sábado, 30 de julio de 2016

UN MUNDO EN GUERRA


Santiago MARTÍN, sacerdote
catolicos-on-line, 29-7-16

Aunque cuando escribo esta reflexión aún no se ha celebrado la Jornada Mundial de la Juventud propiamente dicha (tiene lugar el sábado por la tarde y el domingo por la mañana), el Papa se encuentra ya en Polonia y ha dicho cosas importantes. Merece la pena destacar lo que dijo nada más llegar: el mundo se encuentra en guerra, aunque no sea una guerra de religiones. Se refería al asesinato de un sacerdote francés, el P. Hamel, degollado por dos musulmanes mientras celebraba misa en su parroquia del norte de Francia.

Hay que evitar a toda costa que lo que está pasando se presente como una guerra religiosa o guerra de religiones. Los Papas, y no sólo Francisco, han hecho todo lo posible por no caer en esa trampa, que es lo que desearían los musulmanes radicales. Estamos en guerra, como dice el Papa, pero no es una guerra de religiones, por la sencilla razón de que una de esas dos religiones, la cristiana, no quiere entrar en guerra. Somos católicos y no tenemos más que un camino posible: responder con amor a la violencia, poner la otra mejilla (si nos cortan el cuello ya no podemos poner nada más), perdonar a nuestros enemigos y hacer el bien a los que nos hacen el mal. Cristo murió perdonando, el primer mártir (San Esteban) hizo lo mismo y a ellos les han seguido millones de mártires que han imitado al Señor.

La guerra, por lo tanto, no es un asunto nuestro, de los cristianos. No la hemos provocado, no la queremos y rezamos para que haya paz.

Eso no significa que no podamos y debamos decir algo sobre lo que está sucediendo. El fundamentalismo islámico que llega a la justificación del terrorismo, se fundamenta en las enseñanzas del Islam. De esas enseñanzas no se deduce necesariamente que la violencia sea legítima (de lo contrario, todos los musulmanes serían terroristas), pero sí dan pie a que algunos extraigan esas conclusiones. Y justo ahí es donde está el problema, un problema que son los propios musulmanes los que deberán resolver, pues tendrán que leer en un sentido espiritual los escritos sagrados en los que se sustenta su fe y tendrán que contextualizar las actuaciones de su fundador, Mahoma, para rechazar todo aquello que hoy ni puede ni debe ser aplicado. Ese es un gravísimo problema que ellos tienen, aunque seamos nosotros los que sufrimos las consecuencias.

Pero junto a esta necesaria redefinición del Islam, que excluya toda justificación de la violencia y que expulse de su seno oficialmente a quienes la practiquen, hay otro tema de fondo. Los que, como yo y por vivir en España, hemos tenido contacto con algún musulmán practicante de su religión, hemos notado enseguida el fuerte sentimiento de superioridad que tienen con respecto a los cristianos. Son más pobres, son nuestros choferes, jardineros, empleados, cuidadores de nuestros ancianos o cocineros en nuestras casas (a excepción de los ricos de las monarquías del Golfo Pérsico, con sus petrodólares). Sin embargo, a pesar de trabajar para nosotros, se sienten superiores. Y eso se debe a que su religión les imprime unas exigencias morales muy superiores a lo que practican la inmensa mayoría de los occidentales, que se han alejado de las diferentes Iglesias cristianas. No tienen una moral más exigente que la católica, pero ¿cuántos católicos practicantes conocen? Por ejemplo, sus jóvenes y nuestros jóvenes; los nuestros son promiscuos hasta la náusea, alcoholizados ya desde la adolescencia, consumistas y perezosos (siempre hay excepciones), mientras que sus muchachas van con el velo que las cubre la cabeza y tienen una vida sexual muchísimo más casta. ¿No tienen motivos para sentirse superiores? Nosotros (no me refiero a los católicos practicantes) matamos a nuestros hijos en el vientre de las madres y lo hacemos no porque no podamos alimentarlos sino porque, de una manera o de otra, su llegada entorpece nuestros planes; ellos, en cambio tienen familias numerosas, aunque no tengan mucho dinero para darles todo lo que les gustaría. 

Les reprochamos que tengan varias mujeres (la mayoría tiene solo una), pero nosotros hemos establecido un sistema hipócrita de poligamia real, que consiste en divorciarse tantas veces como se desee y en muchas ocasiones sin una ayuda económica a la mujer que se ha dejado atrás. Por todo eso y por otras cosas, cuando los musulmanes juzgan a Occidente lo que ven es una sociedad en descomposición, como una fruta madura que espera a ser cosechada e incluso que necesita ser salvada por ellos de su autodestrucción; con su mentalidad, identifican Iglesia con Occidente y al despreciar a éste desprecian a aquella. 

Además, ven cómo las sociedades secularizadas atacan al cristianismo (sobre todo al catolicismo) y concluyen que ni tenemos la capacidad de ser fermento en la masa para cambiar las cosas, ni sirve para nada nuestro método de responder al mal con el bien y de poner la otra mejilla. Eso termina por conducirles -no a todos- a un elogio de la violencia y a una justificación del terrorismo.


Por eso, lo importante en esta guerra, que no es de religiones pero en la que sí están implicadas las religiones, es acabar con lo que nos hace débiles. Occidente debe dejar de perseguir al cristianismo, pues sólo una Iglesia viva y fuerte podrá ser una respuesta moral a las pretensiones de superioridad espiritual del islam. Además, debe emprender un proceso de conversión urgente que sane muchas de sus costumbres pervertidas, empezando por aquellas que están deteriorando la familia y la vida. 

La defensa de los tres principios innegociables que planteó Benedicto XVI no es sólo una cuestión moral; ahora se ha convertido en un tema político de supervivencia. O Europa vuelve a sus raíces cristianas, o perecerá a manos del Islam más radical. O se vuelve a Cristo o la guerra de la que habla el Papa estará perdida. Y si cae Europa, que nadie lo olvide, después seguirán los otros continentes.

sábado, 23 de julio de 2016

Católicos y luteranos alemanes denuncian


 que los refugiados cristianos sufren persecución de parte de los refugiados musulmanes

catolicos-on-line, 22-7-16

El presidente de la Conferencia Episcopal alemana, cardenal Reinhard Marx y el presidente del Consejo Evangélico de Alemania, obispo Heinrich Bedford-Strohm, durante una rueda de prensa, han denunciado los ataques, trato discriminatorio y hasta amenazas de muerte que sufren los refugiados cristianos en albergues de acogida, sea por parte de otros residentes musulmanes o incluso por el personal de esos centros.

A pesar de que huyen de la guerra y de la persecución religiosa en sus países de origen, cuando llegan a Europa se encuentran con la misma situación. Esto es lo que están viviendo los refugiados cristianos que llegaron a Alemania en busca de ayuda y que en vez de acabarse su pesadilla se encuentran con que siguen sufriendo en su propia piel el ataque del islamismo radical, pero esta vez en los centros de acogida en los que conviven con refugiados musulmanes.

Unos de los estudios mostró que el 88% fue acosado por motivos religiosos y recibieron amenazas de muerte por no participar en las oraciones de los musulmanes.

Especialmente compleja es la situación de quienes originariamente eran musulmanes y se convirtieron al cristianismo, señalaron las dos iglesias, que basan esas conclusiones en unas encuestas internas, aunque no mencionan cifras concretas.

