martes, 26 de abril de 2016

Guerras de religión, guerra a la religión


Síntesis Introductoria VII Informe sobre la Doctrina Social de la Iglesia en el Mundo del Observatorio Cardenal Van Thuan

Stefano Fontana

26-4-16



El lector que examine al detalle todos los hechos de crónica que referimos en el apéndice de este Informe, se quedará sorprendido por la gran cantidad de actos de violencia y de persecución realizados por Boko Haram en Nigeria a lo largo de todo el 2014. Han hecho estallar iglesias cristianas matando a un gran número de fieles, han secuestrado a muchachas cristianas, han asesinado a muchos fieles. Es un claro retorno de las guerras de religión. Se sabe que detrás, o debajo, hay también otras causas, pero es indudable que hoy, en estos casos tan graves, el factor religioso es el que hace de síntesis al resto. Cuando se habla de guerras de religión no se quiere, de hecho, sostener que el factor religioso es el único existente, sino que es el que resume todos los otros, a los que coordina dada su supremacía en lo que se refiere a capacidad de movilizar a las personas. También en los siglos XVI y XVII las guerras de religión no eran sólo de religión, pero el factor religioso concentraba en sí a todos los otros. Así sucede hoy con este dramático renacer de las guerras de religión.

Si el lector examina, a continuación, la crónica que llega desde América Latina, en particular desde Argentina, o desde Francia o Polonia, o lee el capítulo sobre los principales acontecimientos de biopolítica en 2014, se da cuenta de que está también muy presente una guerra a la religión y, en particular, a la religión católica. No se trata de una guerra declarada, convencional, que utiliza armas y estrategias militares. Es posible llamarla guerra sólo en sentido metafórico. Es un conflicto, una lucha a través de leyes, despidos, intimidaciones, el uso de los medios de comunicación y el uso de ingentes recursos para hacer propaganda contra la religión católica y sus presupuestos. Mientras las guerras de religión están ubicadas sobre todo en las áreas dominadas por los Califatos, la guerra a la religión se lleva a cabo sobre todo en Occidente y, en particular, en Europa. Sin embargo, dado el fenómeno del terrorismo y el reclutamiento de milicias islamistas en los suburbios de las grandes ciudades europeas entre los inmigrantes de segunda o de tercera generación, en el viejo continente repercuten también las guerras de religión. Por consiguiente, Europa es el epicentro de ambas tendencias.

Estamos convencidos de que entre los dos rostros de Jano hay profundas conexiones y que algo muy profundo y sutil conecta a las guerras de religión con la guerra a la religión. Es más: pensamos que, respecto a épocas pasadas, este vínculo es muy estrecho en nuestro tiempo y representa un signo inconfundible. Occidente está demasiado ocupado en hacer su guerra interna a la religión para poder ocuparse de las guerras de religión en Siria o Nigeria. Está demasiado preocupado en cortar sus propios vínculos con la religión proclamando la indiferencia a las religiones, debilitándose y haciéndose cada vez más incapaz de defender en el mundo ni tan siquiera el derecho a la libertad religiosa, que en un cierto sentido es una creación suya. 

Occidente no dice una sola palabra sobre las persecuciones a los cristianos, que ya alcanzan cifras de genocidio, y no ha encontrado hasta ahora el impulso moral para intervenir con el fin de proteger las poblaciones víctimas de los Califatos o de los regímenes despóticos con base religiosa. Occidente, y Europa en particular, está cada vez más cansado y desangrado en su moral por su obstinada guerra contra la religión. Este cansancio se extiende con gran rapidez a los países latinoamericanos que en El Cairo (1994) y en Pekín (1995) aún defendían -aunque ya sin tanta firmeza- los auténticos derechos humanos, fundados sobre la ley moral natural que tenía su garante en el Creador. 

Nuestro Informe detecta, sin embargo, una cierta inversión de tendencia, positiva, en los países de Europa del este. Estos, después del largo invierno del comunismo, vuelven, de manera aún incierta y confusa, no sólo a la ética, sino también a la religión. Si es adecuadamente dirigido, es un fenómeno esperanzador. Efectivamente, precisamente en estos países surgen actitudes de intervención en la gran arena internacional que están fuera de los rígidos esquemas de las conveniencias de la política institucional, con una renovada capacidad de mirar a la cara a la religión y a las religiones, sin situarlas a todas en el mismo plano, que significaría privarlas de su distinta relevancia pública.

