Ecclesia, 20-12-12
El Papa Benedicto XVI
ha promulgado en el día de hoy, jueves 20 de diciembre de 2012, el decreto por
el que reconoce las virtudes heroicas del siervo de Dios Giovanni Battista
Montini (1897-1978), Papa de la
Iglesia católica, con el nombre de Pablo VI, desde el 21 de
junio de 1963 al 6 de agosto de 1978.
Con el reconocimiento
de sus virtudes heroicas, la beatificación de Pablo VI se producirá cuando se
reconozca un milagro obrado por su intercesión. Al respecto, va muy avanzado el
estudio la curación de un feto ocurrida hace 16 años en California (EEUU).
¿Cuándo será? Al
tiempo. No obstante, todo parece indicar que Pablo VI será beatificado antes de
la clausura del Año de la Fe. Y
ello obedecería a muchos significados: el cincuentenario del Vaticano II y el
mismo hecho de que el anterior Año de la
Fe fuera promulgado en 1967 por Pablo VI.
A continuación
reproducimos un artículo de nuestro director sobre el Papa Montini.
Pablo VI, Papa
para un compleja modernidad
En la tarde del
domingo 6 de agosto de 1978, en Castelgandolfo y casi por sorpresa, fallecía el
Papa Pablo VI, tras algo más de quince años de abnegado, espléndido, complejo y
debatido ministerio apostólico petrino. Cuarenta días después habría cumplido
81 años.
Nacido el 26 de
septiembre de 1896 en la localidad de Concesio, junto a Brescia, en la región
norteña de Italia de la
Lombardía , era sacerdote desde 1920, obispo desde 1954 y
cardenal desde 1958. Durante más de treinta años sirvió en la Curia Romana en altas
responsabilidades, a la par que atendía a los jóvenes universitarios de la FUCI. Trabajó
también en el cuerpo diplomático de la Santa Sede y durante nueve años fue arzobispo de
Milán, donde se le conocía como “el arzobispo de los obreros”. Renunció en 1952
a púrpura cardenalicia y fue “papabile” antes incluso de ser cardenal. Fue
bautizado en las aguas del bautismo con los nombres de Giovanni Battista Enrico
Antonio Maria Montini Alghisi. Es siervo de Dios y ojalá pronto que la Iglesia lo tenga entre sus
beatos y santos.
Nacido para ser Papa
Pocas personas como
él habían sido “pensadas” y preparadas a lo largo de su vida para asumir este
servicio, habían nacido para ello, ya desde su cuna, con su padre abogado,
periodista y político democristiano, con su madre moderna, culta y católica
cabal. Desde años antes a su elección pontificia, Montini ofrecía ya el perfil
del Sucesor de Pedro, al que le capacitaban, sin duda, hasta su mismo porte y
elegancia externa e interna, con aquella mirada honda, pensativa y bondadosa.
Y, sobre todo, le capacitaban su
espléndida formación eclesiástica y humana; su fina y serena inteligencia; su
cultura amplia, abierta y cosmopolita, de impronta francesa, moderna y fiel; su
honda piedad y vida interior; o sus muchos años de quehacer en la Curia Romana ,
completados con nueve magníficos y emprendedores años como arzobispo de Milán,
la más poblada diócesis de toda la Iglesia Occidental.
De él se podía decir,
sí, que había nacido para ser Papa. Y lo fue en tiempos esperanzadores y
turbulentos. Fue el Papa para una modernidad compleja, cambiante y hasta
imprevisible y contradictoria, tan amada y esperada en demasía por unos como
temida y denostada en exceso por otros. Fue el Papa del Concilio Vaticano II y
de toda su carga de renovación y de reforma. Fue el Papa del primer
postconcilio, tantas veces hermoso, tantas veces traumático. Fue el Papa del
diálogo. Fue el Papa del hombre, siempre en su escucha y a su servicio, siempre
atento a los signos de los tiempos y a los problemas e inquietudes que se
abatían sobre una humanidad magnífica y atormentada, que ya empezaba a mostrar
inequívocos síntomas de fragmentación, de cambio y ruptura.
“Vocabor Paulus” (“Me llamaré Pablo”)
Fue el Papa Pablo –nombre
elegido por Montini al calzar las sandalias del Pescador, bien sabedor de lo
que este nombre significaba en honor y memoria de San Pablo, el apóstol de las
gentes y de los gentiles, el heraldo de Jesucristo- , el Papa evangelizador,
consciente de la necesidad de recorrer todos los caminos del hombre y de la Iglesia , todos los caminos
de un mundo que ya no era ni mucho menos
uniforme, consciente de la necesidad de hacerse presente él y con él toda la Iglesia en sus distintos
areópagos. Fue un Papa amado y también criticado, dolorosa e injustamente
criticado tantas veces. Como aquella campaña que lo presentaba en nuestro país
como antiespañol cuando lo cierto es que la historia le reserva un puesto de
honor entre los grandes artífices de nuestra transición a la democracia.