De acuerdo con su informe, algunos refugiados cristianos dicen llegar a temer por su vida si declaran su religión o practican abiertamente su culto.

La situación es especialmente compleja en algunos albergues de Berlín, donde denunciaron casos de discriminación por parte del personal de seguridad privado, en muchos casos musulmanes, o también por los intérpretes encargados de tramitar su documentación.

A pesar de las crecientes denuncias de este problema por parte de los medios, las organizaciones benéficas, las asociaciones por los derechos humanos, los líderes de la Iglesia y las organizaciones cristianas, las autoridades y los políticos alemanes; casi nunca inician una investigación.

Alemania recibió en 2015 alrededor de 1,1 millones de solicitantes de asilo, cifra récord en la historia reciente del país, después de los cerca de 438.000 refugiados que acogió en 1992, en pleno conflicto de los Balcanes.

La llegada de esos contingentes representaron un desafío social y logístico en el país, con las autoridades desbordadas por la situación y sin albergues suficientes para hospedarlos.

Estos flujos remitieron desde principios de año, a raíz del cierre de la llamada ruta de los Balcanes y también del acuerdo alcanzado entre la Unión Europea y Turquía para deportar a ese país a los peticionarios llegados ilegalmente a Grecia.


Según cifras difundidas recientemente por el ministerio del Interior, en el primer semestre de este 2016 llegaron al país otros 222.200 solicitantes de asilo.

jueves, 21 de julio de 2016

El secretario del Papa Benedicto duda de que sea real el efecto Francisco


catolicos-on-line, 21-7-16

Mons. Georg Gänswein, Prefecto de la Casa Pontificia ha concedido una entrevista al portal Schwäbische Zeitung en la que explica el actual estado de salud de Benedicto XVI y analiza la situación del papado tras los años de pontificado de Francisco. Pone en duda la existencia de el llamado "efecto Francisco" o, al menos, que ese efecto sea beneficioso para la Iglesia.

Extractos de la entrevista de Hendrik Groth, editor de Schwäbische Zeitung, a Mons. Gänswein:

¿Cómo está el Papa Benedicto XVI?

Ya no es Papa, se retiró. En abril cumplió 89 años de edad y hace poco celebró su 65 aniversario como sacerdote. Hubo una pequeña ceremonia con Francisco, cardenales y algunas personas invitadas. Su cabeza se mantiene clara, brillante, bien. Las piernas están algo cansadas. Caminar se le hace especialmente más difícil. El andador le da estabilidad y seguridad. La psicología es, de facto, tan importante como la fisiología. Pero, sencillamente, las fuerzas han disminuido. El papa emérito es una persona sujeta también a las leyes naturales.

Usted es también el mediador entre el Papa en ejercicio, Francisco, y Benedicto. Una vez, muy poco después de la elección del nuevo Papa, dijo usted que entre la perspectiva de Benedicto y la de Francisco en teología no había espacio ni para una hoja de papel. ¿Aún seguiría diciendo lo mismo un par de años después?

Esa pregunta también me la he hecho yo a mi mismo; y respondo afirmativamente, después de todo lo que veo, escucho y percibo. En lo que respecta a las líneas maestras de su convicción teológica hay continuidad en todo caso. Por supuesto que también soy consciente de que, por los diferentes tipos de expresiones y formulaciones podrían a veces surgir dudas sobre esto. Ahora bien, si un Papa quiere cambiar algo de la doctrina, entonces debe decirlo con claridad, para que esto sea también vinculante. Importantes concepciones doctrinales no pueden cambiarse por medio de frases a medias o notas a pie de página formuladas con cierta amplitud. El método del magisterio teológico posee sobre esto criterios inequívocos. Una ley que no es en sí clara, no puede obligar. Y lo mismo vale para la teología. Las expresiones magisteriales deben ser claras, para que sean vinculantes. Los enunciados que permiten distintas interpretaciones son una cosa arriesgada.

¿No es también una cuestión de la mentalidad? El Papa viene de Buenos Aires. Los argentinos poseen un humor especial, con un cierto guiño.

Por supuesto que la mentalidad también juega un papel. El papa Francisco está muy marcado por sus experiencias como provincial jesuita y sobre todo como arzobispo de Buenos Aires en un tiempo en el que el país estaba francamente mal en lo económico. Esa metrópolis se convirtió entonces en el lugar de sus aflicciones y sus alegrías. Y ahí, en esa gran ciudad y megadiócesis ya se entendió que él hace y lleva adelante de forma imperturbable aquello de lo que está convencido. Esto vale ahora también en cuanto que obispo de Roma, en cuanto Papa. El que en el discurso a veces, en comparación con sus predecesores, sea algo impreciso, o incluso incorrecto, simplemente hay que aceptarlo. Cada papa tiene su estilo personal. Es su manera, el hablar así, aun a riesgo de dar lugar a malentendidos, y a veces también a interpretaciones extravagantes. En lo sucesivo seguirá hablando sin pelos en la lengua.

¿Hay una brecha entre los cardenales, y entre los cardenales de los distintos continentes, que ven y entienden al Papa de manera distinta?

Previamente al sínodo de los obispos del pasado octubre se hablaba de una especie de ambiente a favor y en contra del papa Francisco. Yo no sé quién ha puesto en circulación ese escenario. Yo me guardaría de hablar de una distribución geográfica de favorables y desfavorables. Es cierto que, en determinadas cuestiones, por ejemplo el episcopado africano ha hablado con mucha claridad. El episcopado, es decir, conferencias episcopales completas, y no únicamente obispos concretos. Este no ha sido el caso en Europa y Asia. Sin embargo, no me parece muy adecuada esa teoría de la brecha. Pero en honor a la verdad hay que añadir que algunos obispos están verdaderamente preocupados de que el edificio doctrinal pueda sufrir daños por falta de un lenguaje cristalinamente claro.

A veces uno tiene la impresión de que católicos conservadores que exigían de sus hermanos y hermanas progresistas fidelidad al Papa durante el pontificado de Benedicto XVI tienen ahora ellos mismos un problema con esto, bajo Francisco. ¿Es así?

La certeza de que el Papa, como roca frente al oleaje, era la última ancla, está, en efecto, diluyéndose. Si esa percepción se corresponde con la realidad y refleja correctamente la imagen del papa Francisco, o más bien se trata de una pintura mediática, es algo que no puedo juzgar. Pero las inseguridades, y a veces también las confusiones y el desorden han aumentado. El papa Benedicto XVI habló poco antes de su renuncia, en relación con el Concilio Vaticano, de un auténtico «Concilio de los Padres» y otro «Concilio de los Medios», más bien virtual. Tal vez quepa decir algo parecido ahora del Papa Francisco. Hay un corte entre la realidad mediática y la realidad de hecho.

Por otra parte, el Papa Francisco consigue entusiasmar a la gente por la Iglesia Católica.

Ciertamente, el papa Francisco consigue atraer la atención pública hacia él, y mantenerla. Y eso mucho más allá de la Iglesia. Quizás incluso más fuera que dentro de la Iglesia Católica. La atención que el mundo no católico le presta al Papa, también en Alemania, es mucho mayor que a sus predecesores. Naturalmente, esto tiene que ver también con su estilo más bien poco convencional, y con el hecho de que se gana soberanamente a los medios a través de gestos simpáticos inesperados. Para la percepción de la gente, una cobertura informativa positiva juega un papel fundamental.

