Ecclesia, 22-10-15
De la Homilía de san Juan Pablo II, papa, en el inicio
de su pontificado
(22 de octubre 1978: AAS 70 [1978] 945-947)
¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!
¡Pedro vino a Roma! ¿Qué fue lo que le guió y condujo
a esta Urbe, corazón del Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración
recibida del Señor? Es posible que este pescador de Galilea no hubiera querido
venir hasta aquí; que hubiera preferido quedarse allá, a orillas del Lago de
Genesaret, con su barca, con sus redes. Pero guiado por el Señor, obediente a
su inspiración, llegó hasta aquí.
Según una antigua tradición durante la persecución de
Nerón, Pedro quería abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al
encuentro. Pedro se dirigió a El preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde
vas, Señor?». Y el Señor le respondió enseguida: «Voy a Roma para ser
crucificado por segunda vez». Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su
crucifixión.
Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a
mirar al Señor y a sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el
misterio de la suprema potestad del mismo Cristo.
El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero –
como se le consideraba –, el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para
hacer de todos nosotros «un reino de sacerdotes».
El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio
de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo –Sacerdote,
Profeta-Maestro, Rey– continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios
participa de esta triple misión. Y quizás en el pasado se colocaba sobre la
cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar, por medio de tal
símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia, es decir, que todo el orden
jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su “sagrada potestad” ejercitada en
ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene un objetivo único: que
todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de Cristo y permanezca
siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen no en los poderes
de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de la cruz y de la
resurrección.
La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor
responde a lo más profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la
inteligencia, de la voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un
lenguaje de fuerza, sino que se expresa en la caridad y en la verdad.
El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy
una oración fervorosa, humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta
en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad!
¡Servidor de tu potestad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más
aún, siervo de tus siervos.
¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a
Cristo y de aceptar su potestad!
¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a
Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!
¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par
las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los
Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la
cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce
«lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!
Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva
dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente
inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la
duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, – os lo ruego, os lo
imploro con humildad y con confianza – permitid que Cristo hable al hombre.
¡Sólo El tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!
Responsorio
R/. No tengáis miedo: el Redentor del hombre ha
revelado el poder de la cruz y ha dado la vida por nosotros. * Abrid de par en
par las puertas a Cristo.
V/. Somos llamados en la Iglesia a participar de su
potestad. * Abrid.
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Oración
«Oh Dios, rico en misericordia,
que has querido que San Juan Pablo II, Papa,
guiara toda tu Iglesia, te pedimos que,
instruidos por sus enseñanzas,
nos concedas abrir confiadamente
nuestros corazones a la gracia salvadora de Cristo,
único redentor del hombre. Él, que vive y reina por
los siglos de los siglos. Amén»
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