P: Jose Maria Iraburu
El agua y el aceite no se pueden unir. Pueden estar en
un mismo vaso, pero por mucho que se agiten y remuevan no pueden fundirse en
uno. Esto es algo que cualquiera lo sabe. El agua es más densa y se queda
abajo, mientras que el aceite queda en la superficie. Ese modo de
inconciliabilidad que se da en el mundo físico, se da también, y de forma mucho
más radical, en el espiritual.
El principio de no contradicción expresa la
imposibilidad de que sean verdaderas tanto la afirmación como la negación de
una misma proposición, que es considerada en el mismo sentido. Esa ley lógica
es congénita a la naturaleza intelectual humana. Sin ella se cae en el
agnosticismo absoluto, el nihilismo intelectual, el culto al absurdo.
Entre los actuales Padres del Sínodo hay unos que
creen en ciertas doctrinas de la Iglesia y hay otros que no creen, que las
rechazan. «Unos creyeron lo que les decía [la Iglesia], otros rehusaron creer»
(Hch 28,24). Pueden estar reunidos todos en una misma Sala, pero es imposible
que estén de acuerdo. El principio de contradicción lo impide. Tampoco puede
ser plena la unión-comunión entre personas que en graves cuestiones piensan de
forma contraria. Ni es posible que caminen juntos (syn-odos) aquellos que
quieren ir al norte con aquellos otros que quieren ir al sur.
* * *
En el Sínodo actual se reúnen discípulos de Cristo que
piensan de modos contrarios en graves cuestiones. Unos creen verdadero y lícito
aquello que otros creen falso e ilícito. No hay posibilidad alguna de acuerdo
entre ellos. Por una parte, es impensable que discrepancias doctrinales graves,
que ya duran medio siglo –algunas mucho más– puedan llegar a disiparse con
varios cientos de intervenciones de tres minutos y unas cuantas conversaciones
en los Círculos menores. Por otra parte, en varias cuestiones graves, discuten
sobre temas indiscutibles, que ya han sido enseñados con clara firmeza por la
doctrina de la Iglesia, y que durante veinte siglos se han profesado y practicado
en Oriente y Occidente.
–La anticoncepción. Unos Padres sinodales creen en la
doctrina de la Iglesia, según la cual «la anticoncepción se ha de considerar
objetivamente tan profundamente ilícita que jamás puede justificarse por razón
ninguna» (Juan Pablo II, 17-9-83). Otros Padres sinodales, por el contrario,
exigen que la Iglesia acepte como lícito el uso de la anticoncepción, al menos
en ciertas circunstancias.
Las dos doctrinas son absolutamente
irreconciliables. No hay un tertium quid. Puede el Sínodo durar tres semanas o
tres años. Una reconciliación, ni siquiera una aproximación, entre las dos
posiciones mentales es imposible. Agua y aceite.
–El divorcio y el adulterio. Los sinodales que aceptan
la doctrina de la Iglesia saben que el matrimonio es indisoluble y que ninguna
razón puede justificar «la ruptura del vínculo conyugal», el divorcio; y menos
aún el establecimiento de una nueva unión conyugal, que sería adulterio.
Palabra de Cristo. Pero otros padres piensan y dicen públicamente que, en
ciertas circunstancias, aunque el primer matrimonio hubiera establecido
realmente un vínculo indisoluble, en determinadas circunstancias, éste puede
ser disuelto, haciendo lícitas unas segundas nupcias. Y algunos dicen más:
éstas segundas nupcias en muchos casos habrán de ser mantenidas con fidelidad
perseverante, y tenidas como un regalo del cielo, un camino idóneo para lograr
una mayor unión con Dios, una más profunda experiencia de su misericordia. Agua
y aceite.
Las razones de quienes defienden la licitud del
divorcio y del adulterio apenas merecen la pena de ser expuestas. Por ejemplo:
–La misericordia de Pedro no puede ser menor que la de Moisés, que permitió el
divorcio. Respuesta: –La misericordia de la Iglesia debe ser la de Cristo, que
corrigió a Moisés. Otros arguyen: –El matrimonio es indisoluble, ciertamente;
pero en algunos casos puede ser disuelto. Respuesta: –Disolver lo indisoluble…
es una contradictio in terminis. Absurdo. La tesis no merece ser respondida. Y
no pongo más ejemplos. Ninguno de ellos, por cierto, tiene ni un mínimo
fundamento en Escritura, Tradición y Magisterio apostólico.
