Ennio ANTONELLI, cardenal ex presidente del
Pontificio Consejo para la Familia
catolicos-on-line,
16-7-16
Presento
una lectura de Amoris Laetitia selectiva, basada en algunas preguntas que se
pueden hacer al documento. Comienzo con esta pregunta: ¿Cuál es la prioridad
pastoral que indica la Exhortación para el empeño de la Iglesia y de los
cristianos?
“La
pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una
pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el
amor como a superar los momentos duros” (AL 211).
Los
elementos que hay que introducir en la pastoral se enumeran de la siguiente
manera: convicciones doctrinales, recursos espirituales, caminos prácticos,
consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la experiencia, orientaciones
psicológicas (Cfr. Ibid.). La misma Exhortación Apostólica es un ejemplo de esto.
“Recuerdo
que de ningún modo la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del
matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza … Hoy, más importante que
una pastoral de los fracasos es el esfuerzo pastoral de consolidar los
matrimonios y así prevenir las rupturas” (AL 307). Si es necesario curar los
heridos, es aún más necesario prevenir las heridas.
¿Cómo
se consolidan los matrimonios?
“(Es
necesario) presentar las razones y las motivaciones para optar por el
matrimonio y la familia” (AL 35), recogiéndolas de la experiencia y de la
reflexión racional, además de la revelación y de la enseñanza de la Iglesia.
Es
necesario poner el amor en el centro de la familia, siguiendo el Concilio
Vaticano II que “ha definido al matrimonio como comunidad de vida y de amor
(Gaudium et Spes, 48), poniendo el amor en el centro de la familia” (AL 67).
En
esto también el Papa pone el ejemplo al colocar los capítulos cuarto y quinto,
que hablan de forma más directa y extensa del amor conyugal y familiar, como corazón
temático de su documento. Y lo hace con un lenguaje apto para todos, no muy
preocupado del rigor conceptual, sino vivo, concreto, atractivo.
Es
importante evidenciar que el amor es belleza, es gozo (Lo afirma ya el título
de la Exhortación), pero permaneciendo firmes en la realidad de la vida
cotidiana, sin caer en el idealismo y en la abstracción (Cfr. AL 135; 325). El
matrimonio es un camino para crecer y realizarse juntos (Cfr. AL 37). Se
necesita ayudar a los cónyuges a discernir lo que son y lo que pueden llegar a
ser, acogiendo cada vez más generosamente la gracia de Dios.
Con
gusto habría puesto como título de esta reflexión la consigna que el Papa da a
las familias en la conclusión de su documento: “Caminemos familias, sigamos
caminando” (AL 325). La dinámica del camino es transversal a todas las
situaciones familiares, tanto las regulares como las llamadas irregulares y
recorre de arriba a abajo la Amoris Laetitia como una invitación al realismo, a
la esperanza y al compromiso. “Como recordamos varias veces en esta
Exhortación, ninguna familia es una realidad celestial y confeccionada de una
vez para siempre, sino que necesita una progresiva maduración de su capacidad
de amar” (AL 325). No se deben pretender relaciones perfectas en la propia familia;
no se deben condenar a las personas en situación de fragilidad; sino que
saliendo siempre del propio yo, se debe tender hacia la meta que nos llama, nos
atrae y nos sostiene, la unión esponsal de Cristo con la Iglesia, la unidad
trinitaria de las personas divinas, la comunión de los santos en la gloria
celestial Cfr. AL 325).
Renunciando
a dar una definición teológica precisa del amor conyugal, el Papa elabora su
discurso, partiendo del presupuesto de que, como todo verdadero amor al
prójimo, es sobretodo don di sí mismo, ágape; repasa “algunas características
del amor verdadero” (AL 90) de acuerdo al himno a la caridad de San Pablo (1Cor
13, 4-7) haciendo una aplicación a la vida familiar (Cfr. AL, 90-119). Después
añade una descripción sintética de la caridad conyugal: “Es una unión afectiva,
espiritual y oblativa, pero que recoge en sí la ternura de la amistad y la
pasión erótica, aunque es capaz de subsistir aun cuando los sentimientos y la
pasión se debiliten” (AL, 120). Subraya el aspecto de amistad: “el amor
conyugal es la máxima amistad. Es una unión que tiene todas las características
de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad, intimidad,
ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que se va construyendo
con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a todo ello una exclusividad
indisoluble, que se expresa en el proyecto estable de compartir y construir
juntos toda la existencia.” (AL, 123). Sabe renunciar a la posesión egoísta;
sabe apreciar al otro en sí mismo, respetarlo, querer su bien (Cfr. AL 127).
La
unidad de los cónyuges “se realiza a través de una recíproca donación, que es
también una mutua sumisión… En el matrimonio, esta recíproca sumisión adquiere
un significado especial, y se entiende como una pertenencia mutua libremente
elegida, con un conjunto de notas de fidelidad, respeto y cuidado” (AL, 156).
El
amor conyugal es una amistad especial, totalizante, que abraza toda la vida y
todas las dimensiones de la persona: espirituales, afectivas, corporales,
sociales (cf. AL, 120; 125-126; 131; 132; 142-143; 163). Tiene un nexo
intrínseco con la procreación y la educación de los hijos (AL, 68; 80-85). “La
indisolubilidad del matrimonio … no hay que entenderla ante todo como un yugo
impuesto a los hombres, sino como un don”(AL, 62). El don, para ser
experimentado como tal, con gozo, debe ser acogido y cultivado, cooperando con
la gracia del sacramento, mediante actos, gestos y comportamientos “más
frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres” (AL, 134).