¿Hay un cambio de época en la Iglesia por medio de Francisco? ¿Hay comienzo hacia una dirección completamente nueva?

Si miran su vida espiritual, si escuchan lo que predica, lo que exige y anuncia, entonces reconocen en él un clásico jesuita de la vieja escuela ignaciana, y eso en el mejor sentido de la palabra. Si este hombre inicia un cambio de época, será en tanto que ofrece mensajes claros sin atender a la corrección política. Esto es liberador, hace bien y es necesario. Esa actitud valiente es incitadora, y la gente la agradece con simpatía, e incluso entusiasmo. Tal vez pueda por lo que a esto se refiere hablarse en efecto de un comienzo, de un cambio de época. Un obispo habló a los pocos meses de la elección del papa Francisco de un «efecto Francisco», y añadió con el pecho henchido, que volvía a ser de nuevo hermoso ser católico. Un buen viento para la Fe y la Iglesia se estaría notando y percibiendo. ¿Es esto verdaderamente así? ¿No debería ser más viva la vida católica, haber más gente en los servicios religiosos, aumentar las vocaciones sacerdotales y religiosas, así como el número de los que regresan a la Iglesia de la que se habían marchado? ¿Qué quiere decir en concreto el efecto Francisco para la vida de la Fe en nuestro país? Visto desde fuera no se percibe ningún comienzo. Mi impresión es que el papa Francisco como persona goza de altos valores de simpatía, más altos que cualquier otro líder mundial. Pero esto no parece tener apenas ninguna influencia para la vida de la Fe, y la propia identidad de la Fe. Los datos estadísticos, contando con que no engañen, respaldan desgraciadamente mi impresión.

sábado, 16 de julio de 2016

Para vivir la Amoris laetitia


 Ennio ANTONELLI, cardenal ex presidente del Pontificio Consejo para la Familia

catolicos-on-line, 16-7-16

Presento una lectura de Amoris Laetitia selectiva, basada en algunas preguntas que se pueden hacer al documento. Comienzo con esta pregunta: ¿Cuál es la prioridad pastoral que indica la Exhortación para el empeño de la Iglesia y de los cristianos?

“La pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros” (AL 211).

Los elementos que hay que introducir en la pastoral se enumeran de la siguiente manera: convicciones doctrinales, recursos espirituales, caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas (Cfr. Ibid.). La misma Exhortación Apostólica es un ejemplo de esto.

“Recuerdo que de ningún modo la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza … Hoy, más importante que una pastoral de los fracasos es el esfuerzo pastoral de consolidar los matrimonios y así prevenir las rupturas” (AL 307). Si es necesario curar los heridos, es aún más necesario prevenir las heridas.

¿Cómo se consolidan los matrimonios?

“(Es necesario) presentar las razones y las motivaciones para optar por el matrimonio y la familia” (AL 35), recogiéndolas de la experiencia y de la reflexión racional, además de la revelación y de la enseñanza de la Iglesia.

Es necesario poner el amor en el centro de la familia, siguiendo el Concilio Vaticano II que “ha definido al matrimonio como comunidad de vida y de amor (Gaudium et Spes, 48), poniendo el amor en el centro de la familia” (AL 67).

En esto también el Papa pone el ejemplo al colocar los capítulos cuarto y quinto, que hablan de forma más directa y extensa del amor conyugal y familiar, como corazón temático de su documento. Y lo hace con un lenguaje apto para todos, no muy preocupado del rigor conceptual, sino vivo, concreto, atractivo.

Es importante evidenciar que el amor es belleza, es gozo (Lo afirma ya el título de la Exhortación), pero permaneciendo firmes en la realidad de la vida cotidiana, sin caer en el idealismo y en la abstracción (Cfr. AL 135; 325). El matrimonio es un camino para crecer y realizarse juntos (Cfr. AL 37). Se necesita ayudar a los cónyuges a discernir lo que son y lo que pueden llegar a ser, acogiendo cada vez más generosamente la gracia de Dios.

Con gusto habría puesto como título de esta reflexión la consigna que el Papa da a las familias en la conclusión de su documento: “Caminemos familias, sigamos caminando” (AL 325). La dinámica del camino es transversal a todas las situaciones familiares, tanto las regulares como las llamadas irregulares y recorre de arriba a abajo la Amoris Laetitia como una invitación al realismo, a la esperanza y al compromiso. “Como recordamos varias veces en esta Exhortación, ninguna familia es una realidad celestial y confeccionada de una vez para siempre, sino que necesita una progresiva maduración de su capacidad de amar” (AL 325). No se deben pretender relaciones perfectas en la propia familia; no se deben condenar a las personas en situación de fragilidad; sino que saliendo siempre del propio yo, se debe tender hacia la meta que nos llama, nos atrae y nos sostiene, la unión esponsal de Cristo con la Iglesia, la unidad trinitaria de las personas divinas, la comunión de los santos en la gloria celestial Cfr. AL 325).

Renunciando a dar una definición teológica precisa del amor conyugal, el Papa elabora su discurso, partiendo del presupuesto de que, como todo verdadero amor al prójimo, es sobretodo don di sí mismo, ágape; repasa “algunas características del amor verdadero” (AL 90) de acuerdo al himno a la caridad de San Pablo (1Cor 13, 4-7) haciendo una aplicación a la vida familiar (Cfr. AL, 90-119). Después añade una descripción sintética de la caridad conyugal: “Es una unión afectiva, espiritual y oblativa, pero que recoge en sí la ternura de la amistad y la pasión erótica, aunque es capaz de subsistir aun cuando los sentimientos y la pasión se debiliten” (AL, 120). Subraya el aspecto de amistad: “el amor conyugal es la máxima amistad. Es una unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que se va construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a todo ello una exclusividad indisoluble, que se expresa en el proyecto estable de compartir y construir juntos toda la existencia.” (AL, 123). Sabe renunciar a la posesión egoísta; sabe apreciar al otro en sí mismo, respetarlo, querer su bien (Cfr. AL 127).

La unidad de los cónyuges “se realiza a través de una recíproca donación, que es también una mutua sumisión… En el matrimonio, esta recíproca sumisión adquiere un significado especial, y se entiende como una pertenencia mutua libremente elegida, con un conjunto de notas de fidelidad, respeto y cuidado” (AL, 156).

El amor conyugal es una amistad especial, totalizante, que abraza toda la vida y todas las dimensiones de la persona: espirituales, afectivas, corporales, sociales (cf. AL, 120; 125-126; 131; 132; 142-143; 163). Tiene un nexo intrínseco con la procreación y la educación de los hijos (AL, 68; 80-85). “La indisolubilidad del matrimonio … no hay que entenderla ante todo como un yugo impuesto a los hombres, sino como un don”(AL, 62). El don, para ser experimentado como tal, con gozo, debe ser acogido y cultivado, cooperando con la gracia del sacramento, mediante actos, gestos y comportamientos “más frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres” (AL, 134). “El amor es artesanal … hace que uno espere al otro y ejercite esa paciencia propia del artesano” (AL 221). No se improvisa: necesita educar a sí mismo (para educar después a los hijos) en el amor oblativo, en el que el eros se cumple en el ágape y el ágape integra el eros, mediante un ejercicio práctico consciente y perseverante (Cfr. AL, 266-267). Así se experimenta el gozo de amar (Cfr. Hech 20, 35) y de ser amados.

