miércoles, 10 de julio de 2013

Por una conversión nacional



Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, 
en la celebración de acción de gracias por el aniversario de la independencia (Iglesia catedral, 9 de julio de 2013)

En un gesto significativo de religiosidad y de patriotismo, nos reunimos en nuestra catedral para conmemorar, meditando y orando, un nuevo aniversario de la independencia nacional. Los sentimientos y los actos de religiosidad y de patriotismo, en cuanto pertenecen a ámbitos morales estrechamente vinculados entre sí, pueden designarse con el nombre clásico de piedad. Este nombre incluye el respeto, la solicitud diligente, el servicio ofrecido como un deber sagrado, a Dios que es el Creador de todo lo que existe y cuyo poder nos mantiene en el ser, a nuestros padres, y a la patria, porque es la tierra de nuestros padres, el solar físico y espiritual en el que se hunden nuestras raíces. Al dar gracias y al pedir por la patria cumplimos objetivamente una deuda de justicia y de amor, aunque algunas veces nuestra convicción de argentinidad necesite ser robustecida con buenos argumentos, aunque el entusiasmo de nuestro afecto se entibie por efecto de decepciones acumuladas, de penosas frustraciones colectivas.

¿Qué es lo que pedimos cuando oramos por la patria? Me permito citar la plegaria litúrgica con la que iniciamos esta celebración, antes de escuchar las lecturas bíblicas. Dios nuestro, que con admirable providencia gobiernas todas las cosas, recibe con bondad las oraciones que te dirigimos por nuestra patria, para que la prudencia de los gobernantes y la honestidad de los ciudadanos, se afiancen la concordancia y la justicia, y podamos gozar de prosperidad y de paz. 

En esta oración se establece una analogía entre la providencia con la que Dios rige los acontecimientos del mundo y la prudencia con la que los gobernantes de los pueblos deben ejercer su misión, expuesta a tantas contingencias. La providencia es la razón del orden que existe en la creación, que tiene como principio supremo la sabiduría divina y por último fin la bondad misericordiosa del Creador. Gobierno es la ejecución de ese orden providencial; para ejercerlo Dios ha establecido causas necesarias en la naturaleza, pero también se vale de mediaciones, ya que asocia a las criaturas inteligentes –los ángeles y los hombres– como colaboradores de su causalidad soberana. Por tanto, la libertad humana se incorpora activamente al orden de la providencia, en el cual se articula todo lo que ocurre. Podemos pensar entonces que la Providencia es algo así como la prudencia de Dios, mientras que la prudencia de los hombres participa de la dignidad de la providencia divina. De esta concepción, característica de la visión cristiana del mundo, se sigue la importancia decisiva y el valor del papel que cumplen los gobernantes de los pueblos en sus diversos niveles de autoridad, así como también los ciudadanos en el orden jurídico-político de una república.

La oración que hemos rezado al comienzo, y que he citado hace un momento, designa como mediaciones de la Providencia la prudencia de los gobernantes y la honestidad de los ciudadanos. Las altísimas razones de la Providencia se nos escapan, son inescrutables; pero podemos estar seguros de que si faltan aquellas mediaciones imprescindibles para un buen gobierno, difícilmente se afianzarán la concordia y la justicia y no podremos gozar de prosperidad y de paz. 

Hacen falta la prudencia de los gobernantes y la honestidad de los ciudadanos, pero también son más que necesarias la honestidad de los gobernantes y la prudencia de los ciudadanos. Los dos órdenes, el de la prudencia y el de la honestidad, son inseparables, tanto en la orientación personal de la propia vida cuanto en el orden comunitario, en la participación en la vida social. La prudencia es todo lo contrario del disimulo, del subterfugio, de las agachadas y avivadas criollas, y la especie de prudencia que mira al bien común y que por eso se llama política, requiere una rectitud moral que incluye el ejercicio de muchas otras virtudes. No hay prudencia política auténtica sin honestidad, esto es, sin decencia, probidad, honradez. La teoría de las virtudes se ve corroborada por la experiencia: todos sabemos sobradamente que ningún país puede prosperar de modo duradero si en lugar de la prudencia reina la insensatez y si se registra en él un índice elevado de corrupción. Por otra parte, la elección de los mejores medios por parte de los gobernantes y de los ciudadanos, y esto es lo propio de la prudencia, permite orientar la vida de la comunidad hacia el verdadero fin, hacia el bien común. Varios siglos antes de Cristo, Jenofonte escribió esta sentencia: No puede existir un valor digno de alabanza si no va acompañado por la prudencia; realmente, todo lo que entre los hombres carece de buen sentido, no puede ser más que maldad e injusticia.