“El amor es artesanal … hace que uno espere al otro y ejercite esa paciencia
propia del artesano” (AL 221). No se improvisa: necesita educar a sí mismo
(para educar después a los hijos) en el amor oblativo, en el que el eros se
cumple en el ágape y el ágape integra el eros, mediante un ejercicio práctico
consciente y perseverante (Cfr. AL, 266-267). Así se experimenta el gozo de
amar (Cfr. Hech 20, 35) y de ser amados.
El
discurso del Papa tiene una intención prevalentemente pastoral. Está lleno de
observaciones minuciosas, de consejos y sugerencias concretas (Cfr. 128; 133;
137; 139). Incluso los temas teológicos (La familia imagen de la Trinidad
Divina; el matrimonio participación en la alianza nupcial de Cristo con la
Iglesia; la familia como iglesia doméstica) se presentan como experiencias
existenciales que hay que hacer, en la belleza y en el gozo del amor recíproco,
en la apertura generosa al prójimo, especialmente a los pobres y a los heridos
por la vida (Cfr. AL, 71; 86; 196-198; 315; 316; 318; 325). Se pone de relieve
que el matrimonio es una vocación especial, que exige discernimiento
vocacional, es un camino de santificación, que puede conducir a la unión
mística con Dios, de la cual es símbolo y anticipación, porque involucra
totalmente (espíritu y cuerpo, libertad, afectividad, sexualidad, laboriosidad)
en la dinámica del don y de la comunión (Cfr. AL, 72; 142; 316).
Para
el servicio del amor en la familia, la Amoris Laetitia, confirma, con algunos
valiosos subrayados, las principales líneas operativas de pastoral familiar que
la Familiaris Consortio de San Juan Pablo II ya ha estado inspirando en los
últimos decenios. Se pide una formación específica más cuidadosa para los
seminaristas, los sacerdotes y los demás agentes (Cfr. AL 203; 204). Se
identifican como principales sujetos activos a las mismas familias porque
pueden ofrecer un testimonio ejemplar, acompañamiento sabio y amistoso,
animación de encuentros y de varias iniciativas (Cfr. AL 200). Se prospecta una
pastoral misionera, en salida, de cercanía y consejo, más que de convocación de
grandes reuniones frecuentes (Cfr. AL 229-230).
La
preparación remota para el matrimonio no podrá reducirse a una serie de
conferencias sobre temas pertinentes capaces de interesar a los jóvenes, sino
que deberá basarse sobre todo en un ejercicio práctico de vida cristiana, con
“acompañamiento cercano y testimonial” especialmente de parte de familias
misioneras en encuentros personalizados y de grupo (AL, 208).
La
preparación próxima para la celebración del matrimonio deberá mirar más a la
calidad que a la cantidad y centrarse en el kerygma, que ha de anunciarse y
escucharse siempre de nuevo, y en la iniciación del sacramento, para que la
nueva familia pueda iniciar su camino con fe y amor auténticamente cristiano
(Cfr. AL, 207).
La
formación de los cónyuges, particularmente de los matrimonios jóvenes después
del matrimonio, es bueno que se tenga tanto en la familia (oración personal y
en común, escucha orante de la palabra de Dios para vivirla juntos), como en
reuniones entre familias vecinas o amigas (Cfr. AL, 227; 229), así como en
pequeñas comunidades, movimientos y asociaciones, coordinadas dentro de la
parroquia de manera que ésta sea edificada como gran familia de familias (Cfr.
AL, 202).
Una
pastoral “misericordiosa y alentadora” (AL 293)
Amoris
laetitia ha tenido interpretaciones contrapuestas entre los pastores, entre los
teólogos, entre los operadores de comunicación social. Surge espontánea la
pregunta: ¿respecto a la doctrina y a la praxis tradicional, en particular
respecto a la Familiaris consortio de San Juan Pablo II, hay continuidad,
ruptura o novedad en la continuidad?
El
capítulo octavo, titulado “Acompañar, discernir e integrar la fragilidad” (nn.
291-312), es el más discutido. Se trata de las situaciones irregulares; pero el
Papa no ama esta palabra (Cfr. Catequesis del 24 de junio de 2015); prefiere
hablar de “situaciones de fragilidad o de imperfección” (AL, 296). Él considera
la pobreza existencial, en particular “la soledad, fruto de la ausencia de Dios
en la vida de las personas y de la fragilidad de las relaciones” (AL, 43), una
forma de pobreza más grave que la económica (un poco como la Madre Teresa de
Calcuta consideraba como la máxima pobreza el no sentirse amados). Es necesario
dirigir a los heridos de la vida una atención llena de misericordia y buscar
integrarles en la Iglesia, aunque sea también de formas diversas (cf. AL, 297).
Por ejemplo, las situaciones de matrimonio civil o de simple convivencia deben
ser transformadas “en oportunidad de camino hacia la plenitud del matrimonio y
de la familia a la luz del Evangelio” (AL, 294).
Es
necesario ser firmes en proponer la verdad y al mismo tiempo acogedores y
abiertos a todos, particularmente a los pecadores, a imitación de “Jesús, que
al mismo tiempo que proponía un ideal exigente, nunca perdía la cercanía
compasiva con los frágiles, como la samaritana o la mujer adúltera” (AL, 38).
“de nuestra conciencia del peso de las circunstancias atenuantes —psicológicas,
históricas e incluso biológicas— se sigue que, sin disminuir el valor del ideal
evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles
de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día», dando lugar
a «la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible” (AL,
308). Ni rigorismo doctrinario; ni laxismo desconsiderado o praxis disociada de
la verdad (Cfr. AL, 2; 3; 300).
Ante
todo deseo subrayar que no cambia la doctrina: “nunca se piense que se
pretenden disminuir las exigencias del Evangelio” (AL, 301). Ni tampoco cambia
la disciplina general de los sacramentos: “puede comprenderse que no debía
esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo
canónica, aplicable a todos los casos” (AL, 300).
