CARTA
ENCÍCLICA
QUADRAGESIMO
ANNO
DE
SU SANTIDAD
PÍO XI
SOBRE
LA RESTAURACIÓN DEL
ORDEN SOCIAL EN PERFECTA
CONFORMIDAD
CON LA LEY EVANGÉLICA
AL
CELEBRARSE EL 40º ANIVERSARIO DE LA ENCÍCLICA
"RERUM
NOVARUM" DE LEÓN XIII
A LOS VENERABLES
HERMANOS PATRIARCAS,
PRIMADOS, ARZOBISPOS,
OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS DE LUGAR
EN PAZ Y COMUNIÓN CON
ESTA SEDE APOSTÓLICA,
A TODOS LOS
SACERDOTES Y FIELES DEL ORBE CATÓLICO.
Venerables hermanos y
queridos hijos:
1. En el cuadragésimo
aniversario de publicada la egregia encíclica Rerum novarum, debida a León
XIII, de feliz recordación, todo el orbe católico se siente conmovido por tan
grato recuerdo y se dispone a conmemorar dicha carta con la solemnidad que se
merece.
2. Y con razón, ya
que, aun cuando a este insigne documento de pastoral solicitud le habían
preparado el camino, en cierto modo, las encíclicas de este mismo predecesor
nuestro sobre el fundamento de la sociedad humana, que es la familia, y el
venerando sacramento del matrimonio (Enc. Arcanum, 10 de febrero de 1880),
sobre el origen del poder civil (Enc. Diuturnum, 29 de junio de 1881) y sus
relaciones con la Iglesia
(Enc. Immortale Dei, 1 de noviembre de 1885), sobre los principales deberes de
los ciudadanos cristianos (Enc. Sapientiae christianae, 10 de enero de 1890),
contra los errores de los «socialistas» (Enc. Quod apostolici muneris, 28 de
diciembre de 1878) y la funesta doctrina sobre la libertad humana ((Enc.
Libertas, 20 de junio de 1888), y otras de este mismo orden, que habían
expresado ampliamente el pensamiento de León XIII, la encíclica Rerum novarum
tiene de peculiar entre todas las demás el haber dado al género humano, en el
momento de máxima oportunidad e incluso de necesidad, normas las más seguras para
resolver adecuadamente ese difícil problema de humana convivencia que se conoce
bajo el nombre de «cuestión social».
Ocasión
3. Pues, a finales
del siglo XIX, el planteamiento de un nuevo sistema económico y el desarrollo
de la industria habían llegado en la mayor parte de las naciones al punto de
que se viera a la sociedad humana cada vez más dividida en dos clases: una,
ciertamente poco numerosa, que disfrutaba de casi la totalidad de los bienes
que tan copiosamente proporcionaban los inventos modernos, mientras la otra,
integrada por la ingente multitud de los trabajadores, oprimida por angustiosa
miseria, pugnaba en vano por liberarse del agobio en que vivía.
4. Soportaban
fácilmente la situación, desde luego, quienes, abundando en riquezas, juzgaban
que una tal situación venía impuesta por leyes necesarias de la economía y
pretendían, por lo mismo, que todo afán por aliviar las miserias debía
confiarse exclusivamente a la caridad, cual si la caridad estuviera en el deber
de encubrir una violación de la justicia, no sólo tolerada, sino incluso
sancionada a veces por los legisladores.
Los obreros, en
cambio, afligidos por una más dura suerte, soportaban esto con suma dificultad
y se resistían a vivir por más tiempo sometidos a un tan pesado yugo, recurriendo
unos, arrebatados por el ardor de los malos consejos, al desorden y aferrándose
otros, a quienes su formación cristiana apartaba de tan perversos intentos, a
la idea de que había muchos puntos en esta materia que estaban pidiendo una
reforma profunda y urgente.
5. Y no era otra la
convicción de muchos católicos, sacerdotes y laicos, a quienes una admirable
caridad venía impulsando ya de tiempo a aliviar la injusta miseria de los
proletarios, los cuales no alcanzaban a persuadirse en modo alguno que una tan
enorme y tan inicua diferencia en la distribución de los bienes temporales
pudieran estar efectivamente conforme con los designios del sapientísimo
Creador.
6. Éstos, en efecto,
buscaban sinceramente el remedio inmediato para el lamentable desorden de los
pueblos y una firme defensa contra males peores; pero —debilidad propia de las
humanas mentes, aun de las mejores—, rechazados aquí cual perniciosos
innovadores, obstaculizados allá por los propios compañeros de la buena obra
partidarios de otras soluciones, inciertos entre pareceres encontrados, se
quedaban perplejos sin saber a dónde dirigirse.
7. En medio de tan enorme
desacuerdo, puesto que las discusiones no se desarrollaban siempre
pacíficamente, como ocurre con frecuencia en otros asuntos, los ojos de todos
se volvía a la Cátedra
de Pedro, a este sagrado depósito de toda verdad, del que emanan palabras de
salvación para todo el orbe, y, afluyendo con insólita frecuencia a los pies
del Vicario de Cristo en la tierra, no sólo los peritos en materia social y los
patronos, sino incluso los mismos obreros, las voces de todos se confundían en
la demanda de que se les indica, finalmente, el camino seguro.
8. El prudentísimo
Pontífice meditó largamente acerca de todo esto ante la presencia de Dios,
solicitó el asesoramiento de los más doctos, examinó atentamente la importancia
del problema en todos sus aspectos y, por fin, urgiéndole «la conciencia de su
apostólico oficio» (Rerum novarum, 1), para que no pareciera que, permaneciendo
en silencio, faltaba a su deber (Rerum novarum, 13), resolvió dirigirse, con la
autoridad del divino magisterio a él confiado, a toda la Iglesia de Cristo y a todo
el género humano.
9. Resonó, pues, el
día 15 de mayo de 1891 aquella tan deseada voz, sin aterrarse por la dificultad
del tema ni debilitada por la vejez, enseñando con renovada energía a toda la
humana familia a emprender nuevos caminos en materia social.
Puntos capitales
10. Conocéis,
venerables hermanos y amados hijos, y os hacéis cargo perfectamente de la
admirable doctrina que hizo siempre célebre la encíclica Rerum novarum. En
ella, el óptimo Pastor, doliéndose de que una parte tan grande de los hombres
"se debatiera inmerecidamente en una situación miserable y
calamitosa", tomó a su cargo personalmente, con toda valentía, la causa de
los obreros, a quienes "el tiempo fue insensiblemente entregando, aislados
e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia
de los competidores" (Rerum novarum, 9), sin recurrir al auxilio ni del
liberalismo ni del socialismo, el primero de los cuales se había mostrado
impotente en absoluto para dirimir adecuadamente la cuestión social, y el
segundo, puesto que propone un remedio mucho peor que el mal mismo, habría
arrojado a la humanidad a más graves peligros.
11. El Pontífice, en
cambio, haciendo uso de su pleno derecho y sosteniendo con toda rectitud que la
custodia de la religión y la dispensación de aquellas cosas a ella
estrechamente vinculadas le han sido confiadas principalísimamente a él, puesto
que se trataba de una cuestión "cuya solución aceptable sería
verdaderamente nula si no se buscara bajo los auspicios de la religión y de la Iglesia " (Rerum
novarum, 13), fundado exclusivamente en los inmutables principios derivados de
la recta razón y del tesoro de la revelación divina, indicó y proclamó con toda
firmeza y "como teniendo potestad" (Mt 7,29) "los derechos y
deberes a que han de atenerse los ricos y los proletarios, los que aportan el
capital y los que ponen el trabajo" (Rerum novarum, 1), así como también
lo que corresponde hacer a la
Iglesia , a los poderes públicos y a los mismos interesados
directamente en el problema.
12. Y no resonó en
vano la voz apostólica, pues la escucharon, estupefactos, y le prestaron el
máximo apoyo no sólo los hijos sumisos de la Iglesia , sino también muchos de entre los más
distanciados de la verdad y de la unidad de la fe, así como casi todos los que
posteriormente se han ocupado, sea como investigadores particulares o como
legisladores, de materia social y económica.
13. Pero sobre todo
recibieron con júbilo esta encíclica los trabajadores cristianos, que se
sintieron reivindicados y defendidos por la suprema autoridad sobre la tierra,
e igualmente aquellos generosos varones que, dedicados ya de mucho tiempo a
aliviar la condición de los trabajadores, apenas habían logrado hasta la fecha
otra cosas que indiferencia en muchos y odiosas sospechas en la mayor parte,
cuando no una abierta hostilidad. Con razón, por consiguiente, todos ellos han
distinguido siempre con tantos honores esta encíclica, celebrándose en todas
partes el aniversario de su aparición con diversas manifestaciones de gratitud,
según los diversos lugares.
14. No faltaron, sin
embargo, en medio de tanta concordia, quienes mostraron cierta inquietud; de lo
que resultó que una tan noble y elevada doctrina como la de León XIII,
totalmente nueva para los oídos mundanos, fuera considerada sospechosa para
algunos, incluso católicos, y otros la vieran hasta peligrosa. Audazmente
atacados por ella, en efecto, los errores del liberalismo se vinieron abajo,
quedaron relegados los inveterados prejuicios y se produjo un cambio que no se
esperaba; de forma de los tardos de corazón tuvieron a menos aceptar esta nueva
filosofía social y los cortos de espíritu temieron remontarse a tales alturas.
Hubo quienes admiraron esa luz, pero juzgándola más como un ideal de perfección
utópico, capaz, sí, de despertar anhelos, pero imposible de realizar.
Finalidad de esta
encíclica
15. Por ello, hemos
considerado oportuno, venerables hermanos y amados hijos, puesto que todos por
doquiera, y especialmente los obreros católicos, que desde todas partes se
reúnen en esta ciudad santa de Roma, conmemoran con tanto fervor de alma y
tanta solemnidad el cuadragésimo aniversario de la encíclica Rerum novarum,
aprovechar esta ocasión para recordar los grandes bienes que de ella se han
seguido, tanto para la Iglesia
católica como para toda la sociedad humana; defender de ciertas dudas la
doctrina de un tan gran maestro en materia social y económica, desarrollando
más algunos puntos de la misma, y, finalmente, tras un cuidadoso examen de la
economía contemporánea y del socialismo, descubrir la raíz del presente
desorden social y mostrar el mismo tiempo el único camino de restauración
salvadora, es decir, la reforma cristiana de las costumbres. Todo esto que nos
proponemos tratar comprenderá tres capítulos, cuyo desarrollo ocupará por
entero la presente encíclica.
I. Beneficios de la
encíclica "Rerum novarum"
16. Comenzando por lo
que hemos propuesto tratar en primer término, fieles al consejo de San
Ambrosio, según el cual "ningún deber mayor que el agradecimiento",
no podemos menos de dar las más fervorosas gracias a Dios omnipotente por los
inmensos beneficios que de la encíclica León XIII se han seguido para la Iglesia y para la sociedad
humana.
Beneficios que, de
querer recordarlos siquiera superficialmente, tendríamos que repasar toda la
historia de las cuestiones sociales de estos últimos cuarenta años. Pueden, sin
embargo, reducirse fácilmente a tres puntos principales, según los tres tipos
de ayuda que nuestro predecesor deseaba para realizar su gran obra de
restauración.
1. La obra de la Iglesia
17. El propio León
XIII había enseñado ya claramente qué se debía esperar de la Iglesia : "En efecto,
es la Iglesia
la que saca del Evangelio las enseñanzas en virtud de las cuales se puede
resolver por completo el conflicto o, limando sus asperezas, hacerlo más
soportable; ella es la que trata no sólo de instruir las inteligencias, sino
también de encauzar la vida y las costumbres de cada uno con sus preceptos;
ella la que mejora la situación de los proletarios con muchas utilísimas
instituciones" (Rerum novarum, 13).
En materia doctrinal
18. Ahora bien, la Iglesia no dejó, en modo
alguno, que estos manantiales quedaran estancados en su seno, sino que bebió
copiosamente de ellos para bien común de la tan deseada paz.
La doctrina sobre
materia social y económica de la encíclica Rerum novarum había sodio ya
proclamada una y otra vez, de palabra y por escrito, por el mismo León XIII y
por sus sucesores, que no dejaron de insistir sobre ella y adaptarla
convenientemente a las circunstancias de los tiempos cuando se presentó la
ocasión, poniendo siempre por delante, en la defensa de los pobres y de los
débiles, una caridad de padres y una constancia de pastores; y no fue otro el
comportamiento de tantos obispos, que, interpretando asidua y prudentemente la
misma doctrina, la ilustraron con comentarios y procuraron acomodarla a las
circunstancias de las diversas regiones, según la mente y las enseñanzas de la Santa Sede.
19. Nada de extraño,
pro consiguiente, que, bajo la dirección y el magisterio de la Iglesia , muchos doctos
varones, así eclesiásticos como seglares, se hayan consagrado con todo empeño
al estudio de la ciencia social y económica, conforme a las exigencias de
nuestro tiempo, impulsados sobre todo por el anhelo de que la doctrina
inalterada y absolutamente inalterable de a Iglesia saliera eficazmente al paso
a las nuevas necesidades.
20. De este modo,
mostrando el camino y llevando la luz que trajo la encíclica de León XIII,
surgió una verdadera doctrina social de la Iglesia , que esos eruditos varones, a los cuales
hemos dado el nombre de cooperadores de la Iglesia , fomentan y enriquecen de día en día con
inagotable esfuerzo, y no la ocultan ciertamente en las reuniones cultas, sino
que la sacan a la luz del sol y a la calle, como claramente lo demuestran las
tan provechosas y celebradas escuelas instituidas en universidades católicas,
en academias y seminarios, las reuniones o "semanas sociales, tan
numerosas y colmadas de los mejores frutos; los círculos de estudios y, por
último, tantos oportunos y sanos escritos divulgados por doquiera y por todos
los medios.
21. Y no queda
reducido a estos límites el beneficio derivado de la encíclica de León XIII,
pues la doctrina enseñada en la
Rerum novarum ha sido insensiblemente adueñándose incluso de
aquellos que, apartados de la unidad católica, no reconocen la potestad de la Iglesia ; con lo cual, los
principios católicos en materia social han pasado poco a poco a ser patrimonio
de toda periódicos y libros, incluso acatólicos, sino también en los organismos
legislativos o en los tribunales de justicia.
22. ¿Qué más que,
después de una guerra, terrible, los gobernantes de las naciones más poderosas,
restaurando la paz y luego de haber restablecido las condiciones sociales,
entre las normas dictadas para atemperar a la justicia y a la equidad el
trabajo de los obreros, dictaron muchas cosas que están tan de acuerdo con los
principios y admoniciones de León XIII, que parecen deducidas de éstos?
