Dr. Luis María
Caballero (h)
El marco de la
discusión:
De un tiempo a esta
parte, alentado por el Card. Walter Kasper y algunos otros padres sinodales, ha
tomado cuerpo un arduo debate sobre algunas cuestiones vinculadas a la moral
matrimonial que afectan no solamente a la disciplina eclesial sino al cuerpo inmutable
de la doctrina y tradición católica como ha sido entendida durante dos mil años
.
La tesis principal
sería que la Iglesia ,
ante un mundo que cada vez la escucha menos, debería modificar su posición y
aceptar que en algunos casos sería lícita la existencia de uniones posteriores
a matrimonios sacramentales aún subsistentes y sería válido aceptar que quienes
se encuentren en dichas situaciones puedan acceder a la Comunión Eucarística.
La afirmación de que esta propuesta es
doctrinal no es gratuita ni es solamente una opinión, puesto que el líder
oficioso de quienes impulsan estos cambios lo ha manifestado claramente, cuando
afirmó en una entrevista reciente que ciertos sectores católicos buscan una
“guerra doctrinal”.
Sin embargo, para
generar menos resistencias en el pueblo fiel, quienes apuestan a estas
modificaciones prefieren afirmar que sólo estamos ante un desafío de tipo
“pastoral”, término que en la
Iglesia siempre existió pero que hoy está especialmente en
boga.
Este concepto se ha referido en todas las
épocas a que la Iglesia
debe velar para que sus modos de
comunicar la Fe
que recibió de Jesucristo sean acordes y adecuados a los tiempos. Siempre se ha
entendido que lo que debe adaptarse no es la Fe sino el modo de comunicarla. Jamás se ha
pretendido en la historia de la Iglesia Católica , salvo como fenómeno marginal,
una praxis que vaya por un camino diferente al de la doctrina.
En efecto, un discurso y apologética basada en
la autoridad de la Iglesia ,
o que haga demasiado hincapié en los castigos que pueden sobrevenir en esta
vida y en la otra a quienes infrinjan la ley de Dios y de su Iglesia, puede
haber sido adecuado durante los siglos de la Cristiandad , en que la
humanidad entera casi en bloque, creía y confiaba en la Iglesia , pero no después…
A finales de la Edad Media , y
principalmente luego del iluminismo y el racionalismo nacidos entre la reforma
protestante y la revolución francesa, ante una realidad en la que el hombre
creyó haber emancipado su inteligencia de cualquier principio de autoridad,
probablemente haya sido conveniente dar mayor profundidad a argumentos de tipo
filosófico. De ese modo se logra mostrar con mayor claridad que la Fe que profesamos es razonable,
y aunque lo sobrenatural excede el marco de la razón, de ningún modo la
contradice. Sin embargo, luego de ello, la modernidad ha traído cierta
devaluación de lo intelectual por lo que se ha hecho necesario pensar nuevas
maneras de comunicar las verdades de siempre.
Por último, en la
época actual, en la que la imagen -todo lo visual-, lo sensible y lo inmediato
parecen ser el signo de nuestra era, seguramente deberemos encontrar caminos
para poner de relieve que el corazón humano aún puede amar de verdad del todo y
para siempre, que nuestra alma aún tiene la capacidad de asumir compromisos
irrevocables, que nuestras debilidades humanas pueden ser suplidas con la
gracia recibida de Dios, para explicar que los jóvenes tienen mucho para decir
al mundo, y que las nuevas herramientas que nos regala la tecnología pueden
servir de manera sumamente eficaz a la difusión del mensaje de Jesús… Y en ese
camino estamos embarcados.
Esta es la verdadera gradualidad cristiana. La
misma que nos enseña el Evangelio, que siempre es antiguo y actual. No podemos
dar de comer a los niños manjares suculentos, sino que al comienzo habrá que
alimentarlos con papilla, pero una solución que consistiera en darles papilla
para siempre para no “exigirlos” o para no hacerlos sufrir, seguramente
causaría más daño que bien. De la misma manera, omitir poner las vacunas
necesarias a nuestros hijos para evitarles el dolor del pinchazo sería una
tremenda irresponsabilidad y claramente una injusticia.
Lo que no puede hacer la pastoral es derivar
hacia la licuación de nuestra Fe para hacerla más tolerable, o más fácil, o
menos exigente, pues, como lo ha dicho nuestro Salvador, el camino que Él nos
propone es estrecho… a diferencia del que lleva a la perdición, que ancho y
muelle .