En
sintonía con el Evangelio (Cfr. por ejemplo Mc 10, 8-9, 11-12) y con la
enseñanza de la Iglesia, Amoris Laetitia reafirma que el matrimonio cristiano
es indisoluble (Cfr. AL 292; 307), que el divorcio es un mal grave, muy
extendido y preocupante (cf. Al 246), que la nueva unión de los divorciados es
un grave desorden moral (Cfr. AL, 291; 297; 305). Los mismos divorciados
convivientes o vueltos a casar deben ser ayudados a adquirir el “conocimiento
de la irregularidad de su situación” (AL, 298). “Obviamente, si alguien ostenta
un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o quiere imponer
algo diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender dar catequesis o
predicar, y en ese sentido hay algo que lo separa de la comunidad (cf. Mt
18,17). Necesita volver a escuchar el anuncio del Evangelio y la invitación a
la conversión” (AL, 297).
La
enseñanza de la verdad objetiva en Amoris laetitia sigue siendo la de siempre,
pero es mantenida en el fondo como un supuesto. En primer plano se pone al
individuo como sujeto moral, con su conciencia, sus disposiciones interiores y
su responsabilidad personal. Por eso no es posible formular una normativa
general, sólo se puede alentar “un responsable discernimiento personal y
pastoral de los casos particulares” (AL 300).
En el
pasado, en los tiempos de la cristiandad, toda la atención se dirigía hacia la
verdad moral objetiva, a las leyes generales. Se presumía que era gravemente
culpable quien no cumplía con las normas. Ésta era una evidencia común,
compartida pacíficamente. Los divorciados en segunda unión escandalizaban,
porque ponían en peligro la indisolubilidad del matrimonio. Por eso eran
marginados de la comunidad eclesial, porque se los consideraban pecadores
públicos.
Más
recientemente, en los tiempos de la secularización y de la revolución sexual,
muchos ya no comprenden el sentido de la doctrina de la Iglesia respecto al
matrimonio y a la sexualidad. Está muy difundida la opinión de que las
relaciones sexuales entre adultos que lo consienten son lícitas, también fuera
del matrimonio. Se puede suponer que algunas personas viven en situaciones
objetivamente desordenadas y sin plena responsabilidad subjetiva. Se comprende
entonces que San Juan Pablo II haya considerado oportuno animar a los
divorciados que se han vuelto a casar a que se inserten mayormente en la vida
de la Iglesia y a encontrar la misericordia de Dios “por otras vías”,
diferentes de la reconciliación sacramental y de la eucaristía (Reconciliatio
et poenitentia, n. 34), a menos que se comprometan a observar la continencia
sexual.
En un
contexto cultural donde ha avanzado todavía más la secularización y el
pansexualismo, el Papa Francisco va incluso más allá, pero en la misma línea.
Sin negar la verdad objetiva, él concentra la atención en la responsabilidad
subjetiva, que a veces puede ser reducida o cancelada. Acentúa fuertemente el
mensaje de la misericordia y explora las posibilidades de una ulterior
integración en la Iglesia, fundamentándose en el principio de la gradualidad,
que ya había enunciado San Juan Pablo II en la Familiaris Consortio (FC, 34).
Cita textualmente la formulación de su predecesor: “(El ser humano) conoce, ama
y realiza el bien moral según diversas etapas de crecimiento”; y explica a
continuación que se trata de “una gradualidad en el ejercicio prudencial de los
actos libres en sujetos que no están en condiciones sea de comprender, de
valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la ley” (AL,
295).
El
Papa, retomando a Santo Tomás de Aquino, ve la ley natural, no como un conjunto
de reglas dadas a priori para aplicar simplemente en las decisiones concretas,
sino como una fuente de inspiración (Cfr. AL, 305), por la que de las normas
más generales (intuitivas) se desciende a las normas más concretas y finalmente
a los casos individuales (Cfr. AL, 304) por el camino de la reflexión racional
y del juicio prudencial. Para las normas es competente la doctrina; para los
casos individuales es necesario el discernimiento a la luz de las normas y de
la doctrina (AL 79 y 304. A partir del título “Las normas y el
discernimiento”). En este proceso dinámico pueden influir los condicionamientos
que disminuyen o incluso anulan la imputabilidad del acto humano desordenado
(AL 302). En definitiva, ellos se reducen a tres tipologías: ignorancia de la
norma, incomprensión de los valores en juego e impedimentos percibidos como
ocasión de otras culpas (AL 301).
Esta
impostación no se aparta de la tradición. Se ha dicho siempre que para que haya
pecado mortal es necesario no sólo la materia grave (el grave desorden
objetivo), sino también la plena advertencia y el consentimiento deliberado
(Cfr. Catecismo de san Pío X).
La novedad
de Amoris laetitia está en la amplitud de aplicación que se da al principio de
la gradualidad en el discernimiento espiritual y pastoral de los casos
particulares. La intención es dar un testimonio eclesial más atrayente y
persuasivo del evangelio de la misericordia divina, consolar a las personas
espiritualmente heridas, apreciar y desarrollar lo más posible los gérmenes del
bien que se encuentran en ellas.
En la
consideración de la dinámica del discernimiento el Papa Francisco proyecta la
posibilidad de una integración progresiva y más plena en la vida eclesial
concreta de las personas en situación de fragilidad, porque experimentan cada
vez más, y no sólo saben, que es bello ser Iglesia. Luego de un adecuado
discernimiento pastoral, se les podrán confiar distintas tareas, de las que
hasta ahora estaban excluidas, pero “evitando cualquier ocasión de escándalo”
(AL 299).
