P. Dr. Pedro
Trevijano Etcheverria
Infocatólica, 13/09/22
Hace unos días, en
un auditorio en el que había bastantes sacerdotes, oí un sermón en el que el
predicador nos exhortó a los curas a tener un psicólogo, mientras que del
sacramento de la Penitencia y de la Dirección espiritual no dijo ni palabra.
Ello me lleva a preguntarme cuál es el papel del confesor y el del psicólogo o
psiquiatra.
La experiencia de
culpa la tenemos todos. Somos personas, pero no autosuficientes, por lo que
debemos responder de nuestra existencia, y además no siempre nuestro
comportamiento es responsable, siendo la normalidad o anormalidad de la
vivencia de culpa una gran preocupación para moralistas y psicólogos.
La culpa es un
fenómeno complejo, que suele aparecer cuando no hacemos lo que debemos, lo que
nos produce pesar y angustia, sentimientos que pertenecen a la afectividad y
transforman negativamente nuestra vida psíquica. Y es que cuando cometemos una
falta y nos damos cuenta de su maldad, este dictamen de la conciencia nos
ocasiona un estado depresivo mezcla de angustia, temor e irracionalidad, estado
que habrá de considerarse diferentemente por el psicólogo y por el teólogo.
Los psicólogos,
psiquiatras y psicoanalistas nos dicen que el estado emocional de culpa se da
muy a menudo en el hombre actual hasta el punto que muchos de sus clientes lo
que buscan es librarse de su complejo de culpabilidad, pues lo que más desean
es sentirse inocentes.
La tarea del
psiquiatra no es perdonar los pecados, sino eliminar las angustias, la
sensación de culpabilidad y el autolesionismo, ayudando al paciente en su
esfuerzo para obtener la salud, que es lo que éste pretende. Para ello
interviene en el trabado o perturbado núcleo personal del paciente, siendo
preciso que éste llegue a darse cuenta que es él mismo la causa del mal que
padece.
Ciertamente el
psicoanalista puede encontrarse con casos en los que por su parte de su cliente
se trata de encontrar el sentido de su vida, problema que supera ya el
análisis, pues es un misterio cuya llave está en el amor redentor de Dios.
En cuanto al
sacramento los elementos psicológicos no son en absoluto despreciables. Muchos
buscan en la confesión un diálogo personal con el sacerdote y piensan que es un
buen sitio donde poder expresarse, desahogarse y ser oídos. Estamos ante un
sacramento profundamente humano, en el que los actos del penitente tienen una
clara base psicológica, pues la reconciliación requiere siempre un diálogo y
un encuentro interpersonal en el que el sacerdote ha de procurar que a través
suyo, el penitente encuentre a Cristo.
Y es que en
ocasiones para obtener la paz interna la solución supera el mero orden natural:
será necesario someterse al orden religioso y moral para obtener el perdón de
los pecados. La práctica de la confesión sacramental puede ser muy útil para
mantener y aumentar la paz entre los hombres. En efecto sólo Dios puede liberar
de la culpa en cuanto tal, ya que es ofensa consciente a Dios y por tanto el
perdón no puede depender solamente del culpable. Al «Tibi soli peccavi»,
corresponde por parte de Dios el «ego te absolvo» que perdona. Pero este perdón
que es el ejercicio de un poder divino ha sido confiado por Cristo a su
Iglesia, siendo ésta la tarea del confesor.
Sucede que a)
quien va a la confesión busca el perdón de los pecados y está en un plano
esencialmente religioso; b) en la confesión se va al sacerdote como intermediario
sagrado directo entre Dios y los hombres; c) en la confesión se solicita del
penitente una declaración de culpabilidad y una sincera contrición; d) el
sentido del pecado se diferencia del sentimiento de culpabilidad, en que es
plenamente consciente y su confesión se sitúa en el nivel del obrar
responsable, hasta el punto que sólo las faltas graves hechas conscientemente y
con libertad, son objeto específico de la confesión.
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