salud de la Iglesia y del mundo
Raymond L.
BURKE, cardenal patrono de la Orden de Malta
catolicos-on-line, 22-3-16
Los más bellos recuerdos de juventud sobre mi
educación en la fe y las costumbres católicas, tanto en casa, como en las
escuelas católicas o más tarde en el pequeño seminario, están todos asociados a
la Misa dominical y a la devoción eucarística; pero también a la devoción al
Sagrado Corazón de Jesús, que es su prolongación. Este divino Corazón ha sido
entronizado tanto en mi casa, como en las escuelas católicas y en el pequeño
seminario.
Sin embargo, que yo recuerde, nunca he dudado de que
el don más grande de Dios hacia mí, mi familia y la Iglesia entera sea el santo
sacrificio de la Misa y su incomparable fruto: el Cuerpo, la Sangre, el Alma y
la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Efectivamente, es el mismo Jesús el
que, sentado en el cielo a la derecha de Dios Padre, desciende para hacer
presente el Sacrificio del Calvario sobre los altares de nuestras iglesias y
capillas, dispersas por todas las regiones del mundo.
Esta maravilla del misterio eucarístico, misterio de
nuestra Fe, está íntimamente unido al acceso periódico al sacramento de la
Penitencia, disponiéndonos siempre cada vez mejor a recibir a Nuestro Señor, el
Pan del Cielo. Maravillándome totalmente de la presencia real del Señor, he
acrecentado mi amor por Él y mi deseo de permanecer siempre cerca de Él y de
gustarle en todas las cosas. Una ocasión particular de esta intimidad
eucarística se me presentó a los diez años, cuando llegué a ser monaguillo,
asistiendo al sacerdote en la celebración de la Santa Misa y en los demás ritos
sagrados. La oportunidad de ver más de cerca toda la exquisita belleza de la
celebración de la Misa y en particular, el ministerio irreemplazable del
sacerdote que ofrece el Sacrificio, ha sido una gracia de la que aún hoy estoy
muy agradecido.
La belleza de la sagrada liturgia
Los edificios de las iglesias, sus muebles, los
altares, los lienzos sacros, los cálices, las patenas, los copones, las
custodias, los vasos sagrados y los ornamentos, lo mismo que el canto
gregoriano y la polifonía que se cantaba en las grandes fiestas a lo largo del
año, y sobre todo, los ritos litúrgicos en sí mismos que están articulados con
tal refinamiento, en una palabra, todo este conjunto nos hacía percibir la
realidad subyacente: el encuentro entre el cielo y la tierra que es la
sustancia de la sagrada Liturgia. Procedo de una región rural de un estado de
los Estados Unidos, caracterizado por las pequeñas explotaciones agrícolas, y
he crecido en una granja. Sin embargo, la belleza de la sagrada Liturgia,
conservada por la Iglesia en todo el mundo, llegó también a mi región, y los
fieles hacían los sacrificios que hiciesen falta para salvaguardar y promover
el don más hermoso de Dios hacia nosotros. Recuerdo que, ya en mi infancia,
tenía un sentimiento de esta realidad tan grande, que me ha acompañado durante
toda mi vida, a la vez que buscaba profundizar mi conocimiento y acrecentar mi
amor al Señor eucarístico.
Durante mis últimos años de colegio y al inicio de mis
estudios universitarios, que estuvieron siempre enmarcados por el seminario,
todo esto que acabo de relatar sufrió un cambio radical en mi país. A pesar del
hecho de que yo no tenía más que diecisiete o dieciocho años, quedé
profundamente marcado por ello. Las iglesias fueron reorganizadas y se quitaron
las cosas más preciosas, especialmente los altares principales que
habitualmente, en esta lejana región, habían sido traídos de Europa o habían
sido construidos por artistas europeos. Ya no existía la atención cuidadosa por
los lienzos sagrados, los vasos y los ornamentos, mientras que el canto
gregoriano y la polifonía sagrada eran abandonados en favor de músicas
modernas, mediocres y a menudo banales.
El latín no se intentaba enseñar apenas
o nunca, y las traducciones inglesas de los textos litúrgicos utilizaban un
lenguaje ordinario y poco elevado. La cosa más chocante fue el cambio radical
del rito de la Misa, reduciendo muchísimo su expresión y significado. Esta
situación se agravó por los experimentos litúrgicos aparentemente interminables
y que a veces me han dejado la impresión de no haber asistido realmente a la
Santa Misa.