El
discernimiento personal y pastoral de los casos particulares “debería reconocer
que, puesto que el grado de responsabilidad no es igual en todos los casos, las
consecuencias o los efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre
los mismos” (AL 300), “(No deben ser siempre los mismos) “tampoco en lo
referente a la disciplina sacramental, puesto que el discernimiento puede reconocer
que en una situación particular no hay culpa grave” (nota 336). “A causa de los
condicionamientos o de los factores atenuantes, es posible que, dentro de una
situación objetiva de pecado – que no es subjetivamente culpable o no lo es en
modo pleno – se puede vivir en gracia de Dios, se puede amar, y también se
puede crecer en la vida de gracia y de caridad, recibiendo para ello la ayuda
de los sacramentos” (nota 351).
Entonces
el Papa también abre un resquicio para la admisión a la reconciliación
sacramental y a la comunión eucarística, pero se trata de una sugerencia
hipotética, genérica y marginal. En seguida retomaré este argumento.
El
Papa mismo es consciente de que, al avanzar por este camino, se corren riesgos:
“Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a
confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesús quiere una Iglesia atenta al
bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo
tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, no renuncia al bien
posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino” (AL 308).
Se
pueden prever riesgos y abusos tanto entre los pastores como entre los fieles,
por ejemplo: confusión entre responsabilidad subjetiva y verdad objetiva, entre
ley de la gradualidad y gradualidad de la ley; relativismo moral y ética de la
situación; valoración del divorcio y de la nueva unión como moralmente lícitos;
desincentivación de la preparación al matrimonio, desmotivación de los
separados que permanecen fieles al vínculo, acceso a la Eucaristía sin las
necesarias disposiciones; dificultades y perplejidades de los sacerdotes en el
discernimiento; incertidumbre y ansiedad en los fieles.
Se
necesitan ulteriores indicaciones por parte de la autoridad competente para una
actuación prudente. El camino es estrecho y los casos particulares no pueden
ser sino excepciones; lo mostraré a continuación en mi discurso.
La
verdad moral en Amoris Laetitia
En el
documento se pone de relieve la distinción entre las normas generales y los
casos particulares. Sin embargo, parece ser necesario precisar mejor la función
de las normas en la valoración moral de los actos humanos. La pregunta es cuál
es la interpretación que debe darse al discurso del Papa Francisco de manera
que resulte en armonía con la enseñanza de San Juan Pablo II, quien dedicó una
Encíclica, la Veritatis Splendor, a los temas de la teología moral fundamental,
empeñando fuertemente “la autoridad del sucesor de Pedro”, a quien el Señor ha
confiado “el encargo de confirmar a los hermanos” (Veritatis Splendor, 115).
En su
Encíclica San Juan Pablo II afirma entre otras cosas: “Sería un error gravísimo
concluir... que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un ‘ideal’ que
ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las —se dice— posibilidades
concretas del hombre: según un equilibrio de los varios bienes en cuestión.”
(Veritatis Splendor, 103). A primera vista puede parecer que el Papa Francisco
está en abierto contraste con esta posición porque habla continuamente de
ideal. Pero en su discurso el ideal no se reduce a un valor deseable y
atractivo; es un ideal obligatorio, porque coincide con la verdad moral
objetiva, con el conjunto de las normas generales. “La ley es también don de
Dios que indica el camino, don para todos sin excepción que se puede vivir con
la fuerza de la gracia” (AL, 295). El Papa concuerda con su predecesor en negar
la gradualidad de la ley y en la exigencia de que el discernimiento personal
esté radicado en la verdad objetiva del bien: “Dado que en la misma ley no hay
gradualidad (Cfr. Familiaris consortio,34), este discernimiento no podrá jamás
prescindir de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por
la Iglesia” (AL, 300).
Con
todo, para actuar correctamente en las situaciones concretas no bastan las
normas generales. “Es verdad que las normas generales presentan un bien que
nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar
absolutamente todas las situaciones particulares. Al mismo tiempo, hay que
decir que, precisamente por esta razón, aquello que forma parte de un
discernimiento práctico ante una situación particular no puede ser elevado a la
categoría de una norma.” (AL, 304). En la decisión práctica deben cooperar
tanto la doctrina sobre las normas éticas generales, como el discernimiento del
caso particular, por ello es tarea de los pastores enseñar “con claridad la
doctrina” y ayudar a los fieles “a discernir bien” (AL, 79). Tal impostación
hace referencia a un importante texto de Santo Tomás de Aquino, que se cita
sólo en parte (Cfr. AL, 304).
Además
de la distinción entre normas generales y casos particulares, considero que,
para interpretar correctamente Amoris Laetitia, se deba considerar también la
distinción entre normas generales positivas, que ordenan hacer el bien, y
normas generales negativas, que prohíben hacer el mal. Las primeras, en algunos
casos particulares concretos, pueden admitir excepciones que son lícitas
objetivamente; las segundas nunca pueden admitir excepciones que sean lícitas
objetivamente y, si alguna vez la transgresión de ellas ocurre sin culpa, esto
puede suceder sólo por falta de responsabilidad subjetiva, es decir por
ignorancia o por algún impedimento a la libertad de elección. Para mayor
claridad, me parece oportuno partir de nuevo del texto del Doctor Angélico que
cita Amoris Laetitia, citarlo con mayor amplitud, analizarlo cuidadosamente,
confrontarlo con otros textos del mismo autor.
