Jaroslaw
MERECKI, sacerdote
catolicos-on-line, 6-8-16
Si allí donde se dice «A», ahora se dice «no-A», no
tenemos que ver una continuidad sino precisamente una discontinuidad o una
ruptura. Se puede justificar o no una discontinuidad de este tipo, esa es otra
cuestión. Pero justamente no es continuidad.
A propósito de la contribución de Rodrigo Guerra López
en "L’Osservatore Romano" del 23 de julio de 2016
Debo decir que el texto de mi amigo, el profesor
Rodrigo Guerra, ha suscitado en mí un cierto malestar.
Me explico. El autor comienza su comentario a la
exhortación apostólica «Amoris laetitia» recordando el debate que tuvo lugar en
Cracovia luego de la publicación del libro de Karol Wojtyla, «Persona y acto».
Participaron en el debate – deseado por el mismo Wojtyla – varios profesores,
tanto de la Universidad Católica de Lublin, donde Wojtyla dirigía la cátedra de
Ética, como de otros centros del pensamiento cristiano.
El que ha leído este debate se pudo convencer que el
libro de Wojtyla había suscitado una seria discusión que se enfocaba sobre todo
en los aspectos metodológicos y epistemológicos del intento de síntesis entre
metafísica y fenomenología. El debate fue muy rico en matices y finezas
filosóficas. Sostener, como hace Guerra, que los profesores de orientación
tomista que tomaron parte en el debate no estaban habituados a volver a las
cosas mismas y que se limitaron a «repetir un cierto canon de ortodoxia
filosófica» no es solamente erróneo sino también injusto.
Algunos – recuerdo solamente a los grandes filósofos y
amigos de Wojtyla, los profesores Mieczyslaw Albert Krapiec y Stanislaw Kaminski
– renovaron profundamente el tomismo, dándole un corte metodológica y
epistemológicamente maduro y moderno.
Por su parte, en su libro sobre el hombre – con un
título elocuente en lo que se refiere al retorno a las cosas mismas: «yo, el
hombre» – Krapiec incorporó diversos conceptos desarrollados por Wojtyla y su
método de muchas maneras podría ser descrito como el pasaje del fenómeno al
fundamento.
¿Se puede decir entonces, como dice Guerra, que todo
ello – el método, el lenguaje, la propuesta – parecía insatisfactorio? La tesis
según la cual para Krapiec y para su escuela la verdad es la adecuación de la
inteligencia en santo Tomás tiene poco que ver con la realidad, pero tiene
mucho que ver con los preconceptos del autor.
Por otra parte, es necesario agregar que Wojtyla mismo
apreció profundamente la metafísica de santo Tomás. En efecto, no se puede
comprender su filosofía del hombre sin los conceptos metafísicos fundamentales
que provienen de la tradición de Aristóteles y de santo Tomás, y sería interesante
hacer la lista de sus referencias a santo Tomás, sobre todo en la primera
edición de su libro, todavía no «corregida» por los fenomenólogos.
También en su denominada «teología del cuerpo» Juan
Pablo II expresa su admiración por la síntesis filosófica y teológica del
Aquinate. Naturalmente, esto no quita que la desarrolla y enriquece a su modo,
así como lo han hecho a su modo sus colegas tomistas de la Universidad de
Lublin. Algunos de ellos me han enseñado filosofía y por eso me siento obligado
a defenderlos contra los juicios despectivos de los que probablemente no se han
tomado el trabajo de leer sus textos.
Pero mi comentario al texto de Guerra no es solamente
de carácter histórico. También me parece deficiente su interpretación de Karol
Wojtyla y de Juan Pablo II en el contexto de la discusión actual acerca del
matrimonio.
Es verdad, como dice Guerra, que Wojtyla apreció y
analizó «el rico mundo de la subjetividad y de la conciencia». Pero – según
Wojtyla – al mismo tiempo la persona humana posee su dimensión objetiva.
Existe la verdad subjetiva de cada persona humana que
se desarrolla en su historia, pero existe también la verdad objetiva sobre el
hombre. Y existen también normas morales que expresan esta verdad objetiva.
No se trata aquí de «una acentuación unilateral de
ciertos absolutos morales», sino precisamente de la expresión de la verdad
objetiva sobre el hombre. El necesario discernimiento de los casos concretos no
puede ir contra esta verdad, sino [que debe] buscar soluciones que no la pongan
en duda.
Juan Pablo II ha dedicado la encíclica «Veritatis
splendor» precisamente a la crítica de las teorías que rechazan los absolutos
morales, reclamando el carácter concreto de cada situación y la
irreductibilidad (también afirmada por él) de cada persona humana. Por el
contrario, en su gran «teología del cuerpo» él analiza profundamente la verdad
sobre el bien del matrimonio indisoluble, también como imagen y expresión de la
relación fiel entre Cristo y la Iglesia.
No puede ser fiel – creativamente o menos - alguna
interpretación que va directamente contra la intención, claramente expresada,
del autor. Pero éste es el caso de Guerra.
Guerra dice: «Afirmar en modo tácito o explícito que
cada situación ‘irregular’ es por definición pecado mortal y que priva de la
gracia santificante a los que la viven es un grave error que no es acorde al
Evangelio, a la ley natural y a la enseñanza auténtica de santo Tomás de
Aquino».