La historia lo ha
situado entre dos gigantes, los dos ya beatificados: el profeta, el
carismático, el popular Juan XXIII –todavía y ya para siempre el Papa bueno- y
él no menos carismático y popular Juan Pablo II el Grande, el atleta de Dios,
el Papa más mediático de la historia, el Papa de los récord, el Papa de las
excepcionalidades, el Papa del pueblo. Y entre estos gigantes, Pablo VI no
palidece –no puede palidecer-, sino que conserva su puesto y su identidad.
Timonel audaz y prudente
Treinta años después
de su muerte, la memoria de Pablo VI obliga al reconocimiento y a la gratitud
porque supo ser, en medio de bonanzas y de tempestades, el timonel audaz y
prudente que la nave de la
Iglesia requería. Porque supo ser el Papa atento y siempre en
escucha y en diálogo. Porque supo combinar renovación con fidelidad, aunque
tantos le urgieran pisar más el freno o pisar más el acelerador. Porque, en
suma, supo pastorear al rebaño confiado siguiendo la estela del Buen Pastor,
buscando a las ovejas pérdidas sin descuidar a las que permanecían junto a la
grey, aun cuando otros pensaran y actuaran de otra manera. Porque supo amar a
Jesucristo y seguirle con la cruz a cuestas en quince vertiginosos y arduos
años en que fue su Vicario en la tierra, en que fue el Dulce Cristo entre los
hombres.
¿Progresista o conservador? ¿Firme o dubitativo? ¿Entusiasta del Vaticano II o atrapado por su legado?
Pablo VI fue, ante todo, un hombre de Iglesia, un hijo fiel de la Iglesia y un padre para
todos desde la fidelidad y la renovación, los dos quicios permanentes e
inexcusables de la verdadera Iglesia. La gracia de Dios –nos recordaba el
pasado domingo el Papa Benedicto XVI- no fue vana en él. Y así supo hacer prestar su aguda inteligencia
al servicio de la altísima misión encomendada, amando apasionadamente a
Jesucristo y a los hombres de su tiempo.
Un magisterio vivo e
interpelador
Siete encíclicas,
diecisiete constituciones apostólicas, diez exhortaciones apostólicas, sesenta
y una cartas apostólicas, cuarenta y dos motu proprio y nueve viajes
internacionales son, junto a su estilo y talante, el legado vivo e interpelador
del Papa Montini. “Gaudete in Domino”, “Marialis cultus”, “Octogesima
adveniens”, “Humanae vitae”, “Sacerdotalis coelibatus”, “Mysterium fidei”, “El
Credo del Pueblo de Dios” y, sobre todo, “Ecclesiam suam”, “Populorum
progressio” y “Evangelii nuntiandi” siguen siendo documentos imprescindibles no
solo para conocer y entender su pontificado y la vida de la Iglesia en estas últimas
cuatro décadas, sino también para que la Iglesia del alba del siglo XXI siga ofreciendo su
genuino servicio evangelizador y de búsqueda del hombre –de todo hombre- y de
la cultura de su tiempo.
Junto a ello, Pablo
VI desplegó una intensa actividad reformadora en la liturgia, en el seno de la Curia Romana y del
Colegio Cardenalicio, en la puesta en marcha de algunas propuestas del Vaticano
II en pro de la colegialidad y la comunión –los Sínodos, las Conferencias
Episcopales…-, en el inquebrantable compromiso ecuménico, de sus acciones y de
sus gestos, en la catequesis…
Al hacer memoria de
sus viajes apostólicos –el fue el primer Papa peregrino, el primer Papa
itinerante y viajero-, llama la atención comprobar sus destinos, marcados por
tres prioridades: la misión (India, Colombia, Uganda, Filipinas, Oceanía), la
unidad de los cristianos y el diálogo interreligioso (Tierra Santa, Turquía,
Ginebra) y la paz y la justicia social (la sede de la ONU , Uganda, Asia Oriental).
Desde Jesucristo y en
Jesucristo -“In nomine Domini” (“En el nombre del Señor”), como rezaba su lema
episcopal y pontificio- , la
Iglesia y el hombre fueron sus dos grandes amores, sus dos
pasiones: “Ruego al Señor –escribía en las vísperas de su muerte- hacer de mi
próxima muerte un don de amor a la Iglesia. Podría decir que la he amado siempre”. Y
ampliaba su discurso y sus sentimientos con estas otras palabras: “Oh hombres,
comprendedme, os amo a todos en la efusión del Espíritu… Así os miro, os
saludo, así os bendigo. A todos”. Por ello, con palabras de su sucesor, el Papa
Juan Pablo II, vaya nuestro reconocimiento: “Por el inestimable legado de
magisterio y de virtud que Pablo VI ha dejado a los creyentes y a toda la
humanidad, alabemos al Señor con sincera gratitud. A nosotros nos toca ahora
atesorar tan sabia herencia”.
Y es que, más allá de
tópicos, estereotipos, simpatías o antipatías, más de tres décadas después de
su muerte, tampoco su legado cabe en una sepultura, como él mismo dijera de la
herencia recibida de Juan XXIII.
Jesús de las Heras
Muela
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