La referencia
a la higuera estéril (Lc. 13, 1-9) que hace Jesús, alude a la infidelidad de
los israelitas, quienes a pesar de la alianza con Dios que ha marcado la razón
de su existir como pueblo, no se han manifestado con obras de verdad y
justicia. Año tras año ha esperado frutos y sólo encontró esterilidad.
Pero también
resulta imperioso que no nos quedemos en el recuerdo de lo que no fue, sino que
meditemos sobre la respuesta de cada uno de nosotros en el mundo presente, ya
que el Señor viene cada año, en el
tiempo de gracia que es la cuaresma, con el deseo de encontrar frutos de santidad en quienes hemos sido marcados
por la gracia del bautismo, y constituidos por lo tanto en hijos adoptivos
del Padre.
Puede suceder,
en este contexto, que también Jesús, al venir a
nosotros cada año no obtenga respuesta
alguna de nuestra parte, quizás nos conformemos con la misa dominical,
aunque muchos católicos ni siquiera esto viven, puede suceder que la oración
esté ausente, que nos conformemos con lo mínimo exigible sin abundar en la
generosidad de la entrega, que optemos
vivir en pecado aún sabiendo que esto nos aparta del Señor, antes que estar con
Él.
¡Cuántas veces
se suceden los días, meses y años, sin que crezcamos en la fe, la esperanza y
la caridad! ¡Cuántos dones, cualidades y perfecciones recibidas de Dios, quedan
estériles por ausencia de respuesta humana!
De allí que
Jesús nos llame nuevamente a la conversión, porque quizás no estamos
convencidos de su necesidad, al pensar que somos mejores que otros a quienes
“se les cayó encima la torre de Siloé por ser malos”.
Nada de eso
dice Jesús, nadie es más pecador que otro por el sólo hecho de tener muerte
violenta, más aún, si no nos convertimos podemos terminar de la misma manera
que ellos, asegura el texto evangélico.
Convertirse
significa que cada uno dé la espalda al pecado y se decida a encontrarse cara a
cara con el Creador que convoca desde lo profundo de nuestro ser.
Si no se
aprecia la grandeza y belleza del encuentro con el Señor y de lo que significa
para la vida cotidiana, es probable que no se perciba la necesidad de una
conversión sincera, al no existir una referencia motivadora que conduzca a una
transformación total.
La experiencia
del encuentro con el Dios personal que nos interpela a cada uno de manera
diferente, es vital para decidirse a la conversión, para renunciar a proyectos
personales y miradas parciales de la existencia humana.
Así lo
entendió Moisés, que subiendo al monte Horeb, al que se llega con esfuerzo,
como la cuesta de la santidad, se
encontró con “Yo soy el que Soy” que
lo esperaba (Ex. 3, 1-8ª.13-15), indicando su presencia en el hoy de la
existencia, como también “Yo soy el que
seré”, anunciando su presencia en la misión que se le encomendará.
Esa
manifestación de su identidad por parte de Dios implica que Él subsiste por sí
mismo eternamente, que de nadie depende, mientras que el ser humano aunque diga
“yo soy”, sabe que debe su existir al trascendentemente Otro que lo ha creado,
y que lo convoca a la vida en plenitud después de la muerte.
Al afirmar
pues, “Yo soy”, nos está asegurando una existencia distinta toda vez que por la
conversión decidimos compartir la gracia que nos ofrece, ya que comprobamos
desde la fe que todo lo demás se
identifica con el “no soy”, con lo limitado y caduco a lo que no podemos buscar
como si fuera lo más importante en la vida.
Descubrimos
que vale la pena cualquier sacrificio para encontrarnos realmente con quien es
“Yo soy”, ya que nos aleja de la vanidad de lo “no soy” que acecha nuestra vida
cotidiana, dejándola carente de sentido último.
Ahora bien,
así como la experiencia de esta intimidad con Dios, lo lleva a Moisés, aún con
dudas y desconfianza por sus límites, a realizar la misión que se le encomienda
de liberar a los israelitas de Egipto, también somos enviados a las personas de
nuestro tiempo para liberarlas de toda indiferencia religiosa acompañando las
conversiones que Dios suscite a la verdad plena.
Quiera Dios
entusiasmarnos por la lucha permanente de ser cada día mejores católicos que
ansían arrebatar a muchos de la influencia del espíritu del mal.
Queridos
hermanos, el Señor nos espera a cada uno, vayamos a su encuentro, sabiendo que
en medio de la vida contamos con el agua viva del Espíritu que brota de la roca
que es Cristo (1 Cor. 10, 1-6.10-12), que alimenta nuestra condición de hijos
del Padre.
Padre
Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en
Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina.
Homilía en el tercer domingo de Cuaresma, ciclo “C”. 28 de febrero de 2016.- http://ricardomazza.blogspot.com;
ribamazza@gmail.com.-
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