jueves, 16 de octubre de 2014

Sínodo, infalibilidad y camino de misericordia



Dr. Luis María Caballero (h)

El marco de la discusión:

De un tiempo a esta parte, alentado por el Card. Walter Kasper y algunos otros padres sinodales, ha tomado cuerpo un arduo debate sobre algunas cuestiones vinculadas a la moral matrimonial que afectan no solamente a la disciplina eclesial sino al cuerpo inmutable de la doctrina y tradición católica como ha sido entendida durante dos mil años .
La tesis principal sería que la Iglesia, ante un mundo que cada vez la escucha menos, debería modificar su posición y aceptar que en algunos casos sería lícita la existencia de uniones posteriores a matrimonios sacramentales aún subsistentes y sería válido aceptar que quienes se encuentren en dichas situaciones puedan acceder a la Comunión Eucarística.
 La afirmación de que esta propuesta es doctrinal no es gratuita ni es solamente una opinión, puesto que el líder oficioso de quienes impulsan estos cambios lo ha manifestado claramente, cuando afirmó en una entrevista reciente que ciertos sectores católicos buscan una “guerra doctrinal”.
Sin embargo, para generar menos resistencias en el pueblo fiel, quienes apuestan a estas modificaciones prefieren afirmar que sólo estamos ante un desafío de tipo “pastoral”, término que en la Iglesia siempre existió pero que hoy está especialmente en boga.
 Este concepto se ha referido en todas las épocas a que la Iglesia debe velar para que  sus modos de comunicar la Fe que recibió de Jesucristo sean acordes y adecuados a los tiempos. Siempre se ha entendido que lo que debe adaptarse no es la Fe sino el modo de comunicarla. Jamás se ha pretendido en la historia de la Iglesia Católica, salvo como fenómeno marginal, una praxis que vaya por un camino diferente al de la doctrina. 
 En efecto, un discurso y apologética basada en la autoridad de la Iglesia, o que haga demasiado hincapié en los castigos que pueden sobrevenir en esta vida y en la otra a quienes infrinjan la ley de Dios y de su Iglesia, puede haber sido adecuado durante los siglos de la Cristiandad, en que la humanidad entera casi en bloque, creía y confiaba en la Iglesia, pero no después…

 A finales de la Edad Media, y principalmente luego del iluminismo y el racionalismo nacidos entre la reforma protestante y la revolución francesa, ante una realidad en la que el hombre creyó haber emancipado su inteligencia de cualquier principio de autoridad, probablemente haya sido conveniente dar mayor profundidad a argumentos de tipo filosófico. De ese modo se logra mostrar con mayor claridad que la Fe que profesamos es razonable, y aunque lo sobrenatural excede el marco de la razón, de ningún modo la contradice. Sin embargo, luego de ello, la modernidad ha traído cierta devaluación de lo intelectual por lo que se ha hecho necesario pensar nuevas maneras de comunicar las verdades de siempre. 
Por último, en la época actual, en la que la imagen -todo lo visual-, lo sensible y lo inmediato parecen ser el signo de nuestra era, seguramente deberemos encontrar caminos para poner de relieve que el corazón humano aún puede amar de verdad del todo y para siempre, que nuestra alma aún tiene la capacidad de asumir compromisos irrevocables, que nuestras debilidades humanas pueden ser suplidas con la gracia recibida de Dios, para explicar que los jóvenes tienen mucho para decir al mundo, y que las nuevas herramientas que nos regala la tecnología pueden servir de manera sumamente eficaz a la difusión del mensaje de Jesús… Y en ese camino estamos embarcados.

 Esta es la verdadera gradualidad cristiana. La misma que nos enseña el Evangelio, que siempre es antiguo y actual. No podemos dar de comer a los niños manjares suculentos, sino que al comienzo habrá que alimentarlos con papilla, pero una solución que consistiera en darles papilla para siempre para no “exigirlos” o para no hacerlos sufrir, seguramente causaría más daño que bien. De la misma manera, omitir poner las vacunas necesarias a nuestros hijos para evitarles el dolor del pinchazo sería una tremenda irresponsabilidad y claramente una injusticia.
 Lo que no puede hacer la pastoral es derivar hacia la licuación de nuestra Fe para hacerla más tolerable, o más fácil, o menos exigente, pues, como lo ha dicho nuestro Salvador, el camino que Él nos propone es estrecho… a diferencia del que lleva a la perdición, que ancho y muelle . 
Tenemos la obligación de que nuestro apostolado, de testimonio y de palabra, sea amable y atractivo, poniendo bien en alto la bandera de lo bueno y de lo bello, pero sin cercenar la verdad. De lo contrario, deberíamos reconocer que hicieron mal los Apóstoles, que fueron muertos por predicar que hay un solo Dios verdadero y que su Hijo tomó nuestra carne mortal y fue muerto por nuestro pecados; y lo mismo habría que decir de los primeros cristianos, que se negaron a quemar incienso ante la imagen del emperador y fueron comidos por los leones por ese motivo; y de los misioneros de todas las épocas que fueron y son crucificados, quemados, desmembrados, decapitados, lanceados, comidos y torturados de mil manera por explicar la Fe a los pueblos que aún no conocían la verdad de Jesús (judíos, musulmanes, africanos, pueblos del lejano oriente y de la América descubierta por Colón, etc.).
 En lugar de ello, deberíamos aprender de su ejemplo y recordar que su sangre ha abonado de manera eficacísima las tierras de misión porque gracias a ellos han existido, y siguen existiendo, millares de conversiones en todo el mundo, fruto del testimonio, y no de adecuar la fe al gusto del que escucha.

