disponiéndonos a seguir sus
pasos por el camino de la fe que nos ha regalado”.
P. Ricardo Mazza
En el salmo responsorial (Ps 125,
1-6) cantábamos “Grandes cosas hizo el
Señor por nosotros”, afirmación ésta que debiera permanecer en nuestro
corazón a lo largo de nuestra vida, ya que desde que nacemos hasta que morimos,
experimentaremos siempre que Dios hace por nosotros grandes cosas.
Precisamente la Sagrada Escritura va mostrando todos los signos del amor
de Dios para con las criaturas más amadas, que
somos cada uno de nosotros, nacidos de sus manos.
Y así, el profeta Jeremías (31, 7-9) anuncia la salvación para el pueblo
elegido, de modo que habiendo partido llorando al exilio, vuelve rebosante de
gozo, pleno de consuelo, constituido en “resto”, es decir, pequeño grupo de
elegidos por su fidelidad al Creador.
Y toda la historia de la salvación describe las maravillas que Dios hace
por nosotros, y así la carta a los hebreos que proclamamos recién (5,1-6), deja
bien en claro cómo los Sumos Sacerdotes del culto antiguo, fueron tomados de
entre los hombres, para el servicio de
todos “a fin de ofrecer dones y
sacrificios por los pecados” mostrándose indulgente “con los que pecan por ignorancia y con los descarriados porque él mismo
está sujeto a la debilidad humana”. Sacerdocio que hace de puente entre
Dios y los hombres, acercando al ser humano a su Creador y, mostrando a su vez
el rostro misericordioso de Dios.
Con esta enseñanza, el autor de la carta a los Hebreos apunta en realidad
a mostrar la plenitud del sacerdocio presente en la Persona de Jesús, el Hijo
de Dios hecho hombre. Sacerdocio de Cristo del que depende toda figura
sacerdotal tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, para nada
comparable en perfección con Aquél.
Por medio del sacerdocio de Cristo, Dios Padre concede grandes favores al
ser humano, ya que el hombre es elevado a la altura de la divinidad, y Dios se
abaja para encontrarse con quien ha creado por Él y para Él.
Clara expresión de esta realidad es el grito del mendigo ciego “¡Jesús hijo de David, ten piedad de mí!”, mientras Jesús, siempre atento a las tribulaciones
humanas, y ejerciendo su sacerdocio-puente entre Dios y los hombres, se allega
al que clama diciendo “Llámenlo”.
En cuanto hombre, Jesús se conmueve por la miseria de este ciego, signo
de la humanidad toda, y como Dios que es, le ofrece el camino de la salvación
ya que “Grandes cosas hizo el Señor por
nosotros”.
A su vez, una vez que lo traen a
su presencia, le pregunta: “¿Qué quieres
que haga por ti?”, “Maestro, que yo
pueda ver” se escucha, hermosa súplica
como respuesta doliente del que sabe de su limitación.
También nosotros podríamos repetir éste ruego confiado, “Maestro, que yo pueda ver”, ya que
necesitamos ver con el corazón, anhelamos
descubrir el misterio de la misericordia divina presente en Jesús, que no pocas
veces nos cuesta contemplar y entender, influenciados como estamos por un mundo
inmisericorde, en el que las miserias humanas son escondidas u olvidadas
fácilmente para que no lleguen a intranquilizar las conciencias de las
personas.
Urge ingresar más y más en el misterio de Cristo y lo que Él significa
para nosotros desde la fe, para comprender el infinito amor divino que busca
siempre rescatarnos de toda miseria, especialmente la del pecado.
Pidamos el poder reconocerlo en la vida cotidiana, en la oración de cada
día, en la recepción de los sacramentos,
que podamos conocerlo cuando estamos sometidos al misterio del sufrimiento, que
aguzando nuestros sentidos interiores podamos reconocer en los padecimientos de
los demás la presencia del mismo dolor redentor de Jesús crucificado.
Sólo Jesús puede iluminarnos con la verdad, de manera que todo se hace
diáfano con su presencia, alcanzando profundidades de compresión.
El mundo con sus cosas y atractivos nos encandilan, de manera que no
contemplamos la realidad y la vida misma desde la verdad plena.
En efecto, todos hemos tenido alguna vez la experiencia de ser “encandilados”, quedando enceguecidos, aunque
sea de momento, e imposibilitados de ver con nitidez lo que nos rodea y dudando
de aquello que percibimos con la vista.
Pues bien, lo mismo pasa en el ámbito espiritual, cuando el pecado o la
lejanía de Dios encandila al hombre de tal manera que lo deja impedido de ver
con claridad lo que refiere a la verdad, al bien o a la contemplación del
Creador.
La luz que proviene de Cristo, en cambio, no sólo permite descubrir y
profundizar en el misterio divino, sino que posibilita una mirada nueva de todo
lo existente, ya que se lo hace desde la perspectiva de la fe.
Hermanos: Estamos invitados a acercarnos a Jesús con confianza,
suplicando que podamos verlo y contemplar todo desde la fe que sólo Él puede
darnos, y como el ciego curado, disponernos a seguir sus pasos recorriendo el
nuevo camino descubierto desde la luz que nos ha regalado el Señor.
Cura párroco de la
parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía
en el domingo XXX durante el año. Ciclo B. 25 de octubre de 2015.
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