La encíclica Rerum
novarum ha quedado, en efecto, consagrada como un documento memorable, pudiendo
aplicársele con justicia las palabras de Isaías: ¡Levantó una bandera entre las
naciones! (Is 11, 12)
En la aplicación de
la doctrina
23. Entre tanto,
mientras con el avance de las investigaciones científicas los preceptos de León
XIII se difundían ampliamente entre los hombres, se procedió a la puesta en
práctica de los mismos.
Ante todo, se
dedicaron con diligente benevolencia los más solícitos cuidados a elevar esa
clase de hombres que, a consecuencia del enorme progreso de las industrias
modernas, no habían logrado todavía un puesto o grado equitativo en el
consorcio humano y permanecía, por ello, poco menos que olvidada y
menospreciada: nos referimos a los obreros, a quienes no pocos sacerdotes del
clero tanto secular como regular, aun cuando ocupados en otros menesteres
pastorales, siguiendo el ejemplo de los obispos, tendieron inmediatamente la
mano para ayudarlos, con gran fruto de esas almas.
Labor constante
emprendida para imbuir los ánimos de los obreros en el espíritu cristiano, que
ayudó mucho también para darles a conocer su verdadera dignidad y capacitarlos,
mediante la clara enseñanza de los derechos y deberes de su clase, para
progresar legítima y prósperamente y aun convertirlos en guías de los demás.
24. De ello
obtuvieron con mayor seguridad más exuberantes ayudas en todos los aspectos de
la vida, pues no sólo comenzaron a multiplicarse, conforme a las exhortaciones
del Pontífice, las obras de beneficencia y de caridad, sino que de día en día
fueron surgiendo por todas partes nuevas y provechosas instituciones, mediante
las cuales, bajo el consejo de la
Iglesia y de la mayor parte de los sacerdotes, los obreros,
los artesanos, los agricultores y los asalariados de toda índole se prestan
mutuo auxilio y ayuda.
2. Labor del Estado
25. Por lo que se
refiere al poder civil, León XIII, desbordando audazmente los límites impuestos
por el liberalismo, enseña valientemente que no debe limitarse a ser un mero
guardián del derecho y del recto orden, sino que, por el contrario, debe luchar
con todas sus energías para que "con toda la fuerza de las leyes y de las
instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma
del Estado brote espontáneamente la prosperidad, tanto de la sociedad como de
los individuos" (Rerum novarum, 26).
Lo mismo a los
individuos que a las familias debe permitírseles una justa libertad de acción,
pero quedando siempre a salvo el bien común y sin que se produzca injuria para
nadie. A los gobernantes de la nación compete la defensa de la comunidad y de
sus miembros, pero en la protección de esos derechos de los particulares deberá
sobre todo velarse por los débiles y los necesitados.
Puesto que "la
gente rica, protegida por sus propios recursos, necesita menos de la tutela
pública, la clase humilde, pro el contrario, carente de todo recurso, se confía
principalmente al patrocinio del Estado. Éste deberá, por consiguiente, rodear
de singulares cuidados y providencia a los asalariados, que se cuentan entre la
muchedumbre desvalida" (Rerum novarum, 29).
26. No negamos, desde
luego, que algunos gobernantes, aun antes de la encíclica de León XIII,
atendieron algunas necesidades de los trabajadores y reprimieron atroces
injurias a ellos inferidas. Pero, una vez que hubo resonado desde la Cátedra de Pedro para todo
el orbe la voz apostólica, los gobernantes, con una más clara conciencia de su
cometido, pusieron el pensamiento y el corazón en promover una política social
más fecunda.
27. La encíclica
Rerum novarum, efectivamente, a vacilar los principios del liberalismo, que
desde hacía mucho tiempo venían impidiendo una labor eficaz de los gobernantes,
impulsó a los pueblos mismos a fomentar más verdadera e intensamente una
política social e incitó a algunos óptimos varones católicos a prestar una
valiosa colaboración en esta materia a los dirigentes del Estado, siendo con
frecuencia ellos los más ilustres promotores de esta nueva política en los parlamentos;
más aún, esas mismas leyes sociales recientemente dictadas fueron no pocas
veces sugeridas por los sagrados ministros de la Iglesia , profundamente
imbuidos en la doctrina de León XIII, a la aprobación de los oradores
populares, exigiendo y promoviendo después enérgicamente la ejecución de las
mismas.
28. De esta labor
ininterrumpida e incansable surgió una nueva y con anterioridad totalmente
desconocida rama del derecho, que con toda firmeza defiende los sagrados
derechos de los trabajadores, derechos emanados de su dignidad de hombres y de
cristianos: el alma, la salud, el vigor, la familia, la casa, el lugar de
trabajo, finalmente, a la condición de los asalariados, toman bajo su
protección estas leyes y, sobre todo, cuanto atañe a las mujeres y a los niños.
Y si estas leyes no
se ajustan estrictamente en todas partes y en todo a las enseñanzas de León
XIII, no puede, sin embargo, negarse que en ellas se advierten muchos puntos
que saben fuertemente a Rerum novarum, encíclica a la que debe sobremanera el
que haya mejorado tanto la condición de los trabajadores.
3. Labor de las
partes interesadas
29. Finalmente, el
providentísimo Pontífice demuestra que los patronos y los mismos obreros pueden
mucho en este campo, "esto es, con esas instituciones, mediante las cuales
puedan atender convenientemente a las necesidades y acercar más una clase a la
otra" (Rerum novarum, 36).
Y afirma que el
primer lugar entre estas instituciones debe atribuirse a las asociaciones que
comprenden, ya sea a sólo obreros, ya juntamente a obreros y patronos, y se
detiene largamente en exponerlas y recomendarlas, explicando, con una sabiduría
verdaderamente admirable, su naturaleza, su motivo, su oportunidad, sus
derechos, sus deberes y sus leyes.
30. Enseñanzas
publicadas muy oportunamente, pues en aquel tiempo los encargados de regir los
destinos públicos de muchas naciones, totalmente adictos al liberalismo, no
prestaban apoyo a tales asociaciones, sino que más bien eran opuestos a ellas
y, reconociendo sin dificultades asociaciones similares de otras clases de
personas, patrocinándolas incluso, denegaban a los trabajadores, con evidente
injusticia, el derecho natural de asociarse, siendo ellos los que más lo
necesitaban para defenderse de los abusos de los poderosos; y no faltaban aun
entre los mismos católicos quienes miraran con recelo este afán de los obreros
por constituir tales asociaciones, como si éstas estuvieran resabiadas de
socialismo y sedición.
Asociaciones de
obreros
31. Deben tenerse,
por consiguiente, en la máxima estimación las normas dadas por León XIII en
virtud de su autoridad, que han podido superar estas contrariedades y
desvanecer tales sospechas; pero su mérito principal radica en que incitaron a
los trabajadores a la constitución de asociaciones profesionales, les enseñaron
el modo de llevar esto a cabo y confirmaron en el camino del deber a
muchísimos, a quienes atraían poderosamente las instituciones de los
socialistas, que, alardeando de redentoras, se presentaban a sí mismas como la
única defensa de los humildes y de los oprimidos.
32. Con una gran
oportunidad declaraba la encíclica Rerum novarum que estas asociaciones
"se han de constituir y gobernar de tal modo que proporcionen los medios
más idóneos y convenientes para el fin que se proponen, consistente en que cada
miembro consiga de la sociedad, en la medida de lo posible, un aumento de los
bienes del cuerpo, del alma y de la familia. Pero es evidente que se ha de
tender, como a fin principal, a la perfección de la piedad y de las costumbres
y, asimismo, que a este fin habrá de encaminarse toda la disciplina
social" (Rerum novarum, 42).
Ya que "puesto
el fundamento de las leyes sociales en la religión, el camino queda expedito
para establecer las mutuas relaciones entre los asociados, para llegar a
sociedades pacíficas y a un florecimiento del bienestar" (Rerum novarum,
43).
33. Con una
ciertamente laudable diligencia se han consagrado por todas partes a la
constitución de estas asociaciones tanto el clero como los laicos, deseosos de
llevar íntegramente a su realización el proyecto de León XIII.
Asociaciones de esta
índole han formado trabajadores verdaderamente cristianos, que, uniendo
amigablemente el diligente ejercicio de su oficio con los saludables preceptos
religiosos, fueran capaces de defender eficaz y decididamente sus propios
asuntos temporales y derechos, con el debido respeto a la justicia y el sincero
anhelo de colaborar con otras clases de asociaciones en la total renovación de
la vida cristiana.
34. Los consejos y
advertencias de León XIII han sido llevados a la práctica de manera diferente,
conforme a las exigencias de cada lugar. En algunas partes asumió la
realización de todos los fines indicados por el Pontífice una asociación única;
en cambio, en otras, por aconsejarlo o imponerlo así las circunstancias, se
crearon asociaciones diferentes: unas, que dedicaran su atención a la defensa
de los derechos y a los legítimos intereses de los asociados en el mercado del
trabajo; otras, que cuidaran de las prestaciones de ayuda mutua en materia
económica; otras, finalmente, que se ocuparan sólo de los deberes religiosos y
morales y demás obligaciones de este tipo.
35. Este segundo
procedimiento se siguió principalmente allí donde las leyes nacionales,
determinadas instituciones económicas o ese lamentable desacuerdo de ánimos y
voluntades, tan difusamente extendido en nuestra sociedad contemporánea, así
como la urgente necesidad de resistir en bloque cerrado de anhelos y de fuerzas
contra los apretados escuadrones de los deseosos de novedades, constituían un
impedimento para la formación de sindicatos católicos.
En tales
circunstancias es poco menos que obligado adscribirse a los sindicatos neutros,
los cuales, no obstante, profesan siempre la equidad y la justicia y dejan a
sus socios católicos en plena libertad de cumplir con su conciencia y obedecer
los mandatos de la Iglesia.
Pero toca a los
obispos aprobar, allí donde vean que las circunstancias hacen necesarias estas
asociaciones y no peligrosas para la religión, que los obreros católicos se
inscriban en ellas, teniendo siempre ante los ojos, sin embargo, los principios
y cautelas que recomendaba nuestro predecesor Pío X, de santa memoria (Pío X,
Enc. Singulari quadam, 24 de septiemrbe de 1912); de las cuales cautelas la
primer ay principal es ésta: que haya, simultáneamente con dichos sindicatos,
asociaciones que se ocupen afanosamente en imbuir y formar a los socios en la
disciplina de la religión y de las costumbres, a fin de que éstos puedan entrar
luego en las asociaciones sindicales con ese buen espíritu con que deben
gobernarse en todas sus acciones; de donde resultará que tales asociaciones
fructifiquen incluso fuera del ámbito de sus seguidores.
36. Debe atribuirse a
la encíclica de León XIII, por consiguiente, que estas asociaciones de
trabajadores hayan prosperado por todas partes, hasta el punto de que ya ahora,
aun cuando lamentablemente las asociaciones de socialistas y de comunistas las
superan en número, engloban una gran multitud de obreros y son capaces, tanto
dentro de las fronteras de cada nación cuanto en un terreno más amplio, de
defender poderosamente los derechos y los legítimos postulados de los obreros
católicos e incluso imponer a la sociedad los saludables principios cristianos.
Asociaciones de otros
tipos
37. Lo que tan
sabiamente enseñó y tan valientemente defendió León XIII sobre el derecho
natural de asociación, comenzó a aplicarse fácilmente a otras asociaciones, no
ya sólo a los obreros; por ello debe atribuirse igualmente a la encíclica de
León XIII un no pequeño influjo en el hecho de que aun entre los agricultores y
otras gentes de condición media hayan florecido tanto y prosperen de día en día
unas tan ventajosas asociaciones de esta índole y otras instituciones de este
género, en que felizmente se hermana el beneficio económico con el cuidado de
las almas.
Asociaciones de
patronos
38. Si no puede afirmarse
lo mismo de las asociaciones que nuestro mismo predecesor deseaba tan
vehementemente que se instituyeran entre patronos y los jefes de industria, y
que ciertamente lamentamos que sean tan pocas, esto no debe atribuirse
exclusivamente a la voluntad de los hombres, sino a las dificultades muchos
mayores que obstaculizan estas asociaciones, y que Nos conocemos perfectamente
y estimamos en su justo valor.
Abrigamos, no
obstante, la firme esperanza de que dentro de muy poco estos estorbos
desaparecerán, y ya saludamos con íntimo gozo de nuestro ánimo ciertos no vanos
ensayos de este campo, cuyos copiosos frutos prometen ser mucho más exuberantes
en el futuro.
Conclusión: La
"Rerum novarum", carta magna del orden social
39. Pero, venerables
hermanos y amados hijos, todos estos beneficios de la encíclica de León XIII,
que, apuntando más que describiendo, hemos recordado, son tantos y son tan
grandes, que prueban plenamente que en ese inmortal documento no se pinta un
ideal quimérico, por más que bellísimo, de la sociedad humana, sino que, por el
contrario, nuestro predecesor bebió del Evangelio, y por tanto de una fuente
siempre viva y vivificante, las doctrinas que pueden, si no acabar en el acto,
pro lo menos suavizar grandemente esa ruinosa e intestina lucha que desgarra la
familia humana.
Que parte de esta
buena semilla, tan copiosamente sembrada hace ya cuarenta años, ha caído en
tierra buena, lo atestiguan los ricos frutos que la Iglesia de Cristo y el
género humano, con el favor de Dios, cosechan de ella para bien de todos.
No es temerario
afirmar, por consiguiente, que la encíclica de León XIII, por la experiencia de
largo tiempo, ha demostrado ser la carta magna que necesariamente deberá tomar
como base toda la actividad cristiana en material social.
Y quienes parecen
despreciar dicha carta pontificia y su conmemoración, o blasfeman de lo que
ignoran, o nada entienden de lo que de cualquier modo han conocido, o, si lo
entienden, habrán de reconocerse reos de injuria y de ingratitud.
40. Ahora bien, como
en el curso de estos años no sólo han ido surgiendo algunas dudas sobre la
interpretación de algunos puntos de la encíclica de León XIII o sobre las
consecuencias que de ella pueden sacarse, lo que ha dado pie incluso entre los
católicos a controversias no siempre pacíficas, sino que también, por otro
lado, las nuevas necesidades de nuestros tiempos y la diferente condición de
las cosas han hecho necesaria una más cuidadosa aplicación de la doctrina de
León XIII e incluso algunas ediciones, hemos aprovechado con sumo agrado la
oportunidad de satisfacer, en cuanto esté de nuestra parte, estas dudas y estas
exigencias de nuestras edad, conforme a nuestro ministerio apostólico, por el
cual a todos somos deudores (cf. Rom 1, 14).
II. Doctrina
económica y social de la
Iglesia
41. Pero antes de
entrar en la explicación de estos puntos hay que establecer lo que hace ya
tiempo confirmó claramente León XIII: que Nos tenemos el derecho y el deber de
juzgar con autoridad suprema sobre estas materias sociales y económicas (Rerum
novarum, 13).
