AL COMITÉ EJECUTIVO
DE LA INTERNACIONAL DEMÓCRATA
CRISTIANA
Sala de los Suizos
del palacio pontificio de Castengandolfo
Sábado 22 de
septiembre de 2012
Señor presidente,
honorables
parlamentarios,
distinguidas señoras
y señores:
Me alegra recibiros
durante los trabajos del Comité ejecutivo de la Internacional Demócrata
Cristiana, y deseo dirigir, ante todo, un cordial saludo a las numerosas
delegaciones provenientes de tantas naciones del mundo. Saludo de manera
especial al presidente, honorable Pier Ferdinando Casini, al que agradezco las
amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Ha pasado un lustro de
nuestro anterior encuentro y en este tiempo el compromiso de los cristianos en
la sociedad no ha dejado de ser fermento vital para una mejora de las
relaciones humanas y de las condiciones de vida. Este compromiso no debe
experimentar pausas o repliegues, sino, al contrario, debe prodigarse con
renovada vitalidad, en consideración a la persistencia y, en algunos casos, al
agravamiento de las problemáticas que tenemos ante nosotros.
Una importancia
creciente asume la actual situación económica, cuya complejidad y gravedad
preocupan justamente, pero ante la cual el cristiano está llamado a actuar y a
expresarse con espíritu profético, es decir, debe ser capaz de captar en las
transformaciones en acto la presencia incesante pero misteriosa de Dios en la
historia, asumiendo así con realismo, confianza y esperanza las nuevas
responsabilidades emergentes. «La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a
darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso... De este modo,
la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo»
(Caritas in veritate, 21).
En esta clave,
confiada y no resignada, el compromiso civil y político puede recibir un nuevo
estímulo e impulso en la búsqueda de un sólido fundamento ético, cuya ausencia
en el campo económico ha contribuido a crear la actual crisis financiera global
(cf. Discurso a la
Westminster Hall , Londres, 17 de septiembre de 2010). Por
tanto, la contribución política e institucional que podéis dar no podrá
limitarse a responder a las urgencias de una lógica de mercado, sino que deberá
seguir considerado central e imprescindible la búsqueda del bien común,
entendido rectamente, así como la promoción y la tutela de la dignidad
inalienable de la persona humana. Hoy resuena más actual que nunca la enseñanza
conciliar según la cual «el orden real debe someterse al orden personal, y no
al contrario» (Gaudium et spes, 26). Este orden de la persona «tiene por base
la verdad, se edifica en la justicia» y «es vivificado por el amor» (Catecismo
de la Iglesia
católica, 1912); y su discernimiento no puede proceder sin una constante atención
a la Palabra
de Dios y al magisterio de la
Iglesia , particularmente por parte de quienes, como vosotros,
inspiran su actividad en los principios y en los valores cristianos.
Por desgracia, son
muchos y rumorosos los ofrecimientos de respuestas rápidas, superficiales y de
poco alcance para las necesidades más fundamentales y profundas de la persona.
Esto hace que sea tristemente actual la advertencia del Apóstol, cuando pone en
guardia a su discípulo Timoteo sobre el tiempo «en que los hombres no soportarán
la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con
un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de
la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3).
Los ámbitos en los
que se ejerce este discernimiento decisivo son precisamente los que conciernen
a los intereses más vitales y delicados de la persona, allí donde tienen lugar
las opciones fundamentales inherentes al sentido de la vida y a la búsqueda de
la felicidad. Por lo demás, tales ámbitos no están separados, sino
profundamente vinculados, subsistiendo entre ellos un evidente «continuum»
constituido por el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana
(cf. Catecismo de la Iglesia
católica, 1929), enraizada en su ser imagen del Creador y fin último de toda
justicia social auténticamente humana. El respeto de la vida en todas sus
fases, desde la concepción hasta su ocaso natural —con el consiguiente rechazo
del aborto procurado, de la eutanasia y de toda práctica eugenésica—, es un compromiso
que se relaciona efectivamente con el del respeto del matrimonio, como unión
indisoluble entre un hombre y una mujer y como fundamento a su vez de la
comunidad de vida familiar. En la familia, «fundada en el matrimonio y abierta
a la vida» (Discurso a las autoridades, Milán, 2 de junio de 2012:
L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 2012, p. 7),
la persona experimenta la comunión, el respeto y el amor gratuito, recibiendo
al mismo tiempo —del niño, del enfermo, del anciano— la solidaridad que
necesita. Y la familia también constituye el principal y más decisivo ámbito
educativo de la persona, a través de los padres que se ponen al servicio de los
hijos para ayudarles a sacar («e-ducere») lo mejor de sí. De ahí que la familia,
célula originaria de la sociedad, es raíz que alimenta no sólo a cada persona
sino también las mismas bases de la convivencia social. Por eso el beato Juan
Pablo II había incluido correctamente entre los derechos humanos el «derecho a
vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de
la propia personalidad» (Centesimus annus, 44).
En consecuencia, un
auténtico progreso de la sociedad humana no podrá prescindir de políticas de
tutela y promoción del matrimonio y de la comunidad que deriva de él, políticas
que no sólo los Estados sino también la misma comunidad internacional deben
adoptar para invertir la tendencia de un creciente aislamiento del individuo,
causa de sufrimiento y aridez tanto para el individuo como para la misma
comunidad.
Honorables señoras y
señores, aunque es verdad que de la defensa y promoción de la dignidad de la
persona humana «son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres
en cada coyuntura de la historia» (Catecismo de la Iglesia católica, 1929),
también es verdad que tal responsabilidad concierne de modo particular a
cuantos están llamados a desempeñar un papel de representación. Ellos,
especialmente si están animados por la fe cristiana, deben «dar a las
generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (Gaudium et
spes, 31). En este sentido, resuena con provecho la amonestación del libro de la Sabiduría , según la cual
«un juicio implacable espera a los que están en lo alto» (Sb 6, 5); pero no es
una advertencia dada para atemorizar, sino para impulsar y alentar a los
gobernantes, a cualquier nivel, para que realicen todas las posibilidades de
bien de que son capaces, según la medida y la misión que el Señor confía a cada
uno.
Deseo, pues, que cada
uno de vosotros prosiga con entusiasmo y decisión su compromiso personal y
público, y aseguro el recuerdo en la oración para que Dios os bendiga a
vosotros y a vuestros familiares. Gracias por la atención.
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Libreria Editrice Vaticana
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