 La posición perenne de la Iglesia:

 La Iglesia siempre ha sostenido, antes y después del Concilio Vaticano II, que la misericordia que debe caracterizarnos a los cristianos debe ir siempre unida a la verdad, de la que es inseparable. Para comprender esta idea quizás merezca la pena poner un ejemplo, que, aunque pueda sonar extremo, no lo es en modo alguno si somos conscientes de que mucho más importante que nuestro cuerpo corruptible es nuestra alma inmortal.
 Pongamos por caso la existencia de una persona a la que los médicos le detectan un principio de gangrena en una de sus piernas. Las opciones que se presentan a los médicos son dos: comunicar la situación al paciente e insistir en la necesidad de iniciar de manera inmediata un tratamiento que podrá incluir la amputación de su pierna para salvar su vida, o callarse. Si los médicos optaran por callar, todos coincidiríamos en que han incurrido en mala praxis.
 Lo cierto es que muchos fieles y obispos hoy proponen que la misericordia debería llevarnos a ocultar esa información, para que el enfermo no sufra, para que no se preocupe, para no causarle dolor… aún si ese silencio le ocasiona una muerte segura y dolorosa.
 En el caso de los divorciados y vueltos a unir pasa algo parecido. Es Jesús mismo quien nos ha dicho, precisamente en el Evangelio de San Lucas – conocido como el Evangelio de la Misericordia- que “quien repudia a su mujer y se une con otra, comete adulterio, y quien se une con la repudiada, comete adulterio”. Jesús explica también, pues no hay en el Evangelio temas tabú, que la práctica de tolerancia aceptada por Moisés había sido instituida a causa de la dureza de los corazones de los hombres, pero que luego de su venida redentora, debía volverse a como las cosas fueron en el principio (Varón y mujer los creó… y el hombre dejará su casa, y a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer con quién será una sola carne).

 Muchas personas que viven en situación irregular se defienden diciendo que no pueden creer en que Dios, infinitamente misericordioso, los condene por eso. A ellos hay que recordarles que las cosas no son buenas o malas porque Dios las mande o las prohíba, sino por su propia naturaleza (Dios nos invita a lo bueno, y nos llama a alejarnos de lo malo), y que Dios, a la par que infinitamente misericordioso es infinitamente justo, y un cónyuge que “olvida” los deberes que tiene con su otro esposo comete una gravísima injusticia.
 Las nuevas uniones posteriores a un matrimonio aún subsistente atentan contra la justicia, debilitan a los demás, violan el sexto y el noveno mandamiento, y en caso de haberlos, pueden provocar graves daños, psíquicos y espirituales, a los hijos, que ven disminuir antes sus ojos la importancia y la trascendencia de las promesas matrimoniales. 
Es cierto que la Iglesia deja siempre al juicio de Dios el estado de las almas por lo que nos hace desde siempre un llamado a tratar con misericordia a quienes viven de un modo incompatible con nuestra fe.
 Es cierto también que Dios puede salvar a todos los hombres (¡Cuántas conversiones conoceremos recién en el Cielo por haberse producido en el último instante de una vida!), y ninguno de nosotros puede tener la certeza de conocer de manera plena el estado puntual de un alma, pues para poder hacerlo deberíamos conocer miles de circunstancias (la posibilidad que ha tenido la persona concreta de conocer la verdad, el posible asesoramiento erróneo de un mal pastor, la disminución de responsabilidad moral causada por la angustia, la depresión o algún tipo de enfermedad o desequilibrio psíquico, etc.), pero ello no nos libera de nuestra obligación irrenunciable de hacer ver a nuestro hermano lo grave de su error. Cuánto más cercano el que yerra, mayor nuestra obligación. 

