la educación debía ser conservadora y era
imperativo restaurar la autoridad del maestro
Claudia Peiró
Infobae, 18 de
Junio de 2022
La crisis de la
educación es un artículo medular y anticipatorio, ya que en él Hannah Arendt
apunta a todas las innovaciones que una pedagogía, realimentada por la
psicología moderna, introdujo en la escuela, enfocándose en aspectos formales y
relacionales y olvidando que el rol principal y la razón de ser de esa
institución es transmitir conocimientos.
La teórica
alemana, nacionalizada estadounidense, escribe este artículo en los Estados
Unidos y a partir de la observación de la sociedad y la escuela
norteamericanas, pero el grueso de las nuevas teorías pedagógicas que se
estaban gestando en ese país se exportaron luego a Europa y desde allí hacia
América Latina, por lo que su reflexión vale para casi todas las políticas
educativas occidentales del último medio siglo por lo menos.
Arendt, que
también fue maestra superior y profesora universitaria, demolió en ese trabajo
el democratismo en la escuela y sostuvo que la educación debía ser por esencia
conservadora, porque su misión es transmitir al niño un pasado, una tradición. Ella atribuye la licuación de la autoridad docente al
papel que “el concepto de igualdad juega y ha jugado siempre en la vida
americana”, por el cual una división “de los muchachos en dotados y no dotados
se considerarla intolerable”.
Podríamos acotar
que esto no vale para el deporte, por ejemplo, disciplina en la cual se fomenta
la competencia, el esfuerzo y la disciplina, y a nadie se le ocurre que si
alguien pierde un torneo o sale segundo en una competencia es porque se lo está
discriminando. Sin embargo eso es exactamente lo que se pretende aplicar en las
escuelas, en las que el derecho a la educación se ha convertido en el
derecho a ingresar, transitar y egresar del sistema, se aprenda o no.
Arendt cuestiona
el rol preponderante que, “bajo la influencia de la psicología moderna”, ha
adquirido la pedagogía. Ésta “ha evolucionado hacia una ciencia de la enseñanza
en general, de tal manera que se ha liberado por completo de las materias que
en realidad se vayan a enseñar”, con pésimas consecuencias en la formación de
los profesores
Desde la
perspectiva que expone y cuestiona Arendt en su artículo, “la meritocracia, no
menos que cualquier otra oligarquía, contradice el principio de la igualdad, de
una democracia igualitaria”. Esa “disposición política del país’', agrega en
referencia a EEUU, es lo que lleva a luchar “por igualar o borrar hasta donde
sea posible las diferencias entre jóvenes y viejos, entre dotados y no dotados,
y por fin entre niños y adultos, especialmente entre alumnos y maestros”. Y
concluye: “Es obvio que semejante igualación sólo se podrá cumplir a costa
de la autoridad del maestro y a expensas de los más dotados de entre los
estudiantes”.
Arendt expone las
consecuencias de la abolición de la jerarquía y de la licuación de la
autoridad: “El niño, liberado de la autoridad de los adultos, no es un
individuo sin Dieu ni Maitre [N. de la R: Arendt escribe en francés la divisa
anarquista -’Ni Dios ni amo’- porque en ese idioma ‘maître’ significa “amo” y
también “maestro”]. Está librado a la autoridad intimidante y tiránica de sus
pares [que] es siempre bastante más fuerte y más tiránica que la autoridad
individual más severa que pueda haber”.
El artículo
también apunta contra otra plaga de la educación, a la que en este mismo medio
me he referido muchas veces, que es el pedagogismo, la primacía del cómo, de
los modos, de las formas, sobre el contenido, de la didáctica sobre los
conocimientos. De la “contención” por encima de la enseñanza.
“Un profesor
-escribe-, se pensaba, es simplemente una persona capaz de enseñar alguna cosa;
su formación estaba en el propio enseñar, no en el dominio de algún tema en
particular”. Esta concepción, señala Arendt, “ha tenido como resultado, en las
últimas décadas, el más grave descuido en la formación de los profesores en sus
propias disciplinas”.
Y basta repasar
los programas de los Institutos de formación docente de nuestro país para ver
hasta qué punto la parte metodológica ocupa cada vez más espacio en los
programas en detrimento de la materia que el futuro profesor deberá enseñar.
El pedagogismo
“deja a los estudiantes abandonados a sus propios recursos, además ya no es
efectiva la fuente más legítima de la autoridad del profesor” que emana de su
dominio de la materia a enseñar
“Puesto que el
profesor no necesita conocer su propia materia, no es infrecuente que sepa poco
más que sus alumnos”, sentencia la autora de Los orígenes del totalitarismo.
