A MILIEU DES SOLLICITUDE
encíclica
del Papa León XIII
16-2-1892
(síntesis)
1. En medio de las gravísimas preocupaciones de la Iglesia universal
hemos querido muchas veces, durante el transcurso de nuestro pontificado,
testimoniar el afecto que profesamos a Francia y al noble pueblo francés. En
una de nuestras encíclicas [Nobilissima Gallorum gens, 1884], presente todavía
en el recuerdo de todos, hemos manifestado de una manera solemne los
sentimientos más íntimos de nuestro corazón sobre este particular. Es este
afecto el que nos ha mantenido constante atentos para seguir con la mirada y
meditar en nuestro interior el conjunto de los sucesos, tanto tristes como
consoladores, que desde hace muchos años se están desarrollando entre vosotros.
8. (…) En esta lucha no puede tolerarse lícitamente ni la acción
indolente ni la división de partidos. La primera demostraría una cobardía
indigna de cristianos. La segunda causaría una debilidad desastrosa.
13. Nos hemos debido recordar brevemente el pasado histórico para que el
presente no desconcierte a los católicos. La lucha, en esencia, es siempre la
misma: Jesucristo expuesto siempre a las contradicciones del mundo. (…)
Antepongamos a todo la gloria de Dios y de su Iglesia. Trabajemos por
ella con constante y eficaz esfuerzo. Dejemos el cuidado del éxito a
Jesucristo, que nos dice: En el mundo habéis de tener tribulación; pero
confiad; yo he vencido al mundo.
15. Una gran variedad de regímenes políticos se ha ido sucediendo en
Francia durante este siglo. Cada uno de estos regímenes posee su forma propia
que lo diferencia de los demás: el imperio, la monarquía y la república o
democracia. Situándonos en el terreno de los principios abstractos, podemos
llegar tal vez a determinar cuál de estas formas de gobierno, en sí mismas
consideradas , es la mejor. Se puede afirmar igualmente con toda verdad que
todas y cada una son buienas, siempre que tiendan rectamente a su fin, es
decir, al bien común, razón de ser de la autoridad social.
Conviene añadir, por último, que, si se comparan unas con otras, tal o
cual forma de gobierno político, puede ser preferible bajo cierto aspecto, por
adaptarse mejor que las otras al carácter y costumbres de un pueblo determinado.
En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier otro
ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de
gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí misma a las
exigencias de la sana razón o a los dogmas de la doctrina católica.
16. Pero, si del plano abstracto descendemos al terreno práctico de los
hechos, es necesario procurar con cuidado que no queden negados los principios
señalados. Los principios referidos son inmutables. Sin embargo, al encarnarse
en los hechos, los principios revisten un catácter de contingencia variable,
determinado por el medio concreto en que se verifica su aplicación. Con otras
palabras, si cada una de las formas políticas es buena en sí misma y aplicable
al gobierno supremo de los pueblos, sin embargo, de hecho sucede que en casi
todas las naciones el poder civil presenta una forma política particular.
Cada pueblo tiene la suya propia. Esta forma política particular procede
de un conjunto de circunstancias históricas o nacionales, pero siempre humanas,
que han creado en cada nación una legislación propia tradicional y fundamental.
A través de estas circunstancias queda determinada la forma política particular
de gobierno, fundamento de la transmisión de los supremos poderes a la
posteridad.
17. Juzgamos innecesario advertir que todos y cada uno de los ciudadanos
tienen la obligación de aceptar los regímenes constituídos y que no pueden
intentar nada para destruirlos o para cambiar su forma.
De allí procede que la Iglesia, depositaria única en la tierra de la más
genuina y elevada noción del poder político, por derivar de Dios el origen de
todo poder, haya reprobado siempre las doctrinas y haya condenado siempre a los
hombres rebeldes a la autoridad legítima. Actitud observada por la Iglesia
incluso en tiempos en que los gobernantes abusaban del poder recibido…
En esta materia nunca será excesivamente meditada la conocida enseñanza
que en medio de la persecución daba el Príncipe de los Apóstoles a los primeros
cristianos: Honrad a todos, amad la fraternidad, temed a Dios y honrad al
emperador (1 Petr. 2,17). (…)
18. Sin embargo, es necesario advertir cuidadosamente, al llegar a este
punto, que, sea cual sea en una nación la forma de goberno, de ningún modo
puede ser considada esta forma tan definitiva que haya de permanecer siempre
inmutable, aun cuando ésta haya sido la voluntad de los que en su origen la
determinaron.
20. (Pero) tratándose de sociedades puramente humanas, es un hecho mil
veces comprobado por la historia que el tiempo, este gran transformador de todo
lo terreno, obra continuamente profundísimos cambios en las instituciones
políticas de aquéllas. A veces se limita solamente a introducir alguna
modificación en la forma de gobierno establecida. Pero otras veces llega a
suprimir las formas primitivas, substituyéndolas con otras nuevas totalmente
diferentes. Más todavía, hay ocasiones en que cambia el mismo sistema de
transmisión del poder supremo.