 Hay que volver a formar a los católicos en conceptos que parecieran olvidados, tales como los de Gracia, que nos permite vivir lo que no podríamos con nuestras solas fuerzas; pecado, que no es una ofensa puramente formal a una ley arbitraria, sino un alejamiento voluntario de Dios; conciencia, concebida como “juez” en el caso concreto, y no como “legislador” independiente de la Revelación y de la ley natural que Dios ha impreso en nuestra alma; Fe, que tiene una naturaleza del todo diferente a nuestros sentimientos, y que, aunque es un don, debe ser entendida como adhesión voluntaria a lo que se nos ha presentado como verdadero; etc.

Otros argumentos que se han presentado:

 Dentro de la ronda inicial de discusiones del Sínodo, para defender estas posiciones de supuesto aggiornamento se ha pretendido, enunciando una verdad, inducirnos a creer una mentira. Se nos dice desde algunos sectores que “los sacramentos son para los pecadores, y no para los santos”. De esa manera se pretende dar por válida la tesis de que una persona puede vivir en una situación irregular – como sería una segunda unión con un primer matrimonio válido- y acceder en Gracia y con provecho a la Comunión Sacramental.
 Ese sofisma, aunque tentador, también ha recibido una clarísima respuesta desde la Iglesia, desde siempre: Todos los hombres somos pecadores, pero para acceder a la Eucaristía se nos pide iniciar ese camino de conversión que nos acerca a la santidad. Ella sólo puede dar frutos si es hecha en gracia de Dios (“quien come y bebe el cuerpo del Señor indignamente come y bebe su propia condenación”, dice San Pablo a los Corintios).
 Por su parte, para recuperar la Gracia perdida hay que seguir el camino indicado para ello, que es la Confesión Sacramental bien realizada (haciendo examen de conciencia, con arrepentimiento o contrición, con propósito de enmienda, diciendo los pecados al confesor y cumpliendo la penitencia). 

 En ese esquema, no discutido y afirmado de manera definitiva por la Iglesia ¿Cómo podemos descubrir el arrepentimiento de una persona que defiende su “derecho” a iniciar una nueva relación amorosa – sexual subsistiendo un matrimonio anterior suyo o de su pareja? ¿De qué manera se expresa el propósito de enmienda si la persona no decide, aunque luego falle, romper la unión ilegítima, si se pudiera, o vivir la continencia si la primera solución pudiera ocasionar mayores daños?
 La Iglesia sostiene, basada en el texto de la Sagrada Escritura e inspirada por el Espíritu Santo, que el único ámbito lícito para el ejercicio de la sexualidad es el matrimonio válidamente celebrado entre un hombre y una mujer. Si la Iglesia aceptara, bajo el falaz argumento de la misericordia, que existe algún otro ámbito legítimo para la sexualidad, tambalearía –por mucho que lo nieguen algunos teólogos– la columna vertebral de la concepción católica del amor conyugal y toda la moral sexual cristiana. Aceptada esta “excepción” por motivos pastorales, o escudados en que “nadie hace lo que dice la Iglesia”  … ¿Qué impediría que a futuro pueda aceptarse, también luego de un periodo de penitencia, que los homosexuales activos y militantes puedan ejercer también su sexualidad en el marco de una pareja estable? ¿Y en el caso de las tribus africanas que aún practican la poligamia? ¡Vana sería la sangre de tantos misioneros que dieron la vida y obtuvieron abundantísimos frutos de conversión predicando el evangelio! ¿Y si mi esposa enferma de modo tal que ya no me reconoce… podré yo ejercer mi sexualidad con otra mujer, luego de un proceso de penitencia, porque ésta es atenta, de buen ver y sumamente comprensiva? ¿Y en el caso de los novios? 

