Homilía de monseñor
Héctor Aguer, arzobispo de La
Plata ,
en la celebración de acción de gracias por el
aniversario de la independencia (Iglesia catedral, 9 de julio de 2013)
En un gesto
significativo de religiosidad y de patriotismo, nos reunimos en nuestra
catedral para conmemorar, meditando y orando, un nuevo aniversario de la
independencia nacional. Los sentimientos y los actos de religiosidad y de
patriotismo, en cuanto pertenecen a ámbitos morales estrechamente vinculados
entre sí, pueden designarse con el nombre clásico de piedad. Este nombre
incluye el respeto, la solicitud diligente, el servicio ofrecido como un deber
sagrado, a Dios que es el Creador de todo lo que existe y cuyo poder nos
mantiene en el ser, a nuestros padres, y a la patria, porque es la tierra de
nuestros padres, el solar físico y espiritual en el que se hunden nuestras
raíces. Al dar gracias y al pedir por la patria cumplimos objetivamente una
deuda de justicia y de amor, aunque algunas veces nuestra convicción de
argentinidad necesite ser robustecida con buenos argumentos, aunque el
entusiasmo de nuestro afecto se entibie por efecto de decepciones acumuladas,
de penosas frustraciones colectivas.
¿Qué es lo que
pedimos cuando oramos por la patria? Me permito citar la plegaria litúrgica con
la que iniciamos esta celebración, antes de escuchar las lecturas bíblicas.
Dios nuestro, que con admirable providencia gobiernas todas las cosas, recibe
con bondad las oraciones que te dirigimos por nuestra patria, para que la
prudencia de los gobernantes y la honestidad de los ciudadanos, se afiancen la
concordancia y la justicia, y podamos gozar de prosperidad y de paz.
En esta
oración se establece una analogía entre la providencia con la que Dios rige los
acontecimientos del mundo y la prudencia con la que los gobernantes de los
pueblos deben ejercer su misión, expuesta a tantas contingencias. La
providencia es la razón del orden que existe en la creación, que tiene como
principio supremo la sabiduría divina y por último fin la bondad misericordiosa
del Creador. Gobierno es la ejecución de ese orden providencial; para ejercerlo
Dios ha establecido causas necesarias en la naturaleza, pero también se vale de
mediaciones, ya que asocia a las criaturas inteligentes –los ángeles y los
hombres– como colaboradores de su causalidad soberana. Por tanto, la libertad
humana se incorpora activamente al orden de la providencia, en el cual se
articula todo lo que ocurre. Podemos pensar entonces que la Providencia es algo
así como la prudencia de Dios, mientras que la prudencia de los hombres
participa de la dignidad de la providencia divina. De esta concepción,
característica de la visión cristiana del mundo, se sigue la importancia
decisiva y el valor del papel que cumplen los gobernantes de los pueblos en sus
diversos niveles de autoridad, así como también los ciudadanos en el orden
jurídico-político de una república.
La oración que hemos
rezado al comienzo, y que he citado hace un momento, designa como mediaciones
de la Providencia
la prudencia de los gobernantes y la honestidad de los ciudadanos. Las
altísimas razones de la
Providencia se nos escapan, son inescrutables; pero podemos
estar seguros de que si faltan aquellas mediaciones imprescindibles para un
buen gobierno, difícilmente se afianzarán la concordia y la justicia y no
podremos gozar de prosperidad y de paz.
Hacen falta la prudencia de los
gobernantes y la honestidad de los ciudadanos, pero también son más que necesarias
la honestidad de los gobernantes y la prudencia de los ciudadanos. Los dos
órdenes, el de la prudencia y el de la honestidad, son inseparables, tanto en
la orientación personal de la propia vida cuanto en el orden comunitario, en la
participación en la vida social. La prudencia es todo lo contrario del
disimulo, del subterfugio, de las agachadas y avivadas criollas, y la especie
de prudencia que mira al bien común y que por eso se llama política, requiere
una rectitud moral que incluye el ejercicio de muchas otras virtudes. No hay
prudencia política auténtica sin honestidad, esto es, sin decencia, probidad,
honradez. La teoría de las virtudes se ve corroborada por la experiencia: todos
sabemos sobradamente que ningún país puede prosperar de modo duradero si en
lugar de la prudencia reina la insensatez y si se registra en él un índice
elevado de corrupción. Por otra parte, la elección de los mejores medios por
parte de los gobernantes y de los ciudadanos, y esto es lo propio de la
prudencia, permite orientar la vida de la comunidad hacia el verdadero fin,
hacia el bien común. Varios siglos antes de Cristo, Jenofonte escribió esta
sentencia: No puede existir un valor digno de alabanza si no va acompañado por
la prudencia; realmente, todo lo que entre los hombres carece de buen sentido,
no puede ser más que maldad e injusticia.