El discurso del Papa tiene una intención prevalentemente pastoral. Está lleno de observaciones minuciosas, de consejos y sugerencias concretas (Cfr. 128; 133; 137; 139). Incluso los temas teológicos (La familia imagen de la Trinidad Divina; el matrimonio participación en la alianza nupcial de Cristo con la Iglesia; la familia como iglesia doméstica) se presentan como experiencias existenciales que hay que hacer, en la belleza y en el gozo del amor recíproco, en la apertura generosa al prójimo, especialmente a los pobres y a los heridos por la vida (Cfr. AL, 71; 86; 196-198; 315; 316; 318; 325). Se pone de relieve que el matrimonio es una vocación especial, que exige discernimiento vocacional, es un camino de santificación, que puede conducir a la unión mística con Dios, de la cual es símbolo y anticipación, porque involucra totalmente (espíritu y cuerpo, libertad, afectividad, sexualidad, laboriosidad) en la dinámica del don y de la comunión (Cfr. AL, 72; 142; 316).

Para el servicio del amor en la familia, la Amoris Laetitia, confirma, con algunos valiosos subrayados, las principales líneas operativas de pastoral familiar que la Familiaris Consortio de San Juan Pablo II ya ha estado inspirando en los últimos decenios. Se pide una formación específica más cuidadosa para los seminaristas, los sacerdotes y los demás agentes (Cfr. AL 203; 204). Se identifican como principales sujetos activos a las mismas familias porque pueden ofrecer un testimonio ejemplar, acompañamiento sabio y amistoso, animación de encuentros y de varias iniciativas (Cfr. AL 200). Se prospecta una pastoral misionera, en salida, de cercanía y consejo, más que de convocación de grandes reuniones frecuentes (Cfr. AL 229-230).

La preparación remota para el matrimonio no podrá reducirse a una serie de conferencias sobre temas pertinentes capaces de interesar a los jóvenes, sino que deberá basarse sobre todo en un ejercicio práctico de vida cristiana, con “acompañamiento cercano y testimonial” especialmente de parte de familias misioneras en encuentros personalizados y de grupo (AL, 208).

La preparación próxima para la celebración del matrimonio deberá mirar más a la calidad que a la cantidad y centrarse en el kerygma, que ha de anunciarse y escucharse siempre de nuevo, y en la iniciación del sacramento, para que la nueva familia pueda iniciar su camino con fe y amor auténticamente cristiano (Cfr. AL, 207).

La formación de los cónyuges, particularmente de los matrimonios jóvenes después del matrimonio, es bueno que se tenga tanto en la familia (oración personal y en común, escucha orante de la palabra de Dios para vivirla juntos), como en reuniones entre familias vecinas o amigas (Cfr. AL, 227; 229), así como en pequeñas comunidades, movimientos y asociaciones, coordinadas dentro de la parroquia de manera que ésta sea edificada como gran familia de familias (Cfr. AL, 202).



Una pastoral “misericordiosa y alentadora” (AL 293)



Amoris laetitia ha tenido interpretaciones contrapuestas entre los pastores, entre los teólogos, entre los operadores de comunicación social. Surge espontánea la pregunta: ¿respecto a la doctrina y a la praxis tradicional, en particular respecto a la Familiaris consortio de San Juan Pablo II, hay continuidad, ruptura o novedad en la continuidad?

El capítulo octavo, titulado “Acompañar, discernir e integrar la fragilidad” (nn. 291-312), es el más discutido. Se trata de las situaciones irregulares; pero el Papa no ama esta palabra (Cfr. Catequesis del 24 de junio de 2015); prefiere hablar de “situaciones de fragilidad o de imperfección” (AL, 296). Él considera la pobreza existencial, en particular “la soledad, fruto de la ausencia de Dios en la vida de las personas y de la fragilidad de las relaciones” (AL, 43), una forma de pobreza más grave que la económica (un poco como la Madre Teresa de Calcuta consideraba como la máxima pobreza el no sentirse amados). Es necesario dirigir a los heridos de la vida una atención llena de misericordia y buscar integrarles en la Iglesia, aunque sea también de formas diversas (cf. AL, 297). Por ejemplo, las situaciones de matrimonio civil o de simple convivencia deben ser transformadas “en oportunidad de camino hacia la plenitud del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio” (AL, 294).

Es necesario ser firmes en proponer la verdad y al mismo tiempo acogedores y abiertos a todos, particularmente a los pecadores, a imitación de “Jesús, que al mismo tiempo que proponía un ideal exigente, nunca perdía la cercanía compasiva con los frágiles, como la samaritana o la mujer adúltera” (AL, 38). “de nuestra conciencia del peso de las circunstancias atenuantes —psicológicas, históricas e incluso biológicas— se sigue que, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día», dando lugar a «la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible” (AL, 308). Ni rigorismo doctrinario; ni laxismo desconsiderado o praxis disociada de la verdad (Cfr. AL, 2; 3; 300).

Ante todo deseo subrayar que no cambia la doctrina: “nunca se piense que se pretenden disminuir las exigencias del Evangelio” (AL, 301). Ni tampoco cambia la disciplina general de los sacramentos: “puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica, aplicable a todos los casos” (AL, 300).

En sintonía con el Evangelio (Cfr. por ejemplo Mc 10, 8-9, 11-12) y con la enseñanza de la Iglesia, Amoris Laetitia reafirma que el matrimonio cristiano es indisoluble (Cfr. AL 292; 307), que el divorcio es un mal grave, muy extendido y preocupante (cf. Al 246), que la nueva unión de los divorciados es un grave desorden moral (Cfr. AL, 291; 297; 305). Los mismos divorciados convivientes o vueltos a casar deben ser ayudados a adquirir el “conocimiento de la irregularidad de su situación” (AL, 298). “Obviamente, si alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o quiere imponer algo diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender dar catequesis o predicar, y en ese sentido hay algo que lo separa de la comunidad (cf. Mt 18,17). Necesita volver a escuchar el anuncio del Evangelio y la invitación a la conversión” (AL, 297).

La enseñanza de la verdad objetiva en Amoris laetitia sigue siendo la de siempre, pero es mantenida en el fondo como un supuesto. En primer plano se pone al individuo como sujeto moral, con su conciencia, sus disposiciones interiores y su responsabilidad personal. Por eso no es posible formular una normativa general, sólo se puede alentar “un responsable discernimiento personal y pastoral de los casos particulares” (AL 300).

En el pasado, en los tiempos de la cristiandad, toda la atención se dirigía hacia la verdad moral objetiva, a las leyes generales. Se presumía que era gravemente culpable quien no cumplía con las normas. Ésta era una evidencia común, compartida pacíficamente. Los divorciados en segunda unión escandalizaban, porque ponían en peligro la indisolubilidad del matrimonio. Por eso eran marginados de la comunidad eclesial, porque se los consideraban pecadores públicos.

Más recientemente, en los tiempos de la secularización y de la revolución sexual, muchos ya no comprenden el sentido de la doctrina de la Iglesia respecto al matrimonio y a la sexualidad. Está muy difundida la opinión de que las relaciones sexuales entre adultos que lo consienten son lícitas, también fuera del matrimonio. Se puede suponer que algunas personas viven en situaciones objetivamente desordenadas y sin plena responsabilidad subjetiva. Se comprende entonces que San Juan Pablo II haya considerado oportuno animar a los divorciados que se han vuelto a casar a que se inserten mayormente en la vida de la Iglesia y a encontrar la misericordia de Dios “por otras vías”, diferentes de la reconciliación sacramental y de la eucaristía (Reconciliatio et poenitentia, n. 34), a menos que se comprometan a observar la continencia sexual.