Todo parecido con
nuestra realidad, no es en absoluto casual. Esta deficiencia en la formación
docente significa, sigue diciendo Arendt, “no sólo que de hecho se deja a los estudiantes
abandonados a sus propios recursos, sino, además, que ya no es efectiva lo que
era la fuente más legítima de la autoridad del profesor, en cuanto persona que,
por muchas vueltas que le demos, sigue sabiendo más y haciéndolo mejor que
uno”.
El hecho de que
“la pedagogía y las escuelas de profesorado estén jugando este papel pernicioso
en la presente crisis, sólo ha sido posible a causa de una teoría moderna
acerca del aprendizaje”, dice Arendt, apuntando contra el pragmatismo, “ese
supuesto básico (que) consiste en que uno sólo puede conocer y entender lo que
uno mismo ha hecho, y su aplicación a la educación es tan elemental corno
obvia: sustituir, hasta donde sea posible, el aprender por el hacer”.
Pensemos en la
absurda pretensión de muchos pedagogos de que el niño aprenda solo, el ridículo
postulado de que el maestro es apenas un guía cuando no un obstáculo para que
el pequeño genio salga de su lámpara y descubra por sí solo lo que a la
humanidad le ha tomado siglos aprender, sistematizar y transmitir de generación
en generación.
La versión
vernácula de este despropósito la expresa muy bien el ministro de Educación
nacional, Jaime Perczyk, que no se cansa de repetir cosas tales como que “la
educación tradicional dice que los profesores sabemos algo que los chicos no
saben...” o, mejor aun, que “existe una idea educativa predominante y es que
las y los (sic) estudiantes no saben, y uno tiene que transmitirles un
conocimiento de origen cultural”. Qué idea tan loca… pensar que los docentes
saben algo que deben transmitir a los estudiantes.
La teoría moderna
del aprendizaje traduce “la intención consciente” de que no se trata de
“enseñar un saber, sino inculcar una destreza” (hoy se dice “habilidades”...)
Esta concepción
del rol docente, dice Arendt, traduce “la intención consciente” de que no se
trata de “enseñar un saber, sino inculcar una destreza”. Y pensemos en que
nuestros pedagogistas locales repiten como un mantra que hay que enseñar
“habilidades”...
Esta concepción,
agrega, pudo tener éxito “cuando se trataba de enseñar a conducir o a escribir
a máquina, [o] a llevarse bien con los demás y a ser popular”, en cambio no lo
tuvo cuando se trató “de hacer que los muchachos aprendieran los conocimientos
normales de un curriculum medio.”
A Hannah Arendt no
se le pasa por alto otro lugar común de moda: el mito tan simpático del
“aprender jugando”. En el mismo sentido y con la misma finalidad, partiendo de
la idea de que el juego es “la manera más apropiada y viva de comportarse el
niño en el mundo”, dice Arendt, “se concedió especial importancia a borrar en
lo posible la distinción entre trabajo y juego, en favor de éste”.
Pero para Arendt,
este procedimiento de mantener deliberadamente al niño en el nivel infantil “es
artificial porque rompe con la relación natural entre adulto y niños, que
consiste, entre otras cosas, en enseñar y aprender”, y al mismo tiempo
contradice “el hecho de que el niño es un ser humano en pleno desarrollo” y que
la infancia es “un estadio temporal, una preparación para la edad adulta”.
Arendt postula en
consecuencia la necesidad de “una restauración” de la enseñanza, que debe
volver a ser dirigida “con autoridad”. “Habrá que terminar con el juego en las
horas escolares, y una vez más ocuparse en trabajos serios; el énfasis pasará
de las actividades extracurriculares a los conocimientos prescritos por el
currículum” y, en cuanto a la formación docente, “transformar los actuales
currícula para profesores, de modo que ellos mismos tendrán que aprender algo
antes de que se los vuelva a dejar con los muchachos”.
La competencia del
profesor consiste en su conocimiento del mundo y en su capacidad de transmitir
este conocimiento a los demás. Arendt destaca que el docente tiene una
“responsabilidad” para con ese mundo: “De cara al muchacho es como si él fuera
un representante de todos los habitantes adultos que le señalara cada cosa y le
dijera al muchacho: éste es nuestro mundo”.
La autoridad ha
sido abolida por los adultos y esto solo puede significar una cosa: que los
adultos se niegan a asumir la responsabilidad del mundo en que han colocado a
sus hijos
Eso es lo que los
pedagogos de hoy le piden al docente que renuncie a hacer. Él no es el dueño
del saber. Y así privan al niño del derecho a adueñarse de la herencia cultural
de la humanidad.
Irónica, Arendt
predice que con la restauración de la educación, los chicos ya no podrán
“rechazar la autoridad de los educadores como si se encontrasen bajo la
opresión de una mayoría compuesta por adultos, aun cuando los métodos modernos
de educación han intentado, en efecto, poner en práctica ese absurdo que
consiste en considerar a los muchachos una minoría que tiene necesidad de
liberarse”
“La autoridad ha
sido abolida por los adultos -denuncia Arendt- y esto solo puede significar una
cosa: que los adultos se niegan a asumir la responsabilidad del mundo en que
han colocado a sus hijos”.