–La comunión eucarística de los divorciados vueltos a
casar. «La Iglesia, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de
no admitir en la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez»
(Familiaris consortio 84). Los Padres sinodales que creen en esta doctrina
católica no están en plena comunión con aquellos otros que reclaman como un
derecho de los cristianos que viven en adulterio la comunión eucarística. Agua
y aceite.
Algunos arguyen, muy persuasivos: –Cristo comía con
pecadores y publicanos. Respuesta: –Pero los llamaba a conversión, como a
Zaqueo. Insisten: –Privar a esos padres de la comunión aleja a sus hijos de la
Iglesia. Respuesta: –Lo que realmente daña a esos hijos no es la disciplina
eucarística de la Iglesia, sino el hecho de que sus padres se divorcien y
caigan en el adulterio. Alegan otros: –Es una crueldad inaceptable condenar a
un inocente a vivir alejado de la Eucaristía. Rpta.: –No es un inocente, como
señaló el Card. Erdo al comienzo del Sínodo. Es un marido que convive more
uxorio con una mujer que no es su esposa. Es un adúltero. Palabra de Cristo.
Insisten: –Pero el primer vínculo conyugal se rompió, y éste segundo dura
fielmente durante años. Respuesta: –Si el primer vínculo es indisoluble, eso
significa que no se puede disolver. Y por otra parte, la persistencia en una
situación de pecado no acaba por hacerlo más respetable e incluso lícito, sino
que agrava la culpa (cf. Catecismo 2384).
–Las uniones
homosexuales. La Iglesia enseña que los actos homosexuales son intrínsecamente
desordenados, son contrarios a la ley natural, son contra naturam. La Sagrada
Escritura los presenta como depravaciones graves, que no pueden recibir
aprobación en ningún caso (Catecismo 2357). Es imposible que los Padres
sinodales que dan fe a esta doctrina de la Iglesia, creída siempre y en todas
partes, puedan estar de acuerdo con otros Padres sinodales que, en ciertos
casos y circunstancias, estiman lícito el establecimiento de una convivencia
sexual estable entre personas del mismo sexo, y consideran que merecen el
reconocimiento y la aceptación de la Iglesia. De hecho, en las naciones de los
que así piensan hay sacerdotes que celebran en templos católicos, con la
tolerancia de sus Obispos, ritos de bendición para parejas homosexuales Agua y
aceite.
Renuncio aquí a presentar los «argumentos» que tratan
de justificar tal pastoral, quizá en nombre de la misericordia de Dios. No
valen nada.
–La existencia de actos intrínsecamente malos siempre
ha sido afirmada por la Iglesia, pues es conforme a la razón y a la revelación
de la Escritura. No podemos decir ni pensar «hagamos el mal para que venga el
bien» (Rm 3,8); en otras palabras, no podemos creer que «el fin puede
justificar los medios». Como enseña Juan Pablo II, «los preceptos morales
negativos, es decir, aquéllos que prohiben algunos actos o comportamientos
concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima; no
dejan ningún espacio moral aceptable para la “creatividad” de alguna
determinación contraria» (enc. Veritatis splendor 67). Hay Padres sinodales que
creen firmemente en la veracidad de esta doctrina católica, y que la aplican,
por ejemplo, a la anticoncepción, al aborto, al adulterio. Pero otros Padres,
antes del Sínodo y durante él mismo, afirman justamente lo contrario, y
procuran en públicos escritos persuadir a otros de sus formidables errores.
Agua y aceite.
No hay argumentos. No hay respuestas.
–Le unidad de la Iglesia en doctrina y disciplina
pastoral, al menos en las cuestiones fundamentales, más directamente exigidas
por la doctrina católica –en cuestiones menores hay y debe haber modos
distintos según la tradición de las diversas Iglesias– es afirmada como una
certeza de fe por muchos Padres sinodales: «un solo Señor, una fe, un bautismo»
(Ef 4,6). Pero otros Padres propugnan públicamente, en el Sínodo y antes del
Sínodo, que son los Obispos de una Iglesia local o de una misma área social y
cultural los que deben aplicar la doctrina católica –intocable, por supuesto–
en sus formas concretas a la anticoncepción, las relaciones prematrimoniales,
el aborto, el divorcio, el adulterio, la disciplina eucarística, la ordenación
de mujeres, etc. Agua y aceite.
Sin comentarios.
* * *
La Iglesia Católica es una. La unidad y la unicidad es
nota constitutiva de la Iglesia. Es una la Iglesia porque es único el Cuerpo de
Cristo, y es única su Esposa. Es una también porque todos sus fieles profesan
una misma doctrina y viven según unas mismas normas morales y disciplinares. No
sería una la Iglesia si en su interior convivieran algunos que creen en la
Santísima Trinidad y otros que niegan el misterio de las tres Personas divinas.
