Infocatólica, 12/09/22
En su fervoroso
entusiasmo por el «aggiornamento» y la implícita adoración de la juventud, el
Concilio Vaticano II, en el decreto Christus Dominus, dedicado a la vida y ministerio
de los obispos, incluía una advertencia que sería luego ocasión e instrumento
de una decisión desafortunada. En aquel texto se rogaba a los Sucesores de los
Apóstoles, y encarecidamente –enixe rogantur-, que si advertían por razón de la
edad, enfermedades, u otras circunstancias que ya no se encontraban con la
capacidad necesaria para continuar rigiendo sus diócesis, presentaran la
renuncia a la Santa Sede. Notemos que se apelaba a una decisión de ellos. Pero
el Papa Pablo VI, en 1969, al concretar en medidas las aspiraciones del
Concilio, estableció una norma general a la que todos deberían someterse: a los
75 años funcionaría una guillotina romana a la que habría que ofrecer
alegremente el cuello. Esa intervención pontificia fue luego incorporada al
Código de Derecho Canónico.
Los ex obispos son
llamados eméritos. Es este el lugar de comparar algunos nombres, y las
situaciones en que se los aplica. Emérito no significa que ya no se merece
continuar en el ejercicio pastoral. El Diccionario de la Academia define:
«Aplicase a la persona que se ha retirado de un empleo o cargo y disfruta algún
premio por sus buenos servicios». No es un jubilado; jubilar implica disponer
que por razón de vejez, largos servicios, o imposibilidad, cese un funcionario en
el ejercicio de su carrera o destino, generalmente con derecho a pensión a
cargo de las instituciones de la seguridad social. Pero los obispos no son
funcionarios; su jubilación o «emeritazgo» no tiene nada de júbilo, y la
pensión suele ser una miseria. Existe ahora, desde la última década, otra
penosa categoría: hay obispos cancelados, es decir, anulados, abolidos,
borrados de la memoria de sus diócesis y de la misma Iglesia. ¡Que se arreglen
como puedan!
La intervención de
Pablo VI fue absolutamente insólita, ajena a la multisecular Tradición
eclesial. En vano puede buscarse un antecedente en los veinte siglos
anteriores. Es inimaginable que Ignacio de Antioquía, el Crisóstomo, o Agustín,
debieran someterse a semejante despropósito, algo fuera de razón, de sentido, y
de conveniencia. Por otra parte, ¿quién les aceptaría la renuncia? El Obispo de
Roma aunque como Sucesor de Pedro tuviera originalmente autoridad sobre la
Iglesia universal, ésta no se notaba porque no se ejercía, no era ni un esbozo
de lo que se establecería después, una monarquía absoluta e infalible en sus
decisiones dogmáticas, infalibilidad que se extiende indebidamente a su
gobierno ordinario.
Digo que la medida
de Pablo VI era impensable, no se podía pensar siquiera algo de ese tenor, porque
contradice a la teología del episcopado que los Padres de la Iglesia tenían tan
clara que no era necesario pontificar sobre ella. Este es el lugar indicado
para recoger la concepción de la Iglesia y del ministerio de los obispos que
San Ignacio de Antioquía –muerto en los primeros años del siglo segundo-
expresa normalmente en sus cartas. La Iglesia es la Iglesia particular, y la
comunión de las iglesias particulares; en ella el Obispo representa a Dios
Padre -¡nada menos!-, el presbiterio –así, en plural- al Colegio de los
Apóstoles, y los diáconos a Jesucristo, que es el Servidor de todos. A nadie se
le hubiera ocurrido jubilar al representante de Dios Padre, de cuya paternidad
participaban -¡y participan, aunque no lo parezca!- los elegidos para presidir
la comunidad de los fieles. Actualmente, cuando se ha eclipsado el sentido del
Misterio, no es fácil de comprender el vínculo sobrenatural que une al Obispo
con su Iglesia.
Otra razón, no
menor, para descartar la decisión adoptada hace más de medio siglo, es que un
hombre de nuestros días se encuentra por lo general, en mejores condiciones que
uno de 1969. No en vano han transcurrido todos estos años, de modo que el enixe
rogantur del Vaticano II suena simplemente como una consideración desubicada. Resulta
curioso que se despida a los obispos a los 75, y elijan papas de 76, y 77,
obispos de Roma, y de la Iglesia universal. La disposición de Pablo VI es un
medio inmejorable para que un Pontífice ideologizado –progresista, digamos-
liquide a los obispos que viven y actúan en continuidad homogénea con la
Tradición, y se proponga con los nombramientos de reemplazo lograr otra
homogeneidad, cambiando así en poco tiempo el rostro de la Iglesia.
Algo semejante
ocurre con el Colegio Cardenalicio, a cuyos integrantes despojan a los 80 años
del principal oficio para el cual recibieron la birreta roja. El Papa,
entonces, podría atribuirse el poder de preparar una sucesión acorde con su
ideología. Un ejemplo de contraste es cómo Pío XI preparó como sucesor al Cardenal
Pacelli, Secretario de Estado, cuando no existía la grieta eclesial ni Roma se
había ideologizado. A propósito de este asunto, acabo de leer la Autobiografía
de Enea Silvio Piccolomini, un humanista experto en la poesía latina, que en
1458 fue elegido Papa, y tomó el nombre de Pío II; siendo obispo había
sostenido el conciliarismo en el Concilio de Basilea, y apoyado al antipapa
Félix V. En realidad pasó rápidamente de laico a Pontífice supremo. En ese
texto que es un documento incomparable relata el Cónclave en el cual alcanzó la
máxima autoridad de la Iglesia. Los cardenales eran 18, y un francés ambicioso
de la triple corona consiguió la promesa de dos tercios negociando en el baño,
al que necesariamente debían concurrir sus colegas; el negocio consistía en
prometerles cargos. Este ejercicio puede reconocerse simplemente como simonía,
un vicio muy común en aquella época; en lugar de cargos solía ofrecerse dinero.