Cierto que no se le
impuso a la Iglesia
la obligación de dirigir a los hombres a la felicidad exclusivamente caduca y
temporal, sino a la eterna; más aún, "la Iglesia considera impropio
inmiscuirse sin razón en estos asuntos terrenos" (Ubi arcano, 23 de
diciembre de 1992). Pero no puede en modo alguno renunciar al cometido, a ella
confiado por Dios, de interponer su autoridad, no ciertamente en materias
técnicas, para las cuales no cuenta con los medios adecuados ni es su cometido,
sino en todas aquellas que se refieren a la moral.
En lo que atañe a
estas cosas, el depósito de la verdad, a Nos confiado por Dios, y el gravísimo
deber de divulgar, de interpretar y aun de urgir oportuna e importunamente toda
la ley moral, somete y sujeta a nuestro supremo juicio tanto el orden de las
cosas sociales cuanto el de las mismas cosas económicas.
42. Pues, aun cuando
la economía y la disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios
propios, a pesar de ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan
distanciados y ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste.
Las leyes llamadas
económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la índole del cuerpo
y del alma humanos, establecen, desde luego, con toda certeza qué fines no y
cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad humana dentro del
orden económico; pero la razón también, apoyándose igualmente en la naturaleza
de las cosas y del hombre, individual y socialmente considerado, demuestra
claramente que a ese orden económico en su totalidad le ha sido prescrito un
fin por Dios Creador.
43. Una y la misma
es, efectivamente, la ley moral que nos manda buscar, así como directamente en
la totalidad de nuestras acciones nuestro fin supremo y ultimo, así también en
cada uno de los órdenes particulares esos fines que entendemos que la
naturaleza o, mejor dicho, el autor de la naturaleza, Dios, ha fijado a cada
orden de cosas factibles, y someterlos subordinadamente a aquél.
Obedeciendo fielmente
esta ley, resultará que los fines particulares, tanto individuales como
sociales, perseguidos por la economía, quedan perfectamente encuadrados en el
orden total de los fines, y nosotros, ascendiendo a través de ellos como por
grados, conseguiremos el fin ultimo de todas las cosas, esto es, Dios, bien
sumo e inexhausto de sí mismo y nuestro.
1. Del dominio o
derecho de propiedad
44. Y para entrar ya
en los temas concretos, comenzamos por el dominio o derecho de propiedad. Bien
sabéis, venerables hermanos y amados hijos, que nuestro predecesor, de feliz
recordación, defendió con toda firmeza el derecho de propiedad contra los
errores de los socialistas de su tiempo, demostrando que la supresión de la
propiedad privada, lejos de redundar en beneficio de la clase trabajadora,
constituiría su más completa ruina contra los proletarios, lo que constituye la
más atroz de las injusticias, y, además, los católicos no se hallan de acuerdo
en torno al auténtico pensamiento de León XIII, hemos estimado necesario no
sólo refutar las calumnias contra su doctrina, que es la de la Iglesia en esta materia,
sino también defenderla de falsas interpretaciones.
Su carácter
individual y social
45. Ante todo, pues,
debe tenerse por cierto y probado que ni León XIII ni los teólogos que han
enseñado bajo la dirección y magisterio de la Iglesia han negado jamás
ni puesto en duda ese doble carácter del derecho de propiedad llamado social e
individual, según se refiera a los individuos o mire al bien común, sino que
siempre han afirmado unánimemente que por la naturaleza o por el Creador mismo
se ha conferido al hombre el derecho de dominio privado, tanto para que los
individuos puedan atender a sus necesidades propias y a las de su familia,
cuanto para que, por medio de esta institución, los medios que el Creador
destinó a toda la familia humana sirvan efectivamente para tal fin, todo lo
cual no puede obtenerse, en modo alguno, a no ser observando un orden firme y
determinado.
46. Hay, por
consiguiente, que evitar con todo cuidado dos escollos contra los cuales se
puede chocar. Pues, igual que negando o suprimiendo el carácter social y
publico del derecho de propiedad se cae o se incurre en peligro de caer en el
"individualismo", rechazando o disminuyendo el carácter privado e
individual de tal derecho, se va necesariamente a dar en el
"colectivismo" o, por lo menos, a rozar con sus errores.
Si no se tiene en
cuanta esto, se irá lógicamente a naufragar en los escollos del modernismo
moral, jurídico y social, denunciado por Nos en la encíclica dada a comienzos
de nuestro pontificado (Ubi arcano, 23 de diciembre de 1992); y de esto han
debido darse perfectísima cuenta quienes, deseosos de novedades, no temen
acusar a la Iglesia
con criminales calumnias, cual si hubiera consentido que en la doctrina de los
teólogos se infiltrara un concepto pagano del dominio, que sería preciso
sustituir por otro, que ellos, con asombrosa ignorancia, llaman
"cristiano".
Obligaciones
inherentes al dominio
47. Y, para poner
límites precisos a las controversias que han comenzado a suscitarse en torno a
la propiedad y a los deberes a ella inherentes, hay que establecer previamente
como fundamento lo que ya sentó León XIII, esto es, que el derecho de propiedad
se distingue de su ejercicio (Rerum novarum, 19).
La justicia llamada
conmutativa manda, es verdad, respetar santamente la división de la propiedad y
no invadir el derecho ajeno excediendo los límites del propio dominio; pero que
los dueños no hagan uso de los propio si no es honestamente, esto no atañe ya
dicha justicia, sino a otras virtudes, el cumplimiento de las cuales "no
hay derecho de exigirlo por la ley" (Ibíd.).
Afirman sin razón,
por consiguiente, algunos que tanto vale propiedad como uso honesto de la
misma, distando todavía mucho más de ser verdadero que el derecho de propiedad
perezca o se pierda por el abuso o por el simple no uso.
48. Por ello, igual
que realizan una obra saludable y digna de todo encomio cuantos trata, a salvo
siempre la concordia de los espíritus y la integridad de la doctrina
tradicional de la Iglesia ,
de determinar la íntima naturaleza de estos deberes y los límites dentro de los
cuales deben hallarse circunscritos por las necesidades de la convivencia
social tanto el derecho de propiedad cuanto el uso o ejercicio del dominio,
así, por el contrario, se equivocan y yerran quienes pugnan por limitar tanto
el carácter individual del dominio, que prácticamente lo anulan.
Atribuciones del
Estado
49. De la índole
misma individual y social del dominio, de que hemos hablado, se sigue que los
hombres deben tener presente en esta materia no sólo su particular utilidad,
sino también el bien común. Y puntualizar esto, cuando la necesidad lo exige y
la ley natural misma no lo determina, es cometido del Estado.
Por consiguiente, la
autoridad pública puede decretar puntualmente, examinada la verdadera necesidad
el bien común y teniendo siempre presente la ley tanto natural como divina, qué
es lícito y qué no a los poseedores en el uso de sus bienes. El propio León
XIII había enseñado sabiamente que "Dios dejó la delimitación de las
posesiones privadas a la industria de los individuos y a las instituciones de
los pueblos" (Rerum novarum, 7).
Nos mismo, en efecto,
hemos declarado que, como atestigua la historia, se comprueba que, del mismo
modo que los demás elementos de la vida social, el dominio no es absolutamente
inmutable, con estas palabras: "Cuán diversas formas ha revestido la
propiedad desde aquella primitiva de los pueblos rudos y salvajes, que aún nos
es dado contemplar en nuestros días en algunos países, hasta la forma de
posesión de la era patriarcal, y luego en las diversas formas tiránicas (y
usamos este término en su sentido clásico), así como bajo los regímenes
feudales y monárquicos hasta los tiempos modernos" (Discurso al Comité de
Acción Católica de Italia, 16 de mayo de 1926).
Ahora bien, está
claro que al Estado no le es lícito desempeñar este cometido de una manera
arbitraria, pues es necesario que el derecho natural de poseer en privado y de
transmitir los bienes por herencia permanezca siempre intacto e inviolable, no
pudiendo quitarlo el Estado, porque "el hombre es anterior al Estado"
(Rerum novarum, 6), y también "la familia es lógica y realmente anterior a
la sociedad civil" (Rerum novarum, 10).
Por ello, el
sapientísimo Pontífice declaró ilícito que el Estado gravara la propiedad
privada con exceso de tributos e impuestos. Pues "el derecho de poseer
bienes en privado no ha sido dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por
tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y
compaginarlo con el bien común" (Rerum novarum, 35).
Ahora bien, cuando el
Estado armoniza la propiedad privada con las necesidades del bien común, no
perjudica a los poseedores particulares, sino que, por el contrario, les presta
un eficaz apoyo, en cuanto que de ese modo impide vigorosamente que la posesión
privada de los bienes, que el providentísimo Autor de la naturaleza dispuso
para sustento de la vida humana, provoque daños intolerables y se precipite en
la ruina: no destruye la propiedad privada, sino que la defiende; no debilita
el dominio particular, sino que lo robustece.
Obligaciones sobre la
renta libre
50. Tampoco quedan en
absoluto al arbitrio del hombre los réditos libres, es decir, aquellos que no
le son necesarios para el sostenimiento decoroso y conveniente de su vida, sino
que, por el contrario, tanto la Sagrada Escritura como los Santos Padres de la Iglesia evidencian con un lenguaje
de toda claridad que los ricos están obligados por el precepto gravísimo de
practicar la limosna, la beneficencia y la liberalidad.
51. Ahora bien,
partiendo de los principios del Doctor Angélico (cf. Sum. Theol. II-II q. 134),
Nos colegimos que el empleo de grandes capitales para dar más amplias
facilidades al trabajo asalariado, siempre que este trabajo se destine a la
producción de bienes verdaderamente útiles, debe considerarse como la obra más
digna de la virtud de la liberalidad y sumamente apropiada a las necesidades de
los tiempos.
Títulos de dominio
52. Tanto la
tradición universal cuanto la doctrina de nuestro predecesor León XIII
atestiguan claramente que son títulos de dominio no sólo la ocupación de una
cosa de nadie, sino también el trabajo o, como suele decirse, la
especificación. A nadie se le hace injuria, en efecto, cuando se ocupa una cosa
que está al paso y no tiene dueño; y el trabajo, que el hombre pone de su parte
y en virtud del cual la cosa recibe una nueva forma o aumenta, es lo único que
adjudica esos frutos al que los trabaja.
2. Riqueza
("capital") y trabajo
53. Carácter muy
diferente tiene el trabajo que, alquilado a otros, se realiza sobre cosa ajena.
A éste se aplica principalmente lo dicho por León XIII: "es verdad
incuestionable que la riqueza nacional proviene no de otra cosa que del trabajo
de los obreros" (Rerum novarum, 27).
¿No vemos acaso con
nuestros propios ojos cómo los incalculables bienes que constituyen la riqueza
de los hombres son producidos y brotan de las manos de los trabajadores, ya sea
directamente, ya sea por medio de máquinas que multiplican de una manera
admirable su esfuerzo?
Más aún, nadie puede
ignorar que jamás pueblo alguno ha llegado desde la miseria y la indigencia a
una mejor y más elevada fortuna, si no es con el enorme trabajo acumulado por
los ciudadanos —tanto de los que dirigen cuanto de los que ejecutan—.Pero está
no menos claro que todos esos intentos hubieran sido nulos y vanos, y ni
siquiera habrían podido iniciarse, si el Creador de todas las cosas, según su
bondad, no hubiera otorgado generosamente antes las riquezas y los instrumentos
naturales, el poder y las fuerzas de la naturaleza.
¿Qué es, en efecto,
trabajar, sino aplicar y ejercitar las energías espirituales y corporales a los
bienes de la naturaleza o por medio de ellos? Ahora bien, la ley natural, es
decir, la voluntad de Dios promulgada por medio de aquélla, exige que en la
aplicación de las cosas naturales a los usos humanos se observe el recto orden,
consistente en que cada cosa tenga su dueño.
De donde se deduce
que, a no ser que uno realice su trabajo sobre cosa propia, capital y trabajo
deberán unirse en una empresa común, pues nada podrán hacer el uno sin el otro.
Lo que tuvo presente, sin duda, León XIII cuando escribió: "Ni el capital
puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital" (Rerum
novarum, 15).
Por lo cual es
absolutamente falso atribuir únicamente al capital o únicamente al trabajo lo
que es resultado de la efectividad unida de los dos, y totalmente injusto que
uno de ellos, negada la eficacia del otro, trate de arrogarse para sí todo lo
que hay en el efecto.
Injustas pretensiones
del capital
54. Durante mucho
tiempo, en efecto, las riquezas o "capital" se atribuyeron demasiado
a sí mismos. El capital reivindicaba para sí todo el rendimiento, la totalidad
del producto, dejando al trabajador apenas lo necesario para reparar y restituir
sus fuerzas.
Pues se decía que, en
virtud de una ley económica absolutamente incontrastable, toda acumulación de
capital correspondía a los ricos, y que, en virtud de esa misma ley, los
trabajadores estaban condenados y reducidos a perpetua miseria o a un sumamente
escaso bienestar. Pero es lo cierto que ni siempre ni en todas partes la
realidad de los hechos estuvo de acuerdo con esta opinión de los liberales
vulgarmente llamados manchesterianos, aun cuando tampoco pueda negarse que las
instituciones económico-sociales se inclinaban constantemente a este principio.
Por consiguiente,
nadie deberá extrañarse que esas falsas opiniones, que tales engañosos
postulados haya sido atacados duramente y no sólo por aquellos que, en virtud
de tales teorías, se veían privados de su natural derecho a conseguir una mejor
fortuna.
Injustas
reivindicaciones del trabajo
55. Fue debido a esto
que se acercaran a los oprimidos trabajadores los llamados
"intelectuales", proponiéndoles contra esa supuesta ley un principio
moral no menos imaginario que ella, es decir, que, quitando únicamente lo
suficiente para amortizar y reconstruir el capital, todo el producto y el
rendimiento restante corresponde en derecho a los obreros.
El cual error,
mientras más tentador se muestra que el de los socialistas, según los cuales
todos los medios de producción deben transferirse al Estado, esto es, como
vulgarmente se dice, "socializarse", tanto es más peligroso e idóneo
para engañar a los incautos: veneno suave que bebieron ávidamente muchos, a quienes
un socialismo desembozado no había podido seducir.
Principio regulador
de la justa distribución
56. Indudablemente,
para que estas falsas doctrinas no cerraran el paso a la paz y a la justicia,
unos y otros tuvieron que ser advertidos por las palabras de nuestro
sapientísimo predecesor: "A pesar de que se halle repartida entre los
particulares, la tierra no deja por ello de servir a la común utilidad de
todos".