Esta cuestión acerca de la prudencia y la honestidad se refleja en las dudas que surgen y en las discusiones que se entablan en numerosos países de tradición democrática sobre lo que se puede esperar de un normal funcionamiento de las instituciones republicanas, y en especial de la representación parlamentaria. La decepción de muchos va a la par de la exigencia de autenticidad, es decir, de sabiduría práctica y de moralidad en la vida pública. 

En un libro publicado a comienzos de este año, un periodista prestigioso como Sergio Romano señala los factores que ponen asechanzas a la democracia en Europa; el título es por demás elocuente: “Morir de democracia”. Extraigo de esta obra un párrafo particularmente punzante: Hasta que el voto nacional se funde sobre la presunción de que los candidatos, sobre todo cuando afrontan problemas económicos, podrán mantener sus promesas, la democracia continuará decepcionando las expectativas de los electores y las urnas serán conquistadas en medida creciente por movimientos demagógicos, populistas, potencialmente autoritarios.

Las lecturas que hemos escuchado ratifican el contenido de la plegaria que acabo de comentar. Al comienzo de su reinado, el joven Salomón pidió al Señor el discernimiento necesario para juzgar con rectitud, es decir, un corazón sabio y prudente. El texto bíblico subraya con elogio esa intención, y que no haya aspirado a la buena vida, el enriquecimiento y el éxito; estos bienes serían la añadidura generosa ofrecida por Dios al gobernante cumplidor de la ley divina.

La parábola de los talentos invita a los oyentes a un obrar animoso, a afrontar los riesgos y no dejarse paralizar por el miedo. Es también una exhortación a la lucidez y a la laboriosidad; pone en guardia contra la pereza y la inclinación a esquivar mañosamente los deberes que corresponden proporcionalmente a cada uno. No hay derecho a dejar sin fruto los dones recibidos. En el sentido literal de la parábola, el talento designa una unidad monetaria de gran valor; representa, en realidad, una suma inmensa, equivalente a seis mil jornales de un trabajador de aquellos tiempos. En sentido alegórico significa las dotes, aptitudes y capacidades; podemos aplicar esta imagen a la riqueza física, cultural e histórica de la Argentina, que nos ha sido confiada para hacerla fructificar y que estamos dilapidando por imprudencia y picardía.

El salmo interleccional contiene un oráculo profético: Dios abre un futuro de esperanza para su pueblo en un momento de crisis y desilusión. Anuncia una respuesta favorable a la súplica humilde que incluye el reconocimiento de las culpas y el deseo de purificación y restauración. El Señor promete la paz a su pueblo y a sus amigos (Sal. 84, 9); esa promesa ha de cumplirse como apertura de una nueva era en la que se abrazarán el Amor y la Verdad, la Justicia y la Paz. No es éste un horizonte utópico, una perspectiva optimista pero irrealizable; corresponde al objeto de una legítima esperanza. La palabra inspirada se refiere, en último término, al Reino futuro, a los nuevos cielos y la nueva tierra, de los que se habla en el Libro de Isaías y en el Apocalipsis, pero también a la posible realización temporal e intraterrena que expresábamos en la oración ya comentada: que se afiancen la concordia y la justicia y que podamos gozar de prosperidad y de paz. Hacen falta, para que este deseo se encamine a cumplimiento, la prudencia y la honestidad de los gobernantes y de los ciudadanos. Hace falta, reconozcámoslo, una gran conversión nacional, en la que cada uno de nosotros debe aportar su cuota.


Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

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