En un contexto cultural donde ha avanzado todavía más la secularización y el pansexualismo, el Papa Francisco va incluso más allá, pero en la misma línea. Sin negar la verdad objetiva, él concentra la atención en la responsabilidad subjetiva, que a veces puede ser reducida o cancelada. Acentúa fuertemente el mensaje de la misericordia y explora las posibilidades de una ulterior integración en la Iglesia, fundamentándose en el principio de la gradualidad, que ya había enunciado San Juan Pablo II en la Familiaris Consortio (FC, 34). Cita textualmente la formulación de su predecesor: “(El ser humano) conoce, ama y realiza el bien moral según diversas etapas de crecimiento”; y explica a continuación que se trata de “una gradualidad en el ejercicio prudencial de los actos libres en sujetos que no están en condiciones sea de comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la ley” (AL, 295).

El Papa, retomando a Santo Tomás de Aquino, ve la ley natural, no como un conjunto de reglas dadas a priori para aplicar simplemente en las decisiones concretas, sino como una fuente de inspiración (Cfr. AL, 305), por la que de las normas más generales (intuitivas) se desciende a las normas más concretas y finalmente a los casos individuales (Cfr. AL, 304) por el camino de la reflexión racional y del juicio prudencial. Para las normas es competente la doctrina; para los casos individuales es necesario el discernimiento a la luz de las normas y de la doctrina (AL 79 y 304. A partir del título “Las normas y el discernimiento”). En este proceso dinámico pueden influir los condicionamientos que disminuyen o incluso anulan la imputabilidad del acto humano desordenado (AL 302). En definitiva, ellos se reducen a tres tipologías: ignorancia de la norma, incomprensión de los valores en juego e impedimentos percibidos como ocasión de otras culpas (AL 301).

Esta impostación no se aparta de la tradición. Se ha dicho siempre que para que haya pecado mortal es necesario no sólo la materia grave (el grave desorden objetivo), sino también la plena advertencia y el consentimiento deliberado (Cfr. Catecismo de san Pío X).

La novedad de Amoris laetitia está en la amplitud de aplicación que se da al principio de la gradualidad en el discernimiento espiritual y pastoral de los casos particulares. La intención es dar un testimonio eclesial más atrayente y persuasivo del evangelio de la misericordia divina, consolar a las personas espiritualmente heridas, apreciar y desarrollar lo más posible los gérmenes del bien que se encuentran en ellas.

En la consideración de la dinámica del discernimiento el Papa Francisco proyecta la posibilidad de una integración progresiva y más plena en la vida eclesial concreta de las personas en situación de fragilidad, porque experimentan cada vez más, y no sólo saben, que es bello ser Iglesia. Luego de un adecuado discernimiento pastoral, se les podrán confiar distintas tareas, de las que hasta ahora estaban excluidas, pero “evitando cualquier ocasión de escándalo” (AL 299).

El discernimiento personal y pastoral de los casos particulares “debería reconocer que, puesto que el grado de responsabilidad no es igual en todos los casos, las consecuencias o los efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre los mismos” (AL 300), “(No deben ser siempre los mismos) “tampoco en lo referente a la disciplina sacramental, puesto que el discernimiento puede reconocer que en una situación particular no hay culpa grave” (nota 336). “A causa de los condicionamientos o de los factores atenuantes, es posible que, dentro de una situación objetiva de pecado – que no es subjetivamente culpable o no lo es en modo pleno – se puede vivir en gracia de Dios, se puede amar, y también se puede crecer en la vida de gracia y de caridad, recibiendo para ello la ayuda de los sacramentos” (nota 351).

Entonces el Papa también abre un resquicio para la admisión a la reconciliación sacramental y a la comunión eucarística, pero se trata de una sugerencia hipotética, genérica y marginal. En seguida retomaré este argumento.

El Papa mismo es consciente de que, al avanzar por este camino, se corren riesgos: “Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesús quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino” (AL 308).

Se pueden prever riesgos y abusos tanto entre los pastores como entre los fieles, por ejemplo: confusión entre responsabilidad subjetiva y verdad objetiva, entre ley de la gradualidad y gradualidad de la ley; relativismo moral y ética de la situación; valoración del divorcio y de la nueva unión como moralmente lícitos; desincentivación de la preparación al matrimonio, desmotivación de los separados que permanecen fieles al vínculo, acceso a la Eucaristía sin las necesarias disposiciones; dificultades y perplejidades de los sacerdotes en el discernimiento; incertidumbre y ansiedad en los fieles.

Se necesitan ulteriores indicaciones por parte de la autoridad competente para una actuación prudente. El camino es estrecho y los casos particulares no pueden ser sino excepciones; lo mostraré a continuación en mi discurso.



La verdad moral en Amoris Laetitia



En el documento se pone de relieve la distinción entre las normas generales y los casos particulares. Sin embargo, parece ser necesario precisar mejor la función de las normas en la valoración moral de los actos humanos. La pregunta es cuál es la interpretación que debe darse al discurso del Papa Francisco de manera que resulte en armonía con la enseñanza de San Juan Pablo II, quien dedicó una Encíclica, la Veritatis Splendor, a los temas de la teología moral fundamental, empeñando fuertemente “la autoridad del sucesor de Pedro”, a quien el Señor ha confiado “el encargo de confirmar a los hermanos” (Veritatis Splendor, 115).

En su Encíclica San Juan Pablo II afirma entre otras cosas: “Sería un error gravísimo concluir... que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un ‘ideal’ que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las —se dice— posibilidades concretas del hombre: según un equilibrio de los varios bienes en cuestión.” (Veritatis Splendor, 103). A primera vista puede parecer que el Papa Francisco está en abierto contraste con esta posición porque habla continuamente de ideal. Pero en su discurso el ideal no se reduce a un valor deseable y atractivo; es un ideal obligatorio, porque coincide con la verdad moral objetiva, con el conjunto de las normas generales. “La ley es también don de Dios que indica el camino, don para todos sin excepción que se puede vivir con la fuerza de la gracia” (AL, 295). El Papa concuerda con su predecesor en negar la gradualidad de la ley y en la exigencia de que el discernimiento personal esté radicado en la verdad objetiva del bien: “Dado que en la misma ley no hay gradualidad (Cfr. Familiaris consortio,34), este discernimiento no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia” (AL, 300).

Con todo, para actuar correctamente en las situaciones concretas no bastan las normas generales. “Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares. Al mismo tiempo, hay que decir que, precisamente por esta razón, aquello que forma parte de un discernimiento práctico ante una situación particular no puede ser elevado a la categoría de una norma.” (AL, 304). En la decisión práctica deben cooperar tanto la doctrina sobre las normas éticas generales, como el discernimiento del caso particular, por ello es tarea de los pastores enseñar “con claridad la doctrina” y ayudar a los fieles “a discernir bien” (AL, 79). Tal impostación hace referencia a un importante texto de Santo Tomás de Aquino, que se cita sólo en parte (Cfr. AL, 304).