Y Nos hemos enseñado
eso mismo también poco antes, cuando afirmamos que esa participación de los
bienes que se opera por medio de la propiedad privada, para que las cosas
creadas pudieran prestar a los hombres esa utilidad de un modo seguro y
estable, ha sido establecida por la misma naturaleza. Lo que siempre se debe
tener ante los ojos para no apartarse del recto camino de la verdad.
57. Ahora bien, no
toda distribución de bienes y riquezas entre los hombres es idónea para
conseguir, o en absoluto o con la perfección requerida, el fin establecido por
Dios. Es necesario, por ello, que las riquezas, que se van aumentando
constantemente merced al desarrollo económico-social, se distribuyan entre cada
una de las personas y clases de hombres, de modo que quede a salvo esa común
utilidad de todos, tan alabada por León XIII, o, con otras palabras, que se
conserve inmune el bien común de toda la sociedad.
Por consiguiente, no
viola menos está ley la clase rica cuando, libre de preocupación por la
abundancia de sus bienes, considera como justo orden de cosas aquel en que todo
va a parar a ella y nada al trabajador; que la viola la clase proletaria
cuando, enardecida por la conculcación de la justicia y dada en exceso a
reivindicar inadecuadamente el único derecho que a ella le parece defendible,
el suyo, lo reclama todo para sí en cuanto fruto de sus manos e impugna y trata
de abolir, por ello, sin más razón que por se tales, el dominio y réditos o
beneficios que no se deben al trabajo, cualquiera que sea el género de éstos y
la función que desempeñen en la convivencia humana.
Y no deben pasarse
por alto que a este propósito algunos apelan torpe e infundadamente al Apóstol,
que decía: Si alguno no quiere trabajar, que no coma (2Tes 3, 10); pues el
Apóstol se refiere en esa frase a quienes, pudiendo y debiendo trabajar, no lo
hacen, y nos exhorta a que aprovechemos diligentemente el tiempo, así como las
energías del cuerpo y del espíritu, para nos ser gravosos a los demás, pudiendo
valernos por nosotros mismos. Pero el Apóstol no enseña en modo alguno que el
único título que da derecho a alimento o a rentas sea el trabajo (Ibíd.,
3,8-10).
58. A cada cual, por
consiguiente, debe dársele lo suyo en la distribución de los bienes, siendo
necesario que la partición de los bienes creados se revoque y se ajuste a las
normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata
ve cuán gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre
unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los
necesitados.
3. La redención del
proletariado
59. He aquí el fin que
nuestro predecesor manifestó que debía conseguirse necesariamente: la redención
del proletariado. Y esto debemos afirmarlo tanto más enérgicamente y repetirlo
con tanta mayor insistencia cuanto que estos saludables mandatos del Pontífice
fueron no pocas veces echados en olvido, ya con un estudiado silencio, ya por
estimar que eran irrealizables, siendo así que no sólo pueden, sino que deben
llevarse a la práctica.
Y no cabe decir que,
por haber disminuido aquel pauperismo que León XIII veía en todos sus horrores,
tales preceptos han perdido en nuestro tiempo su vigor y su sabiduría. Es
cierto que ha mejorado y que se ha hecho más equitativa la condición de los
trabajadores, sobre todo en las naciones más cultas y populosas, en que los
obreros no pueden ser ya considerados por igual afligidos por la miseria o
padeciendo escasez.
Pero luego que las
artes mecánicas y la industria del hombre han invadido extensas regiones, tanto
en las llamadas tierras nuevas cuanto en los reinos del Extremo Oriente, de tan
antigua civilización, ha crecido hasta la inmensidad el número de los
proletarios necesitados, cuyos gemidos llegan desde la tierra hasta el cielo;
añádase a éstos el ejército enorme de los asalariados rurales, reducidos a las
más ínfimas condiciones de vida y privados de toda esperanza de adquirir jamás
"algo vinculado por el suelo" (Rerum novarum, 35), y, por tanto, si
no se aplican los oportunos y eficaces remedios, condenados para siempre a la
triste condición de proletarios.
60. Y aun siendo muy
verdad que la condición de proletario debe distinguirse en rigor del
pauperismo, no obstante, de un lado, la enorme masa de proletarios, y, de otro,
los fabulosos recursos de unos pocos sumamente ricos, constituyen argumento de
mayor excepción de que las riquezas tan copiosamente producidas en esta época
nuestra, llamada del "industrialismo", no se hallan rectamente
distribuidas ni aplicadas con equidad a las diversas clases de hombres.
61. Hay que luchar,
por consiguiente, con todo vigor y empeño para que, al menos en el futuro, se
modere equitativamente la acumulación de riquezas en manos de los ricos, a fin
de que se repartan también con la suficiente profusión entre los trabajadores,
no para que éstos se hagan remisos en el trabajo —pues que el hombre ha nacido
para el trabajo, como el ave para volar—, sino para que aumenten con el ahorro
el patrimonio familiar; administrando prudentemente estos aumentados ingresos,
puedan sostener más fácil y seguramente las cargas familiares, y, liberados de
la incierta fortuna de la vida, cuya inestabilidad tiene en constante inquietud
a los proletarios, puedan no sólo soportar las vicisitudes de la existencia,
sino incluso confiar en que, al abandonar este mundo, quedarán convenientemente
provistos los que dejan tras sí.
62. Todo esto, que no
sólo insinúa, sino que clara y abiertamente proclama nuestro predecesor, Nos lo
inculcamos más y más en esta nuestra encíclica, pues, sí no se pone empeño en
llevarlo varonilmente y sin demora a su realización, nadie podrá abrigar la convicción
de que quepa defender eficazmente el orden público, la paz y la tranquilidad de
la sociedad humana contra los promotores de la revolución.
4. El salario justo
63. Mas no podrá
tener efectividad si los obreros no llegan a formar con diligencia y ahorro su
pequeño patrimonio, como ya hemos indicado, insistiendo en las consignas de
nuestro predecesor. Pero ¿de dónde, si no es del pago por su trabajo, podrá ir
apartando algo quien no cuenta con otro recurso para ganarse la comida y cubrir
sus otras necesidades vitales fuera del trabajo?
Vamos, pues, a
acometer esta cuestión del salario, que León XIII consideró "de la mayor
importancia" (Rerum novarum, 34), explicando y, donde fuere necesario,
ampliando su doctrina y preceptos.
El salario no es
injusto de suyo
64. Y, en primer
lugar, quienes sostienen que el contrato de arriendo y alquiler de trabajo es
de por sí injusto y que, por tanto, debe ser sustituido por el contrato de
sociedad, afirman indudablemente una inexactitud y calumnian gravemente a
nuestro predecesor, cuya encíclica no sólo admite el "salariado",
sino que incluso se detiene largamente a explicarlo según las normas de la
justicia que han de regirlo.
65. De todos modos,
estimamos que estaría más conforme con las actuales condiciones de la
convivencia humana que, en la medida de lo posible, el contrato de trabajo se
suavizara algo mediante el contrato de sociedad, como ha comenzado a efectuarse
ya de diferentes manera, con no poco provecho de patronos y obreros. De este
modo, los obreros y empleados se hacen socios en el dominio o en la
administración o participan, en cierta medida, de los beneficios percibidos.
66. Ahora bien, la
cuantía del salario habrá de fijarse no en función de uno solo, sino de
diversos factores, como ya expresaba sabiamente León XIII con aquellas
palabras: "Para establecer la medida del salario con justicia, hay que
considerar muchas razones" (Rerum novarum, 17).
67. Declaración con
que queda rechazada totalmente la ligereza de aquellos según los cuales esta
dificilísima cuestión puede resolverse con el fácil recurso de aplicar una
regla única, y ésta nada conforme con la verdad.
68. Se equivocan de
medio a medio, efectivamente, quienes no vacilan en divulgar el principio según
el cual el valor del trabajo y su remuneración debe fijarse en lo que se tase
el valor del fruto por él producido y que, por lo mismo, asiste al trabajo el
derecho de reclamar todo aquello que ha sido producido por su trabajo, error
que queda evidenciado sólo con lo que antes dijimos acerca del capital y del
trabajo.
Carácter individual y
social del trabajo
69. Mas, igual que en
el dominio, también en el trabajo, sobre todo en el que se alquila a otro por
medio de contrato, además del carácter personal o individual, hay que
considerar evidentemente el carácter social, ya que, si no existe un verdadero
cuerpo social y orgánico, si no hay un orden social y jurídico que garantice el
ejercicio del trabajo, si los diferentes oficios, dependientes los unos de los
otros, no colaboran y se completan entre sí y, lo que es más todavía, no se
asocian y se funden como en una unidad la inteligencia, el capital y el
trabajo, la eficiencia humana no será capaz de producir sus frutos. Luego el
trabajo no puede ser valorado justamente ni remunerado equitativamente si no se
tiene en cuanta su carácter social e individual.
Tres puntos que se
deben considerar
70. De este doble
carácter, implicado en la naturaleza misma del trabajo humano, se siguen
consecuencias de la mayor gravedad, que deben regular y determinar el salario.
a) Sustento del
obrero y de su familia
71. Ante todo, el
trabajador hay que fijarle una remuneración que alcance a cubrir el sustento
suyo y el de su familia (cf. Casti connubii). Es justo, desde luego, que el
resto de la familia contribuya también al sostenimiento común de todos, como
puede verse especialmente en las familias de campesinos, así como también en
las de muchos artesanos y pequeños comerciantes; pero no es justo abusar de la
edad infantil y de la debilidad de la mujer.
Las madres de familia
trabajarán principalísimamente en casa o en sus inmediaciones, sin desatender
los quehaceres domésticos. Constituye un horrendo abuso, y debe ser eliminado
con todo empeño, que las madres de familia, a causa de la cortedad del sueldo
del padre, se vean en la precisión de buscar un trabajo remunerado fuera del
hogar, teniendo que abandonar sus peculiares deberes y, sobre todo, la
educación de los hijos.
Hay que luchar
denodadamente, por tanto, para que los padres de familia reciban un sueldo lo
suficientemente amplio para tender convenientemente a las necesidades
domésticas ordinarias. Y si en las actuales circunstancias esto no siempre
fuera posible, la justicia social postula que se introduzcan lo más rápidamente
posible las reformas necesarias para que se fije a todo ciudadano adulto un
salario de este tipo.
No está fuera de
lugar hacer aquí el elogio de todos aquellos que, con muy sabio y provechoso consejo,
han experimentado y probado diversos procedimientos para que la remuneración
del trabajo se ajuste a las cargas familiares, de modo que, aumentando éstas,
aumente también aquél; e incluso, si fuere menester, que satisfaga a las
necesidades extraordinarias.
b) Situación de la
empresa
72. Para fijar la
cuantía del salario deben tenerse en cuanta también las condiciones de la
empresa y del empresario, pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados
que, sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros, la empresa no
podría soportar. No debe, sin embargo, reputarse como causa justa para
disminuir a los obreros el salario el escaso rédito de la empresa cuando esto
sea debido a incapacidad o abandono o a la despreocupación por el progreso técnico
y económico.
Y cuando los ingresos
no son lo suficientemente elevados para poder atender a la equitativa
remuneración de los obreros, porque las empresas se ven gravadas por cargas
injustas o forzadas a vender los productos del trabajo a un precio no
remunerador, quienes de tal modo las agobian son reos de un grave delito, ya
que privan de su justo salario a los obreros, que, obligados por la necesidad,
se ven compelidos a aceptar otro menor que el justo.
73. Unidos fuerzas y
propósitos, traten todos, por consiguiente, obreros y patronos, de superar las
dificultades y obstáculos y présteles su ayuda en una obra tan beneficiosa la
sabia previsión de la autoridad pública.
Y si la cosa llegara
a una dificultad extrema, entonces habrá llegado, por fin, el momento de
someter a deliberación si la empresa puede continuar o si se ha de mirar de
alguna otra manera por los obreros. En este punto, verdaderamente gravísimo,
conviene que actúe eficazmente una cierta unión y una concordia cristiana entre
patronos y obreros.
c) Necesidad del bien
común
74. Finalmente, la
cuantía del salario debe acomodarse al bien público económico. Ya hemos
indicado lo importante que es para el bien común que los obreros y empleados
apartando algo de su sueldo, una vez cubiertas sus necesidades, lleguen a
reunir un pequeño patrimonio; pero hay otro punto de no menor importancia y en
nuestros tiempos sumamente necesario, o sea, que se dé oportunidad de trabajar
a quienes pueden y quieren hacerlo.
Y esto depende no
poco de la determinación del salario, el cual, lo mismo que, cuando se lo
mantiene dentro de los justos límites, puede ayudar, puede, por el contrario,
cuando los rebasa, constituir un tropiezo. ¿Quién ignora, en efecto, que se ha
debido a los salarios o demasiado bajos o excesivamente elevados el que los
obreros se hayan visto privados de trabajo?
Mal que, por haberse
desarrollado especialmente en el tiempo de nuestro pontificado, Nos mismo vemos
que ha perjudicado a muchos, precipitando a los obreros en la miseria y en las
más duras pruebas, arruinando la prosperidad de las naciones y destruyendo el
orden, la paz y la tranquilidad de todo el orbe de la tierra.
Es contrario, por
consiguiente, a la justicia social disminuir o aumentar excesivamente, por la
ambición de mayores ganancias y sin tener en cuanta el bien común, los salarios
de los obreros; y esa misma justicia pide que, en unión de mentes y voluntades
y en la medida que fuere posible, los salarios se rijan de tal modo que haya
trabajo para el mayor número y que puedan percibir una remuneración suficiente
para el sostenimiento de su vida.
75. A esto contribuye
grandemente también la justa proporción entre los salarios, con la cual se
relaciona estrechamente la proporción de los precios a que se venden los diversos
productos agrícolas, industriales, etc. Si tales proporciones se guardan de una
manera conveniente, los diversos ramos de la producción se complementarán y
ensamblarán, aportándose, a manera de miembros, ayuda y perfección mutua.
Ya que la economía social
logrará un verdadero equilibrio y alcanzará sus fines sólo cuando a todos y a
cada uno les fueren dados todos los bienes que las riquezas y los medios
naturales, la técnica y la organización pueden aportar a la economía social;
bienes que deben bastar no sólo para cubrir las necesidades y un honesto
bienestar, sino también para llevar a los hombres a una feliz condición de
vida, que, con tal de que se lleven prudentemente las cosas, no sólo no se pone
a la virtud, sino que la favorece notablemente (cf. Santo Tomás, De regimine
principium I, 15; (Rerum novarum, 27).
5. Restauración del
orden social
76. Todo cuanto
llevamos dicho hasta aquí sobre la equitativa distribución de los bienes y
sobre el justo salario se refiere a las personas particulares y sólo
indirectamente toca al orden social, a cuya restauración, en conformidad con
los principios de la sana filosofía y con los altísimos preceptos de la ley
evangélica, dirigió todos sus afanes y pensamientos nuestro predecesor León
XIII.
