lunes, 23 de octubre de 2017

Dios, el César y la amistad social


Reflexión de monseñor Sergio Buenanueva, obispo de San Francisco, publicado el 23 de octubre de 2017

Aica

Pasaron las elecciones legislativas. Aquí van algunas reflexiones pastorales.

Las elecciones son un hecho político. Y, como toda actividad humana que involucra la libertad, la política tiene una dimensión ética que es a la que apunta el mensaje de la Iglesia. Eso es la doctrina social: teología moral que trata de iluminar con el Evangelio la compleja y cambiante realidad social. Desde esta perspectiva ofrezco estas reflexiones.

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Ayer domingo, al iniciar la Eucaristía en la catedral, invitaba a la asamblea a rezar por nuestro país que se aprestaba a vivir una intensa jornada ciudadana de elecciones. Los invité a pedir para nosotros, la amistad social.

¿Qué es la amistad social?

Comprendo que, para algunos oídos prácticos y realistas, sugerir que sociedades tan complejas, plurales y apasionadas como la argentina cultiven esta forma de amistad, puedan tomar esta apelación, no digo con sorna, pero sí, al menos, con escepticismo.

Tal vez nos ayude precisar: la amistad no es lo mismo que mero compañerismo, mucho menos se identifica con el ser compinches. Es otra cosa.

La enseñanza social de la Iglesia toma este concepto de su tradición teológica que, a su vez, lo hace de la filosofía griega. Aristóteles –cito de memoria– en su Ética a Nicómaco reflexiona sobre ello.

La amistad es una forma de relación humana que tiene tres rasgos distintivos: igualdad, reciprocidad y benevolencia.

Igualdad: los amigos son siempre distintos en muchos aspectos, pero algún terreno común debe permitirles el encuentro que hace posible la amistad. Eso quiere indicar este primer rasgo.

Reciprocidad: los amigos se tienen que reconocer como tales mutuamente. Aquí no vale el “amigo invisible”. Nos tenemos que saber amigos, siendo conscientes de ello, al menos en algún grado.

Benevolencia: este es el rasgo fundamental. Quiere decir literalmente: querer el bien del otro. El bien real, lo que es verdaderamente bueno para el otro. Aquí, la amistas supera otras formas de amor humano, sobre todo, el amor interesado, el amor a sí mismo. En la amistad, el centro de atención es el otro y no el propio yo. Por eso, cuando Santo Tomás de Aquino relee a Aristóteles, encuentra en la benevolencia de la amistad el rasgo que distingue a la virtud de la caridad que Dios infunde en el alma de los bautizados. Es más: Dios nos ama con amor de benevolencia, es decir: quiere nuestro bien porque Él es el Sumo Bien.

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La amistad social, como forma de convivencia entre los ciudadanos de una misma sociedad, supone que, en las relaciones sociales se den estos tres rasgos. Obviamente, con sus acentos particulares. No tienen el mismo grado de intensidad afectiva las amistades que enriquecen nuestra vida personal, que los vínculos sociales. Pero, algo de amistad tiene que haber entre los ciudadanos, a menos que consideremos que la ley fundamental de la vida social es el conflicto, la lucha de “nosotros” contra “ellos”, etc.

En la convivencia ciudadana tiene que darse algún grado de igualdad. Este es un valor hoy muy apreciado. Tan distintos, pero iguales ante la ley y, sobre todo, iguales en la dignidad humana. Pero también significa que, a pesar de todas las diferencias, es posible construir un “nosotros” pues compartimos un terreno común más amplio del que pensamos: desde el territorio, la lengua, la historia hasta valores humanos y ciudadanos profundos. Pensemos, si no, en el gran consenso argentino de 1983 en el “Nunca más” y los derechos humanos.

También, la vida social supone que, reconociendo nuestras diferencias (algunas verdaderamente irreconciliables), también nos reconozcamos como semejantes que caminan juntos, y que no podemos desinteresarnos los unos de los otros. Hay una profunda interdependencia entre las personas que componen una sociedad. La “grieta” es también un agujero negro que nos chupa a todos hacia el abismo. Esta es la versión en negativo de ese otro dato tremendamente positivo: compartimos un camino y es necesario que nos miremos a la cara y, al menos por unos instantes tan fugaces como queramos, nos reconozcamos como tales. Como en aquella Navidad de la Gran Guerra, cuando alemanes y británicos hicieron una pausa en la carnicería, cantaron “Noche de Paz” y jugaron un partido de futbol.