Un detalle interesante: en aquel cónclave de 1458 el más joven de los
cardenales era el español Rodrigo de Borja, nepote de Calixto III, que ejercía
el pingüe cargo de Vicecanciller de la Iglesia romana, y más tarde fue el Papa
Alejandro VI (Borgia, en italiano).
La imagen de la
Iglesia en aquellos años de mitad del siglo XV era espantosa. He mencionado a
la simonía: se vendía de todo; añádase la corrupción moral del clero, y la
intromisión de los príncipes, y el emperador del decadente Sacro Imperio Romano
Germánico. El primer compromiso que adquiría el nuevo Papa era la reforma de la
Iglesia, lo cual no se consiguió hasta el Concilio de Trento, en el siglo
siguiente, cuando ya Lutero y los demás reformadores habían tomado pretexto de
la situación eclesial para separarse de Roma, y sembrar la herejía.
He presentado
argumentos que, según considero, descalifican la jubilación de los obispos a
los 75 años. Pero podría aportar mi experiencia personal. No deseo incurrir en
la autorreferencialidad, por eso solo diré que fui despojado del cargo de
Arzobispo Metropolitano de La Plata dos días hábiles después de cumplir los 75;
los fieles, y la gente en general, pensaron que el proceso fue indecoroso. Pasé
tres años de inexistencia eclesial en la que había sido mi diócesis, hasta que
decidí venirme a Buenos Aires, donde resido en el Hogar Sacerdotal, una especie
de geriátrico para sacerdotes ancianos o enfermos.
Gracias a Dios
conservo sanas mis neuronas y no he perdido coraje ni constancia. Puedo
entonces ejercer de un modo nuevo lo que corresponde principalmente a un
Obispo: cuidar la Doctrina de la Fe, y la identidad de la Tradición católica.
Esto que hago, con la ayuda invalorable de «InfoCatólica», y los demás portales
que recogen mis escritos, no es propiamente un trabajo, sino simplemente mi
carrera, lo que me corresponde como obispo que calza la mitra desde hace
treinta años. Para los antiguos filósofos lo que ahora me ocupa no ha de
llamarse con propiedad trabajo, ya que la vita activa, según observaba
Aristóteles, era carga de esclavos.
Soy libre. En
alemán, a partir de Lutero, se llama beruf (ruf, que es «llamada»), es una
vocación. Tomás de Aquino lo expresó bellamente como contemplari et contemplata
aliis tradere, hacer partícipes a los demás de aquello que contemplado llena la
inteligencia y el corazón. Es luz y afecto de amor. Procuro, entonces, seguir
con la mayor lucidez que se me conceda, la marcha de la Iglesia, juzgar
modestamente acerca de ella, e iluminar para el Pueblo de Dios, y para todos
los hombres de buena voluntad (que son misterioso objeto de la eúlogía de
Dios), situaciones actualísimas que en cierta medida son más oscuras que
aquellas que afrontó, a mediados del siglo XV, Eneas Silvio Piccolomini.
Están en juego la
Verdad, asediada por el relativismo, y la Caridad, herida por las preferencias
arbitrarias del populismo. La Iglesia parece haberse «achicado», es decir, no
solo se ve reducida en número, sino también –lo que es peor- en valentía para
indicar los errores de los cuales debe cuidarse el católico, en orden a
conservar y enriquecer su identidad. «Achicarse», según el patois o lunfardo
que se emplea en la Argentina, implica replegarse medrosamente y dejarle el
campo abierto al Enemigo. Resulta muy triste que Roma insista en vituperar el
«indietrismo», el respeto, amor y seguimiento de la Tradición, para plegarse a
banalidades, y a una gnosis de fantasías nebulosas y extravagantes, que
extravían a los miembros que aún quedan y a los ajenos, a quienes habría que
convocar a la Verdad y el Amor de los auténticos discípulos de Cristo.
Hice alusión más
arriba a los 18 cardenales que protagonizaron el Cónclave de 1458, en el que
resultó electo Pío II. Hubo entonces un paciente trabajo de Enea Silvio para
evitar la elección de un francés, que hubiera podido trasladar la Santa Sede
allende los Alpes; se impuso el patriotismo italiano. Pero no hubo un «caballo
del comisario» (perdón, otra vez, por el argentinismo, que significa un
favorito del gobierno). Actualmente son unos 120, o más, posibles electores,
que fueron elegidos con el hipotético propósito de prolongar en el tiempo la
década que tiene a la Iglesia Católica al borde del abismo. Dios es grande
–Aláh, dicen los musulmanes-, lo es el Dios verdadero Uno y Trino, cuya
Providencia resulta tanto más misteriosa cuanto más numerosas e intrincadas son
las causas segundas que intervendrán en el proceso cuando llegue la hora.
Entre tanto, por
el tiempo que Él quiera procuraré ejercer limpia y sinceramente mi beruf, del
cual o de la cual no existe jubilación.
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