77. Mas para dar
consistencia a lo felizmente iniciado por él, perfeccionar lo que aún queda por
hacer y conseguir frutos aún más exuberantes y felices para la humana familia,
se necesitan sobre todo dos cosas: la reforma de las instituciones y la
enmienda de las costumbres.
78. Y, al hablar de
la reforma de las instituciones, se nos viene al pensamiento especialmente el
Estado, no porque haya de esperarse de él la solución de todos los problemas,
sino porque, a causa del vicio por Nos indicado del "individualismo",
las cosas habían llegado a un extremo tal que, postrada o destruida casi por
completo aquella exuberante y en otros tiempos evolucionada vida social por
medio de asociaciones de la más diversa índole, habían quedado casi solos
frente a frente los individuos y el Estado, con no pequeño perjuicio del Estado
mismo, que, perdida la forma del régimen social y teniendo que soportar todas
las cargas sobrellevadas antes por las extinguidas corporaciones, se veía
oprimido por un sinfín de atenciones diversas.
79. Pues aun siendo
verdad, y la historia lo demuestra claramente, que, por el cambio operado en
las condiciones sociales, muchas cosas que en otros tiempos podían realizar
incluso las asociaciones pequeñas, hoy son posibles sólo a las grandes
corporaciones, sigue, no obstante, en pie y firme en la filosofía social aquel
gravísimo principio inamovible e inmutable: como no se puede quitar a los
individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio
esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y
perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo
que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más
elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza,
debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y
absorberlos.
80. Conviene, por
tanto, que la suprema autoridad del Estado permita resolver a las asociaciones
inferiores aquellos asuntos y cuidados de menor importancia, en los cuales, por
lo demás perdería mucho tiempo, con lo cual logrará realizar más libre, más
firme y más eficazmente todo aquello que es de su exclusiva competencia, en
cuanto que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y
castigando, según el caso requiera y la necesidad exija.
Por lo tanto, tengan
muy presente los gobernantes que, mientras más vigorosamente reine, salvado
este principio de función "subsidiaria", el orden jerárquico entre
las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino
también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la
nación.
Mutua colaboración de
las "profesiones"
81. Tanto el Estado
cuanto todo buen ciudadano deben tratar y tender especialmente a que, superada
la pugna entre las "clases" opuestas, se fomente y prospere la
colaboración entre las diversas "profesiones".
82. La política
social tiene, pues, que dedicarse a reconstruir las profesiones. Hasta ahora,
en efecto, el estado de la sociedad humana sigue aun violento y, por tanto,
inestable y vacilante, como basado en clases de tendencias diversas, contrarias
entre sí, y por lo mismo inclinadas a enemistades y luchas.
83. Efectivamente,
aun cuando el trabajo, como claramente expone nuestro predecesor en su
encíclica (cf. Rerum novarum, 16), no es una vil mercancía, sino que es
necesario reconocer la dignidad humana del trabajador y, por lo tanto, no puede
venderse ni comprarse al modo de una mercancía cualquiera, lo cierto es que, en
la actual situación de cosas, la contratación y locación de la mano de obra, en
lo que llaman mercado del trabajo, divide a los hombres en dos bancos o
ejércitos, que con su rivalidad convierten dicho mercado como en un palenque en
que esos dos ejércitos se atacan rudamente.
Nadie dejará de
comprender que es de la mayor urgencia poner remedio a un mal que está llevando
a la ruina a toda la sociedad humana. La curación total no llegará, sin
embargo, sino cuando, eliminada esa lucha, los miembros del cuerpo social
reciban la adecuada organización, es decir, cuando se constituyan unos
"órdenes" en que los hombres se encuadren no conforme a la categoría
que se les asigna en el mercado del trabajo, sino en conformidad con la función
social que cada uno desempeña.
Pues se hallan
vinculados por la vecindad de lugar constituyen municipios, así ha ocurrido que
cuantos se ocupan en un mismo oficio o profesión —sea ésta económica o de otra
índole— constituyeran ciertos colegios o corporaciones, hasta el punto de que
tales agrupaciones, regidas por un derecho propio, llegaran a ser consideradas
por muchos, si no como esenciales, sí, al menos, como connaturales a la
sociedad civil.
84. Ahora bien,
siendo el orden, como egregiamente enseña Santo Tomás (cf Santo Tomás, Contra
Genes III 71; Sum. Theol. I q.65 a.2), una unidad que surge de la conveniente
disposición de muchas cosas, el verdadero y genuino orden social postula que
los distintos miembros de la sociedad se unan entre sí por algún vínculo
fuerte.
Y ese vínculo se
encuentra ya tanto en los mismos bienes a producir o en los servicios a
prestar, en cuya aportación trabajan de común acuerdo patronos y obreros de un
mismo "ramo", cuanto en ese bien común a que debe colaborar en
amigable unión, cada cual dentro de su propio campo, los diferentes
"ramos".Unión que será tanto más fuerte y eficaz cuanto con mayor
exactitud tratan, así los individuos como los "ramos" mismos, de
ejercer su profesión y de distinguirse en ella.
85. De donde se
deduce fácilmente que es primerísima misión de estos colegios velar por los
intereses comunes de todo el "ramo", entre los cuales destaca el de
cada oficio por contribuir en la mayor medida posible al bien común de toda la
sociedad.
En cambio, en los
negocios relativos al especial cuidado y tutela de los peculiares intereses de
los patronos y de los obreros, si se presentara el caso, unos y otros podrán
deliberar o resolver por separado, según convenga.
86. Apenas es
necesario recordar que la doctrina de León XIII acerca del régimen político
puede aplicarse, en la debida proporción, a los colegios o corporaciones
profesionales; esto es, que los hombres son libres para elegir la forma de
gobierno que les plazca, con tal de que queden a salvo la justicia y las
exigencias del bien común (cf Immortale Dei, 1 de noviembre de 1885).
87. Ahora bien, así
como los habitantes de un municipio suelen crear asociaciones con fines
diversos con la más amplia libertad de inscribirse en ellas o no, así también
los que profesan un mismo oficio pueden igualmente constituir unos con otros
asociaciones libres con fines en algún modo relacionados con el ejercicio de su
profesión.
Y puesto que nuestro
predecesor, de feliz memoria, describió con toda claridad tales asociaciones,
Nos consideramos bastante con inculcar sólo esto: que el hombre es libre no
sólo para fundar asociaciones de orden y derecho privado, sino también para
"elegir aquella organización y aquellas leyes que estime más conducentes
al fin que se ha propuesto" (Rerum novarum, 42).
Y esa misma libertad
ha de reivindicarse para constituir asociaciones que se salgan de los límites
de cada profesión. Las asociaciones libres que ya existen y disfrutan de
saludables beneficios dispónganse a preparar el camino a esas asociaciones u
"órdenes" más amplios, de que hablamos, y a llevarlas a cabo
decididamente conforme a la doctrina social cristiana.
Restauración del
principio rector de la economía
88. Queda por tratar
otro punto estrechamente unido con el anterior. Igual que la unidad del cuerpo
social no puede basarse en la lucha de "clases", tampoco el recto
orden económico puede dejarse a la libre concurrencia de las fuerzas.
Pues de este
principio, como de una fuente envenenada, han manado todos los errores de la
economía "individualista", que, suprimiendo, por olvido o por
ignorancia, el carácter social y moral de la economía, estimó que ésta debía
ser considerada y tratada como totalmente independiente de la autoridad del
Estado, ya que tenía su principio regulador en el mercado o libre concurrencia
de los competidores, y por el cual podría regirse mucho mejor que por la
intervención de cualquier entendimiento creado.
Mas la libre
concurrencia, aun cuando dentro de ciertos límites es justa e indudablemente
beneficiosa, no puede en modo alguno regir la economía, como quedó demostrado
hasta la saciedad por la experiencia, una vez que entraron en juego los
principios del funesto individualismo.
Es de todo punto
necesario, por consiguiente, que la economía se atenga y someta de nuevo a un
verdadero y eficaz principio rector. Y mucho menos aún pueda desempeñar esta
función la dictadura económica, que hace poco ha sustituido a la libre
concurrencia, pues tratándose de una fuerza impetuosa y de una enorme potencia,
para ser provechosa a los hombres tiene que ser frenada poderosamente y regirse
con gran sabiduría, y no puede ni frenarse ni regirse por sí misma.
Por tanto, han de
buscarse principios más elevados y más nobles, que regulen severa e
íntegramente a dicha dictadura, es decir, la justicia social y la caridad
social. Por ello conviene que las instituciones públicas y toda la vida social
estén imbuidas de esa justicia, y sobre todo es necesario que sea suficiente,
esto es, que constituya un orden social y jurídico, con que quede como
informada toda la economía.
Y la caridad social
debe ser como el alma de dicho orden, a cuya eficaz tutela y defensa deberá
atender solícitamente la autoridad pública, a lo que podrá dedicarse con mucha
mayor facilidad si se descarga de esos cometidos que, como antes dijimos, no
son de su incumbencia.
89. Más aún: es
conveniente que las diversas naciones, uniendo sus afanes y trabajos, puesto
que en el orden económico dependen en gran manera unas de otras y mutuamente se
necesitan, promuevan, por medio de sabios tratados e instituciones, una fecunda
y feliz cooperación de la economía internacional.
90. Por consiguiente,
si los miembros del cuerpo social se restauran del modo indicado y se
restablece el principio rector del orden económico-social, podrán aplicarse en
cierto modo a este cuerpo también las palabras del Apóstol sobre el cuerpo
místico de Cristo: «Todo el cuerpo compacto y unido por todos sus vasos, según
la proporción de cada miembro, opera el aumento del cuerpo para su edificación
en la caridad» (Ef 4,16).
91. Como todos saben,
recientemente se ha iniciado una especial manera de organización sindical y
corporativa, que, dada la materia de esta encíclica, debe ser explicada aquí
brevemente, añadiendo algunas oportunas observaciones.
92. La propia
potestad civil constituye al sindicato en persona jurídica, de tal manera, que
al mismo tiempo le otorga cierto privilegio de monopolio, puesto que sólo el sindicato,
aprobado como tal, puede representar (según la especie de sindicato) los
derechos de los obreros o de los patronos, y sólo él estipular las condiciones
sobre la conducción y locación de mano de obra, así como garantizar los
llamados contratos de trabajo.
Inscribirse o no a un
sindicato es potestativo de cada uno, y sólo en este sentido puede decirse
libre un sindicato de esta índole, puesto que, por lo demás, son obligatorias
no sólo la cuota sindical, sino también algunas otras peculiares aportaciones
absolutamente para todos los miembros de cada oficio o profesión, sean éstos
obreros o patronos, igual que todos están ligados por los contratos de trabajo
estipulados por el sindicato jurídico.
Si bien es verdad que
ha sido oficialmente declarado que este sindicato no se opone a la existencia
de otras asociaciones de la misma profesión, pero no reconocidas en derecho.
93. Los colegios o
corporaciones están constituidos por delegados de ambos sindicatos (es decir,
de obreros y patronos) de un mismo oficio o profesión y, como verdaderos y
propios instrumentos e instituciones del Estado, dirigen esos mismos sindicatos
y los coordinan en las cosas de interés común.
94. Quedan prohibidas
las huelgas; si las partes en litigio no se ponen de acuerdo, interviene la
magistratura.
95. Con poco que se
medite sobre ello, se podrá fácilmente ver cuántos beneficios reporta esta
institución, que hemos expuesto muy sumariamente: la colaboración pacífica de
las diversas clases, la represión de las organizaciones socialistas, la
supresión de desórdenes, una magistratura especial ejerciendo una autoridad
moderadora.
No obstante, para no
omitir nada en torno a un asunto de tanta importancia, y de acuerdo con los
principios generales anteriormente expuestos y con los que añadiremos después,
nos vemos en la precisión de reconocer que no faltan quienes teman que el
Estado, debiendo limitarse a prestar una ayuda necesaria y suficiente, venga a
reemplazar a la libre actividad, o que esa nueva organización sindical y corporativa
sea excesivamente burocrática y política, o que (aun admitiendo esos más
amplios beneficios) sirva más bien a particulares fines políticos que a la
restauración y fomento de un mejor orden social.
96. Mas para
conseguir este nobilísimo fin y beneficiar al máximo, de una manera estable y
segura, al bien común, juzgamos en primer lugar y, ante todo, absolutamente
necesario que Dios asista propicio y luego que aporten su colaboración a dicho
fin todos los hombres de buena voluntad.
Estamos persuadidos, además,
y lo deducimos de los anterior, que ese fin se logrará con tanto mayor
seguridad cuanto más copioso sea el número de aquellos que estén dispuestos a
contribuir con su pericia técnica, profesional y social, y también (cosa más
importante todavía) cuanto mayor sea la importancia concedida a la aportación
de los principios católicos y su práctica, no ciertamente por la Acción Católica
(que no se permite a sí misma actividad propiamente sindical o política) sino
por parte de aquellos hijos nuestros que esa misma Acción Católica forma en
esos principios y a los cuales prepara para el ejercicio del apostolado bajo la
dirección y el magisterio de la
Iglesia ; de la
Iglesia , decimos, que también en este campo de que hablamos,
como dondequiera que se plantean cuestiones y discusiones sobre moral, jamás
puede olvidar ni descuidar el mandato de vigilancia y de magisterio que le ha
sido impuesto por Dios.
97. Cuanto hemos
enseñado sobre la restauración y perfeccionamiento del orden social no puede
llevarse a cabo, sin embargo, sin la reforma de las costumbres, como con toda
claridad demuestra la historia.
Existió,
efectivamente, en otros tiempos un orden social que, aun no siendo perfecto ni
completo en todos sus puntos, no obstante, dadas las circunstancias y las
necesidades de la época, estaba de algún modo conforme con la recta razón.
Y si aquel orden
cayó, es indudable que no se debió a que no pudiera, evolucionando y en cierto
modo ampliándose, adaptarse a las nuevas circunstancias y necesidades, sino más
bien a que los hombres, o, endurecidos por el exceso de egoísmo, rehusaron
ampliar los límites de ese orden en la medida que hubiera convenido al número
creciente de la muchedumbre, o, seducidos por una falsa apariencia de libertad
y por otros errores, rebeldes a cualquier potestad, trataron de quitarse de
encima todo yugo.
98. Queda, pues, una
vez llamados de nuevo a juicio tanto el actual régimen económico cuanto el
socialismo, su acérrimo acusador, y dictado acerca de ellos una clara y justa
sentencia, por investigar profundamente cuál sea la raíz de tantos males y por
indicar que el primero y más necesario remedio consiste en la reforma de las
costumbres.
