RESPONSABILIDAD Y OBRA DE TODOS
Sergio O.
Buenanueva
Obispo de San
Francisco (Córdoba)
LA NACION, 11-7-22
El bien común es “el
conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones
y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia
perfección”. Esta concepción del bien común deriva del personalismo de la
doctrina social de la Iglesia: “el principio, el sujeto y el fin de todas las
instituciones sociales es y debe ser la persona humana.”. En su encíclica
Laudato Si’, el Papa amplía esta noción del bien común, incluyendo el cuidado
de la creación, nuestra “casa común”, con la mirada puesta en las generaciones
por venir. Subraya así la responsabilidad actual de los ciudadanos y de quienes
detentan ocasionalmente el gobierno de la cosa pública.
Si miramos la
realidad de nuestro país, desde esta consideración del futuro como parte del bien
común, tal vez, podamos atisbar una orientación para salir del laberinto por el
que hoy deambulamos los argentinos. La política fracasa rotundamente cuando se
entretiene en irresponsables juegos de guerra, pujas internas e insensatas por
el poder. Pierde y hace perder el precioso bien que es el tiempo. Esto es
grave, sobre todo, cuando se trata del tiempo de las nuevas generaciones que,
en esas condiciones, dejan de mirar con esperanza su porvenir. O empiezan a
buscarlo en otros sitios. Pero también de los que han transitado ya la mayor
parte de su vida.
Este es un costado
ético –en realidad, un grave pecado social– que presenta la persistente crisis
política de la Argentina, y que, por estas horas, adquiere contornos
dramáticos, una vez más. Los ciudadanos tenemos que instar a nuestros
representantes, a los que gobiernan y a los que hacen política desde la
oposición, a pensar esto con mayor seriedad. Y tenemos que hacerlo con firmeza
y serenidad, echando mano de los medios legítimos que nos ofrece la democracia.
Todos los ciudadanos somos responsables del bien común. Esto es una dimensión
de la justicia social, que no es solo justicia desde arriba, sino la
posibilidad de que cada uno de nosotros sea sujeto responsable de la suerte de
todos. Al Estado y a la política les cabe un rol fundamental: velar por el
orden público que hace posible ese concurso virtuoso de toda la sociedad que
edifica el mejor orden justo posible.
La política es más
creíble cuando muestra amplitud de miras para la arquitectura del bien común y
piensa en las generaciones que vendrán. Encerrarse en el corto plazo es fatal.
Esta tarea supone hombres y mujeres virtuosos, con racionalidad y magnanimidad.
Los líderes mesiánicos –lo sabemos por experiencia– siempre fracasan. Supone
también el vigor de las instituciones democráticas: el estado de derecho, el
imperio de la ley (especialmente de la Constitución), la división de poderes y
la aceptación de la pluralidad. Ciudadanos de a pie, dirigentes sociales
también los religiosos, hombres y mujeres de la política necesitamos encontrar
la fuerza ética para construir consensos para el bien común de nuestra patria.
¿Y si pensamos en
las nuevas generaciones? ¿Por qué no nos tomamos unos minutos para mirar a los
ojos a los niños, a los adolescentes y jóvenes que nos han sido confiados? Tal
vez, en ese movimiento simple de miradas encontremos el impulso humano que
necesitamos para esa empresa común que hoy nos desafía. El tiempo apremia.
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