AL CARDENAL MARC OUELLET,
PRESIDENTE DE LA PONTIFICIA COMISIÓN PARA
AMÉRICA LATINA
A Su Eminencia Cardenal
Marc Armand Ouellet, P.S.S.
Presidente de la Pontificia Comisión para
América Latina
Eminencia:
Al finalizar el encuentro de la Comisión para
América Latina y el Caribe tuve la oportunidad de encontrarme con todos los
participantes de la asamblea donde se intercambiaron ideas e impresiones sobre
la participación pública del laicado en la vida de nuestros pueblos.
Quisiera recoger lo compartido en esa
instancia y continuar por este medio la reflexión vivida en esos días para que
el espíritu de discernimiento y reflexión “no caiga en saco roto”; nos ayude y
siga estimulando a servir mejor al Santo Pueblo fiel de Dios.
Precisamente es desde esta imagen, desde
donde me gustaría partir para nuestra reflexión sobre la actividad pública de
los laicos en nuestro contexto latinoamericano. Evocar al Santo Pueblo fiel de
Dios, es evocar el horizonte al que estamos invitados a mirar y desde donde
reflexionar. El Santo Pueblo fiel de Dios es al que como pastores estamos
continuamente invitados a mirar, proteger, acompañar, sostener y servir. Un
padre no se entiende a sí mismo sin sus hijos. Puede ser un muy buen trabajador,
profesional, esposo, amigo pero lo que lo hace padre tiene rostro: son sus
hijos. Lo mismo sucede con nosotros, somos pastores. Un pastor no se concibe
sin un rebaño al que está llamado a servir. El pastor, es pastor de un pueblo,
y al pueblo se lo sirve desde dentro. Muchas veces se va adelante marcando el
camino, otras detrás para que ninguno quede rezagado, y no pocas veces se está
en el medio para sentir bien el palpitar de la gente.
Mirar al Santo Pueblo fiel de Dios y
sentirnos parte integrante del mismo nos posiciona en la vida y, por lo tanto,
en los temas que tratamos de una manera diferente. Esto nos ayuda a no caer en
reflexiones que pueden, en sí mismas, ser muy buenas pero que terminan
funcionalizando la vida de nuestra gente, o teorizando tanto que la
especulación termina matando la acción. Mirar continuamente al Pueblo de Dios
nos salva de ciertos nominalismos declaracionistas (slogans) que son bellas
frases pero no logran sostener la vida de nuestras comunidades. Por ejemplo,
recuerdo ahora la famosa expresión: “es la hora de los laicos” pero pareciera
que el reloj se ha parado.
Mirar al Pueblo de Dios, es recordar que
todos ingresamos a la Iglesia como laicos. El primer sacramento, el que sella
para siempre nuestra identidad y del que tendríamos que estar siempre
orgullosos es el del bautismo. Por él y con la unción del Espíritu Santo, (los
fieles) quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo (LG 10).
Nuestra primera y fundamental consagración hunde sus raíces en nuestro
bautismo. A nadie han bautizado cura, ni obispo. Nos han bautizados laicos y es
el signo indeleble que nunca nadie podrá eliminar. Nos hace bien recordar que
la Iglesia no es una elite de los sacerdotes, de los consagrados, de los
obispos, sino que todos formamos el Santo Pueblo fiel de Dios. Olvidarnos de
esto acarrea varios riesgos y deformaciones tanto en nuestra propia vivencia
personal como comunitaria del ministerio que la Iglesia nos ha confiado. Somos,
como bien lo señala el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, cuya identidad
es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el
Espíritu Santo como en un templo (LG 9). El Santo Pueblo fiel de Dios está
ungido con la gracia del Espíritu Santo, por tanto, a la hora de reflexionar,
pensar, evaluar, discernir, debemos estar muy atentos a esta unción.
A su vez, debo sumar otro elemento que
considero fruto de una mala vivencia de la eclesiología planteada por el
Vaticano II. No podemos reflexionar el tema del laicado ignorando una de las
deformaciones más fuertes que América Latina tiene que enfrentar —y a las que
les pido una especial atención— el clericalismo. Esta actitud no sólo anula la
personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y
desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de
nuestra gente. El clericalismo lleva a la funcionalización del laicado;
tratándolo como “mandaderos”, coarta las distintas iniciativas, esfuerzos y
hasta me animo a decir, osadías necesarias para poder llevar la Buena Nueva del
Evangelio a todos los ámbitos del quehacer social y especialmente político. El
clericalismo lejos de impulsar los distintos aportes, propuestas, poco a poco
va apagando el fuego profético que la Iglesia toda está llamada a testimoniar
en el corazón de sus pueblos. El clericalismo se olvida que la visibilidad y la
sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo de Dios (cfr. LG 9-14)
Y no solo a unos pocos elegidos e iluminados.