Ante
todo, veamos la cita: “En el orden práctico, la verdad o rectitud no es
idéntica para todos respecto a los casos particulares, sino sólo respecto a los
principios comunes; y para aquellos para los que vale una misma norma práctica,
ésta no es igualmente conocida por todos… Así, todos consideran como recto y
verdadero el obrar de acuerdo con la razón. Más de este principio se sigue como
conclusión particular que un depósito debe ser devuelto a su dueño. Lo cual es,
ciertamente, verdadero en la mayoría de los casos; pero en alguna ocasión puede
suceder que sea perjudicial y, por consiguiente, contrario a la razón devolver
el depósito; por ejemplo, a quien lo reclama para atacar a la patria. Y esto
ocurre tanto más fácilmente cuanto más se desciende a situaciones particulares
… Así, pues, se debe concluir que la ley natural, en cuanto a los primeros
principios universales, es la misma para todos los hombres, tanto en el
contenido como en el grado de conocimiento. Mas en cuanto a ciertos preceptos
particulares, que son como conclusiones derivadas de los principios
universales, también es la misma bajo ambos aspectos en la mayor parte de los
casos; pero pueden ocurrir algunas excepciones, ya sea en cuanto a la rectitud
del contenido, a causa de algún impedimento especial (como también en algunos
casos faltan las causas naturales debido a un impedimento); ya sea en cuanto al
grado del conocimiento, debido a que algunos tienen la razón obscurecida por
una pasión, por una mala costumbre o por una torcida disposición natural”
(Summa Theologica, I-II, q. 94, a. 4).
Santo
Tomás identifica en el dinamismo moral del acto humano tres momentos (Cfr.
Summa Theologica, I-II, q. 94, a. 5; a. 6): los primeros principios comunísimos
de la ley natural, que la experiencia los intuye por connaturalidad, válidos siempre
y conocidos por todos (por ejemplo, hacer el bien y evitar el mal, obrar
racionalmente, amar a Dios y al prójimo); los preceptos secundarios, derivados
de los precedentes por razonamiento valorativo de la razón práctica, como
aplicaciones más concretas y conclusiones todavía generales, pero con menor
necesidad y evidencia por la complejidad de las circunstancias y por ello
válidos y conocidos ‘ut in pluribus’ con excepciones ‘ut in paucioribus’ (por
ejemplo mantener las promesas, pagar las deudas, restituir las cosas
depositadas, socorrer a los necesitados); finalmente los juicios de conciencia
de la máxima concreción y complejidad de los casos individuales, casos que son
la conclusión del discernimiento personal, en los que cooperan el conocimiento teórico,
la prudencia, la experiencia, los hábitos virtuosos y viciosos.
Más se
desciende hacia lo particular y más pueden existir variaciones en la moralidad
objetiva y en la valoración subjetiva de los actos humanos.
En el
texto citado, como se deduce del ejemplo sobre el depósito que se debe
restituir, Santo Tomás se refiere especialmente a las normas positivas, que
generalmente obligan a hacer un determinado bien, pero que pueden admitir
excepciones por alguna eventual circunstancia que lo impide. Olvida precisar,
lo que en otras partes afirma repetidamente, que las normas morales negativas,
que prohíben hacer el mal, no admiten excepciones y obligan en toda situación
(semper et ad semper): “Así como los preceptos negativos de la ley prohíben
acciones pecaminosas, los afirmativos inculcan las virtuosas. Ahora bien, las
acciones pecaminosas son intrínsecamente malas, y de ningún modo, ni en ningún
lugar ni tiempo, pueden llegar a ser buenas… Por eso los preceptos negativos
obligan siempre y para siempre. Los actos de las virtudes, en cambio, no deben
hacerse de cualquier manera, sino guardadas las debidas circunstancias
requeridas para que un acto sea virtuoso, es decir, que se hagan en donde,
cuando y del modo que se debe” (Summa Theologica, II-II, q. 33, a. 2).
Entre
las normas que prohíben hacer el mal y no admiten excepciones, Santo Tomás
coloca los desórdenes sexuales: “Hay algunas acciones humanas que están
inseparablemente unidas con un desorden, como la fornicación, el adulterio y
otras cosas del mismo género: tales acciones de ninguna manera pueden
realizarse honestamente” (Quaestiones Quodlibetales, IX, q. 7, a. 2). “Todo
acto sexual, fuera del matrimonio, es pecado … cualquier unión casual entre un
hombre y una mujer, fuera del matrimonio, es desordenada” (De Malo, q. 15, a.
1). “Uno no debe cometer adulterio por ninguna utilidad” (Ibidem, ad 5).
La
moralidad de un acto, antes que de las intenciones y de las consecuencias,
depende de su contenido y objeto directo, en cuanto ordenable o menos a la
dignidad de la persona y a la gloria de Dios, en cuanto conforme o menos con la
exigencia suprema de obrar según la razón (Cfr. Summa Theologica, I-II, q. 18,
a. 6). No se puede robar para dar limosna al prójimo. Un acto intrínsecamente
malo no se hace objetivamente lícito nunca; sólo puede ser que, por falta de
suficiente conocimiento y libertad, no sea subjetivamente culpable.
Esta
concepción de la moralidad atraviesa toda la tradición de la Iglesia, desde San
Pablo (Cfr. Rom 3, 8) hasta San Juan Pablo II, que la ha expuesto ampliamente
en la Encíclica Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993). He aquí una cita de
este texto que considero más representativa.
“Los
preceptos negativos de la ley natural son universalmente válidos: obligan a
todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de
prohibiciones que vedan una determinada acción «semper et pro semper», sin
excepciones, porque la elección de ese comportamiento en ningún caso es
compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su
vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a
cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que
cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común
a todos.
Por
otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen
siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las
prohibiciones sean más importantes que el compromiso de hacer el bien, como
indican los mandamientos positivos. La razón es, más bien, la siguiente: el
mandamiento del amor a Dios y al prójimo no tiene en su dinámica positiva
ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se
viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación
depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever todas con
antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna
situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de
la persona. En último término, siempre es posible que al hombre, debido a
presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas
acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas
acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal.”
