Mark DREW,
sacerdote
El Papa está en una posición difícil. Si declarara que
los principios enseñados por San Juan Pablo II ya no forman parte de la
enseñanza de la Iglesia, causaría un terremoto teológico.
El Papa Francisco ha declinado contestar a cuatro
cardenales dudas sobre su enseñanza sobre el matrimonio. La Iglesia está ahora
en un territorio inexplorado.
Pronosticar es un pasatiempo peligroso para los
comentaristas y en el papado del papa Francisco el negocio de hacer
predicciones parece especialmente peligroso. El pasado abril, cuando Francisco
promulgó un documento llamado Amoris Laetitia (La alegría de amar), advertí a
los lectores que esperasen controversia continuada alrededor de una pregunta no
contestada. Ahora se ve que no estaba equivocado.
La pregunta no contestada era la que se debatió
acaloradamente en los dos sínodos de los obispos mantenidos en 2014 y 2015 –
esto es, si los católicos divorciados vueltos a casar podrían ser admitidos a la
Eucaristía en ciertas circunstancias. En los sínodos la propuesta, fomentada
por prelados seleccionados cuidadosamente por Francisco, afrontó una fuerte
oposición de muchos obispos y fracasó al no conseguir el consenso necesario. El
documento producido por el encuentro de 2015 salió con una fórmula ambigua,
esencialmente esquivando el asunto.
Después del sínodo todos los ojos estaban puestos en
Francisco para ver si intervendría con una decisión clara. Los papas suelen
publicar exhortaciones post-sinodiales después de estas reuniones. La mayoría
son anodinas y se olvidan pronto, pero esta levantó esperanzas y ansiedades
febriles en una Iglesia polarizada. Cuando llegó, los lectores hojearon con
impaciencia las más de 300 páginas para encontrar la ansiosamente esperada
respuesta. Esta respuesta, escondida en dos notas al pie, era de nuevo ambigua.
Los últimos seis meses a veces ha parecido una guerra
de desgaste. La controversia se ha centrado principalmente en como han de ser
interpretadas las palabras del Papa. Algunas conferencias episcopales
nacionales – Alemania, por ejemplo – parecen más o menos unidas a favor de
liberalizar la disciplina, mientras que otras – como Polonia – insisten en que
nada ha cambiado. Los obispos de Buenos Aires presentaron un documento
sugiriendo que ahora el camino para la Comunión para los divorciados vueltos a
casar está abierto en algunos casos en que la culpa subjetiva podría haber
disminuido. El Papa respondió con una carta privada recomendando esta
interpretación como la buena. En lo que se ha convertido en un aspecto familiar
de las disputas alrededor de las reales intenciones del papa, el intercambio
supuestamente privado fue filtrado, un intento transparente de dar impulso al
la tendencia liberalizadora.
La división no es solo entre grupos nacionales;
también divide internamente a conferencias episcopales. El arzobispo Charles
Chaput de Filadelfia publicó normas para su diócesis que dejaban claro que la
disciplina quedaría sin cambios. Los que están en uniones irregulares podrían
recibir la Comunión solo si viven en continencia. Su compatriota el cardenal
Kevin Farrell, jefe del nuevo dicasterio del vaticano supervisor de los asuntos
familiares, criticó a Chaput por adelantarse a los acontecimientos en lo que,
según él, debería haber sido decidido colegiadamente por los obispos
americanos. Farrell dejó claramente implícito que esa política sería más
abierta a la favorecida «opción de misericordia» de Francisco. Dijo que la
Amoris Laetitia es el Espíritu Santo hablando.
En medio de estas maniobras explotó una bomba. Se hizo
pública una carta, dirigida al papa por cuatro cardenales conocidos por ser
hostiles a cualquier cambio en la disciplina. Tomó la forma de dubia, 'dudas',
tradicionalmente dirigida a la autoridad romana competente por aquellos que
buscan aclaraciones sobre puntos de la enseñanza de la Iglesia o del canon de
leyes considerados insuficientemente claros.
De los cardenales interesados, solo uno está
actualmente en activo, aunque en un rol de poca importancia. Es el cardenal
Raymond Burke, ya bien conocido como un 'pegador' conservador. Los otros
cardenales están todos retirados: Walter Brandmüeller, un historiador académico
altamente respetado; Carlo Caffara, azobispo emérito de Bologna y un
distinguido teólogo moral; y Joachim Meisner, arzobispo de Colonia hasta 2014 y
uno de los más firmes partidarios de los últimos dos papas entre los obispos de
todo el mundo.
La dubia cubría cinco cuestiones, todas referidas a la
enseñanza del magisterio de San Juan Pablo II, contenida notablemente en los
textos de referencia Familiaris Consortio y Veritas Splendor. Es evidente que
las cuestiones, todas presentadas respetuosamente y con argumentos detallados,
no eran inocentes, ya que su propósito es sugerir que hay dificultades en
reconciliar Amoris Laetitia, o al menos sus implicaciones, con la doctrina
católica establecida. Pero no son cuestiones puramente retóricas: ellas
presentan al Papa, o a los teólogos liberales que parece favorecer, una
oportunidad para desarrollar, con un razonamiento concreto y preciso, su
afirmación que lo que está en curso constituye un auténtico desarrollo de
doctrina.