Tenemos la obligación
de que nuestro apostolado, de testimonio y de palabra, sea amable y atractivo,
poniendo bien en alto la bandera de lo bueno y de lo bello, pero sin cercenar
la verdad. De lo contrario, deberíamos reconocer que hicieron mal los
Apóstoles, que fueron muertos por predicar que hay un solo Dios verdadero y que
su Hijo tomó nuestra carne mortal y fue muerto por nuestro pecados; y lo mismo
habría que decir de los primeros cristianos, que se negaron a quemar incienso
ante la imagen del emperador y fueron comidos por los leones por ese motivo; y
de los misioneros de todas las épocas que fueron y son crucificados, quemados,
desmembrados, decapitados, lanceados, comidos y torturados de mil manera por
explicar la Fe a
los pueblos que aún no conocían la verdad de Jesús (judíos, musulmanes,
africanos, pueblos del lejano oriente y de la América descubierta por
Colón, etc.).
En lugar de ello, deberíamos aprender de su
ejemplo y recordar que su sangre ha abonado de manera eficacísima las tierras
de misión porque gracias a ellos han existido, y siguen existiendo, millares de
conversiones en todo el mundo, fruto del testimonio, y no de adecuar la fe al
gusto del que escucha.
La posición perenne de la Iglesia :
Pongamos por caso la existencia de una persona
a la que los médicos le detectan un principio de gangrena en una de sus
piernas. Las opciones que se presentan a los médicos son dos: comunicar la
situación al paciente e insistir en la necesidad de iniciar de manera inmediata
un tratamiento que podrá incluir la amputación de su pierna para salvar su
vida, o callarse. Si los médicos optaran por callar, todos coincidiríamos en
que han incurrido en mala praxis.
Lo cierto es que muchos fieles y obispos hoy
proponen que la misericordia debería llevarnos a ocultar esa información, para
que el enfermo no sufra, para que no se preocupe, para no causarle dolor… aún
si ese silencio le ocasiona una muerte segura y dolorosa.
En el caso de los divorciados y vueltos a unir
pasa algo parecido. Es Jesús mismo quien nos ha dicho, precisamente en el
Evangelio de San Lucas – conocido como el Evangelio de la Misericordia- que
“quien repudia a su mujer y se une con otra, comete adulterio, y quien se une
con la repudiada, comete adulterio”. Jesús explica también, pues no hay en el
Evangelio temas tabú, que la práctica de tolerancia aceptada por Moisés había
sido instituida a causa de la dureza de los corazones de los hombres, pero que
luego de su venida redentora, debía volverse a como las cosas fueron en el
principio (Varón y mujer los creó… y el hombre dejará su casa, y a su padre y a
su madre, y se unirá a su mujer con quién será una sola carne).
Muchas personas que viven en situación
irregular se defienden diciendo que no pueden creer en que Dios, infinitamente
misericordioso, los condene por eso. A ellos hay que recordarles que las cosas
no son buenas o malas porque Dios las mande o las prohíba, sino por su propia
naturaleza (Dios nos invita a lo bueno, y nos llama a alejarnos de lo malo), y
que Dios, a la par que infinitamente misericordioso es infinitamente justo, y
un cónyuge que “olvida” los deberes que tiene con su otro esposo comete una
gravísima injusticia.
Las nuevas uniones posteriores a un matrimonio
aún subsistente atentan contra la justicia, debilitan a los demás, violan el
sexto y el noveno mandamiento, y en caso de haberlos, pueden provocar graves
daños, psíquicos y espirituales, a los hijos, que ven disminuir antes sus ojos
la importancia y la trascendencia de las promesas matrimoniales.
Es cierto que la Iglesia deja siempre al
juicio de Dios el estado de las almas por lo que nos hace desde siempre un
llamado a tratar con misericordia a quienes viven de un modo incompatible con
nuestra fe.
Es cierto también que Dios puede salvar a
todos los hombres (¡Cuántas conversiones conoceremos recién en el Cielo por
haberse producido en el último instante de una vida!), y ninguno de nosotros
puede tener la certeza de conocer de manera plena el estado puntual de un alma,
pues para poder hacerlo deberíamos conocer miles de circunstancias (la
posibilidad que ha tenido la persona concreta de conocer la verdad, el posible
asesoramiento erróneo de un mal pastor, la disminución de responsabilidad moral
causada por la angustia, la depresión o algún tipo de enfermedad o
desequilibrio psíquico, etc.), pero ello no nos libera de nuestra obligación
irrenunciable de hacer ver a nuestro hermano lo grave de su error. Cuánto más
cercano el que yerra, mayor nuestra obligación.