Esta cuestión acerca
de la prudencia y la honestidad se refleja en las dudas que surgen y en las
discusiones que se entablan en numerosos países de tradición democrática sobre
lo que se puede esperar de un normal funcionamiento de las instituciones
republicanas, y en especial de la representación parlamentaria. La decepción de
muchos va a la par de la exigencia de autenticidad, es decir, de sabiduría
práctica y de moralidad en la vida pública.
En un libro publicado a comienzos
de este año, un periodista prestigioso como Sergio Romano señala los factores
que ponen asechanzas a la democracia en Europa; el título es por demás
elocuente: “Morir de democracia”. Extraigo de esta obra un párrafo
particularmente punzante: Hasta que el voto nacional se funde sobre la
presunción de que los candidatos, sobre todo cuando afrontan problemas
económicos, podrán mantener sus promesas, la democracia continuará
decepcionando las expectativas de los electores y las urnas serán conquistadas
en medida creciente por movimientos demagógicos, populistas, potencialmente
autoritarios.
Las lecturas que
hemos escuchado ratifican el contenido de la plegaria que acabo de comentar. Al
comienzo de su reinado, el joven Salomón pidió al Señor el discernimiento
necesario para juzgar con rectitud, es decir, un corazón sabio y prudente. El
texto bíblico subraya con elogio esa intención, y que no haya aspirado a la
buena vida, el enriquecimiento y el éxito; estos bienes serían la añadidura
generosa ofrecida por Dios al gobernante cumplidor de la ley divina.
La parábola de los
talentos invita a los oyentes a un obrar animoso, a afrontar los riesgos y no
dejarse paralizar por el miedo. Es también una exhortación a la lucidez y a la
laboriosidad; pone en guardia contra la pereza y la inclinación a esquivar
mañosamente los deberes que corresponden proporcionalmente a cada uno. No hay
derecho a dejar sin fruto los dones recibidos. En el sentido literal de la
parábola, el talento designa una unidad monetaria de gran valor; representa, en
realidad, una suma inmensa, equivalente a seis mil jornales de un trabajador de
aquellos tiempos. En sentido alegórico significa las dotes, aptitudes y
capacidades; podemos aplicar esta imagen a la riqueza física, cultural e
histórica de la Argentina ,
que nos ha sido confiada para hacerla fructificar y que estamos dilapidando por
imprudencia y picardía.
El salmo
interleccional contiene un oráculo profético: Dios abre un futuro de esperanza
para su pueblo en un momento de crisis y desilusión. Anuncia una respuesta
favorable a la súplica humilde que incluye el reconocimiento de las culpas y el
deseo de purificación y restauración. El Señor promete la paz a su pueblo y a
sus amigos (Sal. 84, 9); esa promesa ha de cumplirse como apertura de una nueva
era en la que se abrazarán el Amor y la Verdad , la Justicia y la Paz. No es éste un horizonte utópico, una
perspectiva optimista pero irrealizable; corresponde al objeto de una legítima
esperanza. La palabra inspirada se refiere, en último término, al Reino futuro,
a los nuevos cielos y la nueva tierra, de los que se habla en el Libro de
Isaías y en el Apocalipsis, pero también a la posible realización temporal e
intraterrena que expresábamos en la oración ya comentada: que se afiancen la
concordia y la justicia y que podamos gozar de prosperidad y de paz. Hacen
falta, para que este deseo se encamine a cumplimiento, la prudencia y la
honestidad de los gobernantes y de los ciudadanos. Hace falta, reconozcámoslo,
una gran conversión nacional, en la que cada uno de nosotros debe aportar su
cuota.
Mons. Héctor Aguer,
arzobispo de La Plata
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