Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica, 05/09/22
He leído con
azoramiento unas afirmaciones lanzadas en Roma. Digo que la lectura me dejó
azorado porque el sobresalto también infundió ánimo para analizar aquellos
dichos que no se referían a sucesos ocurridos en otro planeta, sino en la
extensión universal de la Iglesia Católica. El tema era la liturgia.
Señalo en primer
lugar una expresión correcta: «hay que impregnarse del espíritu de la liturgia,
sentir su misterio con asombro siempre nuevo». Me permito, con todo, proponer
una puntualización. La frase es aceptable si se excluye de la aprobación todo
invento de extravagancias seudolitúrgicas que pueden causar admiración. Además,
sentir el misterio es posible en la adoración, cuando todo nuestro ser se
orienta y se eleva hacia Dios; es un sentido espiritual, -místico - digamos. En
los dichos que comento se afirma que «no es una cuestión de ritos, el misterio
de Cristo». Para aclarar la afirmación se podría explicar que el Misterio ha de
ser percibido y participado en el rito; no se debe oponer rito a Misterio. La
cuestión -clave en la organización, en la orientación de la liturgia- es que en
el rito pueda discernirse el Misterio, que sea realizado objetivamente como
gesto de adoración.
El Apóstol Pablo
recordó a los Corintios respecto de la Eucaristía: «Cada vez que comen este pan
y beben esta copa, anuncian la muerte del Señor hasta que Él vuelva» (1 Cor 11,
26). La cuestión es que el rito exprese cabalmente al misterio, y para eso que
se lo celebre exactamente, tratándose de algo tan serio como la muerte del
Señor, con la disposición debida; lo contrario es celebrarlo indignamente,
anaxíos. De ello hay que rendir cuentas, de no haber discernido el misterio del
Cuerpo del Señor, de la realidad de la muerte de Cristo. Desde entonces eso es
lo más serio que un cristiano puede hacer. Me parece que la advertencia paulina
puede aplicarse a la necesidad de que las disposiciones respeten la misteriosa
realidad que en el rito se hace presente. Esto significa que no hay nada que
inventar para «sentirse» mejor, para expresarse en esa circunstancia. Lo
necesario es que el rito se verifique con exactitud; entonces la conciencia de
su contenido es asombro siempre nuevo ante lo mismo. La educación litúrgica es
educación del sentir en la Adoración del Misterio que se devela en el rito, en
el sacramentum. La misa es un sacrificio sacramental, y el sacerdote, que hace
las veces de Cristo, es el sacrificador; en el rito sacramental de la misa se
actualiza el misterio de la redención.
Las declaraciones
que dan lugar a mi comentario expresan como una tentación el peligro del
formalismo litúrgico, de «volver a las formalidades que postulan aquellos que
niegan el Concilio Vaticano II». No voy a negar que existen grupos que
representan esa posición, pero son ciertamente minoritarios; lo que ocurre
mayoritariamente, ut in pluribus, es todo lo contrario. Es la devastación
universal de la Sagrada Liturgia, de la que han desaparecido la exactitud, la
solemnidad y la belleza, una de las mayores tragedias de la Iglesia en nuestros
días.
El duro término
devastación lo empleó el entonces Cardenal Ratzinger en su prólogo al libro del
insigne liturgista Klaus Gamber «La reforma litúrgica». En este texto, el
futuro Benedicto XVI observa que es necesario hacer una «reforma de la
reforma». Es el colmo que, después de tanto tiempo de incertidumbre y abusos,
se insista descalificando como «formalismo» el cuidado por la exactitud de los
ritos.
Del Concilio ni se
acuerdan quienes pretenden una liturgia vital y alegre, que sea culto de ellos
mismos más que culto de Dios. Resulta asombrosa la ignorancia histórica y
teológica de quienes desprecian las formas, descalificándolas como formalismo.
El Vaticano II prescribía en la Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la
Sagrada Liturgia: «Que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie nada
por iniciativa propia en la liturgia». No faltan progresistas que sostienen que
ese texto conciliar es «conservador», y por lo tanto tiene un valor menor.
El peligro,
entonces, o más que peligro, la realidad de una praxis antilitúrgica, es que
cada uno de los celebrantes pretenda que la celebración sea «viva» y «alegre» a
expensas de la forma, del rito. Causa desazón que la Santa Sede no intervenga
para hacer cesar la devastación de la liturgia del Rito Romano, que ya no es ni
romano, ni rito.
Las declaraciones
que critico con plena conciencia lamentan el apego al formalismo litúrgico, ¿a
quién se referirán? Como ya lo he señalado, pero quisiera vocearlo a los cuatro
vientos, el drama es la devastación de la liturgia, que tiene ya larga
vigencia. La cuestión de fondo es la incomprensión de lo que implica el culto
de Dios y las exigencias intrínsecas de la sacralidad. Hay obispos -me consta
desde hace tiempo- que opinan que ya no existe distinción entre sagrado y
profano. Hasta un hombre primitivo se escandalizaría de semejante afirmación.