III. Cambio profundo
operado después de León XIII
99. Grandes cambios
han sufrido tanto la economía como el socialismo desde los tiempos de León
XIII.
1. En la economía
100. En primer lugar,
está a los ojos de todos que la estructura de la economía ha sufrido una
transformación profunda. Sabéis, venerables hermanos y amados hijos, que
nuestro predecesor, de feliz recordación, se refirió especialmente en su
encíclica a ese tipo de economía en que se procede poniendo unos el capital y
otros el trabajo, cual lo definía él mismo sirviéndose de una frase feliz:
"Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el
capital" (Rerum novarum, 52).
101. León XIII puso
todo su empeño en ajustar este tipo de economía a las normas del recto orden,
de lo que se deduce que tal economía no es condenable por sí misma. Y realmente
no es viciosa por naturaleza, sino que viola el recto orden sólo cuando el
capital abusa de los obreros y de la clase proletaria con la finalidad y de tal
forma que los negocios e incluso toda la economía se plieguen a su exclusiva
voluntad y provecho, sin tener en cuanta para nada ni la dignidad humana de los
trabajadores, ni el carácter social de la economía, ni aun siquiera la misma
justicia social y bien común.
102. Es verdad que ni
aun hoy es éste el único régimen económico vigente en todas partes: existe
otro, en efecto, bajo el cual vive todavía una ingente multitud de hombres,
poderosa no sólo por su número, sino también por su peso, como, por ejemplo, la
clase agrícola, en que la mayor parte del género humano se gana honesta y
honradamente lo necesario para su sustento y bienestar.
También éste tiene
sus estrecheces y dificultades, que nuestro predecesor toca en no pocos lugares
de su encíclica, y Nos mismo tocamos en esta nuestra más de una vez.
103. De todos modos,
el régimen "capitalista" de la economía, por haber invadido el
industrialismo todo el orbe de la tierra, se ha extendido tanto también,
después de publicada la encíclica de León XIII, por todas partes, que ha
llegado a invadir y penetrar la condición económica y social incluso de
aquellos que viven fuera de su ámbito, imponiéndole y en cierto modo
informándola con sus ventajas o desventajas, lo mismo que con sus vicios.
104. Así, pues,
atendemos al bien no sólo de aquellos que viven en regiones dominadas por el
"capital" y la industria, sino en absoluto de todos los hombres,
cuando dedicamos nuestra atención de una manera especial a los cambios que ha
experimentado a partir de los tiempos de León XIII el régimen económico
capitalista.
A la libre
concurrencia sucede la dictadura económica
105. Salta a los ojos
de todos, en primer lugar, que en nuestros tiempos no sólo se acumulan
riquezas, sino que también se acumula una descomunal y tiránica potencia
económica en manos de unos pocos, que la mayor parte de las veces no son
dueños, sino sólo custodios y administradores de una riqueza en depósito, que
ellos manejan a su voluntad y arbitrio.
106. Dominio ejercido
de la manera más tiránica por aquellos que, teniendo en sus manos el dinero y
dominando sobre él, se apoderan también de las finanzas y señorean sobre el
crédito, y por esta razón administran, diríase, la sangre de que vive toda la
economía y tienen en sus manos así como el alma de la misma, de tal modo que
nadie puede ni aun respirar contra su voluntad.
107. Esta acumulación
de poder y de recursos, nota casi característica de la economía contemporánea,
es el fruto natural de la limitada libertad de los competidores, de la que han
sobrevivido sólo los más poderosos, lo que con frecuencia es tanto como decir
los más violentos y los más desprovistos de conciencia.
108. Tal acumulación
de riquezas y de poder origina, a su vez, tres tipos de lucha: se lucha en
primer lugar por la hegemonía económica; es entable luego el rudo combate para
adueñarse del poder público, para poder abusar de su influencia y autoridad en
los conflictos económicos; finalmente, pugnan entre sí los diferentes Estados,
ya porque las naciones emplean su fuerza y su política para promover cada cual
los intereses económicos de sus súbditos, ya porque tratan de dirimir las controversias
políticas surgidas entre las naciones, recurriendo a su poderío y recursos
económicos.
Consecuencias
funestas
109. Ultimas
consecuencias del espíritu individualista en economía, venerables hermanos y
amados hijos, son esas que vosotros mismos no sólo estáis viendo, sino también
padeciendo: la libre concurrencia se ha destruido a sí misma; la dictadura
económica se ha adueñado del mercado libre; por consiguiente, al deseo de lucro
ha sucedido la desenfrenada ambición de poderío; la economía toda se ha hecho
horrendamente dura, cruel, atroz.
A esto se añaden los
daños gravísimos que han surgido de la deplorable mezcla y confusión entre las
atribuciones y cargas del Estado y las de la economía, entre los cuales daños,
uno de los más graves, se halla una cierta caída del prestigio del Estado, que,
libre de todo interés de partes y atento exclusivamente al bien común a la
justicia debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las
cosas; se hace, por el contrario, esclavo, entregado y vendido a la pasión y a
las ambiciones humanas.
Por lo que atañe a
las naciones en sus relaciones mutuas, de una misma fuente manan dos ríos
diversos: por un lado, el "nacionalismo" o también el
"imperialismo económico"; del otro, el no menos funesto y execrable
"internacionalismo" o "imperialismo" internacional del
dinero, para el cual, donde el bien, allí la patria.
Remedios
110. Los remedios
para unos males tan enormes han sido indicados en la segunda parte de esta
encíclica, donde hemos tratado doctrinalmente la materia, de modo que
consideramos suficiente recordarla aquí brevemente.
Puesto que el sistema
actual descansa principalmente sobre el capital y el trabajo, es necesario que
se conozcan y se lleven a la práctica los principios de la recta razón o de la
filosofía social cristiana sobre el capital y el trabajo y su mutua
coordinación.
Ante todo, para
evitar los escollos tanto del individualismo como del colectivismo, debe
sopesarse con toda equidad y rigor el doble carácter, esto es, individual y
social, del capital o dominio y del trabajo.
Las relaciones mutuas
entre ambos deben ser reguladas conforme a las leyes de la más estricta
justicia, llamada conmutativa, con la ayuda de la caridad cristiana. La libre
concurrencia, contenida dentro de límites seguros y justos, y sobre todo la
dictadura económica, deben estar imprescindiblemente sometidas de una manera
eficaz a la autoridad pública en todas aquellas cosas que le competen.
Las instituciones
públicas deben conformar toda la sociedad humana a las exigencias del bien
común, o sea, a la norma de la justicia social, con lo cual ese importantísimo
sector de la vida social que es la economía no podrá menos de encuadrarse
dentro de un orden recto y sano.
2. Transformación del
socialismo
111. No menos
profundamente que la estructura de la economía ha cambiado, después de León
XIII, el propio socialismo, con el cual hubo principalmente de luchas nuestro
predecesor.
El que entonces podía
considerarse, en efecto, casi único y propugnaba unos principios doctrinales
definidos y en un cuerpo compacto, se fraccionó después principalmente en dos
bloques de ordinario opuestos y aún en la más enconada enemistad, pero de modo
que ninguno de esos dos bloques renunciara al fundamento anticristiano propio
del socialismo.
Bloque violento o
comunismo
112. Uno de esos
bloques del socialismo sufrió un cambio parecido al que antes hemos indicado
respecto de la economía capitalista, y fue a dar en el "comunismo",
que enseña y persigue dos cosas, y no oculta y disimuladamente, sino clara y
abiertamente, recurriendo a todos los medios, aun los más violentos: la
encarnizada lucha de clases y la total abolición de la propiedad privada.
Para lograr estas dos
cosas no hay nada que no intente, nada que lo detenga; y con el poder en sus
manos, es increíble y hasta monstruoso lo atroz e inhumano que se muestra. Ahí
están pregonándolo las horrendas matanzas y destrucciones con que han devastado
inmensas regiones de la Europa
oriental y de Asia; y cuán grande y declarado enemigo de la santa Iglesia y de
Dios sea, demasiado, ¡oh dolor!, demasiado lo aprueban los hechos y es de todos
conocido.
Por ello, aun cuando
estimamos superfluo prevenir a los hijos buenos y fieles de la Iglesia acerca del
carácter impío e inicuo del comunismo, no podemos menos de ver, sin embargo,
con profundo dolor la incuria de aquellos que parecen despreciar estos
inminentes peligros y con cierta pasiva desidia permiten que se propaguen por
todas partes unos principios que acabarán destrozando por la violencia y la
muerte a la sociedad entera; ya tanto más condenable es todavía la negligencia
de aquellos que nos e ocupan de eliminar o modificar esas condiciones de cosas,
con que se lleva a los pueblos a la exasperación y se prepara el camino a la revolución
y ruina de la sociedad.
Bloque moderado, que
ha conservado el nombre de socialismo
113. Más moderado es,
indudablemente, el otro bloque, que ha conservado el nombre de
"socialismo".No sólo profesa éste la abstención de toda violencia,
sino que, aun no rechazando la lucha de clases ni la extinción de la propiedad
privada, en cierto modo la mitiga y la modera.
Diríase que, aterrado
de sus principios y de las consecuencias de los mismos a partir del comunismo,
el socialismo parece inclinarse y hasta acercarse a las verdades que la
tradición cristiana ha mantenido siempre inviolables: no se puede negar, en
efecto, que sus postulados se aproximan a veces mucho a aquellos que los
reformadores cristianos de la sociedad con justa razón reclaman.
Se aparta algo de la
lucha de clases y de la abolición de la propiedad
114. La lucha de
clases, efectivamente, siempre que se abstenga de enemistades y de odio mutuo,
insensiblemente se convierte en una honesta discusión, fundada en el amor a la
justicia, que, si no es aquella dichosa paz social que todos anhelamos, puede y
debe ser el principio por donde se llegue a la mutua cooperación
"profesional".
La misma guerra
contra la propiedad privada, cada vez más suavizada, se restringe hasta el
punto de que, por fin, algunas veces ya no se ataca la posesión en sí de los
medios de producción, sino cierto imperio social que contra todo derecho se ha
tomado y arrogado la propiedad.
Ese imperio realmente
no es propio de los dueños, sino del poder público. Por este medio puede
llegarse insensiblemente a que estos postulados del socialismo moderado no se
distingan ya de los anhelos y postulados de aquellos que, fundados en los
principios cristianos, tratan de reformar la humana sociedad.
Con razón, en efecto,
se pretende que se reserve a la potestad pública ciertos géneros de bienes que
comportan consigo una tal preponderancia, que no pueden dejarse en manos de
particulares sin peligro para el Estado.
115. Estos justos
postulados y apetencias de esta índole ya nada tienen contrario a la verdad
cristiana ni mucho menos son propios del socialismo. Por lo cual, quienes
persiguen sólo esto no tienen por qué afiliarse a este sistema.
¿Cabe un camino
intermedio?
116. No vaya, sin
embargo, a creer cualquiera que las sectas o facciones socialistas que no son
comunistas se contenten de hecho o de palabra solamente con esto. Por lo
general, no renuncian ni a la lucha de clases ni a la abolición de la
propiedad, sino que sólo las suavizan un tanto.
Ahora bien, si los
falsos principios pueden de este modo mitigarse y de alguna manera
desdibujarse, surge o más bien se plantea indebidamente por algunos la cuestión
de si no cabría también en algún aspecto mitigar y amoldar los principios de la
verdad cristiana, de modo que se acercaran algo al socialismo y encontraran con
él como un camino intermedio.
Hay quienes se
ilusionan con la estéril esperanza de que por este medio los socialistas
vendrían a nosotros. ¡Vana esperanza! Los que quieran ser apóstoles entre los
socialistas es necesario que profesen abierta y sinceramente la verdad
cristiana plena e íntegra y no estén en connivencia bajo ningún aspecto con los
errores.
Si de verdad quieren
ser pregoneros del Evangelio, esfuércense ante todo en mostrar a los socialistas
que sus postulados, en la medida en que sean justos, pueden ser defendidos con
mucho más vigor en virtud de los principios de la fe y promovidos mucho más
eficazmente en virtud de la caridad cristiana.
117. Pero ¿qué decir
si, en lo tocante a la lucha de clases y a la propiedad privada, el socialismo
se suaviza y se enmienda hasta el punto de que, en cuanto a eso, ya nada haya
de reprensible en él? ¿Acaso abdicó ya por eso de su naturaleza, contraria a la
religión cristiana?
Es ésta una cuestión
que tiene perplejos los ánimos de muchos. Y son muchos los católicos que,
sabiendo perfectamente que los principios cristianos jamás pueden abandonarse
ni suprimirse, parecen volver los ojos a esta Santa Sede y pedir con
insistencia que resolvamos si un tal socialismo se ha limpiado de falsas
doctrinas lo suficientemente, de modo que pueda ser admitido y en cierta manera
bautizado sin quebranto de ningún principio cristiano.
Para satisfacer con
nuestra paternal solicitud a estos deseos, declaramos los siguiente:
considérese como doctrina, como hecho histórico o como "acción"
social, el socialismo, si sigue siendo verdadero socialismo, aun después de
haber cedido a la verdad y a la justicia en los puntos indicados, es
incompatible con los dogmas de la
Iglesia católica, puesto que concibe la sociedad de una
manera sumamente opuesta a la verdad cristiana.
Concibe la sociedad y
la naturaleza humana de un modo contrario a la verdad cristiana
118. El hombre, en
efecto, dotado de naturaleza social según la doctrina cristiana, es colocado en
la tierra para que, viviendo en sociedad y bajo una autoridad ordenada por Dios
(cf Rom 13,1), cultive y desarrolle plenamente todas sus facultades para
alabanza y gloria del Creador y, desempeñando fielmente los deberes de su profesión
o de cualquiera vocación que sea la suya, logre para sí juntamente la felicidad
temporal y la eterna.
El socialismo, en
cambio, ignorante y despreocupado en absoluto de este sublime fin tanto del
hombre como de la sociedad, pretende que la sociedad humana ha sido instituida
exclusivamente para el bien terreno.
119. Del hecho de que
la ordenada división del trabajo es mucho más eficaz en orden a la producción
de los bienes que el esfuerzo aislado de los particulares, deducen, en efecto,
los socialistas que la actividad económica, en la cual consideran nada más que
los objetos materiales, tiene que proceder socialmente por necesidad.
En lo que atañe a la
producción de los bienes, estiman ellos que los hombres están obligados a
entregarse y someterse por entero a esta necesidad. Más aún, tan grande es la
importancia que para ellos tiene poseer la abundancia mayor posible de bienes
para servir a las satisfacciones de esta vida, que, ante las exigencias de la
más eficaz producción de bienes, han de preterirse y aún inmolarse los más
elevados bienes del hombre, sin excluir ni siquiera la libertad.
