INFOVATICANA 12 abril, 2018
Buenaventura, Tomás, Agustín y el Catecismo: algunos
pasajes clave de la Exhortación apostólica sobre la santidad incluyen citas
parciales que distorsionan el significado de los autores.
Como ya sucedió con Santo Tomás en Amoris Laetitia,
también en la Exhortación apostólica Gaudete et Exsultate (GE), presentada el
lunes, hay, por desgracia, algunas citas “creativas” para sostener afirmaciones
y tesis que, de otra manera, no tendrían conexión con la tradición.
Empecemos con el número 49, donde incluso tenemos que
señalar un triplete. Estamos en la parte de la Exhortación dedicada a los
pelagianos, ésa en la que el Papa pega con más ganas sobre las que considera
las amenazas más graves para la Iglesia. El Papa la toma con quienes «dirigen a
los débiles diciéndoles que todo se puede con la gracia de Dios» (n. 49), pero
«en el fondo suelen transmitir la idea de que todo se puede con la voluntad
humana» (n. 49). De este modo «se pretende ignorar que “no todos pueden todo”
(47)». Este reenvío a la nota 47 indica la referencia a la obra de San
Buenaventura Las seis alas del serafín, y al hecho que dicha cita debe
entenderse en la línea del Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), número 1735
(dedicado a la imputabilidad de una acción).
Inmediatamente después se cita a
Santo Tomás para sostener que «en esta vida las fragilidades humanas no son
sanadas completa y definitivamente por la gracia» (n. 49) y, por último, a San
Agustín, para relanzar la tesis del bien posible, ampliamente sostenida en
Amoris Laetitia (AL), y que el libro de don Aristide Fumagalli sobre la
teología moral del Papa Francisco (de la famosa colección torpemente
patrocinada por Viganò) muestra ser funcional a la posibilidad de absolver y
admitir a la comunión a quien sigue viviendo more uxorio (para un análisis del
libro de Fumagalli reenviamos a un próximo artículo).
Es evidente que la presencia de la gracia, como dice
Santo Tomás, «no vuelve a sanar al hombre totalmente» (I-II, q. 109, a. 9, ad.
1); pero aquí Tomás está explicando que la ayuda de la gracia actual («ser
movido por Dios a actuar bien») es necesaria para quien ya tiene la costumbre
de la gracia santificante, porque en el hombre la carne sigue siendo débil.
Pero que la gracia no vuelva a sanar al hombre totalmente no significa en
absoluto que el hombre pueda encontrarse en situaciones en las que, con la
ayuda de la gracia, le sea imposible observar los mandamientos de Dios. Que es
exactamente la línea interpretativa de AL que “autoriza” –naturalmente, en
algunos casos– actos propiamente conyugales entre un hombre y una mujer que no
son cónyuges.
Que el texto de GE juega con la ambigüedad es algo que
resulta bastante evidente por las citas omitidas o truncadas. Véase la cita de
la obra de San Buenaventura, escrita para exponer las virtudes de un superior
religioso. La frase citada es la siguiente: «No todos pueden todo», expresión
tomada del Libro de la Sabiduría y presentada por San Buenaventura para
recordar a los superiores que no deben exasperar con sus reproches a quienes
están en dificultad: «Sopórtense sus aversiones y sus fragilidades con ánimo
paciente». Esta recomendación debe ser comprendida no a la luz del número del
Catecismo, que trata de la imputabilidad de una acción (lo que no tiene nada
que ver con el contexto del escrito del santo franciscano, pero que en cambio
es revelador de dónde se quiere ir a parar), sino a cuanto se afirma en el
capítulo anterior (II, 9), a saber: que «ante todo se impidan y condenen las
transgresiones de los mandamientos de Dios; a continuación, las transgresiones
de los preceptos inviolables de la Iglesia, etc.». Pero de esto no hay rastro
en la Exhortación.
A San Agustín le toca una suerte peor. El texto
extraído de La naturaleza y la gracia es citado de este modo en el n. 49 de GE:
«Dios te invita a hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas». Punto y
final. Sin embargo, el texto íntegro es el siguiente: «No manda, pues, Dios
cosas imposibles; pero al imponer un precepto te amonesta que hagas lo que está
a tu alcance y pidas lo que no puedes. Veamos, pues, por qué puede o no puede…
Yo digo: Ciertamente, no es fruto de la voluntad la justicia del hombre si ella
procede de su condición natural, más con la medicina de la gracia podrá
conseguir lo que no puede por causa del vicio».
En el texto íntegro está claro que es precisamente la
gracia la que hace posible lo que la naturaleza no consigue hacer. ¿Y qué es lo
que ordena Dios al hombre que pida, para que obtenga lo que no puede? Lo
explica el Concilio de Trento, que cita precisamente esta afirmación de
Agustín: «Nadie, empero, por más que esté justificado, debe considerarse libre
de la observancia de los mandamientos… Porque Dios no manda cosas imposibles,
sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas y
ayuda para que puedas… Porque los que son hijos de Dios aman a Cristo y los que
le aman… guardan sus palabras; cosa que, con el auxilio divino, pueden
ciertamente hacer» (DH 1536).
Dios, por lo tanto, ayuda para que se pueda lo que
humanamente no se puede; los mandamientos no son imposibles de observar. De
esto no hay rastro en GE, que se preocupa de dar pescozones a los nuevos
pelagianos, que son reprendidos por confiar poco en la gracia, en lugar de
animar a confiar en ella. Ciertamente, pensar que se puede observar la ley sin
la gracia es una actitud típicamente farisaica, como recordaba Veritatis
Splendor (VS), n. 104. Pero la solución no es reprender a quienes sostienen que
con la gracia es posible observar los mandamientos de Dios, también en
situaciones que parecen imposibles. Es igualmente farisaica otra actitud más
actual que nunca, recordada en el n. 105 de VS: «Se pide a todos gran
vigilancia para no dejarse contagiar por la actitud farisaica, que pretende
eliminar la conciencia del propio límite y del propio pecado, y que hoy se
manifiesta particularmente con el intento de adaptar la norma moral a las propias
capacidades y a los propios intereses, e incluso con el rechazo del concepto
mismo de norma». Por ejemplo, como cuando se disuelve la norma en cada caso
individual.