Si unos creyeran en la divinidad de Jesucristo y otros no. Si unos afirmaran
que el fin justifica los medios y otros lo negaran. Si unos aceptaran en la fe
el primado universal del Sucesor de Pedro y otros se obstinaran en negarla.
Por eso San Pablo exhorta: «Os ruego, hermanos, en
nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos lo mismo y que no haya
divisiones entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo pensar y un mismo
sentir» (1Cor 1,10). Esa unidad intelectual de pensamiento es aún más
importante y decisiva que la misma comunión de bienes materiales, en la que se
expresaba que «la muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y un
alma sola» (Hch 4,32).
Y eso nos hace pensar que la situación actual de la
Iglesia, en la que conviven fieles, Obispos y Cardenales, ciertamente
diferenciados en graves cuestiones de doctrina y disciplina, no puede durar
mucho tiempo. Conviene recordar aquí al adagio clásico: nihil violentum
durabile. No puede durar y perdurar en un ente indefinidamente algo que es
contrario a su propia naturaleza.
* * *
La necesidad de orar por el Sínodo es, pues, sumamente
urgente. No ganamos nada con ocultar en el silencio la situación actual de la
Iglesia Católica. Hay teólogos y párrocos, Obispos y Cardenales, que poniendo
en grave peligro la unidad de la Iglesia, declaran en público doctrinas y
siguen públicamente prácticas que son absolutamente inadmisibles, porque
contrarían de modo patente la doctrina y disciplina de la Santa Iglesia
Católica, que es una y santa, apostólica y romana.
¿Qué remedio tiene esto? De nuestra parte, ninguno. De
parte de Dios bueno, misericordioso, omnipotente, Padre que ha engendrado como
hijos a los hijos de la Iglesia, sí tiene remedio, aunque no sepamos cuál, cómo
y cuándo. «Lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,30;
cf. Jer 32,27).
Y la oración es el modo principal para conseguir lo
imposible. «En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre,
os lo dará… Pedid y recibiréis» (Jn 16,23). Pedir en el nombre de Jesús (Jn
14,13;15,16; Ef 5,20; Col 3,17) es pedir tomando a Jesús como abogado y
mediador nuestro ante el Padre; y es también pedir participando de su actitud
filial, hecha de amor pleno, de obediencia incondicional, de abandono confiado:
«yo sé que siempre me escuchas» (Jn 11,42). Eso es pedir en el nombre de Jesús.
«Os digo además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para
pedir algo, se lo dará mi Padre que está en el cielo. Porque donde dos o tres
están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,19-20).
Y en ésas estamos. Veinte siglos llevamos pidiendo a
Dios en la Misa «por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz,
la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero, con
tu servidor el Papa N., con nuestro Obispo N., y todos los demás obispos que,
fieles a la verdad, promueven la fe católica y apostólica» (Canon Romano). Y
cuántas veces hemos rezado o escuchado esa oración sin acabar de creer, quizá,
en su eficacia –lex orandi, lex credendi–. Esta oración de la Iglesia
necesariamente consigue lo que pide. Hoy tenemos ocasión urgente para activar
esta fe, que nos hace posible, sean cuales fueren las circunstancias de la
Iglesia y del mundo, vivir «alegres en la esperanza» (Rm 12,12). Alegres, sí, y
confiados. No lo olvidemos: «el Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de
Cristo, invita insistentemente a la alegría» (PP. Francisco, Evangelii gaudium,
5).
La Santísima Trinidad sostiene a la Iglesia y la
guardará siempre. Confiemos en el Padre: «lo que mi Padre me dio es mejor que
todo, y nadie podrá arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos
una sola cosa» (Jn 10,29-30). Confiemos en Cristo: «¿Quién nos arrebatará al
amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la
desnudez, el peligro, la espada?… En todas esas cosas vencemos por aquel que
nos amó» (Rm 8,35-37). Confiemos en el Espíritu Santo: «Yo rogaré al Padre, y
os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de la
verdad» (Jn 14,16). Confiemos en la Virgen María, que guarda a sus hijos como
verdadera Madre. Confiemos en los ángeles y en los santos, «por cuya
intercesión confiamos obtener siempre Tu ayuda» (Plegaria euc. III).
Todo saldrá bien.
Con el favor de Dios.
José María Iraburu, sacerdote
No hay comentarios:
Publicar un comentario