“El
conservadurismo, en el sentido de conservación, está en la esencia de la
educación, cuya labor es siempre cuidar y proteger”, sentencia. Pero esta
actitud conservadora, aclara, “vale sólo en el ámbito de la educación, o más
bien para las relaciones entre adultos y niños, y no en el ámbito de la
política, en el que nos movemos entre y con adultos y entre y con iguales”.
Y para aclarar su
concepto de conservadurismo en educación, aclara: “En la práctica, la primera
consecuencia de esto serla comprender claramente que la función de la escuela
es enseñar a los muchachos cómo es el mundo y no instruirlos en el arte de
vivir. Dado que el mundo es viejo, siempre más viejo que ellos, el aprendizaje
se vuelve inevitablemente hacia el pasado, sin importar cuánta vida se emplee
en el presente”.
Y señala que “la
verdadera dificultad de la educación moderna estriba en el hecho de (que)
incluso ese mínimo de conservación y de actitud conservadora, sin lo cual la
educación sencillamente no es posible, es en nuestro tiempo sumamente difícil
de conseguir”.
La explicación,
según ella, radica en que “la crisis de la autoridad en la educación va muy
estrechamente ligada a la crisis de la tradición, es decir, a la crisis que hay
en nuestra actitud hacia el pasado”.
Pensemos en todos
los lugares comunes en los que incurren nuestros pedagogos, seguidos además por
los políticos a los que la demagogia siempre tienta, acerca de que tenemos una
escuela tradicional que no se adapta a los cambios, que no se prepara a los
niños para el siglo XXI y que lo más importante es enseñarles informática y
darles una computadora. El resultado es que salen de la escuela sin entender lo
que leen. No hablemos de matemáticas o ciencia ni mucho menos de cultura
general, que no es ni más ni menos que conocer el acervo cultural de la
humanidad.
“La educación es
el lugar en que decidirnos si amarnos al mundo lo bastante como para asumir su
responsabilidad -dice Arendt, en un párrafo imperdible-. Y la educación también
está donde decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no
expulsarlos de nuestro mundo y dejarlos a merced de sus propios recursos, para
no arrebatarles su oportunidad de emprender algo nuevo, algo que no hemos
previsto, sino prepararlos con antelación para la tarea de renovar un mundo
común.”
El artículo de
Hannah Arendt arroja una luz cruel sobre las consecuencias del crimen de haber
eliminado la disciplina en la escuela, tarea que en nuestro país inició el
alfonsinismo y prácticamente no tuvo pausa desde entonces y ahora ha llegado al
paroxismo con el desconocimiento por parte de las autoridades de la idoneidad
del maestro para calificar.
“Emancipándole de
la autoridad del adulto, no se ha liberado al muchacho, sino que se le ha
sometido a una autoridad mucho más terrorífica y verdaderamente tiránica: la
tiranía de la mayoría”, dice Hannah Arendt. “El adolescente quiere la
aprobación de sus pares que tienen el poder de avergonzarlo”, recuerda.
Esta es la razón
por la cual las escuelas se muestran incapaces de frenar el bullying, del que
tanto se habla sin encontrar soluciones efectivas.
Los responsables
de nuestra política educativa se niegan a ver que todas las innovaciones que
han aplicado en los últimos 50 años -flexibilización de la disciplina, de las
condiciones de promoción, de los exámenes, supresión de las calificaciones,
etc- no han redundado en mejora de la calidad educativa. La obligatoriedad del
secundario implicó una mayor degradación de los contenidos y resultados de ese
nivel. Ninguna de las reformas presuntamente modernas ha ayudado a los niños
y adolescentes de este país; por el contrario. Si antes un alumno de primaria
en Argentina aprendía a leer y escribir en 6 meses, hoy alegan que necesita dos
años, para ocultar lo que en realidad es un fracaso pedagógico.
Que un porcentaje
escandaloso de estudiantes egresa del secundario sin comprender lo que lee
también es un resultado de este pedagogismo. Pero eso no impide que hoy se
fantasee con una nueva escuela secundaria, como ya lo adelantó el Ministro de
Educación cuando postuló la necesidad de “una escuela que genere interés en los
pibes, que ellos mismos generen proyectos, donde estén más tiempo, donde puedan
construir sus proyectos de vida pero no sólo los educativos”. Y anunció que
están discutiendo “cuánto se pueden ´adelgazar´ algunos conocimientos
generales”.
Parafraseando a
Arendt, las autoridades educativas de este país no aman lo suficiente a los
niños de este país y han decidido seguir expulsándolos del mundo.
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