Además de la distinción entre normas generales y casos particulares, considero que, para interpretar correctamente Amoris Laetitia, se deba considerar también la distinción entre normas generales positivas, que ordenan hacer el bien, y normas generales negativas, que prohíben hacer el mal. Las primeras, en algunos casos particulares concretos, pueden admitir excepciones que son lícitas objetivamente; las segundas nunca pueden admitir excepciones que sean lícitas objetivamente y, si alguna vez la transgresión de ellas ocurre sin culpa, esto puede suceder sólo por falta de responsabilidad subjetiva, es decir por ignorancia o por algún impedimento a la libertad de elección. Para mayor claridad, me parece oportuno partir de nuevo del texto del Doctor Angélico que cita Amoris Laetitia, citarlo con mayor amplitud, analizarlo cuidadosamente, confrontarlo con otros textos del mismo autor.

Ante todo, veamos la cita: “En el orden práctico, la verdad o rectitud no es idéntica para todos respecto a los casos particulares, sino sólo respecto a los principios comunes; y para aquellos para los que vale una misma norma práctica, ésta no es igualmente conocida por todos… Así, todos consideran como recto y verdadero el obrar de acuerdo con la razón. Más de este principio se sigue como conclusión particular que un depósito debe ser devuelto a su dueño. Lo cual es, ciertamente, verdadero en la mayoría de los casos; pero en alguna ocasión puede suceder que sea perjudicial y, por consiguiente, contrario a la razón devolver el depósito; por ejemplo, a quien lo reclama para atacar a la patria. Y esto ocurre tanto más fácilmente cuanto más se desciende a situaciones particulares … Así, pues, se debe concluir que la ley natural, en cuanto a los primeros principios universales, es la misma para todos los hombres, tanto en el contenido como en el grado de conocimiento. Mas en cuanto a ciertos preceptos particulares, que son como conclusiones derivadas de los principios universales, también es la misma bajo ambos aspectos en la mayor parte de los casos; pero pueden ocurrir algunas excepciones, ya sea en cuanto a la rectitud del contenido, a causa de algún impedimento especial (como también en algunos casos faltan las causas naturales debido a un impedimento); ya sea en cuanto al grado del conocimiento, debido a que algunos tienen la razón obscurecida por una pasión, por una mala costumbre o por una torcida disposición natural” (Summa Theologica, I-II, q. 94, a. 4).

Santo Tomás identifica en el dinamismo moral del acto humano tres momentos (Cfr. Summa Theologica, I-II, q. 94, a. 5; a. 6): los primeros principios comunísimos de la ley natural, que la experiencia los intuye por connaturalidad, válidos siempre y conocidos por todos (por ejemplo, hacer el bien y evitar el mal, obrar racionalmente, amar a Dios y al prójimo); los preceptos secundarios, derivados de los precedentes por razonamiento valorativo de la razón práctica, como aplicaciones más concretas y conclusiones todavía generales, pero con menor necesidad y evidencia por la complejidad de las circunstancias y por ello válidos y conocidos ‘ut in pluribus’ con excepciones ‘ut in paucioribus’ (por ejemplo mantener las promesas, pagar las deudas, restituir las cosas depositadas, socorrer a los necesitados); finalmente los juicios de conciencia de la máxima concreción y complejidad de los casos individuales, casos que son la conclusión del discernimiento personal, en los que cooperan el conocimiento teórico, la prudencia, la experiencia, los hábitos virtuosos y viciosos.

Más se desciende hacia lo particular y más pueden existir variaciones en la moralidad objetiva y en la valoración subjetiva de los actos humanos.

En el texto citado, como se deduce del ejemplo sobre el depósito que se debe restituir, Santo Tomás se refiere especialmente a las normas positivas, que generalmente obligan a hacer un determinado bien, pero que pueden admitir excepciones por alguna eventual circunstancia que lo impide. Olvida precisar, lo que en otras partes afirma repetidamente, que las normas morales negativas, que prohíben hacer el mal, no admiten excepciones y obligan en toda situación (semper et ad semper): “Así como los preceptos negativos de la ley prohíben acciones pecaminosas, los afirmativos inculcan las virtuosas. Ahora bien, las acciones pecaminosas son intrínsecamente malas, y de ningún modo, ni en ningún lugar ni tiempo, pueden llegar a ser buenas… Por eso los preceptos negativos obligan siempre y para siempre. Los actos de las virtudes, en cambio, no deben hacerse de cualquier manera, sino guardadas las debidas circunstancias requeridas para que un acto sea virtuoso, es decir, que se hagan en donde, cuando y del modo que se debe” (Summa Theologica, II-II, q. 33, a. 2).

Entre las normas que prohíben hacer el mal y no admiten excepciones, Santo Tomás coloca los desórdenes sexuales: “Hay algunas acciones humanas que están inseparablemente unidas con un desorden, como la fornicación, el adulterio y otras cosas del mismo género: tales acciones de ninguna manera pueden realizarse honestamente” (Quaestiones Quodlibetales, IX, q. 7, a. 2). “Todo acto sexual, fuera del matrimonio, es pecado … cualquier unión casual entre un hombre y una mujer, fuera del matrimonio, es desordenada” (De Malo, q. 15, a. 1). “Uno no debe cometer adulterio por ninguna utilidad” (Ibidem, ad 5).

La moralidad de un acto, antes que de las intenciones y de las consecuencias, depende de su contenido y objeto directo, en cuanto ordenable o menos a la dignidad de la persona y a la gloria de Dios, en cuanto conforme o menos con la exigencia suprema de obrar según la razón (Cfr. Summa Theologica, I-II, q. 18, a. 6). No se puede robar para dar limosna al prójimo. Un acto intrínsecamente malo no se hace objetivamente lícito nunca; sólo puede ser que, por falta de suficiente conocimiento y libertad, no sea subjetivamente culpable.

Esta concepción de la moralidad atraviesa toda la tradición de la Iglesia, desde San Pablo (Cfr. Rom 3, 8) hasta San Juan Pablo II, que la ha expuesto ampliamente en la Encíclica Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993). He aquí una cita de este texto que considero más representativa.

“Los preceptos negativos de la ley natural son universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de prohibiciones que vedan una determinada acción «semper et pro semper», sin excepciones, porque la elección de ese comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos.

Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso de hacer el bien, como indican los mandamientos positivos. La razón es, más bien, la siguiente: el mandamiento del amor a Dios y al prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever todas con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En último término, siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal.” (Veritatis Splendor, 52; Cfr. Veritatis Splendor, 78-82; 91-94; véanse también los números 1750-1761 y 2072 del Catecismo de la Iglesia Católica).

Para ser concreto, añado a modo de ejemplo un elenco de actos intrínsecamente malos, no todos ellos graves, pero todos objetivamente ilícitos y contrarios en cualquier situación a la voluntad de Dios: La blasfemia, la apostasía, la muerte directa de una persona inocente, la apropiación indebida de los bienes ajenos, la mentira, la calumnia, el adulterio y los demás desórdenes sexuales. Obviamente también forman parte de este elenco las uniones de los divorciados vueltos a casar y las uniones de los católicos casados sólo civilmente y de quienes simplemente conviven.

Los desórdenes sexuales siempre son incompatibles con la dignidad y la vocación al don de sí mismo de la persona humana y, de modo particular, del cristiano. Para quienes quieren seguir a Jesús como verdaderos discípulos, el ejercicio del sexo sólo tiene valor como expresión del amor conyugal y para ellos el matrimonio es sacramento, es decir recibe la gracia de participar y expresar el amor esponsal de Cristo por la Iglesia con la misión de evangelizar, irradiando la presencia del Salvador mediante la belleza del amor exclusivo, fiel, fecundo, indisoluble, gozoso y pronto al sacrificio.