Occidente está aún muy vinculado a su propio concepto de libertad religiosa, un concepto restrictivo, individualista, que valora en las religiones sólo el sentimiento de la adhesión individual y no el significado objetivo de sus creencias. Un concepto relativista, que no permite individuar, en las religiones, aspectos que hay que rechazar y combatir o, por lo menos, que contener, en nombre de la razón y de la verdadera religión. Y que no permite, por lo tanto, encontrar la fuerza de intervenir cuando en nombre de la religión se producen violencias inhumanas y se niegan los mismos derechos humanos fundamentales sobre los que se basa el propio derecho a la libertad religiosa, nacido en Occidente. Los países occidentales importan religiones y exportan relativismo. Los otros lo perciben como un ámbito en el que entrar, pero del que no aprender nada. Si un país como Inglaterra, que tiene una larga y elevada tradición jurídica occidental, admite institutos jurídicos propios de la sharia islámica, incluida la presencia de tribunales islámicos, significa que Occidente ha desaprendido el uso de la razón al que el cristianismo le había educado.

Estas consideraciones atañen también a la gestión de la emigración. Las guerras de religión, que penetran hasta las calles de las ciudades occidentales como demuestran los atentados terroristas, y que desgraciadamente la opinión pública olvida demasiado rápidamente, encuentran un terreno favorable pues en ellas se ha llevado a cabo una guerra a la religión.

No es posible prever hoy si las religiones presentes en Occidente se aliarán entre ellas contra la guerra a la religión, o si se acomodarán intentando lucrarse a favor de un corporativismo religioso. Éste podría ser también el plan del Islam en Occidente. Tampoco se puede prever si en las religiones prevalecerá el secularismo de la guerra a la religión o lo contrario. Mucho dependerá de otro factor de estas nuevas guerras: el aspecto demográfico. El índice de natalidad de los emigrantes en Occidente que están aún muy vinculados a su religión es mucho más alto que el de los países occidentales; de hecho, dentro de unos decenios habrá un adelantamiento por parte de los primeros en algún país europeo. Es verdad que al estar en contacto con la vida occidental, también la natalidad de las familias islámicas -por plantear el ejemplo más interesante-, tiende a disminuir y tal vez determinadas previsiones de un adelantamiento masivo y precoz deberán ser corregidas, pero la brecha sigue siendo, a pesar de todo, significativa. La vida no puede ser una forma de guerra. Sin embargo, como en las guerras de elevada identidad religiosa existe el triste fenómeno de las violaciones en masa, también la procreación puede tener un objetivo competitivo. Muchos musulmanes europeos no esconden que se trata de un conflicto que se lleva adelante también de esta forma.

Frente a estos problemas complejos, la Doctrina Social de la Iglesia tiene que dar una contribución que no sea genérica, moralista y simplista, sino realista. Los términos paz, acogida y solidaridad pueden estar llenos de deformaciones ideológicas si no se tienen en cuenta la verdad y la realidad de las cosas. La política de la integración no puede fingir que no ve que muchas comunidades acogidas en Occidente no quieren integrarse, constituyen una sociedad paralela y se contraponen sistemáticamente a los núcleos originarios intentando prevaricarlos. La acogida no puede ser indiscriminada, porque en este caso favorece la entrada de las guerras de religión en el mundo occidental. Hay que redescubrir el deber de proteger, también en lo que atañe a los ciudadanos de la propia nación, dado que el Estado mantiene respecto a ellos un deber primario de proveer al bien común, y también en lo referente a situaciones en las que, en el mundo, regímenes confesionales llevan a cabo, de manera voluntaria, masacres indiscriminadas y hacen huir a sus habitantes en busca de refugio y de paz. Desgraciadamente, respecto a Boko Haram, en Nigeria, no ha habido ningún tipo de intervención internacional.

La Doctrina Social de la Iglesia no es un saber abstracto; es concreto no sólo porque ofrece también pistas para una solución, sino ante todo porque es realista, ve al hombre a la luz de Cristo, concreto en todas sus verdaderas necesidades, mientras que las ideologías, incluida la del pacifismo, lo deforman según esquemas que vienen de lo alto en función de intereses particulares.

El camino de salida de las guerras de religión y de la guerra a la religión es que se lleve a cabo, una vez visto y aceptado el vínculo entre las dos dimensiones, una revisión profunda de cómo Occidente quiere considerar la religión y, en particular, la religión cristiana, porque de esto dependerá también el modo cómo Occidente mirará a las otras religiones y cómo éstas mirarán a Occidente.


 [1] Director del Observatorio Cardenal van Thuân sobre la Doctrina Social de la Iglesia. Suscriben la Síntesis introductoria: Fernando Fuentes Alcantara, Director de la Fundación Pablo VI, Madrid; Daniel Passaniti, Director ejecutivo CIES-Fundación Aletheia, Buenos Aires; Manuel Ugarte Cornejo, Director del Centro de Pensamiento Social Católico de la Universidad San Pablo de Arequipa, Perú.

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