(Veritatis Splendor, 52; Cfr. Veritatis Splendor, 78-82; 91-94; véanse también
los números 1750-1761 y 2072 del Catecismo de la Iglesia Católica).
Para
ser concreto, añado a modo de ejemplo un elenco de actos intrínsecamente malos,
no todos ellos graves, pero todos objetivamente ilícitos y contrarios en
cualquier situación a la voluntad de Dios: La blasfemia, la apostasía, la
muerte directa de una persona inocente, la apropiación indebida de los bienes
ajenos, la mentira, la calumnia, el adulterio y los demás desórdenes sexuales.
Obviamente también forman parte de este elenco las uniones de los divorciados
vueltos a casar y las uniones de los católicos casados sólo civilmente y de
quienes simplemente conviven.
Los desórdenes
sexuales siempre son incompatibles con la dignidad y la vocación al don de sí
mismo de la persona humana y, de modo particular, del cristiano. Para quienes
quieren seguir a Jesús como verdaderos discípulos, el ejercicio del sexo sólo
tiene valor como expresión del amor conyugal y para ellos el matrimonio es
sacramento, es decir recibe la gracia de participar y expresar el amor esponsal
de Cristo por la Iglesia con la misión de evangelizar, irradiando la presencia
del Salvador mediante la belleza del amor exclusivo, fiel, fecundo,
indisoluble, gozoso y pronto al sacrificio.
Amoris
Laetitia, inspirándose en Santo Tomás, distingue las normas generales, objeto
de enseñanza, y los casos individuales, objeto de discernimiento. No sólo
admite la posibilidad de errores subjetivos de la conciencia, sino también la
posibilidad de que en casos particulares se den excepciones objetivas de la
norma general que sean lícitas. Sin embargo calla respecto a la distinción
entre normas negativas y normas positivas. La falta de precisión, dado el
contexto general (matrimonio y familia, amor y sexualidad), podría conducir a
alguna interpretación equivocada. El Papa no dice nunca que las uniones en
situación de fragilidad puedan ser, en algún caso particular, buenas o lícitas.
Cuando da la impresión de acercarse a afirmaciones de este tipo, refiere
simplemente una persuasión subjetiva, que las parejas podrían tener. Me parece
que es en este sentido que se deban interpretar algunos pasajes que cito a
continuación.
“Los
divorciados en nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en situaciones muy
diferentes, que no han de ser catalogadas o encerradas en afirmaciones
demasiado rígidas sin dejar lugar a un adecuado discernimiento personal y
pastoral. Existe el caso de una segunda unión consolidada en el tiempo, con
nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega generosa, compromiso cristiano,
conocimiento de la irregularidad de su situación y gran dificultad para volver
atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas … otra cosa es una
nueva unión que viene de un reciente divorcio … o la situación de alguien que
reiteradamente ha fallado a sus compromisos familiares” (AL, 298).
La
diversidad de las situaciones no se evoca para reconocer la primera de ellas
como buena y lícita objetivamente (se dice explícitamente que es irregular),
sino para poner de relieve el impedimento que siente la pareja en conciencia de
practicar la continencia (Cfr. también AL, nota 329): conciencia errónea, pero
quizás honesta y compatible con la vida de la gracia.
“Ciertamente,
hay que alentar la maduración de una conciencia iluminada, formada y acompañada
por el discernimiento responsable y serio del pastor, y proponer una confianza
cada vez mayor en la gracia. Pero esa conciencia puede reconocer no sólo que
una situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio.
También puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es
la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad
moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la
complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal
objetivo. De todos modos, recordemos que este discernimiento es dinámico y debe
permanecer siempre abierto a nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones
que permitan realizar el ideal de manera más plena” (AL, 303). Según este
texto, las personas en situación irregular pueden considerar que su unión sin
continencia por el momento sea el bien que para ellos es posible y que
corresponde a la voluntad de Dios para ellos. Su juicio de conciencia es
erróneo objetivamente, pero subjetivamente sincero y honesto. En realidad lo
que Dios quiere de ellos es que salgan de aquella situación, al menos practicando
la continencia. Lo que es intrínsecamente malo nunca puede llegar a ser el bien
que actualmente es posible. No hay excepciones para ninguno y en ninguna
circunstancia. El mal en ciertos casos puede lícitamente tolerarse o
aconsejarse a otros, para evitar que cometan un mal mayor (por ejemplo a quien
practica la fornicación se puede aconsejar lícitamente el uso del preservativo
para evitar contagiar a su “partner”; pero el acto sexual desordenado, aunque
con el preservativo se convierta en un mal menor, sigue siendo un mal moral, no
se convierte en un bien imperfecto; quien usa el preservativo en realidad tiene
la obligación de renunciar relación sexual en sí misma). Nunca se debe hacer
aquello que está mal (Cfr. Veritatis Splendor, 80). El desorden sexual puede
estar justificado subjetivamente por la conciencia errónea o por el impedimento
de actuar de otra manera; pero no puede convertirse en un comportamiento en el
que se pueda lícitamente acomodar.
“En
las difíciles situaciones que viven las personas más necesitadas, la Iglesia
debe tener un especial cuidado para comprender, consolar, integrar, evitando
imponerles una serie de normas como si fueran una roca, con lo cual se consigue
el efecto de hacer que se sientan juzgadas y abandonadas precisamente por esa
Madre que está llamada a acercarles la misericordia de Dios” (AL, 49).