Hay un fenómeno muy interesante que se ha
producido en nuestra América Latina y me animo a decir: creo que uno de los
pocos espacios donde el Pueblo de Dios fue soberano de la influencia del
clericalismo: me refiero a la pastoral popular. Ha sido de los pocos espacios
donde el pueblo (incluyendo a sus pastores) y el Espíritu Santo se han podido
encontrar sin el clericalismo que busca controlar y frenar la unción de Dios
sobre los suyos. Sabemos que la pastoral popular como bien lo ha escrito Pablo
VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, tiene ciertamente sus
límites. Está expuesta frecuentemente a muchas deformaciones de la religión,
pero prosigue, cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de
evangelización, contiene muchos valores. Refleja una sed de Dios que solamente
los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio
hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo
sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la
presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente
pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad:
paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los
demás, devoción. Teniendo en cuenta esos aspectos, la llamamos gustosamente
“piedad popular”, es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad ...
Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras
masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo. (EN 48). El
Papa Pablo VI usa una expresión que considero clave, la fe de nuestro pueblo,
sus orientaciones, búsquedas, deseo, anhelos, cuando se logran escuchar y
orientar nos terminan manifestando una genuina presencia del Espíritu.
Confiemos en nuestro Pueblo, en su memoria y en su “olfato”, confiemos que el
Espíritu Santo actúa en y con ellos, y que este Espíritu no es solo “propiedad”
de la jerarquía eclesial.
He tomado este ejemplo de la pastoral popular
como clave hermenéutica que nos puede ayudar a comprender mejor la acción que
se genera cuando el Santo Pueblo fiel de Dios reza y actúa. Una acción que no
queda ligada a la esfera íntima de la persona sino por el contrario se
transforma en cultura; una cultura popular evangelizada contiene valores de fe
y de solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y
creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una
mirada agradecida (EG 68).
Entonces desde aquí podemos preguntarnos,
¿qué significa que los laicos estén trabajando en la vida pública?
Hoy en día muchas de nuestras ciudades se han
convertidos en verdaderos lugares de supervivencia. Lugares donde la cultura
del descarte parece haberse instalado y deja poco espacio para una aparente
esperanza. Ahí encontramos a nuestros hermanos, inmersos en esas luchas, con
sus familias, intentando no solo sobrevivir, sino que en medio de las
contradicciones e injusticias, buscan al Señor y quieren testimoniarlo. ¿Qué
significa para nosotros pastores que los laicos estén trabajando en la vida
pública? Significa buscar la manera de poder alentar, acompañar y estimular
todo los intentos, esfuerzos que ya hoy se hacen por mantener viva la esperanza
y la fe en un mundo lleno de contradicciones especialmente para los más pobres,
especialmente con los más pobres. Significa como pastores comprometernos en
medio de nuestro pueblo y, con nuestro pueblo sostener la fe y su esperanza.
Abriendo puertas, trabajando con ellos, soñando con ellos, reflexionando y
especialmente rezando con ellos. Necesitamos reconocer la ciudad —y por lo
tanto todos los espacios donde se desarrolla la vida de nuestra gente— desde
una mirada contemplativa, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en
sus hogares, en sus calles, en sus plazas... Él vive entre los ciudadanos
promoviendo la caridad, la fraternidad, el deseo del bien, de verdad, de
justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta, develada. Dios
no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero (EG 71). No es
nunca el pastor el que le dice al laico lo que tiene que hacer o decir, ellos
lo saben tanto o mejor que nosotros. No es el pastor el que tiene que
determinar lo que tienen que decir en los distintos ámbitos los fieles. Como
pastores, unidos a nuestro pueblo, nos hace bien preguntamos cómo estamos
estimulando y promoviendo la caridad y la fraternidad, el deseo del bien, de la
verdad y la justicia. Cómo hacemos para que la corrupción no anide en nuestros
corazones.