Amoris Laetitia, inspirándose en Santo Tomás, distingue las normas generales, objeto de enseñanza, y los casos individuales, objeto de discernimiento. No sólo admite la posibilidad de errores subjetivos de la conciencia, sino también la posibilidad de que en casos particulares se den excepciones objetivas de la norma general que sean lícitas. Sin embargo calla respecto a la distinción entre normas negativas y normas positivas. La falta de precisión, dado el contexto general (matrimonio y familia, amor y sexualidad), podría conducir a alguna interpretación equivocada. El Papa no dice nunca que las uniones en situación de fragilidad puedan ser, en algún caso particular, buenas o lícitas. Cuando da la impresión de acercarse a afirmaciones de este tipo, refiere simplemente una persuasión subjetiva, que las parejas podrían tener. Me parece que es en este sentido que se deban interpretar algunos pasajes que cito a continuación.

“Los divorciados en nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en situaciones muy diferentes, que no han de ser catalogadas o encerradas en afirmaciones demasiado rígidas sin dejar lugar a un adecuado discernimiento personal y pastoral. Existe el caso de una segunda unión consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la irregularidad de su situación y gran dificultad para volver atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas … otra cosa es una nueva unión que viene de un reciente divorcio … o la situación de alguien que reiteradamente ha fallado a sus compromisos familiares” (AL, 298).

La diversidad de las situaciones no se evoca para reconocer la primera de ellas como buena y lícita objetivamente (se dice explícitamente que es irregular), sino para poner de relieve el impedimento que siente la pareja en conciencia de practicar la continencia (Cfr. también AL, nota 329): conciencia errónea, pero quizás honesta y compatible con la vida de la gracia.

“Ciertamente, hay que alentar la maduración de una conciencia iluminada, formada y acompañada por el discernimiento responsable y serio del pastor, y proponer una confianza cada vez mayor en la gracia. Pero esa conciencia puede reconocer no sólo que una situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio. También puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo. De todos modos, recordemos que este discernimiento es dinámico y debe permanecer siempre abierto a nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones que permitan realizar el ideal de manera más plena” (AL, 303). Según este texto, las personas en situación irregular pueden considerar que su unión sin continencia por el momento sea el bien que para ellos es posible y que corresponde a la voluntad de Dios para ellos. Su juicio de conciencia es erróneo objetivamente, pero subjetivamente sincero y honesto. En realidad lo que Dios quiere de ellos es que salgan de aquella situación, al menos practicando la continencia. Lo que es intrínsecamente malo nunca puede llegar a ser el bien que actualmente es posible. No hay excepciones para ninguno y en ninguna circunstancia. El mal en ciertos casos puede lícitamente tolerarse o aconsejarse a otros, para evitar que cometan un mal mayor (por ejemplo a quien practica la fornicación se puede aconsejar lícitamente el uso del preservativo para evitar contagiar a su “partner”; pero el acto sexual desordenado, aunque con el preservativo se convierta en un mal menor, sigue siendo un mal moral, no se convierte en un bien imperfecto; quien usa el preservativo en realidad tiene la obligación de renunciar relación sexual en sí misma). Nunca se debe hacer aquello que está mal (Cfr. Veritatis Splendor, 80). El desorden sexual puede estar justificado subjetivamente por la conciencia errónea o por el impedimento de actuar de otra manera; pero no puede convertirse en un comportamiento en el que se pueda lícitamente acomodar.

“En las difíciles situaciones que viven las personas más necesitadas, la Iglesia debe tener un especial cuidado para comprender, consolar, integrar, evitando imponerles una serie de normas como si fueran una roca, con lo cual se consigue el efecto de hacer que se sientan juzgadas y abandonadas precisamente por esa Madre que está llamada a acercarles la misericordia de Dios” (AL, 49).

Ciertamente los pastores no deben culpabilizar a los pobres que sufren, de manera que añadan mal al mal. Les deben ofrecer una cercanía misericordiosa y una ayuda amistosa, para que se sientan amados, se empeñen en hacer el bien según sus posibilidades actuales, oren para conocer y cumplir mejor la voluntad de Dios. En cuanto a su relación objetivamente desordenada, a veces puede ser aconsejable callar, reenviando el coloquio a un futuro más maduro; de cualquier manera es necesario evitar aprobar como un bien la unión irregular.

“Otras formas de unión contradicen radicalmente este ideal, pero algunas lo realizan al menos de modo parcial y análogo. Los Padres sinodales expresaron que la Iglesia no deja de valorar los elementos constructivos en aquellas situaciones que todavía no corresponden o ya no corresponden a su enseñanza sobre el matrimonio” (AL, 292).

Si bien, propiamente hablando, las uniones diferentes al matrimonio son en sí mismas un desorden moral, todavía contienen valores auténticamente humanos (por ejemplo la amistad, la ayuda mutua, el compromiso compartido hacia los hijos). El mal no existe jamás en estado puro, sino que está siempre mezclado con el bien. De cualquier manera no hay que olvidar que en la perspectiva pedagógica en la que se coloca Amoris Laetitia, no sirven tanto las distinciones y las precisiones, cuanto la capacidad de interesar, involucrar, despertar energías, desarrollar los gérmenes de bien que ya existen. Y esto lo hace el documento egregiamente.



Un camino espiritual y pastoral



Teniendo firme la distinción entre verdad moral objetiva y responsabilidad subjetiva de las personas, entre normas generales y casos particulares, se pregunta cuáles podrían ser los momentos y la configuración concreta de un camino espiritual y pastoral que pudiera proponerse a las personas en situación de fragilidad, de modo que sean respetadas las conciencias y al mismo tiempo se testimonie fielmente la verdad, sin confundir el bien imperfecto con el mal.

“El Sínodo se ha referido a distintas situaciones de fragilidad o imperfección” (AL, 296). Con sensibilidad pedagógica se prefiere hablar de imperfección en lugar de irregularidad, para promover una actitud común de humildad y de tensión permanente hacia una mayor perfección. Todas las familias deben sentirse imperfectas (Cfr. AL, 325), más aún, todos los cristianos. En efecto, todos somos pecadores, perdonados de algunos pecados y preservados de otros (incluso los santos que vivieron heroicamente son cuando menos pecadores preservados). Esta conciencia humilde debe marcar constantemente nuestro camino espiritual. No por nada escribía San Agustín: “El primer paso es la humildad; el segundo paso es la humildad; el tercero sigue siendo la humildad; y cuantas veces tu preguntes yo te daré la misma respuesta: la humildad” (Cartas 118, 22).

Todos debemos rechazar la tentación fundamental de la auto-justificación. Debemos evitar ostentar “un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano” (AL, 297). La misma cosa ya había sido enseñada con fuerza por San Juan Pablo II en su Encíclica sobre la teología moral: “Es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir justificado por sí mismo” (Veritatis Splendor, 104). La conciencia no es creadora de la moralidad (Cfr. Veritatis Splendor, 55-56); no puede decidir sola qué cosa es el bien y qué cosa es el mal; es la norma moral próxima y es recta cuando adhiere a la norma suprema, es decir cuando busca y cumple la voluntad de Dios.