Aquí se presenta otra dicotomía de conceptos que nos ha recalcado en innumerables ocasiones el Santo Padre Francisco y que nunca está de más resaltar: todos somos pecadores, pero no podemos ser corruptos. Los pecadores, cada uno de nosotros, somos débiles y nuestra naturaleza está caída, pero al pecado debemos llamarlo pecado, arrepentirnos, pedir perdón a Dios e iniciar nuevamente la lucha. El corrupto, por el contrario, en lugar de arrepentirse y levantarse opta por llamar bien al mal, y muchas veces, pretende que su vicio no sólo sea aceptado, sino que sea reconocido como virtud por la sociedad. Eso es lo que, como católicos, jamás podemos permitir.
  Al divorciado vuelto a unir habrá que amarlo y respetarlo como persona, pero no podemos dejar de llamarle la atención sobre la gravedad de su falta. Al homosexual habrá que contenerlo y amarlo como persona, pero no podemos dejar de hablar de que los pecados contra la naturaleza son especialmente rechazados por Dios. No podemos, bajo el pretexto de una falsa misericordia, hacer de cuenta que nada sucede. Por todos ellos, además, debemos comprometer nuestra oración humilde, sencilla y perseverante, seguros de que es Dios quien obra en sus almas y en las nuestras, y no nuestros argumentos.
 Parte de la lucha por permitir la comunión eucarística a quienes viven en situaciones como las que hemos descripto parte de un erróneo concepto de lo que es la Comunión Espiritual.
 Muchos creen que la Comunión Espiritual “reemplaza” a la Comunión Sacramental, cuando en realidad, aquélla sólo es una excelente oración que puede servir de preparación para recibir esta última cuando hayamos removido el obstáculo que nos impide recibirla: una persona que tenga conciencia de pecado mortal deberá abstenerse de comulgar, pero hacer comuniones espirituales será una excelente preparación previa a la confesión. Una persona que no ha cometido pecado mortal alguno pero que ha incumplido alguno de los otros requisitos para acceder a la comunión eucarística –como el debido cuidado del ayuno– no deberá acercarse a comulgar, pero podrá hacer comuniones espirituales para recibir la Gracia. Un divorciado vuelto a casar civilmente, o alguien que vive en concubinato deberá abstenerse de comulgar, pero podrá hacer, con gran bien, comuniones espirituales si ellas apuntan a pedir fuerzas a Dios para remover los obstáculos que lo separan de Dios, y no como un mero sucedáneo de la recepción del Sacramento.

 Cada vez existen más católicos que sostienen que ellos “sienten” que están en gracia de Dios, porque han tomado una decisión conforme lo que dicta su conciencia (la de vivir en situación irregular), pero que la Iglesia hace pesar sobre ellos una especie de sanción, que sería el impedimento de recibir sacramentalmente a Jesús en la Hostia consagrada.
 Nada hay más erróneo que ello. La comunión no se le niega ni al peor de los pecadores, y claramente cada uno de nosotros tendrá mayor necesidad de recibir a Jesús Sacramentado cuanto mayores sean nuestras debilidades. Pero no es menos cierto, como se ha esbozado brevemente antes en este trabajo, que a cualquier pecador se le pide que prepare su alma con los medios que nos ha legado Jesús para ello: confesión sacramental, contrición de corazón y propósito de enmienda, lo que no está presente en modo alguno en quien no decide romper un vínculo contrario a las enseñanzas de Jesús.
 Por otro lado, y como contrapartida de estas certezas que tenemos, existe la realidad de la escasa formación doctrinal religiosa que recibimos como católicos, la deficiente formación en teología moral, teología dogmática, derecho canónico e incluso piedad que existe en muchos seminarios, y la escasa preparación que se da antes de la recepción del sacramento del matrimonio. Esto, de manera casi segura, da lugar a la celebración de innumerables casamientos nulos.
 Para estos casos, sin dudas, deberán analizarse caminos que permitan, como primera medida, reducir estas situaciones, y en segunda instancia, discernir canónicamente sobre la validez o no de los matrimonios de manera igualmente profunda y seria , pero quizás más sencilla.

Lo que hoy se nos pretende presentar como una gran novedad no es otra cosa que una serie de ideas recicladas que desde hace años vienen siendo presentadas, y debidamente rechazadas por el Papa, y los anteriores sínodos de obispos. El mismo Card. Kasper ya ha presentado su propuesta en otras oportunidades, y en diversas publicaciones que han sido respondidas por la Congregación para la Doctrina de la Fe.
 Algunos de nuestros pastores omiten todas estas cuestiones no sólo cuando presentan por escrito sus tesis, sino cuando dan entrevistas a los medios de comunicación, porque parecen haber decidido luchar por la paz, pero no como la da Dios, sino como la da el mundo.
 Es claro también que los medios de comunicación no son la mejor manera de seguir con atención, equilibrio y detalle lo que ocurre dentro del Sínodo, y tenemos que rezar mucho para que, como tantas veces ha ocurrido en la historia de la Iglesia, el Espíritu Santo pese más que la tentación de querer quedar bien con todos que pueden tener algunos padres sinodales.
 Sin embargo, para el caso de que desde el sínodo surgieran conclusiones erróneas, e incluso si eventualmente el Papa Francisco llevara adelante cambios a la praxis actual de la Iglesia en desmedro de nuestra tradición bimilenaria, nuestra Fe no debe flaquear, porque en temas de disciplina ni el sínodo de obispos ni el Papa tienen infalibilidad. Llegado ese momento, deberemos seguir rezando por la Iglesia, por el Papa, los obispos, los sacerdotes y los fieles cristianos, obedeciendo en todo lo que se pueda obedecer, y trabajando cada día con nuestro apostolado y testimonio de lucha por la santidad a hacer posible el Reino de Dios.





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