Los efectos desastrosos de la crisis
Desgraciadamente, a pesar de las medidas correctoras
de la Santa Sede, sobre todo del bienaventurado papa Pablo VI y del santo papa
Juan Pablo II, la situación continuó; al mismo tiempo, hemos asistido a una
pérdida dramática de la Fe en la Eucaristía y a un declive asombroso de la
asistencia a la Misa dominical. Toda la destrucción de la belleza litúrgica ha
venido justificada en nombre del así dicho «espíritu del Concilio Vaticano II»,
incluso si, en realidad, esas cosas no tenían nada que ver con la verdadera
reforma deseada por los Padres Conciliares. A decir verdad, había ahí una
manifestación devastadora de una cierta interpretación del Concilio Vaticano
II, en discontinuidad con toda la tradición ininterrumpida de la doctrina y de
la disciplina de la Iglesia. El papa Benedicto XVI, ha descrito este fenómeno
en la Felicitación de Navidad del 2005 al Colegio de Cardenales y a la Curia
Romana.
Durante los dos últimos años de su pontificado, el
santo papa Juan Pablo II asumió un esfuerzo intenso y profundo para corregir,
de una manera comprehensiva, los abusos litúrgicos, y por restaurar la sagrada
Liturgia según la intención de los Padres Conciliares.
El papa Benedicto XVI ha
continuado la reforma litúrgica del papa Juan Pablo II, muerto antes del Sínodo
de los Obispos sobre la Sagrada Eucaristía que él había convocado para el mes
de octubre de 2005. Las principales obras del santo papa Juan Pablo II que
miraban a esta reforma son: su carta encíclica Ecclesia de Eucharistia del
Jueves Santo de 2003 y la instrucción Redemptionis Sacramentum de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos de abril
de 2004, ya anunciada por el santo Pontífice en su encíclica. Las principales
obras del papa Benedicto XVI son: la exhortación apostólica post-sinodal
Sacramentum Caritatis de febrero de 2007. Seguida por la carta apostólica en
forma Motu Proprio Summorum Pontificum de julio de 2007 con la instrucción
correspondiente de la Comisión Pontificia «Ecclesia Dei» de abril de 2011 sobre
la puesta en marcha y la aplicación de dicho Motu Proprio.
Como obispo de La Crosse, después arzobispo de Saint
Louis, he encontrado una guía segura y una ayuda extraordinaria en el
magisterio del santo papa Juan Pablo II y en el papa Benedicto XVI. He querido
presentar cuidadosamente a los fieles confiados a mi cuidado pastoral sus
enseñanzas más importantes. He tratado de hacerlo a través del periódico
diocesano, en el que he comentado durante dos años los textos completos de la
carta encíclica Ecclesia de Eucharistia y de la exhortación apostólica
post-sinodal Sacramentum Caritatis. Después, animado por diversos sacerdotes y
por otros tantos fieles, he revisado el texto de los artículos con la ayuda de
mi secretaria la hermana M. Regina y del sacerdote Michael Houser.
El resultado
ha sido el volumen que ahora ha sido traducido y publicado en francés. El señor
Thomas Mckenna de la «Catholic Action for Faith and the Family», asociación
dedicada a la nueva evangelización, ha garantizado su publicación en los
Estados Unidos y ha cooperado con el señor Benoît Mancheron y la casa editorial
Via Romana para la edición francesa y también con otras editoriales para las
publicaciones en croata, alemán, italiano, polaco y portugués. Doy gracias al
Buen Dios porque este libro sea un bien espiritual para muchos lectores.
La continuidad orgánica de la sagrada Liturgia
Quiero concluir mi reflexión manifestando la esperanza
de que lo que he escrito, inspirado por la continuidad orgánica de la sagrada
Liturgia a lo largo de tantos siglos de cristiandad, pueda ayudar al lector a
apreciar la bondad, la verdad, y la belleza de la Liturgia santa, como la
acción del Cristo glorioso en medio de nosotros, y como el encuentro del cielo
y de la tierra. Y así, espero que la lectura del libro pueda, de alguna forma,
ayudar al lector a conocer mejor a nuestro Señor Eucarístico y a quererle
siempre más ardientemente. Que la adoración humilde del misterio eucarístico,
misterio de Fe, inspire y refuerce en nosotros una vida eucarística, y una vida
de amor puro y desinteresado por el prójimo, sobre todo por el prójimo más
necesitado.
Que la Santísima Virgen María, «Mujer de la
Eucaristía» según la expresión del Santo Papa Juan Pablo II, nos acerque a su
Hijo en el santo sacrificio de la Misa, a fin de que, por su maternidad divina,
Le reencontremos en su Presencia Real en el Santísimo Sacramento y que sigamos
siempre su consejo maternal: «Haced todo lo que Él os diga» (Jn 2, 5).
A todos vosotros os agradezco vuestra presencia y
vuestra positiva atención. Que el Buen Dios os bendiga y bendiga también
vuestros hogares.
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