La actitud cristiana consiste en un impulso superior
que reconoce, al mismo tiempo, la propia miseria, la exigencia de la santidad
de Dios y su misericordia, que hace posible para el hombre lo que con sus solas
fuerzas es imposible: «Aceptar la desproporción entre ley y capacidad humana, o
sea, la capacidad de las solas fuerzas morales del hombre dejado a sí mismo,
suscita el deseo de la gracia y predispone a recibirla» (VS, n. 105).
No menos grave es también el caso del número 80 de GE,
que inaugura el comentario a la bienaventuranza evangélica de los
misericordiosos: «Mateo lo resume en una regla de oro: “Todo lo que queráis que
haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella” (7, 12). El Catecismo
nos recuerda que esta ley se debe aplicar “en todos los casos” (71), de manera
especial cuando alguien “se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el
juicio moral menos seguro, y la decisión difícil” (72)».
La ley de la misericordia debe ser, por lo tanto,
aplicada en todos los casos, sobre todo en las situaciones difíciles. Los
artículos del Catecismo aquí citados (notas 71 y 72) no dicen precisamente
esto. El n. 1787 no sólo recuerda que la conciencia a veces puede encontrarse
en situaciones difíciles de discernir moralmente, sino también que en estos
casos la persona «debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad
de Dios expresada en la ley divina». Por este motivo, el número sucesivo enseña
que «algunas normas valen en todos los casos», como se refiere en GE, pero
antes de la regla de oro se afirma que «nunca está permitido hacer el mal para
obtener un bien». Curiosamente, de la Exhortación sobre la santidad desaparecen
la referencia a la ley divina y al hecho que el mal no puede hacerse nunca.
Pero la distorsión más grave la encontramos en el
número 106: «No puedo dejar de recordar aquella pregunta que se hacía Santo
Tomás de Aquino cuando se planteaba cuáles son nuestras acciones más grandes,
cuáles son las obras externas que mejor manifiestan nuestro amor a Dios. Él
respondió sin dudar que son las obras de misericordia con el prójimo, más que
los actos de culto». Y se cita el texto de la II-II, q. 30, a. 4, ad 2: «No
adoramos a Dios con sacrificios y ofrendas exteriores en su beneficio, sino por
beneficio nuestro y del prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, pero
quiere que se los ofrezcamos por nuestra devoción y para la utilidad del
prójimo. Por eso, la misericordia, que socorre los defectos ajenos, es el
sacrificio que más le agrada, ya que causa más de cerca la utilidad del
prójimo».
En verdad, Santo Tomás se preguntaba «si la
misericordia es la más grande de las virtudes» y concluye que… ¡«la
misericordia no es la más grande de las virtudes»! Porque, explica Tomás, «en
el hombre, que tiene como superior a Dios, la caridad que une a Dios es
superior a la misericordia, que suple las deficiencias del prójimo». La
misericordia es la más grande «de todas las virtudes que atañen al prójimo»,
pero no en absoluto. La más grande es la caridad, como se ha visto, porque nos
une a Dios. Y el amor de Dios se cumple en la observancia de su palabra (cfr.
Jn 14, 23) y es la verificación del amor a los hermanos. A menudo se recuerda,
justamente, el hecho que el amor del prójimo realiza el amor de Dios y es, por
lo tanto, compendio de la ley, pero nos olvidamos que el amor a Dios es
condición y prueba de nuestro amor al prójimo, como recuerda San Juan: «En esto
conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus
mandamientos. Pues en esto consiste el amor de Dios: en que guardamos sus
mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados» (1 Jn 5, 2-3).
Después, Tomás explica que la tan olvidada virtud de
religión «es superior a todas las otras virtudes morales» (II-II q. 81, a. 6),
siempre en relación a Dios y está vinculada, de manera especial, precisamente a
la caridad. De hecho, «la religión se acerca a Dios más estrechamente que las
otras virtudes morales, puesto que cumple actos que, de manera directa e
inmediata, son ordenados al amor de Dios». Entre estos actos, como explica el
Catecismo (2095 y siguientes), se incluyen la adoración, la oración, el
sacrificio, las promesas y los votos.
Es extraño que esto no sea citado en una exhortación
acerca de la santidad, visto que Santo Tomás explica que «religión y santidad
son la misma cosa» (II-II, q. 81, a 8, s.c), porque en ambos casos «es la
aplicación que el hombre hace de su mente y de sus actos a Dios»; en el caso de
la religión, principalmente por «los actos que se refieren al servicio de
Dios», mientras que para la santidad «también por todos los actos de las otras
virtudes que el hombre refiere a Dios» entre los cuales, ciertamente las obras
de misericordia.
Este orden de cosas no se encuentra en GE, que hace
afirmaciones unilaterales como la del número 107: «Quien de verdad quiera dar
gloria a Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su
existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y
cansarse intentando vivir las obras de misericordia». O, aún peor, la del
número 26: «No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro,
desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el
servicio.
Todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia
existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de santificación. Somos
llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos
santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión».
(Publicado originalmente en La Nuova Bussola.
Traducción de Helena Faccia Serrano para InfoVaticana)
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