Sostienen que este
perjuicio de la dignidad humana, necesario en el proceso de producción
"socializado", se compensará fácilmente por la abundancia de bienes
socialmente producidos, los cuales se derramarán profusamente entre los
individuos, para que cada cual pueda hacer uso libremente y a su beneplácito de
ellos para atender a las necesidades y al bienestar de la vida.
Pero la sociedad que
se imagina el socialismo ni puede existir ni puede concebirse sin el empleo de
una enorme violencia, de un lado, y por el otro supone una no menos falsa
libertad, al no existir en ella una verdadera autoridad social, ya que ésta no
puede fundarse en bienes temporales y materiales, sino que proviene
exclusivamente de Dios, Creador y fin último de todas las cosas (Diuturnum, 29
de junio de 1881).
Socialista y católico
son términos contradictorios
120. Aun cuando el
socialismo, como todos los errores, tiene en sí algo de verdadero (cosa que
jamás han negado los Sumos Pontífices), se funda sobre una doctrina de la
sociedad humana propia suya, opuesta al verdadero cristianismo. Socialismo
religioso, socialismo cristiano, implican términos contradictorios: nadie puede
ser a la vez buen católico y verdadero socialista
Socialismo educador
121. Cuanto hemos
recordado y confirmado con nuestra solemne autoridad debe aplicarse de igual
modo a una nueva forma de socialismo, poco conocido hasta ahora, pero que se
está extendiendo entre diferentes núcleos socialistas. Se dedica ante todo a la
educación de los espíritus y de las costumbres; se atrae especialmente a los
niños, bajo capa de amistad, y los arrastra consigo, pero hace también a toda
clase de personas, para formar hombres socialistas, que amolden a sus
principios de la sociedad humana.
122. Habiendo tratado
ampliamente en nuestra encíclica Divini illius Magistri sobre qué principios
descansa y qué fines persigue la pedagogía cristiana, es tan claro y evidente
cuán opuesto a ello es lo que hace y pretende este socialismo invasor de las
costumbres y de la educación que no hace falta declararlo.
Parecen, no obstante,
o ignorar o no conceder importancia a los gravísimos peligros que tal socialismo
trae consigo quienes no se toman ningún interés por combatirlo con energía y
decisión, dada la gravedad de las cosas. Corresponde a nuestra pastoral
solicitud advertir a éstos sobre la inminencia de un mal tan grave; tengan
presente todos que el padre de este socialismo educador es el liberalismo, y su
heredero, el bolchevismo.
Desertores católicos
al socialismo
123. Siendo las cosas
así, venerables hermanos, bien podéis entender con qué dolor veremos que, sobre
todo en algunas regiones, no pocos de nuestros hijos, los cuales no podemos
persuadirnos de que hayan abandonado la verdadera fe ni su recta voluntad, han
desertado del campo de la
Iglesia y volado a las filas del socialismo: unos, para
gloriarse abiertamente del nombre de socialistas y profesar los principios del
socialismo; otros, indolentes o incluso contra su voluntad, para adherirse a
asociaciones que ideológicamente o de hecho son socialistas.
124. Nos, angustiados
por nuestra paternal solicitud, examinamos y tratamos de averiguar qué ha podido
ocurrir para llevarlos a tal aberración, y nos parece oír que muchos de ellos
responden y se excusan con que la
Iglesia y los que se proclaman adictos a ella favorecen a los
ricos, desprecian a los trabajadores y que para nada se cuidan de ellos, y que
ha sido la necesidad de velar por sí mismos lo que los ha llevado a encuadrarse
y alistarse en las filas del socialismo.
125. Es
verdaderamente lamentable, venerables hermanos, que haya habido y siga habiendo
todavía quienes, confesándose católicos, apenas si se acuerdan de esa sublime
ley de justicia y de caridad, en virtud de la cual estamos obligados no sólo a
dar a cada uno lo que es suyo, sino también a socorrer a nuestros hermanos
necesitados como si fuera al propio Cristo Nuestro Señor (cf. Sant c.2), y, lo
que es aún más grave, no temen oprimir a los trabajadores por espíritu de
lucro.
No faltan incluso
quienes abusan de la religión misma y tratan de encubrir con el nombre de ella
sus injustas exacciones, para defenderse de las justas reclamaciones de los
obreros. Conducta que no dejaremos jamás de reprochar enérgicamente.
Ellos son la causa,
en efecto, de que la Iglesia ,
aunque inmerecidamente, haya podido parecer y ser acusada de favorecer a los
ricos, sin conmoverse, en cambio, lo más mínimo ante las necesidades y las
angustias de aquellos que se veían como privados de su natural heredad.
La historia entera de
la Iglesia
demuestra claramente que tal apariencia y tal acusación es inmerecida e
injusta, y la misma encíclica cuyo aniversario celebramos es un testimonio
elocuentísimo de la suma injusticia con que esas calumnias y ofensas se dirigen
contra la Iglesia
y su doctrina.
Invitación a que
vuelvan
126. No obstante, aun
cuando, afligidos por la injuria y oprimidos por el dolor paterno, estamos tan
lejos de repeler y rechazar a los hijos lastimosamente engañados y tan alejados
de la verdad y de la salvación, que no podemos menos de invitarlos, con toda la
solicitud de que somos capaces, a que vuelvan al seno maternal de la Iglesia. ¡Ojalá presten
oído atento a nuestras palabras! ¡Ojalá vuelvan al lugar de donde salieron,
esto es, a la casa paterna, y perseveren en ella, donde tienen su lugar propio,
es decir, en las filas de aquellos que, siguiendo afanosamente los consejos
promulgados por León XIII y por Nos solemnemente renovados, tratan de renovar
la sociedad según el espíritu de la
Iglesia , afianzando la justicia y la caridad sociales!
Persuádanse de que en
ninguna otra parte podrán hallar una más completa felicidad, aun en la tierra,
como junto a Aquel que por nosotros se hizo pobre siendo rico, para que con su
pobreza fuéramos ricos nosotros (2Cor 8,9); que fue pobre y trabajador desde su
juventud; que llama a sí a todos los agobiados por sufrimientos y trabajos para
reconfortarlos plenamente con el amor de su corazón (Mt 11,28); que,
finalmente, sin ninguna acepción de personas, exigirá más a quienes más se haya
dado (cf. Lc 12,48) y dará a cada uno según sus méritos (Mt 16,27).
3. Reforma de las
costumbres
127. Pero, si
consideramos más atenta y profundamente la cuestión, veremos con toda claridad
que es necesario que a esta tan deseada restauración social preceda la
renovación del espíritu cristiano, del cual tan lamentablemente se han alejado
por doquiera, tantos economistas, para que tantos esfuerzos no resulten
estériles ni se levante el edificio sobre arena, en vez de sobre roca (cf. Mt
7,24).
128. Y ciertamente,
venerables hermanos y amados hijos, hemos examinado la economía actual y la
hemos encontrado plagada de vicios gravísimos. Otra vez hemos llamado a juicio
también al comunismo y al socialismo, y hemos visto que todas sus formas, aun
las más moderadas, andan muy lejos de los preceptos evangélicos.
129. "Por lo
tanto —y nos servimos de las palabras de las palabras de nuestro predecesor—,
si hay que curar a la sociedad humana, sólo podrá curarla el retorno a la vida
y a las costumbres cristianas" (Rerum novarum, 22). Sólo ésta, en efecto,
puede aportar el remedio eficaz contra la excesiva solicitud por las cosas
caducas, que es el origen de todos los vicios; ésta la única que puede apartar
los ojos fascinados de los hombres y clavados en las cosas mudables de la
tierra y hacer que los levanten al cielo. ¿Quién negará que es éste el remedio
que más necesita hoy el género humano?
El desorden actual
trae sobre todo la ruina de las almas
130. Los ánimos de
todos, efectivamente, se dejan impresionar exclusivamente por las
perturbaciones, por los desastres y por las ruinas temporales. Y ¿qué es todo
eso, si miramos las cosas con los ojos cristianos, como debe ser, comparado con
la ruina de las almas? Y, sin embargo, puede afirmarse sin temeridad que son
tales en la actualidad las condiciones de la vida social y económica, que crean
a muchos hombres las mayores dificultades para preocuparse de lo único
necesario, esto es, de la salvación eterna.
131. Constituido
ciertamente en pastor y defensor de estas ovejas por el Príncipe de los
pastores, que las redimió con su sangre, no podemos ver sin lágrimas en los
ojos este enorme peligro en que se hallan, sino que más bien, consciente de
nuestro pastoral deber, meditamos constantemente con paternal solicitud no sólo
en cómo podremos ayudarlas, sino invocando también el incansable celo de
aquellos a quienes en justicia y en caridad les interesa.
Pues ¿qué les
aprovecharía a los hombres hacerse capaces, con un más sabio uso de las
riquezas, de conquistar aun el mundo entero si con ello padecen daño de su
alma? (cf. Mt 15,26) ¿De qué sirve enseñarles los seguros principios de la
economía, si por una sórdida y desenfrenada codicia se dejan arrastrar de tal
manera por la pasión de sus riquezas, que, oyendo los mandatos del Señor, hacen
todo lo contrario? (cf. Jud 2, 17)
Causas de este mal
132. Raíz y origen de
esta descristianización del orden social y económico, así como de la apostasía
de gran parte de los trabajadores que de ella se deriva, son las desordenadas
pasiones del alma, triste consecuencia del pecado original, el cual ha
perturbado de tal manera la admirable armonía de las facultades, que el hombre,
fácilmente arrastrado por los perversos instintos, se siente vehementemente
incitado a preferir los bienes de este mundo a los celestiales y permanentes.
De aquí esa sed
insaciable de riquezas y de bienes temporales, que en todos los tiempos inclinó
a los hombres a quebrantar las leyes de Dios ya a conculcar los derechos del
prójimo, pero que por medio de la actual organización de la economía tiende
lazos mucho más numerosos a la fragilidad humana.
Como la inestabilidad
de la economía y, sobre todo, su complejidad exigen, de quienes se consagran a
ella, una máxima y constante tensión de ánimo, en algunos se han embotado de
tal modo los estímulos de la conciencia, que han llegado a tener la persuasión
de que les es lícito no sólo sus ganancias como quiera que sea, sino también
defender unas riquezas ganadas con tanto empeño y trabajo, contra los reveses
de la fortuna, sin reparar en medios.
Las fáciles ganancias
que un mercado desamparado de toda ley ofrece a cualquiera, incitan a
muchísimos al cambio y tráfico de mercancías, los cuales, sin otra mira que
lograr pronto las mayores ganancias con el menor esfuerzo, es una especulación
desenfrenada, tan pronto suben como bajan, según su capricho y codicia, los
precios de las mercancías, desconcertando las prudentes previsiones de los
fabricantes.
Las instituciones
jurídicas destinadas a favorecer la colaboración de capitales, repartiendo o
limitando los riesgos, han dado pie a las más condenables licencias. Vemos, en
efecto, que los ánimos se dejan impresionar muy poco por esta débil obligación
de rendición de cuentas; además, al amparo de un nombre colectivo se perpetran
abominables injusticias y fraudes; por otra parte, los encargados de estas
sociedades económicas, olvidados de su cometido, traicionan los derechos de
aquellos cuyos ahorros recibieron en administración.
Y no debe olvidarse,
por último, a esos astutos individuos que, bien poco cuidadosos del beneficio
honesto de su negocio, no temen aguijonear las ambiciones de los demás y,
cuando los ven lanzados, aprovecharse de ellos para su propio lucro.
133. Eliminar estos
gravísimos peligros, o incluso prevenirlos, hubiera podido hacerlo una severa y
firme disciplina moral, inflexiblemente aplicada por los gobernantes; pero,
desdichadamente, ésta ha faltado con exceso de frecuencia.
Pues, habiendo hecho
su aparición los primeros gérmenes de este nuevo sistema económico cuando los
errores del racionalismo se habían posesionado y arraigado profundamente en las
mentes de muchos, surgió en poco tiempo una cierta doctrina económica apartada
de la verdadera ley moral, con lo que vinieron a soltarse por completo las
riendas de las pasiones humanas.
134. Así ocurrió que
creciera mucho más que antes el número de los que no se ocupaban ya sino de
aumentar del modo que fuera sus riquezas, buscándose a sí mismos, ante todo y
por encima de todo, sin que nada, ni aun los más graves delitos contra el
prójimo fuera capaz de hacerlos volverse a la religión.
Los primeros que
emprendieron este camino espacioso hacia la perdición (cf. Mt 7,13) encontraron
muchos imitadores de su iniquidad, fuera por el ejemplo de su aparente éxito,
ya por el presuntuoso alarde de sus riquezas, ora por su mofa de la conciencia
de los demás, cual si la acometieran escrúpulos vanos, o también, finalmente,
por su triunfo sobre competidores más timoratos.
135. Siguiendo los
dirigentes de la economía un camino tan desviado de la rectitud, fue natural
que los trabajadores rodaran en masa a idéntico abismo, y tanto más cuanto que
los patronos se servían de sus obreros como de meras herramientas, sin
preocuparse lo más mínimo de su alma y sin pensar siquiera en los más elevados
intereses.
Ciertamente, el ánimo
se siente horrorizado cuando se piensa en los gravísimos peligros a que están
expuestas las costumbres de los trabajadores (sobre todo los jóvenes), así como
el pudor de las doncellas y demás mujeres; cuando se considera con cuánta
frecuencia el moderno régimen del trabajo y, sobre todo, las inadecuadas
condiciones de la vivienda crean obstáculos a la unión y a la intimidad
familiar; cuando se reflexiona en cuántos y cuán graves impedimentos se ponen a
la conveniente santificación de las fiestas, cuando se constata el universal
debilitamiento de ese sentido cristiano, que ha hecho encumbrarse a tan altos
misterios aun a los hombres rudos e indoctos, suplantado hoy por el exclusivo
afán de procurarse, como quiera que sea, el sustento cotidiano.
Providencia había
establecido que se ejerciera, incluso después del pecado original, para bien
justamente del cuerpo y del alma humanos, es convertido por doquiera en
instrumento de perversión; es decir, que de las fábricas sale ennoblecida la
materia inerte, pero los hombres se corrompen y se hacen más viles.
Remedios
a) Cristianización de
la vida económica
136. A esta
lamentable ruina de las almas, persistiendo la cual será vano todo intento de
regeneración social, no puede aplicarse remedio alguno eficaz, como no sea
haciendo volver a los hombres abierta y sinceramente a la doctrina evangélica,
es decir, a los principios de Aquel que es el único que tiene palabras de vida
eterna (cf. Jn 6,70), y palabras tales que, aun cuando pasen el cielo y la
tierra, ellas jamás pasarán (cf. Mt 16,35).