Hay que volver a formar a los católicos en
conceptos que parecieran olvidados, tales como los de Gracia, que nos permite
vivir lo que no podríamos con nuestras solas fuerzas; pecado, que no es una
ofensa puramente formal a una ley arbitraria, sino un alejamiento voluntario de
Dios; conciencia, concebida como “juez” en el caso concreto, y no como
“legislador” independiente de la
Revelación y de la ley natural que Dios ha impreso en nuestra
alma; Fe, que tiene una naturaleza del todo diferente a nuestros sentimientos,
y que, aunque es un don, debe ser entendida como adhesión voluntaria a lo que
se nos ha presentado como verdadero; etc.
Otros argumentos que
se han presentado:
Dentro de la ronda inicial de discusiones del
Sínodo, para defender estas posiciones de supuesto aggiornamento se ha
pretendido, enunciando una verdad, inducirnos a creer una mentira. Se nos dice
desde algunos sectores que “los sacramentos son para los pecadores, y no para
los santos”. De esa manera se pretende dar por válida la tesis de que una
persona puede vivir en una situación irregular – como sería una segunda unión
con un primer matrimonio válido- y acceder en Gracia y con provecho a la Comunión Sacramental.
Ese sofisma, aunque tentador, también ha
recibido una clarísima respuesta desde la Iglesia , desde siempre: Todos los hombres somos
pecadores, pero para acceder a la
Eucaristía se nos pide iniciar ese camino de conversión que
nos acerca a la santidad. Ella sólo puede dar frutos si es hecha en gracia de
Dios (“quien come y bebe el cuerpo del Señor indignamente come y bebe su propia
condenación”, dice San Pablo a los Corintios).
Por su parte, para recuperar la Gracia perdida hay que
seguir el camino indicado para ello, que es la Confesión Sacramental
bien realizada (haciendo examen de conciencia, con arrepentimiento o
contrición, con propósito de enmienda, diciendo los pecados al confesor y
cumpliendo la penitencia).
En ese esquema, no discutido y afirmado de
manera definitiva por la
Iglesia ¿Cómo podemos descubrir el arrepentimiento de una
persona que defiende su “derecho” a iniciar una nueva relación amorosa – sexual
subsistiendo un matrimonio anterior suyo o de su pareja? ¿De qué manera se expresa
el propósito de enmienda si la persona no decide, aunque luego falle, romper la
unión ilegítima, si se pudiera, o vivir la continencia si la primera solución
pudiera ocasionar mayores daños?
Aquí se presenta otra
dicotomía de conceptos que nos ha recalcado en innumerables ocasiones el Santo
Padre Francisco y que nunca está de más resaltar: todos somos pecadores, pero
no podemos ser corruptos. Los pecadores, cada uno de nosotros, somos débiles y
nuestra naturaleza está caída, pero al pecado debemos llamarlo pecado, arrepentirnos,
pedir perdón a Dios e iniciar nuevamente la lucha. El corrupto, por el
contrario, en lugar de arrepentirse y levantarse opta por llamar bien al mal, y
muchas veces, pretende que su vicio no sólo sea aceptado, sino que sea
reconocido como virtud por la sociedad. Eso es lo que, como católicos, jamás
podemos permitir.
Al
divorciado vuelto a unir habrá que amarlo y respetarlo como persona, pero no
podemos dejar de llamarle la atención sobre la gravedad de su falta. Al
homosexual habrá que contenerlo y amarlo como persona, pero no podemos dejar de
hablar de que los pecados contra la naturaleza son especialmente rechazados por
Dios. No podemos, bajo el pretexto de una falsa misericordia, hacer de cuenta
que nada sucede. Por todos ellos, además, debemos comprometer nuestra oración
humilde, sencilla y perseverante, seguros de que es Dios quien obra en sus
almas y en las nuestras, y no nuestros argumentos.
Parte de la lucha por permitir la comunión
eucarística a quienes viven en situaciones como las que hemos descripto parte
de un erróneo concepto de lo que es la Comunión Espiritual.