El discernimiento “no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia. Para que esto suceda, deben garantizarse las condiciones necesarias de humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de la voluntad de Dios y con el deseo de alcanzar una respuesta a ella más perfecta. Estas actitudes son fundamentales para evitar el grave riesgo de mensajes equivocados” (AL, 300).

Si busca hacer la voluntad de Dios, la conciencia es honesta, aún en el caso de que fuese errónea. Una sabia pedagogía de los adultos, no distinta que la de los chicos, exige que sean estimulados a proceder en pequeños pasos, proporcionados a sus fuerzas, “que puedan ser comprendidos, aceptados y valorados” (AL, 271).

Para conocer y cumplir la voluntad de Dios es necesaria ante todo la oración. “En efecto, Dios no manda lo imposible, pero cuando manda te exhorta a hacer aquello que puedes, a pedir aquello que no puedes, y te ayuda para que tú puedas” (Concilio de Trento, DH 1536). El cuidado pastoral que la Iglesia ofrece a quienes simplemente conviven, a los divorciados vueltos a casar y a los casados sólo civilmente consiste ante todo en la ayuda de la oración y después en el estímulo para que se empeñen activamente. “Pide para ellos la gracia de la conversión; les infunde valor para hacer el bien, para hacerse cargo con amor el uno del otro y para estar al servicio de la comunidad en la que viven y trabajan” (AL, 78). La oración les ayudará a mantener su camino “abierto a nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones que les permitan realizar el ideal de modo más pleno” (AL, 303), hasta alcanzar con el acompañamiento de la Iglesia “la plenitud del designio que Dios tiene para ellos, siempre posible con la fuerza del Espíritu Santo” (AL, 297).

La meta de este camino de crecimiento es indicado como “plenitud del plan de Dios”, que para algunos, si tienen la posibilidad, podría ser la celebración del matrimonio sacramental, para otros la salida de la situación irregular mediante la interrupción de la convivencia o al menos mediante la práctica de la continencia sexual (Cfr. San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 84). En efecto, con la renuncia del “ejercicio de los actos que son propios del matrimonio” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 49), cesa la unión adulterina y la familiaridad de los dos se reduce a una convivencia basada en la amistad y en la ayuda recíproca.

El camino de crecimiento no se refiere solamente a la vida de pareja, sino también a la integración en la comunidad eclesial: Santa Misa y otras celebraciones litúrgicas, encuentros de formación, oración y de convivencia fraterna, actividades de carácter misionero, caritativo, cultural, administrativo, recreativo, asambleas y organismos de participación, asunción de tareas de servicio. “Su participación puede expresarse en diferentes servicios eclesiales: es necesario, por ello, discernir cuáles de las diversas formas de exclusión actualmente practicadas en el ámbito litúrgico, pastoral, educativo e institucional pueden ser superadas” (AL, 299).

La admisión a la comunión eucarística exige normalmente la perfecta comunión visible con la Iglesia. No se puede conceder como regla general mientras dura la situación de vida objetivamente desordenada, no importa cuáles sean las disposiciones subjetivas (entre otras, ésta es la disciplina aplicada en las relaciones ecuménicas con los cristianos no católicos).

Pero son posible excepciones y, como se ha visto, el Papa muestra que está dispuesto a admitirlas en algunos casos (nn. 300 y 305; notas 336 y 351). Obviamente, es siempre verdadera la doctrina que señala que todo pecado mortal excluye de la comunión eucarística, testimoniada por toda la tradición, desde San Pablo (1Cor 11, 27-29) hasta el Concilio di Trento (Cfr. DH 1646-1647; 1661), y San Juan Pablo II (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1385; 1415; Ecclesia de Eucaristia, 36), el cual también menciona específicamente los actos sexuales fuera del matrimonio (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2390). El Papa Francisco pone de relieve el carácter social (la discriminación de los pobres) que tenía el pecado incompatible con la Eucaristía, condenado por san Pablo (Cfr. AL 185-186), pero seguramente no pretende negar que todos los pecados mortales constituyen un impedimento.

En consecuencia, para recibir dignamente la Eucaristía son necesarias la conversión y la reconciliación sacramental. “El camino de la Iglesia es la de no condenar eternamente a nadie; la de infundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero” (AL, 296). Sin embargo, se necesita pedir y acoger la misericordia divina con corazón sincero, empeñándose a cambiar de vida. La misericordia no tiene nada que ver con la tolerancia; no sólo libera de la pena, sino que cura la culpa; opera la conversión de los pecadores que cooperan libremente con ella. Sólo con la conversión se acoge el perdón que, Dios, por su parte, no se cansa nunca de ofrecer.

Para las parejas en situación irregular el cambio adecuado es la superación de su situación, al menos con el compromiso serio de la continencia, aunque a causa de la fragilidad humana se puedan prever recaídas (nota 364). Si falta este compromiso, es sumamente difícil identificar otros signos suficientemente seguros de las buenas disposiciones subjetivas y de la vida en gracia de Dios.

Sin embargo, se puede lograr una probabilidad razonable, al menos en algunos casos (nn. 298 y 303). A la espera de convenientes indicaciones más autorizadas, trato de formular con gran vacilación una hipótesis respecto al modo de proceder en el fuero interno, en el difícil caso en el que se careciera de un claro propósito respecto a la continencia sexual.

El sacerdote confesor puede encontrar a un divorciado que se ha vuelto a casar que cree sincera e intensamente en Jesucristo, lleva un estilo de vida comprometido, generoso, capaz de sacrificio, que reconoce que su vida de pareja no se corresponde con la norma evangélica, pero considera que no comete pecado a causa de las dificultades que le impiden observar la continencia sexual. Por su parte, el confesor lo acoge con cordialidad y respeto; lo escucha con benévola atención, buscando considerar los múltiples aspectos de su personalidad. Además, lo ayuda a mejorar sus disposiciones, de tal modo que pueda recibir el perdón; respeta su conciencia, pero le recuerda su responsabilidad frente a Dios, el único que ve el corazón de las personas; le advierte que su relación sexual está en contradicción con el Evangelio y la doctrina de la Iglesia; lo exhorta a rezar y a comprometerse para llegar gradualmente a la continencia sexual, con la gracia del Espíritu Santo. Por último, si el penitente, aunque prevea nuevas caídas, muestra disponibilidad a dar pasos en la justa dirección, le da la absolución y lo autoriza a acceder a la comunión eucarística pero sin provocar escándalo (comúnmente en un lugar donde no es conocido, como ya hacen los divorciados que se han vuelto a casar y que se comprometen a practicar la continencia). En todo caso el sacerdote debe atenerse a las indicaciones dadas por su obispo.

El sacerdote está llamado a mantener un difícil equilibrio. Por una parte, debe testimoniar que la misericordia es el corazón del Evangelio (Cfr. AL 311) y que la Iglesia, al igual que Jesús, acoge a los pecadores y cura las heridas de la vida. Por otra parte, debe custodiar la visibilidad de la comunión eclesial con Cristo que resplandece en la predicación del Evangelio, en la celebración auténtica de los sacramentos, en la justa disciplina canónica, en la vida coherente de los creyentes; en especial, debe potenciar la misión evangelizadora de la familia cristiana, la cual está llamada a irradiar la presencia de Cristo con la belleza del amor conyugal cristiano: exclusivo, fiel, fecundo e indisoluble (Cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48).



Cardenal Ennio Antonelli

Presidente emérito del Pontificio Consejo para la Familia