P. Javier Sánchez
Martínez
Infocatólica,
9.07.22
El ministerio del
lector permite que las lecturas de la Palabra de Dios se proclamen de forma
audible para que llegue a todos los asistentes, y sea acogida esta Palabra con
espíritu de fe y obediencia. Es necesario, pues, cuidar este ministerio y saber
desempeñarlo al subir al ambón.
El lector “cuando
anuncia a otros la Palabra divina, con docilidad, él mismo recíbala y medítela
con atención, para testimoniarla con su vida” (CE 32).
En verdad no todos
se sienten capacitados ni todos son aptos para este oficio litúrgico. Para
realizar bien este ministerio, no basta solo buena voluntad o disponibilidad,
se necesita también preparación, la cual deberá cuidarse en un doble sentido:
Preparación
espiritual, que se consolida y acrecienta en una estima personal de la Palabra
de Dios y en una aceptable formación bíblica y litúrgica.
Preparación
técnica, que supone un conocimiento y ejercicio de las técnicas más elementales
de comunicación y lectura en público.
¿Cómo es una
lectura pública, en voz alta, en el seno de la liturgia? La Diócesis de
Astorga, con su Delegación de Liturgia, publicó “El ministerio de lector en la
liturgia. Orientaciones para proclamar bien la Palabra de Dios”, en 2010,
ofreciendo pautas claras y pedagógicas:
Lectura proclamada
y pausada, es decir, sin prisa por acabar rápido. Más que de leer se trata de
“proclamar”, de prestarle la voz a Dios, y cuando Dios habla no debe haber
prisa. Además, el oyente necesita tiempo para captar toda la riqueza del
mensaje. Un silencio que le puede parecer largo al lector es en realidad corto
para quien escucha. Por eso el lector deberá cuidar sus pausas entre el título
del libro y su texto, y entre este y la aclamación final. También deberá
respetar los signos de puntuación en el texto dando sentido y espacio a las
pausas o silencios oportunos entre frases y párrafos. El sentido del ritmo es
muy importante en la lectura bíblica, pues no todo lo que se lee tiene la misma
relevancia y solemnidad.
Lectura clara y
comprensible. Quien proclame deberá saber vocalizar, sobre todo para que
aquello que lea se entienda sin esfuerzo para el que escucha, pues aquel a
quien le cuesta entender deja de prestar atención. La buena pronunciación es
una cualidad esencial del lector si se quiere que a los fieles les llegue toda
y sola la Palabra. El lector ha de tomar conciencia mientras sube al ambón de
que en ese momento es un instrumento que Dios ha escogido para hacer resonar su
voz en la asamblea que se ha reunido en su nombre. Por eso no debe oscurecer el
mensaje divino por su mala dicción, sus errores de pronunciación o su
inseguridad a la hora de leer.
Lectura viva y
audible. Leer ante la asamblea no es como leer en casa. Quien proclama anuncia
y quien anuncia lo dice bien alto para que lo oigan y se enteren todos. Si
además eso que anuncia es tan importante como la Palabra que el Señor nos
dirige hoy para actualizar las maravillas de su salvación entre nosotros se
debe decir con rotundidad y volumen. El lector deberá ajustarse a la megafonía
de que dispone el templo.
Lectura
distintiva. Quien anuncia un mensaje debe hacerlo entender, dando a cada frase
la expresión y el tono que le corresponde. Ha de proclamar distinguiendo los
diferentes géneros y recursos literarios que se emplean en la Sagrada
Escritura, poniendo más énfasis y solemnidad en los momentos importantes del
texto. Una lectura monótona y plana hace perder fuerza y vida a la Palabra de
Dios y transmite la sensación de que el espacio de liturgia de la Palabra en la
celebración es un puro trámite, cuando sabemos que, por el contrario, es uno de
sus momentos privilegiados. Según esto, no se debe leer de igual forma, por
ejemplo, un párrafo del narrador bíblico que una frase pronunciada directamente
por Jesús, un salmo que una carta de san Pablo. Es siempre pedagógico
diferenciar en la lectura, con el tono y la fuerza de voz empleados, lo que
dice Dios de lo que dicen los hombres. También es importante introducir
distintos ritmos, cambios de voz y pausas dependiendo de si se trata de un
texto narrativo, una descripción, una visión, un himno, una profecía, un
diálogo o una oración. En este sentido es muy necesario que no pasen
inadvertidos al lector los signos que se emplean en el lenguaje escrito:
interrogaciones, exclamaciones, comillas, paréntesis, guiones, etc., que manifiestan
el carácter y la fuerza de lo que se quiere decir e indican cómo se debe decir.
Lectura dialogal y
modélica. En el ministerio litúrgico que cumple, el lector debe dar sensación
de seguridad y aplomo, tanto en su dicción como en su actuar y estar gestual.
Sus actitudes y sus gestos no pasan inadvertidos. Subir al presbiterio no ha de
hacerse de cualquier forma, sino que debe traslucir su ministerialidad haciendo
una reverencia en forma de inclinación al altar o al sacerdote celebrante
(todos representan a Cristo). Entre lectura y lectura debe haber un momento de
silencio para interiorizar la escucha de la Palabra de Dios (OGMR 128). Que
sepa situarse ante el ambón es también importante: no ha de apoyar en él ni el
brazo ni el codo, solo las manos, tampoco cruzar las piernas, y es conveniente
situar el micrófono a la altura de la boca fijándose si está abierto. Al leer
debe levantar los ojos del libro de vez en cuando mirando a los fieles en señal
de cercanía y de solicitud empática. Cuando se retire del presbiterio que haga
el mismo gesto reverencial que al subir.
Estas pautas o
consejos para los lectores serán una ayuda eficaz para que desempeñen mejor su
ministerio litúrgico, su oficio en la liturgia.
Sin duda, es
necesario cuidar a los lectores, prepararlos y hasta ensayar con ellos antes,
sin admitir a cualquiera a leer, especialmente en bodas o exequias cuando
apenas saben leer en voz alta ni en público pero son invitados o familiares, ni
tampoco es un ministerio para confiar a niños que aún deben aprender a entonar,
vocalizar, mejorar la dicción, lectura comprensiva, etc. Es algo muy serio y
muy santo leer las lecturas bíblicas: no todos son aptos ni están preparados.
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