21. ¿Cómo se verifican en la realidad los cambios políticos de que
estamos hablando? Algunas veces suelen ser resultado de crisis nacionales
violentas, las más de ellas sangrientas. Bajo su empuje perecen de hecho los
regímenes políticos anteriores. Surge entonces una anarquía demonadora;
inmediatamente el orden público del Estado se ve subvertido hasta en sus mismos
fundamentos. En este momento, una necesidad social se impone a toda la nación:
la de mirar por sí misma sin demora. ¿Por qué no ha de tener la nación en este
caso el derecho, más aún, la obligación de defenderse de un estado de cosas tan
gravemente perturbador y de restituir la paz pública al orden tranquilo
anterior?
22. Ahora bien, esta necesidad social justifica la existencia y la
constitución de un nuevo régimen polìtico, sea la que sea la forma que adopte,
ya que, en la hipótesis de que estamos hablando, este régimen nuevo está
exigido necesariamente por la recuperación del orden público, el cual no es posible
sin un determinado régimen político. (…)
Considerado a fondo en su propia naturaleza, el poder ha sido
establecido y se impone para facilitar el bien común, razón suprema y origen de
la humana sociedad. Lo diremos con otras palabras: en toda hipótesis, el poder
político, considerado como tal, procede de Dios, y siempre y en todas partes
procede exclusivamente de Dios. No hay autoridad sino por Dios. (Rom.
13,1)
23. Por consiguiente, cuando de hecho quedan constituidos nuevos
regímenes políticos, representantes de este poder inmutable, su aceptación no
solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la
necesidad del bien comúin, que les da vida y los mantiene. (…)
24. Por esta razón queda plenamente justificada la prudencia con que
procede la Iglesia al asegurar las relaciones mutuas con los numerosos gobiernos
que en menos de un siglo, y siempre con violentas y hondas conmociones, se han
ido sucediendo en Francia. Esta norma de conducta, por ser la más segura y
saludable, es la que deben observar todos los franceses en sus relaciones
civiles con la República, que es el régimen político actual de su patria. (…)
25. Pero surge aquí una dificultad: “Esta República, observan algunos,
se halla animada de sentimientos tan anticristianos, que ningún hombre recto, y
mucho menos ningún católico, puede aceptarla en conciencia”. Esta es la causa
principal que ha originado y exasperado las disensiones políticas.
26. Se habrían evitado fácilmente todas estas lamentables y peligrosas
divergencias políticas si con prudente cuidado se hubiera tenido en cuenta la
gran distinción que media entre poderes constituidos y legislación.
Porque la diferencia que existe entre la legislación y los poderes
políticos y su forma es tan grande, que, en un régimen cuya forma sea quizás la
más excelente de todas, la legislación puede ser detestable, y, por el
contrario, dentro de un régimen cuya forma sea la más imperfecta puede hallarse
a veces una legislación excelente. (…)
27. La importancia de la distinción que acabamos de establecer es
grande. Pero su razón de ser es también manifiesta. La legislación es obra de
los hombres que están en el poder y que gobiernan, de hecho, una nación.
Consecuencia: en la práctica, la calidad de las leyes depende más de la calidad
moral de los gobernantes que de la forma constituida de gobierno. Una
legislación será buena o será mala según los principios buenos o malos que
profesan los legisladores y según se dejen estos guiar por la prudencia
política o por las pasiones desordenadas.
31. (…) (Este) respeto al poder constitudo no puede exigir ni imponer
como cosa obligatoria ni el acatamiento ni mucho menos una obediencia ilimitada
o indiscriminada a las leyes promulgadas por ese mismo poder constituido. (…)
32. Por consiguiente, jamás deben ser aceptadas las disposiciones
legislativas, de cualquier clase, contrarias a Dios y a la religión. Más aún:
existe la obligación estricta de rechazarlas.
Esto es lo que el gran obispo de Hipona, San Agustín, expuso claramente
con estas elocuentes palabras: (…) Juliano era un emperador infiel a Dios,
apóstata, inicuo, idólatra; los soldados cristianos sirvieron a un emperador
infiel; pero cuando se trataba de la causa de Cristo, no reconocían sino a
Aquel que está en los cielos.
Si alguna vez ordenaba que
adorasen a los ídolos y les ofreciesen incienso, ponían a Dios por
encima del emperador.
Pero cuando les decía: ¡A formar, en marcha contra tal o cual pueblo!
Obedecían inmediatamente. Sabían
distinguir entre el Señor eterno y el señor temporal, y, sin embargo, vivían
sometidos incluso a su señor temporal por consideración al Señor eterno”. (…)
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