Muchos creen que la Comunión Espiritual
“reemplaza” a la
Comunión Sacramental , cuando en realidad, aquélla sólo es una
excelente oración que puede servir de preparación para recibir esta última
cuando hayamos removido el obstáculo que nos impide recibirla: una persona que
tenga conciencia de pecado mortal deberá abstenerse de comulgar, pero hacer
comuniones espirituales será una excelente preparación previa a la confesión.
Una persona que no ha cometido pecado mortal alguno pero que ha incumplido
alguno de los otros requisitos para acceder a la comunión eucarística –como el
debido cuidado del ayuno– no deberá acercarse a comulgar, pero podrá hacer
comuniones espirituales para recibir la Gracia. Un divorciado vuelto a casar civilmente,
o alguien que vive en concubinato deberá abstenerse de comulgar, pero podrá
hacer, con gran bien, comuniones espirituales si ellas apuntan a pedir fuerzas
a Dios para remover los obstáculos que lo separan de Dios, y no como un mero
sucedáneo de la recepción del Sacramento.
Cada vez existen más católicos que sostienen
que ellos “sienten” que están en gracia de Dios, porque han tomado una decisión
conforme lo que dicta su conciencia (la de vivir en situación irregular), pero
que la Iglesia
hace pesar sobre ellos una especie de sanción, que sería el impedimento de
recibir sacramentalmente a Jesús en la Hostia consagrada.
Nada hay más erróneo que ello. La comunión no
se le niega ni al peor de los pecadores, y claramente cada uno de nosotros
tendrá mayor necesidad de recibir a Jesús Sacramentado cuanto mayores sean
nuestras debilidades. Pero no es menos cierto, como se ha esbozado brevemente
antes en este trabajo, que a cualquier pecador se le pide que prepare su alma
con los medios que nos ha legado Jesús para ello: confesión sacramental,
contrición de corazón y propósito de enmienda, lo que no está presente en modo
alguno en quien no decide romper un vínculo contrario a las enseñanzas de Jesús.
Por otro lado, y como contrapartida de estas
certezas que tenemos, existe la realidad de la escasa formación doctrinal
religiosa que recibimos como católicos, la deficiente formación en teología
moral, teología dogmática, derecho canónico e incluso piedad que existe en
muchos seminarios, y la escasa preparación que se da antes de la recepción del
sacramento del matrimonio. Esto, de manera casi segura, da lugar a la
celebración de innumerables casamientos nulos.
Para estos casos, sin dudas, deberán analizarse
caminos que permitan, como primera medida, reducir estas situaciones, y en
segunda instancia, discernir canónicamente sobre la validez o no de los
matrimonios de manera igualmente profunda y seria , pero quizás más sencilla.
Lo que hoy se nos pretende
presentar como una gran novedad no es otra cosa que una serie de ideas
recicladas que desde hace años vienen siendo presentadas, y debidamente
rechazadas por el Papa, y los anteriores sínodos de obispos. El mismo Card.
Kasper ya ha presentado su propuesta en otras oportunidades, y en diversas
publicaciones que han sido respondidas por la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Algunos de nuestros pastores omiten todas
estas cuestiones no sólo cuando presentan por escrito sus tesis, sino cuando dan
entrevistas a los medios de comunicación, porque parecen haber decidido luchar
por la paz, pero no como la da Dios, sino como la da el mundo.
Es claro también que los medios de
comunicación no son la mejor manera de seguir con atención, equilibrio y detalle
lo que ocurre dentro del Sínodo, y tenemos que rezar mucho para que, como
tantas veces ha ocurrido en la historia de la Iglesia , el Espíritu Santo
pese más que la tentación de querer quedar bien con todos que pueden tener
algunos padres sinodales.
Sin embargo, para el caso de que desde el
sínodo surgieran conclusiones erróneas, e incluso si eventualmente el Papa
Francisco llevara adelante cambios a la praxis actual de la Iglesia en desmedro de
nuestra tradición bimilenaria, nuestra Fe no debe flaquear, porque en temas de
disciplina ni el sínodo de obispos ni el Papa tienen infalibilidad. Llegado ese
momento, deberemos seguir rezando por la Iglesia , por el Papa, los obispos, los sacerdotes
y los fieles cristianos, obedeciendo en todo lo que se pueda obedecer, y
trabajando cada día con nuestro apostolado y testimonio de lucha por la
santidad a hacer posible el Reino de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario