata a lo pasajero.
Padre Ricardo B. Mazza.
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