Muchas veces hemos caído en la tentación de
pensar que el laico comprometido es aquel que trabaja en las obras de la
Iglesia y/o en las cosas de la parroquia o de la diócesis y poco hemos
reflexionado como acompañar a un bautizado en su vida pública y cotidiana; cómo
él, en su quehacer cotidiano, con las responsabilidades que tiene se compromete
como cristiano en la vida pública. Sin darnos cuenta, hemos generado una elite
laical creyendo que son laicos comprometidos solo aquellos que trabajan en
cosas “de los curas” y hemos olvidado, descuidado al creyente que muchas veces
quema su esperanza en la lucha cotidiana por vivir la fe. Estas son las
situaciones que el clericalismo no puede ver, ya que está muy preocupado por
dominar espacios más que por generar procesos. Por eso, debemos reconocer que
el laico por su propia realidad, por su propia identidad, por estar inmerso en
el corazón de la vida social, pública y política, por estar en medio de nuevas
formas culturales que se gestan continuamente tiene exigencias de nuevas formas
de organización y de celebración de la fe. ¡Los ritmos actuales son tan
distintos (no digo mejor o peor) a los que se vivían 30 años atrás! Esto
requiere imaginar espacios de oración y de comunión con características
novedosas, más atractivas y significativas —especialmente— para los habitantes
urbanos. (EG 73) Es obvio, y hasta imposible, pensar que nosotros como pastores
tendríamos que tener el monopolio de las soluciones para los múltiples desafíos
que la vida contemporánea nos presenta. Al contrario, tenemos que estar al lado
de nuestra gente, acompañándolos en sus búsquedas y estimulando esta
imaginación capaz de responder a la problemática actual. Y esto discerniendo
con nuestra gente y nunca por nuestra gente o sin nuestra gente. Como diría San
Ignacio, “según los lugares, tiempos y personas”. Es decir, no uniformizando.
No se pueden dar directivas generales para una organización del pueblo de Dios
al interno de su vida pública. La inculturación es un proceso que los pastores
estamos llamados a estimular alentado a la gente a vivir su fe en donde está y
con quién está. La inculturación es aprender a descubrir cómo una determinada
porción del pueblo de hoy, en el aquí y ahora de la historia, vive, celebra y
anuncia su fe. Con la idiosincrasia particular y de acuerdo a los problemas que
tiene que enfrentar, así como todos los motivos que tiene para celebrar. La
inculturación es un trabajo de artesanos y no una fábrica de producción en
serie de procesos que se dedicarían a “fabricar mundos o espacios cristianos”.
Dos memorias se nos pide cuidar en nuestro
pueblo. La memoria de Jesucristo y la memoria de nuestros antepasados. La fe,
la hemos recibido, ha sido un regalo que nos ha llegado en muchos casos de las
manos de nuestras madres, de nuestras abuelas. Ellas han sido, la memoria viva
de Jesucristo en el seno de nuestros hogares. Fue en el silencio de la vida
familiar, donde la mayoría de nosotros aprendió a rezar, a amar, a vivir la fe.
Fue al interno de una vida familiar, que después tomó forma de parroquia,
colegio, comunidades que la fe fue llegando a nuestra vida y haciéndose carne.
Ha sido también esa fe sencilla la que muchas veces nos ha acompañado en los
distintos avatares del camino. Perder la memoria es desarraigarnos de donde
venimos y por lo tanto, nos sabremos tampoco a donde vamos. Esto es clave,
cuando desarraigamos a un laico de su fe, de la de sus orígenes; cuando lo
desarraigamos del Santo Pueblo fiel de Dios, lo desarraigamos de su identidad
bautismal y así le privamos la gracia del Espíritu Santo. Lo mismo nos pasa a
nosotros, cuando nos desarraigamos como pastores de nuestro pueblo, nos
perdemos.
Nuestro rol, nuestra alegría, la alegría del
pastor está precisamente en ayudar y estimular, al igual que hicieron muchos
antes que nosotros, sean las madres, las abuelas, los padres los verdaderos
protagonistas de la historia. No por una concesión nuestra de buena voluntad,
sino por propio derecho y estatuto. Los laicos son parte del Santo Pueblo fiel
de Dios y por lo tanto, los protagonistas de la Iglesia y del mundo; a los que
nosotros estamos llamados a servir y no de los cuales tenemos que servirnos.
En mi reciente viaje a la tierra de México
tuve la oportunidad de estar a solas con la Madre, dejándome mirar por ella. En
ese espacio de oración pude presentarle también mi corazón de hijo. En ese
momento estuvieron también ustedes con sus comunidades. En ese momento de
oración, le pedí a María que no dejara de sostener, como lo hizo con la primera
comunidad, la fe de nuestro pueblo. Que la Virgen Santa interceda por ustedes,
los cuide y acompañe siempre,
Vaticano, 19 de marzo de 2016
Francisco
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