Que se sepa el Papa no entregará una respuesta a los
cuatro cardenales. Fue su silencio determinado el que los empujó a hacer
público el dubia. Para muchos, ha parecido un reto directo a Francisco. Para
confirmarlo, el cardenal Burke ha ido tan lejos como declarar que él y los
otros quizás hagan un «acto formal de corrección» si el Papa no clarifica su
enseñanza. Esto implica claramente que el Santo Padre posiblemente está
enseñando erróneamente.
¿Cual es el significado del silencio del papa
Francisco? ¿Y cuanto de audaz es la iniciativa de los cardenales?
El Papa está en una posición difícil. Si declarara que
los principios enseñados por San Juan Pablo II ya no forman parte de la
enseñanza de la Iglesia, causaría un terremoto teológico. Nunca en los tiempos
modernos un papa ha desautorizado a su predecesor. Hacerlo provocaría una
revuelta entre los muchos que se adhieren tenazmente a la doctrina de los papas
previos – no simplemente los dos últimos, sino toda la entera tradición
católica tal como ha evolucionado por siglos. Incluso podría provocar un cisma
formal.
Todavía más, relativizaría la propia autoridad de
enseñanza del papa Francisco. Después de
todo, si sus predecesores se equivocaron, ¿por qué alguien puede pensar que sus
declaraciones pueden tener algún valor más allá de su vida?
Por otra parte, si Francisco reafirma la enseñanza
previa, entonces él debe abandonar sus intentos de reforma de la disciplina de
los sacramentos o salir con argumentos que muestren que la contradicción es
solo aparente. Los defensores del cambio, principal entre ellos el cardenal
Christoph Schönborn de Viena, han dicho que el cambio por el que abogan no es
revertir la enseñanza anterior sino un desarrollo de la doctrina. Hasta ahora
no he visto nada que me convenza que esto no es más que una mera afirmación,
sin apoyo de una demostración racional y convincente.
¿Está el Papa furioso con los cuatro autores de la
dubia, como algunos sugieren? Lo dudo. Después de todo, llamó a la parresia, al
debate valiente y franco. Los signos son que él cree en iniciar procesos, más
que en dictar desenlaces. Él debe reconocer, entonces, que iniciativas que
aspiran a equilibrar la discusión, incluso frenando evoluciones que muchos
juzgan inoportunas, son parte normal de los procesos en una Iglesia que él ha
invocado a ser más 'sinodial', o colegial.
Estoy menos convencido de la serena disposición de muchos
de los que rodean a Francisco y quizás busquen usar su popularidad para avanzar
en sus propias agendas. Ha habido reacciones intemperantes y airadas. El obispo
Frangiskos Papamanolis, presidente de la conferencia de la minúscula iglesia
católica de Grecia, acusó a los cuatro cardenales de cisma, herejía e incluso
apostasía. Nadie que entienda correctamente la doctrina católica sobre el
papado cree que retar los juicios prudentes de un papa hace que nadie reniegue
de la fe católica. Estoy preocupado de que esta reacción ejemplifica algunos
factores preocupantes en este debate, más allá de la ira y la retórica divisiva
presente en ambos lados.
El primero es el anti-intelectualismo que parece
presente en algunos barrios. El obispo Papamanolis reprochó a los cuatro
cardenales hacer «argumentos sofisticados», como si fuera algo imperdonable. El
papa Francisco ha sostenido que «las realidades son más grandes que las ideas».
Pero reforzar esto para despreciar la racionalidad y el discurso lógico corre
el riesgo de entregar la Iglesia al reino de lo emotivo y sentimental de manera
que finalmente no pueda sostener sus esfuerzos para evangelizar.
En segundo lugar, está el riesgo de reemplazar
entender correctamente la autoridad papal con una adhesión excesiva a un papa
en particular rayando en el culto a la personalidad. Estoy preocupado cuando
alguno de los que advertían de este peligro bajo San Juan Pablo II ahora
parecen bastante contentos de tolerarlo bajo un papa que creen que favorece su
agenda.
Los papas son seres humanos cuyo trabajo es enseñar la
doctrina católica, y en casos de necesidad intervenir para restaurar la unidad
en base a la verdad. Pueden cometer errores de juicio persiguiendo esta tarea,
como los han tenido en el pasado y sin duda los tendrán en el futuro. Enseñan y
gobiernan en unión con sus colaboradores – los obispos – quienes tiene el papel
de aconsejarlos y, si es necesario, instarles a la prudencia.
El papa Franciso ha elegido abrir un debate, y creo
que un día, en una Iglesia global que exige enseñanza consistente y disciplina
globales, él o uno de sus sucesores será invocado a cerrarlo. La autoridad de
los obispos de todo el mundo necesitará ser involucrada en la decisión, quizás
en un futuro sínodo o incluso en un concilio ecuménico.
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