Ciertamente
los pastores no deben culpabilizar a los pobres que sufren, de manera que
añadan mal al mal. Les deben ofrecer una cercanía misericordiosa y una ayuda
amistosa, para que se sientan amados, se empeñen en hacer el bien según sus
posibilidades actuales, oren para conocer y cumplir mejor la voluntad de Dios.
En cuanto a su relación objetivamente desordenada, a veces puede ser
aconsejable callar, reenviando el coloquio a un futuro más maduro; de cualquier
manera es necesario evitar aprobar como un bien la unión irregular.
“Otras
formas de unión contradicen radicalmente este ideal, pero algunas lo realizan
al menos de modo parcial y análogo. Los Padres sinodales expresaron que la
Iglesia no deja de valorar los elementos constructivos en aquellas situaciones
que todavía no corresponden o ya no corresponden a su enseñanza sobre el
matrimonio” (AL, 292).
Si
bien, propiamente hablando, las uniones diferentes al matrimonio son en sí
mismas un desorden moral, todavía contienen valores auténticamente humanos (por
ejemplo la amistad, la ayuda mutua, el compromiso compartido hacia los hijos).
El mal no existe jamás en estado puro, sino que está siempre mezclado con el
bien. De cualquier manera no hay que olvidar que en la perspectiva pedagógica
en la que se coloca Amoris Laetitia, no sirven tanto las distinciones y las
precisiones, cuanto la capacidad de interesar, involucrar, despertar energías,
desarrollar los gérmenes de bien que ya existen. Y esto lo hace el documento
egregiamente.
Un
camino espiritual y pastoral
Teniendo
firme la distinción entre verdad moral objetiva y responsabilidad subjetiva de
las personas, entre normas generales y casos particulares, se pregunta cuáles
podrían ser los momentos y la configuración concreta de un camino espiritual y
pastoral que pudiera proponerse a las personas en situación de fragilidad, de
modo que sean respetadas las conciencias y al mismo tiempo se testimonie
fielmente la verdad, sin confundir el bien imperfecto con el mal.
“El
Sínodo se ha referido a distintas situaciones de fragilidad o imperfección”
(AL, 296). Con sensibilidad pedagógica se prefiere hablar de imperfección en
lugar de irregularidad, para promover una actitud común de humildad y de
tensión permanente hacia una mayor perfección. Todas las familias deben
sentirse imperfectas (Cfr. AL, 325), más aún, todos los cristianos. En efecto,
todos somos pecadores, perdonados de algunos pecados y preservados de otros
(incluso los santos que vivieron heroicamente son cuando menos pecadores
preservados). Esta conciencia humilde debe marcar constantemente nuestro camino
espiritual. No por nada escribía San Agustín: “El primer paso es la humildad;
el segundo paso es la humildad; el tercero sigue siendo la humildad; y cuantas
veces tu preguntes yo te daré la misma respuesta: la humildad” (Cartas 118,
22).
Todos
debemos rechazar la tentación fundamental de la auto-justificación. Debemos
evitar ostentar “un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano”
(AL, 297). La misma cosa ya había sido enseñada con fuerza por San Juan Pablo
II en su Encíclica sobre la teología moral: “Es inaceptable la actitud de quien
hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera
que se puede sentir justificado por sí mismo” (Veritatis Splendor, 104). La
conciencia no es creadora de la moralidad (Cfr. Veritatis Splendor, 55-56); no
puede decidir sola qué cosa es el bien y qué cosa es el mal; es la norma moral
próxima y es recta cuando adhiere a la norma suprema, es decir cuando busca y
cumple la voluntad de Dios.
El
discernimiento “no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de
caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia. Para que esto suceda, deben
garantizarse las condiciones necesarias de humildad, reserva, amor a la Iglesia
y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de la voluntad de Dios y con el deseo
de alcanzar una respuesta a ella más perfecta. Estas actitudes son
fundamentales para evitar el grave riesgo de mensajes equivocados” (AL, 300).
Si
busca hacer la voluntad de Dios, la conciencia es honesta, aún en el caso de
que fuese errónea. Una sabia pedagogía de los adultos, no distinta que la de
los chicos, exige que sean estimulados a proceder en pequeños pasos,
proporcionados a sus fuerzas, “que puedan ser comprendidos, aceptados y
valorados” (AL, 271).
Para
conocer y cumplir la voluntad de Dios es necesaria ante todo la oración. “En
efecto, Dios no manda lo imposible, pero cuando manda te exhorta a hacer
aquello que puedes, a pedir aquello que no puedes, y te ayuda para que tú
puedas” (Concilio de Trento, DH 1536). El cuidado pastoral que la Iglesia
ofrece a quienes simplemente conviven, a los divorciados vueltos a casar y a
los casados sólo civilmente consiste ante todo en la ayuda de la oración y
después en el estímulo para que se empeñen activamente. “Pide para ellos la
gracia de la conversión; les infunde valor para hacer el bien, para hacerse
cargo con amor el uno del otro y para estar al servicio de la comunidad en la
que viven y trabajan” (AL, 78). La oración les ayudará a mantener su camino
“abierto a nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones que les permitan
realizar el ideal de modo más pleno” (AL, 303), hasta alcanzar con el acompañamiento
de la Iglesia “la plenitud del designio que Dios tiene para ellos, siempre
posible con la fuerza del Espíritu Santo” (AL, 297).
La
meta de este camino de crecimiento es indicado como “plenitud del plan de
Dios”, que para algunos, si tienen la posibilidad, podría ser la celebración
del matrimonio sacramental, para otros la salida de la situación irregular
mediante la interrupción de la convivencia o al menos mediante la práctica de
la continencia sexual (Cfr. San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 84). En
efecto, con la renuncia del “ejercicio de los actos que son propios del
matrimonio” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 49), cesa la unión
adulterina y la familiaridad de los dos se reduce a una convivencia basada en
la amistad y en la ayuda recíproca.