La historia de las culturas muestra que en todas ellas siempre existió una
dimensión sagrada, el trato con «los dioses» mediante formas prescritas que es
necesario observar siempre. Aun en la sociedad laicista o atea existen
costumbres rituales de la vida pública.
Muchísimos fieles
aspiran a integrarse en el culto divino participando de la celebración que se
cumple en la Iglesia; no van a ella para sentirse feliz o mejor, sino para
comunicarse con el Misterio Divino. La ideología progresista postula la
abolición del rito, de la ritualidad en la relación con Dios; es el resultado
del «giro antropológico», die antropologische Wende de Karl Rahner; se subraya
no el acceso, la subida, del hombre a la comunicación con Dios, sino el uso de
Dios para la felicidad del hombre.
Resulta increíble
que se piense y se diga que el peligro está en la presión y la observancia de
las formas rituales; el peligro –o la triste realidad- está más bien en todo lo
contrario. Es verdad que hay grupos que se alejan de la Iglesia, del
relativismo y la secularización que le invaden; buscan en la divina liturgia de
la Iglesia Ortodoxa, o en los ritos orientales de la Iglesia Católica, lo que
ya no encuentran en el rito en el que han sido bautizados. El motu proprio
del 16 de julio de 2021 Traditionis custodes fue un lamentable retroceso que
suprimió la Forma Extraordinaria del Rito Romano, habilitado en 2007 por
Benedicto XVI mediante su motu proprio Summorum Pontificum.
En este lejano
rincón del hemisferio sur que es la Argentina existen muestras clarísimas de
las posibilidades inventivas que adoptan quienes desprecian los «formalismos»
del Ordo Missae vigente desde 1970, obra de Pablo VI. Evoco tres casos: un
obispo celebrando en la playa, sin ornamentos, salvo una estola calzada sobre
el hábito playero y empleando un mate en lugar del cáliz; una misa al cabo de
una reunión, sobre la mesa en la que restaban vasos, papeles y otros elementos
alitúrgicos, y en la cual los asistentes se servirían la eucaristía; y
recentísimamente, en una diócesis del interior del país, un sacerdote celebró
disfrazado de payaso. Se dirá que son casos extremos, y es verdad, pero esos
cuadros se inscriben en un contexto bastante extendido de banalización.
Ya no hay Misa, y
mucho menos el Santo Sacrificio de la Misa, sino un encuentro de amigos del que
el celebrante es el animador. La liturgia ya no es el medio especial del
encuentro con Dios. Una palabra sobre la música no se puede omitir. El uso
generalizado de la guitarra -castigada, no ejecutada como la cítara- provoca el
uso de cantos de dudosa factura musical y de letras sentimentales o que invitan
moralísticamente a la acción. No son medios aptos para la adoración y para
elevar las almas a la contemplación. Platón, en su Politeia subrayaba el valor
educativo de la música; en la gran Tradición eclesial, tanto el canto
gregoriano como la polifonía sagrada, como en el digno canto religioso popular,
se educaba al pueblo cristiano en la oración y la vida según el Espíritu.
La crítica que
aquí expongo tiene apoyos indiscutibles. Juan Pablo II en la carta apostólica
Ecclesia de Eucharistia, escribió en 2003: «Una cierta reacción al «formalismo»
ha llevado a algunos, especialmente en ciertas regiones, a considerar como no
obligatorias las «formas» adoptadas por la gran tradición de la Iglesia y su
magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del
todo inconvenientes…». Y concretamente señala: «Ya que privado el misterio
eucarístico de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro
significado que el de un encuentro convivial fraterno» (nº 10).
Benedicto XVI,
cuyas obras completas incluyen un tomo voluminoso sobre los estudios
litúrgicos, ha señalado y urgido «a una aplicación más correcta del Concilio
Vaticano II en la liturgia para devolverle su carácter sagrado… Hay que
trabajar con el Evangelio en la mano, y apoyándonos en la verdadera Tradición
de los Apóstoles. Resulta extraño, o más bien escandaloso, que hoy día se diga
todo lo contrario. La Iglesia subsiste, o cae, con su liturgia.
Las declaraciones
que he comentado agravan la grieta abierta por el progresismo en la época del
Concilio, y toman partido en el sentido contrario a la Tradición eclesial. Esta
última es válida más allá de toda discusión y de todo cambio epocal, y es
obligación y oficio de la autoridad eclesial vindicarla y sostenerla contra la
introducción de novedades abusivas.
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