Aunque demos por buena esta afirmación, podemos
preguntar: ¿pero de dónde sabemos que una situación concreta y objetivamente
irregular no comporta un pecado mortal? El profesor Guerra conoce bien la
teología y sabe que según del Concilio de Trento ni siquiera en el caso de mi
persona puedo decir con definitiva certeza que poseo la gracia santificante.
No podemos saber que otra persona no posea la gracia
santificante y ni siquiera podemos saber que la posea. En esto el juicio está
reservado a Dios. Por el contrario, lo que podemos conocer son nuestros actos
externos. Podemos juzgar los actos externos y las situaciones externas y
podemos decir que algunos actos y algunas situaciones son contrarios a esta
comunión de Cristo con su Iglesia, la cual encuentra su expresión en la
Eucaristía. No debemos recurrir al psicoanálisis para saber que la conciencia
es manipulable. Justamente el juicio objetivo que se refiere a los actos
externos nos puede ser de ayuda al juzgar también nuestra situación subjetiva,
para tener la certeza moral que estamos en el estado de gracia santificante y no
caer en el subjetivismo.
También yo, junto con el profesor Guerra, creo que «no
existe una fractura en el magisterio de los últimos Pontífices». Los que
sugieren la hermenéutica de la ruptura son por el contrario – y lamentablemente
– autores como Guerra, también cuando la llaman «fidelidad creativa» (se puede
abusar fácilmente del lenguaje – recuerdo que cuando yo era joven la dictadura
era llamada en Polonia una «democracia popular»). Si allí donde se dice «A»,
ahora se dice «no-A», no tenemos que ver una continuidad sino precisamente una
discontinuidad o una ruptura. Se puede justificar o no una discontinuidad de
este tipo, esa es otra cuestión. Pero justamente no es continuidad.
En mi lectura del documento pontificio no he
encontrado la afirmación que se debe abrir el acceso a la Eucaristía a las
parejas denominadas irregulares – asumo que Guerra tiene en mente a personas
divorciadas y que se han vuelto a casar. El Papa dice que tienen necesidad de
acompañamiento, que no deben sentirse excluidas de la comunidad eclesial y se
dice, en la nota 351, que tampoco debe faltarles la ayuda sacramental. Después
se mencionan los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. La afirmación
no es clara. ¿De qué sacramento se trata? Si se trata de la Eucaristía, ¿bajo
cuáles condiciones? Precisamente aquí es convocada la hermenéutica de la
continuidad.
Leer el documento de Francisco con la hermenéutica de
la continuidad con el magisterio de la Iglesia significa interpretar esta
afirmación a la luz del magisterio anterior, el cual ya habló explícitamente de
este problema. Pensemos en «Familiaris consortio», de Juan Pablo II, y en
«Sacramentum caritatis», de Benedicto XVI. La «Familiaris consortio» propone a
las personas que se han vuelto a casar un camino penitencial que puede abrir
también el acceso a la Eucaristía, sin poner en duda la indisolubilidad del
matrimonio (el camino de la penitencia que consiste en la renuncia a los actos
sexuales que son propios del matrimonio legítimo). Nada en el texto del papa
Francisco sugiere que él quiso cambiar esta enseñanza. Sugerir que este
magisterio tan claramente declarado ha sido cambiado en una nota que requiere
la interpretación me parece verdaderamente demasiado creativo.
Ciertamente, la visión del matrimonio y de la familia
que Juan Pablo II nos dejó en herencia no prevalece en el «mainstream» de la
cultura occidental. Pero al ir contra la corriente el Papa siguió el ejemplo de
Cristo mismo. Cuando Cristo comenzó su anuncio del Evangelio del matrimonio y
de la familia fue en contra de la praxis universalmente aceptada en su ambiente
cultural. Más aún, cuando Jesús habla de la indisolubilidad del matrimonio los
fariseos invocan la autoridad de Moisés, quien había permitido darle a la mujer
el acta de repudio y de echarla (cf. Mt 19, 3). Es evidente que Cristo no
consideraba esa praxis como criterio último de su enseñanza sobre esto,
invitando a sus discípulos a volver al principio, es decir, al diseño original
de Dios sobre el hombre, sobre el matrimonio y sobre la familia.
¿Es realista proponer esta visión también hoy, cuando
muchos matrimonios no resisten la prueba del tiempo? El verdadero aggiornamento
del cual habla el Concilio Vaticano II no consiste en imitar o asimilar la
mentalidad que prevalece en este mundo, sino más bien en proponer con una
fuerza renovada el mensaje del Evangelio en toda su radicalidad.
Juan Pablo II decía que la situación de hoy no pide ir
más allá del Evangelio, sino volver al Evangelio. Por eso podemos asumir que el
Papa de la familia repetiría hoy las mismas palabras con las que comenzó su
pontificado: «No tengan miedo». No tengan miedo de anunciar el Evangelio de la
familia en todo su alcance, con todas sus exigencias, con la convicción que en
definitiva solamente él responde a las más auténticas exigencias del corazón
humano.
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