Y, por último, la benevolencia como querer el bien de todos. O, como también lo enseña la doctrina social de la Iglesia, el “bien común” que es la suma de condiciones que hace posible que todos los ciudadanos alcancen su pleno desarrollo humano como persona en familia y en comunión con los demás.

Aquí vale la pena otra reflexión: tanto Aristóteles como Santo Tomás son concordes en afirmar que la amistad supone siempre que los amigos sean virtuosos. ¿Qué quiere decir esto? La virtud es el hábito que se ha arraigado en el alma y la voluntad del hombre que se ha habituado a hacer el bien, en cualquiera de sus formas (justicia, laboriosidad, generosidad, honestidad, etc.). Porque se trata de querer el bien del otro. Eso supone que, en muchas ocasiones, tengamos que superar el peso del egoísmo, del interés individual o grupal y resolvernos, tal vez contra nosotros mismos y nuestra satisfacción inmediata, por el bien de todos. Hacer el bien, especialmente buscar el bien común, supone muchas veces un trabajo arduo, paciente, perseverante y sacrificado.

Aquí releo el evangelio de ayer: ¿qué significa dar a Dios lo que es de Dios? A Dios hay que darle todo: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todo tu espíritu, con todas tus fuerzas. Es el primer mandamiento de la ley. Y, a diferencia de los ídolos (los Césares de diversos pelajes), el Dios verdadero muestra que es tal, dándole libertad a quien le entrega todo. Así se puede reconocer que una experiencia religiosa es genuina, al menos la experiencia cristiana: el encuentro con Dios me humaniza, me hace libre, me libera del egoísmo, de la violencia, de la intolerancia, del prejuicio. Me da libertad para construir el bien en todas sus formas. Ahora sí: para darle al César –a cada César– lo que le corresponde.

La gran pregunta ética que viven las sociedades, sobre todo las que han elegido el camino de la democracia para buscar y edificar el bien común, es con qué fuerza cuentan los ciudadanos para esa tarea ética nunca acabada y que, de alguna manera, cada generación debe reemprender con nuevo vigor.

Los cristianos apelamos al Evangelio: siguiendo a Jesús, nos abrimos a la fuerza del Espíritu Santo que infunde en nuestros corazones el mismo amor de benevolencia de nuestro Dios. En el encuentro con Cristo, el discípulo recibe esa fuerza que viene de lo alto para crecer como ciudadano virtuoso e interesado, no solo en sí mismo y en su grupo, sino en el bien de todos, especialmente de los más vulnerables y olvidados.

Pero también, con una exquisita sensibilidad hacia quien no es del propio palo, no piensa como yo, o no mira la vida desde mi misma posición.

Las múltiples grietas que tenemos los argentinos como sociedad –es mi opinión– nos están invitando a cultivar con pasión virtudes preciosas pero arduas. Necesitamos mucha energía espiritual para la edificación del bien común. A sabiendas incluso que de mucho de lo que hagamos no veremos los frutos, sino que los disfrutaran otros, más adelante.

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Anoche, cuando ya sabíamos el resultado de las elecciones y se anunció que iba a hablar el presidente Macri pensé –y así lo tuitié– que me hubiera gustado que, al menos por esta vez, no se pusiera la camiseta de su partido triunfante, sino que dirigiera un mensaje a todos los argentinos, los que votaron su partido y los que no lo hicieron. Es decir: un acto menos partidario y más superador, porque la investidura presidencial tiene eso: pone a quien ha recibido las insignias del poder (la banda y el bastón) “super partes”.

Es solo una opinión. Tampoco critico lo que se hizo como si se tratara de la violación de un dogma o un delito contra no sé qué. Creo que tenemos que acostumbrarnos a hablar con libertad, a sabiendas que la inmensa mayoría de temas sobres los que discutimos es altamente opinable y nadie tiene la verdad absoluta.

Solo pienso que la jornada democrática que hicimos entre todos –ganadores y perdedores, si queremos hablar así– era una buena ocasión para un gesto parecido. Pienso que necesitamos más mensajes de este calibre. A eso apunta la amistad social.


Mons. Sergio Buenanueva, obispo de San Francisco

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