El
camino de crecimiento no se refiere solamente a la vida de pareja, sino también
a la integración en la comunidad eclesial: Santa Misa y otras celebraciones
litúrgicas, encuentros de formación, oración y de convivencia fraterna,
actividades de carácter misionero, caritativo, cultural, administrativo,
recreativo, asambleas y organismos de participación, asunción de tareas de
servicio. “Su participación puede expresarse en diferentes servicios
eclesiales: es necesario, por ello, discernir cuáles de las diversas formas de
exclusión actualmente practicadas en el ámbito litúrgico, pastoral, educativo e
institucional pueden ser superadas” (AL, 299).
La
admisión a la comunión eucarística exige normalmente la perfecta comunión
visible con la Iglesia. No se puede conceder como regla general mientras dura
la situación de vida objetivamente desordenada, no importa cuáles sean las
disposiciones subjetivas (entre otras, ésta es la disciplina aplicada en las
relaciones ecuménicas con los cristianos no católicos).
Pero
son posible excepciones y, como se ha visto, el Papa muestra que está dispuesto
a admitirlas en algunos casos (nn. 300 y 305; notas 336 y 351). Obviamente, es
siempre verdadera la doctrina que señala que todo pecado mortal excluye de la
comunión eucarística, testimoniada por toda la tradición, desde San Pablo (1Cor
11, 27-29) hasta el Concilio di Trento (Cfr. DH 1646-1647; 1661), y San Juan
Pablo II (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1385; 1415; Ecclesia de
Eucaristia, 36), el cual también menciona específicamente los actos sexuales
fuera del matrimonio (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2390). El Papa
Francisco pone de relieve el carácter social (la discriminación de los pobres)
que tenía el pecado incompatible con la Eucaristía, condenado por san Pablo
(Cfr. AL 185-186), pero seguramente no pretende negar que todos los pecados
mortales constituyen un impedimento.
En
consecuencia, para recibir dignamente la Eucaristía son necesarias la
conversión y la reconciliación sacramental. “El camino de la Iglesia es la de
no condenar eternamente a nadie; la de infundir la misericordia de Dios a todas
las personas que la piden con corazón sincero” (AL, 296). Sin embargo, se
necesita pedir y acoger la misericordia divina con corazón sincero, empeñándose
a cambiar de vida. La misericordia no tiene nada que ver con la tolerancia; no
sólo libera de la pena, sino que cura la culpa; opera la conversión de los
pecadores que cooperan libremente con ella. Sólo con la conversión se acoge el
perdón que, Dios, por su parte, no se cansa nunca de ofrecer.
Para
las parejas en situación irregular el cambio adecuado es la superación de su
situación, al menos con el compromiso serio de la continencia, aunque a causa
de la fragilidad humana se puedan prever recaídas (nota 364). Si falta este
compromiso, es sumamente difícil identificar otros signos suficientemente
seguros de las buenas disposiciones subjetivas y de la vida en gracia de Dios.
Sin
embargo, se puede lograr una probabilidad razonable, al menos en algunos casos
(nn. 298 y 303). A la espera de convenientes indicaciones más autorizadas,
trato de formular con gran vacilación una hipótesis respecto al modo de
proceder en el fuero interno, en el difícil caso en el que se careciera de un
claro propósito respecto a la continencia sexual.
El
sacerdote confesor puede encontrar a un divorciado que se ha vuelto a casar que
cree sincera e intensamente en Jesucristo, lleva un estilo de vida
comprometido, generoso, capaz de sacrificio, que reconoce que su vida de pareja
no se corresponde con la norma evangélica, pero considera que no comete pecado
a causa de las dificultades que le impiden observar la continencia sexual. Por
su parte, el confesor lo acoge con cordialidad y respeto; lo escucha con
benévola atención, buscando considerar los múltiples aspectos de su
personalidad. Además, lo ayuda a mejorar sus disposiciones, de tal modo que
pueda recibir el perdón; respeta su conciencia, pero le recuerda su
responsabilidad frente a Dios, el único que ve el corazón de las personas; le
advierte que su relación sexual está en contradicción con el Evangelio y la
doctrina de la Iglesia; lo exhorta a rezar y a comprometerse para llegar
gradualmente a la continencia sexual, con la gracia del Espíritu Santo. Por
último, si el penitente, aunque prevea nuevas caídas, muestra disponibilidad a
dar pasos en la justa dirección, le da la absolución y lo autoriza a acceder a
la comunión eucarística pero sin provocar escándalo (comúnmente en un lugar
donde no es conocido, como ya hacen los divorciados que se han vuelto a casar y
que se comprometen a practicar la continencia). En todo caso el sacerdote debe
atenerse a las indicaciones dadas por su obispo.
El
sacerdote está llamado a mantener un difícil equilibrio. Por una parte, debe
testimoniar que la misericordia es el corazón del Evangelio (Cfr. AL 311) y que
la Iglesia, al igual que Jesús, acoge a los pecadores y cura las heridas de la
vida. Por otra parte, debe custodiar la visibilidad de la comunión eclesial con
Cristo que resplandece en la predicación del Evangelio, en la celebración
auténtica de los sacramentos, en la justa disciplina canónica, en la vida
coherente de los creyentes; en especial, debe potenciar la misión
evangelizadora de la familia cristiana, la cual está llamada a irradiar la
presencia de Cristo con la belleza del amor conyugal cristiano: exclusivo,
fiel, fecundo e indisoluble (Cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n.
48).
Cardenal
Ennio Antonelli
Presidente
emérito del Pontificio Consejo para la Familia