Misa por Domingo
de Ramos 2013
VATICANO, 25 Mar. 13
/ 09:44 am (ACI).-
1. Jesús entra en
Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos lo acompañan festivamente, se
extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva
un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz
en el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19,38).
Gentío, fiesta,
alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado
en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple,
pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo.
Él ha sabido
comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios
y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma.
Este es Jesús. Este
es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros
pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor,
y nos mira a todos nosotros.
Es una bella escena,
llena de luz – la luz del amor de Jesús, de su corazón –, de alegría, de
fiesta.
Al comienzo de la Misa , también nosotros la
hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas.
También nosotros
hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de
acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de
nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro
luminoso de nuestra vida.
Jesús es Dios, pero
se ha abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. El que
nos ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy. Y esta es la primera
palabra que quisiera deciros: alegría. No seáis nunca hombres y mujeres
tristes: un cristiano jamás puede serlo.
Nunca os dejéis vencer
por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas,
sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace
del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles,
aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen
insuperables, y ¡hay tantos!
Y en este momento
viene el enemigo, viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, e
insidiosamente nos dice su palabra. No le escuchéis. Sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos,
seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre
sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar
en este mundo nuestro.
Y, por favor, no os
dejéis robar la esperanza, no dejéis robar la esperanza. Esa que nos da Jesús.
2. Segunda palabra:
¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en
Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar
(cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús?
Mirémoslo: montado en
un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército,
símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el
sentido de ver en Jesús algo más; tiene ese sentido de la fe, que dice: Éste es
el Salvador.
Jesús no entra en la Ciudad Santa para
recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a
quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías
en la Primera Lectura
(cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de
púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando
un madero.
Y, entonces, he aquí
la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es
precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el
madero de la cruz. Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los Cardenales:
Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado.
Ese es trono de
Jesús. Jesús toma sobre sí... ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el
mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos
nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de
Dios.
Miremos a nuestro
alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias,
conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero,
que nadie puede llevárselo consigo, lo debe dejar.
Mi abuela nos decía a
los niños: El sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, al poder, la
corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la
creación. Y también –cada uno lo sabe y lo conoce– nuestros pecados personales:
las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación.
Y Jesús en la cruz
siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo
derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el
trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la
tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito
eso que ha hecho él aquel día de su muerte.
3. Hoy están en esta
plaza tantos jóvenes: desde hace 28 años, el Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y esta es la
tercera palabra: jóvenes.
Queridos jóvenes, os
he visto en la procesión cuando entrabais; os imagino haciendo fiesta en torno
a Jesús, agitando ramos de olivo; os imagino mientras aclamáis su nombre y
expresáis la alegría de estar con él.
Vosotros tenéis una
parte importante en la celebración de la fe. Nos traéis la alegría de la fe y
nos decís que tenemos que vivir la fe con un corazón joven, siempre: un corazón
joven incluso a los setenta, ochenta años. Corazón joven. Con Cristo el corazón
nunca envejece. Pero todos sabemos, y vosotros lo sabéis bien, que el Rey a
quien seguimos y nos acompaña es un Rey muy especial: es un Rey que ama hasta
la cruz y que nos enseña a servir, a amar.
Y vosotros no os
avergonzáis de su cruz. Más aún, la abrazáis porque habéis comprendido que la
verdadera alegría está en el don de sí mismo, en el don de sí, en salir de uno
mismo, y en que él ha triunfado sobre el mal con el amor de Dios.
Lleváis la cruz
peregrina a través de todos los continentes, por las vías del mundo. La lleváis
respondiendo a la invitación de Jesús: «Id y haced discípulos de todos los
pueblos» (Mt 28,19), que es el tema de la Jornada Mundial de
la Juventud
de este año. La lleváis para decir a todos que, en la cruz, Jesús ha derribado
el muro de la enemistad, que separa a los hombres y a los pueblos, y ha traído
la reconciliación y la paz.
Queridos amigos,
también yo me pongo en camino con vosotros, desde hoy, sobre las huellas del
beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora estamos ya cerca de la próxima etapa
de esta gran peregrinación de la cruz de Cristo. Aguardo con alegría el próximo
mes de julio, en Río de Janeiro.
Os doy cita en
aquella gran ciudad de Brasil. Preparaos bien, sobre todo espiritualmente en
vuestras comunidades, para que este encuentro sea un signo de fe para el mundo
entero.
Los jóvenes deben
decir al mundo: Es bueno seguir a Jesús; es bueno ir con Jesús; es bueno el
mensaje de Jesús; es bueno salir de uno mismo, a las periferias del mundo y de
la existencia, para llevar a Jesús. Tres palabras: alegría, cruz, jóvenes.
Pidamos la
intercesión de la Virgen
María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el
amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón
joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra
vida. Que así sea.
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