Los verdaderamente
enterados sobre cuestiones sociales piden insistentemente una reforma ajustada
a los principios de la razón, que pueda llevar a la economía hacia un orden
recto y sano. Pero ese orden, que Nos mismo deseamos tan ardientemente y
promovemos con tanto afán, quedará en absoluto manco e imperfecto si las
actividades humanas todas no cooperan en amigable acuerdo a imitar y, en la
medida que sea dado a las fuerzas de los hombres, reproducir esa admirable
unidad del plan divino; o sea, que se dirijan a Dios, como a término primero y
supremo de toda actividad creada, y que por bajo de Dios, cualesquiera que sean
los bienes creados, no se los considere más que como simples medios, de los
cuales se ha de usar nada más que en la medida en que lleven a la consecución
del fin supremo.
No se ha de pensar,
sin embargo, que con esto se hace de menos a las ocupaciones lucrativas o que
rebajen la dignidad humana, sino que, todo lo contrario, en ellas se nos enseña
a reconocer con veneración la clara voluntad del divino Hacedor, que puso al
hombres sobre la tierra para trabajarla y hacerla servir a sus múltiples
necesidades.
No se prohíbe, en
efecto, aumentar adecuada y justamente su fortuna a quienquiera que trabaja
para producir bienes, sino que aun es justo que quien sirve a la comunidad y la
enriquece, con los bienes aumentados de la sociedad se haga él mismo también,
más rico, siempre que todo esto se persiga con el debido respeto para con las
leyes de Dios y sin menoscabo de los derechos ajenos y se emplee según el orden
de la fe y de la recta razón.
Si estas normas
fueran observadas por todos, en todas partes y siempre, pronto volverían a los
límites de la equidad y de la justa distribución tanto la producción y
adquisición de las cosas cuanto el uso de las riquezas, que ahora se nos
muestra con frecuencia tan desordenado; a ese sórdido apego a lo propio, que es
la afrenta y el gran pecado de nuestro siglo, se opondría en la práctica y en
los hechos la suavísima y a la vez poderosísima ley de la templanza cristiana,
que manda al hombre buscar primero el reino de Dios y su justicia, pues sabe
ciertamente, por la segura promesa de la liberalidad divina, que los bienes temporales
se le darán por añadidura en la medida que le fueren necesarios (cf. Mt 6,33).
b) Función de la
caridad
137. En la prestación
de todo esto, sin embargo, es conveniente que se dé la mayor parte a la ley de
la caridad, que es vínculo de perfección (Col 3,14). ¡Cuánto se engañan, por
consiguiente, esos incautos que, atentos sólo al cumplimiento de la justicia, y
de la conmutativa nada más, rechazan soberbiamente la ayuda de la caridad! La
caridad, desde luego, de ninguna manera puede considerarse como un sucedáneo de
la justicia, debida por obligación e inicuamente dejada de cumplir.
Pero, aun dado por
supuesto que cada cual acabará obteniendo todo aquello a que tiene derecho, el
campo de la caridad es mucho más amplio: la sola justicia, en efecto, por
fielmente que se la aplique, no cabe duda alguna que podrá remover las causas
de litigio en materia social, pero no llegará jamás a unir los corazones y las
almas.
Ahora bien, todas las
instituciones destinadas a robustecer la paz y a promover la mutua ayuda entre
los hombres, por perfectas que parezcan, tienen su más fuerte fundamente en la
vinculación mutua de las almas, con que los socios se unen entre sí, faltando
el cual, como frecuentemente ha enseñado la experiencia, los ordenamientos más
perfectos acaban en nada.
Así, pues, la
verdadera unión de todo en orden al bien común único podrá lograrse sólo cuando
las partes de la sociedad se sientan miembros de una misma familia e hijos
todos de un mismo Padre celestial, y todavía más, un mismo cuerpo en Cristo,
siendo todos miembros los unos de los otros (Rom 12,5), de modo que, si un
miembro padece, todos padecen con él (1Cor 12,26).
Entonces los ricos y
los demás próceres cambiarán su anterior indiferencia para con sus hermanos
pobres en un solícito y eficiente amor, escucharán con el corazón abierto sus
justas reclamaciones y perdonarán espontáneamente sus posibles culpas y
errores. Y los obreros, depuesto sinceramente todo sentido de odio y de
animosidad, de que tan astutamente abusan los agitadores de la lucha social, no
sólo no aceptarán con fastidio el puesto de la divina Providencia les ha
asignado en la convivencia social, sino que harán lo posible, en cuanto bien
conscientes de sí mismos, por colaborar de una manera verdaderamente útil y
honrosa, cada cual en su profesión y deber, al bien común, siguiendo muy de
cerca las huellas de Aquel que, siendo Dios, quiso ser carpintero entre los
hombres y ser tenido por hijo de un carpintero.
La tarea es difícil
138. De esta nueva
difusión por el mundo, pues, del espíritu evangélico, que es espíritu de
templanza cristiana y de universal caridad, confiamos que ha de surgir la tan
sumamente deseada y plena restauración de la sociedad humana en Cristo y esa
"paz de Cristo en el reino de Cristo", a la cual resolvimos y nos
propusimos firmemente desde el comienzo de nuestro pontificado consagrar todo
nuestro esfuerzo y solicitud pastoral (Ubi arcano); y vosotros, venerables
hermanos, que por mandato del Espíritu Santo regís con Nos la Iglesia de Dios (cf. Hch 20,28),
colaboráis con muy laudable celo a este mismo principal y en los presentes
tiempos tan necesario fin, en todas las regiones del orbe, incluso en las de
sagradas misiones entre infieles.
Recibid todos
vosotros el merecido elogio, así como todos esos cotidianos partícipes y
magníficos colaboradores, tanto clérigos como laicos, de esta misma gran obra,
a los cuales vemos con alegría, amados hijos nuestros, adscritos a la Acción Católica ,
que con peculiar afán comparte con Nos el cuidado de la cuestión social, en
cuanto compete e incumbe a la
Iglesia por su misma institución divina.
A todos éstos los
exhortamos una y otra vez en el Señor a que no regateen trabajo, a que no se
dejen vencer por ninguna dificultad, sino que de día en día crezcan en valor y
fortaleza (cf. Dt 31,7). Es sin duda arduo el trabajo que les proponemos
acometer; en efecto, conocemos muy bien los muchos obstáculos e impedimentos
que por ambas partes, tanto en las clases superiores cuanto en las inferiores
de la sociedad, hay que vencer.
Que no se desanimen,
sin embargo: es propio de cristianos afrontar rudas batallas; propio de los
que, como buenos soldados de Cristo, le siguen más de cerca, soportar los más
graves dolores.
139. Confiados, por
consiguiente, sólo en el omnipotente auxilio de Aquel que quiere que todos los
hombres se salven (cf. 2Tim 2,3), tratemos de ayudar con todas nuestras fuerzas
a esas miserables almas apartadas de Dios y, apartándolas de los cuidados
temporales, a que se entregan con exceso, enseñémoslas a aspirar confiadamente
a los eternos.
A veces esto se
logrará más fácilmente de lo que a primera vista pudiera parecer. Pues si en lo
íntimo de los hombres aun más perversos se esconden, como brasas entre la
ceniza, energías espirituales admirables, testimonios indudables del alma
naturalmente cristiana, ¡cuánto más en los corazones de aquellos incontables
que han sido llevado al error más bien por ignorancia y por las circunstancias
exteriores de las cosas!
140. Por lo demás,
dan felices muestras de cierta restauración social esos mismos ejércitos de
obreros, entre los cuales, con gozo grande de nuestro ánimo, vemos apretados
haces de jóvenes obreros que no sólo reciben con oídos atentos las
inspiraciones de la divina gracia, sino que tratan, además, con admirable celo,
de ganar para Cristo a sus compañeros.
Y no son menos dignos
de elogio los jefes de las asociaciones obreras, los cuales, posponiendo sus
propios intereses y atentos exclusivamente al bien de los asociados, tratan
prudentemente de compaginar sus justas reclamaciones con la prosperidad de todo
el gremio y de promoverlas, sin dejarse acobardar en este noble cometido ni por
impedimentos ni suspicacias.
Es de ver, además, a
muchos jóvenes, que luego han de ocupar elevados puestos entre las clases
superiores, tanto por su talento cuanto por sus riquezas, dedicados con todo
afán a los estudios sociológicos, lo que hace concebir la feliz esperanza de
que se entregarán por entero a la restauración social.
Camino que se debe
seguir
141. Así, pues,
venerables hermanos, las presentes circunstancias marcan claramente el camino
que se ha de seguir. Nos toca ahora, como ha ocurrido más de una vez en la
historia de la Iglesia ,
enfrentarnos con un mundo que ha recaído en gran parte en el paganismo.
Para que todas estas
clases tornen a Cristo, a quien han negado, hay que elegir de entre ellos
mismos y formar los soldados auxiliares de la Iglesia , que conozcan bien
sus ideas y sus apetencias, los cuales puedan adentrarse en sus corazones mediante
cierta suave caridad fraternal.
O sea, que los
primeros e inmediatos apóstoles de los obreros han de ser obreros, y los
apóstoles del mundo industrial y comercial deben ser de sus propios gremios.
142. Buscar
diligentemente a estos laicos, así obreros como patronos; elegirlos
prudentemente, educarlos adecuadamente e instruirlos, ése es cometido vuestro,
venerables hermanos, y de vuestro clero. Obligación difícil, sin duda alguna,
la que se impone a los sacerdotes, para realizar la cual tendrán que prepararse
con un intenso estudio de las cuestiones sociales cuantos constituyen la
esperanza de la Iglesia ;
pero sobre todo es necesario que aquellos a quienes especialmente vais a
confiar esta misión se muestren tales que, dotados de un exquisito sentido de
la justicia, se opongan en absoluto, con viril constancia, a todo el que pide
algo inicuo o hace algo injusto; sobresalgan en una prudencia y discreción,
ajena a todo extremismo, y estén penetrados sobre todo por la caridad de
Cristo, que es la única capaz de someter, a la vez suave y fuertemente, los
corazones y las voluntades de los hombres a las leyes de la justicia y de la
equidad.
No hay que dudar en
emprender decididamente este camino, que una feliz experiencia ha comprobado
más de una vez.
143. A estos amados
hijos nuestros, elegidos para una obra de tanta responsabilidad, los exhortamos
insistentemente en el Señor a que se entreguen por entero a la educación de los
hombres que les han sido confiados, y que en el cumplimiento de ese deber
verdaderamente sacerdotal y apostólico se sirvan oportunamente de todos los
medios de educación cristiana, enseñando a los jóvenes, creando asociaciones
cristianas, fundando círculos de estudio, que deben llevarse según las normas
de la fe.
En primer lugar,
estimen mucho y apliquen asiduamente, para bien de sus alumnos, ese valiosísimo
instrumento de renovación, tanto privada como social, que son los ejercicios
espirituales, como ya enseñamos en nuestra encíclica Mens nostra.
En esa encíclica hemos
recordado expresamente y recomendado con insistencia tanto los ejercicios para
toda clase de laicos cuanto también los retiros, tan provechosos para los
obreros; en esa escuela del espíritu, en efecto, no sólo se forman óptimos
cristianos, sino también verdaderos apóstoles para toda condición de vida, y se
inflaman en el fuego del corazón de Cristo.
De esta escuela
saldrán, como los apóstoles del cenáculo de Jerusalén, fuertes en la fe,
robustecidos por una invicta constancia en las persecuciones, ardiendo en celo,
atentos sólo a extender el reino de Cristo por todas partes.
144. Y de veras que
hoy se necesita de unos tales robustos soldados de Cristo, que luchen con todas
sus fuerzas para conservar incólume a la familia humana de la tremenda ruina en
que caería si, despreciadas las doctrinas del Evangelio, se dejara prevalecer
un orden de cosas que conculca no menos las leyes naturales que las divinas.
Pero sus maternales
entrañas no pueden menos de conmoverse a causa de los incontables males que en
medio de estas borrascas maltratan a miles de hombres y, sobre todo, por los
gravísimos daños espirituales que de ello habrían de seguirse, que causarían la
ruina de tantas almas redimidas por la sangre de Cristo.
145. Nada deberá
dejar de intentarse, por consiguiente, para alejar tan grandes males de la
sociedad humana: tiendan a ello los trabajos, los esfuerzos todos, las
constantes y fervorosas oraciones de Dios. Puesto que, con el auxilio de la
gracia divina, la suerte de la humana familia está en nuestras manos.
146. No permitamos,
venerables hermanos y amados hijos, que los hijos de este siglo se muestren en
su generación más prudentes que nosotros, que por la divina bondad somos hijos
de la luz (cf. Lc 8). Los vemos, efectivamente, elegir con la máxima sagacidad
adeptos decididos e instruirlos para que vayan extendiendo cada día más sus
errores por todas las clases de hombres y en todas las naciones de la tierra.
Y siempre que se
proponen atacar con más vehemencia a la Iglesia , los vemos deponer sus luchas intestinas,
formar un solo frente en la mayor concordia y lanzarse en un haz compacto al
logro de sus fines.
Se recomienda
estrecha unión y colaboración
147. Ahora bien, no
hay nadie ciertamente que ignore cuántas y cuán grandes obras crea el
incansable celo de los católicos, tanto en orden al bien social y económico
cuanto en materia docente y religiosa. Esta acción admirable y laboriosa, sin
embargo, no pocas veces resulta menos eficaz por la excesiva dispersión de las
fuerzas.
Únanse, por tanto,
todos los hombres de buena voluntad, cuantos quieran participar, bajo la
conducta de los pastores de la
Iglesia , en esta buena y pacífica batalla de Cristo, y todos,
bajo la guía y el magisterio de la
Iglesia , en conformidad con el ingenio, las fuerzas y la
condición de cada uno, traten de hacer algo por esa restauración cristiana de
la sociedad humana, que León XIII propugnó por medio de su inmortal encíclica
Rerum novarum; nos e busquen a sí mismos o su provecho, sino los intereses de
Cristo (cf. Flp 2,21; no pretendan imponer en absoluto sus propios pareceres,
sino muéstrense dispuestos a renunciar a ellos, por buenos que sean, si el bien
común así parezca requerirlo, para que en todo y sobre todo reine Cristo,
impere Cristo, a quien se deben el honor y la gloria y el poder por los siglos
(Ap 5,13).
148. Y para que todo
esto tenga feliz realización, a vosotros todos, venerables hermanos y amados
hijos, cuantos sois miembros de esta grandiosa familia católica a Nos confiada,
pero con particular afecto de nuestro corazón a los obreros y demás
trabajadores manuales, encomendados especialmente a Nos por la divina
Providencia, así como también a los patronos y administradores de obras
cristianas, impartimos paternalmente la bendición apostólica.
Dada en Roma, junto a
San Pedro, a 15 de mayo de 1931, año décimo de nuestro pontificado.
PÍO PP. XI
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